El Señor y los demás son Cuentos - 11

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diócesis italiana, entre ciudad y aldea, en cuyas campiñas todo
hablaba de Cristo y de Virgilio.
Como si fuera pecado suyo, de orgullo, tenía una especie de
remordimiento el ver su humildad sincera elevada al honor más alto.
"¿Qué habrán visto en mí, se decía? ¿Con qué engaño les habrá atraído
mi vanidad para hacerles poner en mí los ojos?" Y sólo pensando que
el verdadero pecado estaría en suponer engañados a los que le habían
escogido, se decidía, por obediencia y fe, a no considerarse indigno de
la supremacía.
Para este papa no había parientes, ni amigos, ni grandes de la
tierra, ni intrigas palatinas, ni seducción del poder; gobernaba con
la justicia como con una luz, como con una fuente: hacía justicia
iluminándolo todo, lavándolo todo. No había de haber manchas, no había
de haber obscuridades.
Comía legumbres y fruta: bebía agua con azúcar y un poco de canela.
Pero amaba el oro. Amaba el oro por lo que se parecía al sol: por sus
reflejos, por su pureza. El oro le parecía la imagen de la virtud.
Perseguía terriblemente la simonía, la avaricia del clero, más que por
el pecado, que por sí mismas eran, porque el oro guardado en monedas,
escondido, se les robaba a los santos del altar, al _Sacramento_, a los
vasos sagrados, a los ornamentos y a las vestiduras de los ministros
del Señor. El oro era el color de la Iglesia. En cálices, patenas,
custodias, incensarios, casullas, capas pluviales, mitras, paños del
altar, y mantos de la Virgen, y molduras del tabernáculo, y aureolas
de los santos, debían emplearse los resplandores del metal precioso; y
el usarlo para vender y comprar cosas profanas, miserias y vicios de
los hombres, le parecía terrible profanación, un robo al culto.
El papa era, sin saberlo, porque entonces no se llamaban así, un
socialista más, un soñador utopista que no quería que hubiese dinero:
sus bienes, sus servicios, los hombres debían cambiarlos por caridad y
sin moneda.
La moneda debía fundirse, llevarse en arroyo ardiente de oro líquido
a los pies del Padre Santo, para que éste lo distribuyera entre todos
los obispos del mundo, que lo emplearían en dorar el culto, en iluminar
con sus rayos amarillos el templo y sus imágenes y sus ministros.
"Dad el oro a la Iglesia y quedaos con la caridad", predicaba. Y el
santo bizantino que comía legumbres y bebía agua con canela, atraía a
sus manos puras, sin pecado, toda la riqueza que podía, no por medios
prohibidos, sino por la persuasión, por la solicitud en procurar las
donaciones piadosas, cobrando los derechos de la Iglesia sin usura ni
simonía, pero sin mengua, sin perdonar nada; porque la ambición oculta
del Pontífice era acabar con el dinero y convertirlo en cosa sagrada.
Y porque no se dijera que quería el oro para sí, sólo para su Iglesia,
repartía los objetos preciosos que hacía fabricar, a los cuatro
vientos de la cristiandad, regalando a los príncipes, a las iglesias
y monasterios, y a las damas ilustres por su piedad y alcurnia,
riquísimas preseas, que él bendecía, y cuya confección había presidido
como artista enamorado del vil metal, en cuanto material de las artes.
Al comenzar el año, enviaba a los altos dignatarios, a los príncipes
ilustres, sombreros y capas de honor; cuando nombraba un cardenal, le
regalaba el correspondiente anillo de oro puro y bien macizo; mas su
mayor delicia, en punto a esta liberalidad, consistía en bendecir,
antes de las Pascuas, el domingo de _Lætare_, el domingo de las
_Rosas_, las de oro, cuajadas de piedras ricas, que, montadas en tallos
de oro también, dirigía con sendas embajadas, a las reinas y otras
damas ilustres, a las iglesias predilectas y a las ciudades amigas.
Tampoco de los guerreros cristianos se olvidaba, y el buen pastor
enviaba a los ilustres caudillos de la fe, estandartes bordados, que
ostentaban, con riquísimos destellos de oro, las armas de la Iglesia y
las del papa, la efigie de algún santo.
La única pena que tenía el papa, a veces, al desprenderse de estas
riquezas, de tantas joyas, era el considerar que acaso, acaso, iban a
parar a manos indignas, a hombres y mujeres cuyo contacto mancharía la
pureza del oro.
¡Las rosas de oro, sobre todo! Cada vez que se separaba de una de estas
maravillas del arte florentino, suspiraba, pensando que las grandezas
de la cuna, el oro de la cuna, no siempre servían para inspirar a los
corazones femeniles la pureza del oro.
"¡En fin, la diplomacia...!" exclamaba el papa, volviendo a suspirar, y
despidiéndose con una mirada larga y triste del amarillo foco de luz,
sol con manchas de topacios y esmeraldas que imitaban un rocío.
Y a sus solas, con cierta comezón en la conciencia, se decía, dando
vueltas en su lecho de anacoreta:
"¡En rigor, el oro tal vez debiera ser nada más para el _Santísimo
Sacramento_!"
* * * * *
Una tarde de abril se paseaba el papa, como solía siempre que hacía
bueno, por _su jardín_ del Vaticano, un rincón de verdura que él había
escogido, apoyado en el brazo de su familiar predilecto, un joven
a quien prefería, sólo porque en muchos años de trato no le había
encontrado idea ni acción pecaminosa, al menos en materia grave. Iba
ya a retirarse, porque sentía frío, cuando se le acercó el jardinero,
anciano que se le parecía, con un ramo de florecillas en la mano. Era
la ofrenda de cada día.
El jardinero, de las flores que daba la estación, que daba el día,
presentaba al Padre Santo las más frescas y alegres cada tarde que
bajaba a _su jardín_ el amo querido y venerado. Después el papa
depositaba las flores en su capilla, ante una imagen de la Virgen.
--Tarde te presentas hoy, Bernardino--dijo el Pontífice al tomar las
flores.
--¡Señor, temía la presencia de Vuestra Santidad... porque... tal vez
he pecado!
--¿Qué es ello?
--Que por débil, ante lágrimas y súplicas, contra las órdenes que
tengo..., he permitido que entrase en los jardines una extranjera, una
joven que, escondida, de rodillas, detrás de aquellos árboles, espía al
Padre Santo, le contempla, y yo creo que le adora, llorando en silencio.
--¡Una mujer aquí!
--Pidióme el secreto, pero no quiero dos pecados; confieso el primero;
descargo mi conciencia... Allí está, detrás de aquella espesura... es
hermosa, de unos veinte años; viste el traje de las Oblatas, que creo
que la han acogido, y viene de muy lejos... de Alemania creo...
--Pero, ¿qué quiere esa niña? ¿No sabe que hay modo de verme y
hablarme... de otra manera?
--Sí; pero es el caso... que no se atreve. Dice que a Vuestra Santidad
la recomienda en un pergamino, que guarda en el pecho, nada menos que
la santa matrona romana que toda la ciudad venera; mas la niña no se
atreve con vuestra presencia, y segura de su irremediable cobardía,
dice que enviará a Vuestra Santidad, por tercera persona, un sagrado
objeto que se os ha de entregar. Beatísimo Padre, sin falta. "Yo me
vuelvo a mi tierra--me dijo--sin osar mirarle cara a cara, sin osar
hablarle, ni oirle..., sin implorar mi perdón... Pero lo que es de
lejos..., a hurtadillas..., no quisiera morir sin verle. Su presencia
lejana sería una bendición para mi espíritu." Y desde allí mira la
Santidad de vuestra persona.
Y el jardinero se puso de rodillas, implorando el perdón de su
imprudencia.
No le vió siquiera el papa, que, volviéndose a Esteban, su familiar, le
dijo: "Vé, acércate con suavidad y buen talante a esa pobre criatura;
haz que salga de su escondite y que venga a verme y a hablarme. Por
ella y por quien la recomienda, me interesa la aventura."
A poco, una doncella rubia y pálida, disfrazando mal su hermosura con
el traje triste y obscuro que le vistieran las Oblatas, estaba a los
pies del Pontífice, empeñada en besarle los pies y limpiarle el polvo
de las sandalias, con el oro de sus cabellos, que parecían como ola
dorada por el sol que se ponía.
Sin aludir a la imprudencia inocente de la emboscada, por no turbarla
más que estaba, el papa dijo con suavísima voz, entrando desde luego en
materia:
--Levántate, pobre niña, y dime qué es lo que me traes de tu Alemania,
que estando en tus manos, puede ser tan sagrado como cuentas.
--Señor, traigo una _rosa de oro_.
* * * * *
María Blumengold, en la capilla del papa, ante la Virgen, de rodillas,
sin levantar la mirada del pavimento, confesaba aquella misma tarde, ya
casi de noche, la historia de su pecado al Sumo Pontífice, que la oía
arrimado al altar, sonriendo, y con las manos, unidas por las palmas,
apretadas al pecho.
En la iglesia de San Mauricio y de Santa María Magdalena, en Hall,
guardábase, como un tesoro que era, una _rosa de oro_ (_gemacht vonn
golde_, dice un antiguo código), regalo de León X (_Herr Leo... der
zehnde Babst dess nahamens_...). Jamás había visto María aquella joya,
pues en su idea éralo, y digna de la Santísima Virgen.
Vivía ella, humilde aldeana, en los alrededores de Hall, y tenía
un novio sin más defecto que quererla demasiado y de manera que el
cura del lugar aseguraba ser idolatría; y aun los padres de María
se quejaban de lo mismo. María, al verle embebecido contemplándola,
besándola el delantal en cuanto ella se distraía, de rodillas a veces
y con las manos en cruz, o como las tenía casi siempre el mismo papa,
sentía grandes remordimientos y grandes delicias. ¡Qué no hubiera dado
ella porque su novio no la adorase así! Pero imposible corregirle. ¿Qué
castigo se le podía aplicar, como no fuera abandonarle? Y esto no podía
ser. Se hubiera muerto. Pero el cura y los padres llegaron a ver tan
loco de amor al muchacho, que barruntaron un peligro en el exceso de su
cariño, y el cura acabó por notar una herejía. Todos ellos se opusieron
a la boda; negósele a María permiso para hablar con su adorador; y por
ser ella obediente, él, despechado, huyó del pueblo, aborreciendo a los
que le impedían arrodillarse delante de su ídolo, y jurando profanarlo
todo, puesto que no se le permitía a su corazón el culto de sus amores.
Pasó a Bohemia[2], donde la casualidad le hizo tropezar con otros
aldeanos, como él, furiosos contra la Iglesia, los cuales, por causas
mezcladas de religión y política, se sublevaban contra las autoridades
y eran perseguidos y se vengaban cómo y cuándo podían. Pasaron años. A
María le faltó su madre, y su padre enfermo, desvalido, vivía de lo que
su hija ganaba vendiendo leche y legumbres, lavando ropa, hilando de
noche. Y una tarde, cuando el hambre y la pena le arrancaban lágrimas,
en el huerto contiguo a su choza, junto al pozo, donde en otro tiempo
mejor tenían sus citas, se le apareció su Guillermo, que así se llamaba
el amante. Venía fugitivo; le perseguían; para una guerra sin cuartel
le esperaban allá lejos, muy lejos; pero había hecho un voto, un voto
a la imagen que él adoraba, que era ella, su María; herido en campaña,
próximo a morir, había jurado presentarse a su novia, desafiando todos
los peligros, si la vida no se le escapaba en aquel trance. Y había de
venir con una rica ofrenda. Y allí estaba por un momento, para huir
otra vez, para salvar la vida y volver un día vencedor a buscar a su
amada y hacerla suya, pesare a quien pesare. La ofrenda es ésta, dijo,
mostrando una caja de metal, larga y estrecha.
--No abras la caja hasta que yo me ausente, y tenla siempre oculta. No
me preguntes cómo gané ese tesoro; es mío, es tuyo. Tú lo mereces todo,
yo... bien merecí ganarlo por el esfuerzo de mi valor y por la fuerza
con que te quiero. Huyó Guillermo; María abrió la caja al otro día,
a solas en su alcoba, y vió dentro... una _rosa de oro_ con piedras
preciosas en los pétalos, como gotas de rocío, y con tallo de oro
macizo también. Una piedra de aquéllas estaba casi desprendida de la
hoja sobre que brillaba; un golpe muy pequeño la haría caer. El padre
de la infeliz lavandera nada supo. María no acertaba a explicarse, ni
la procedencia, ni el valor de aquel tesoro, ni lo que debía hacer
con él para obrar en conciencia. ¿Sería un robo? Le pareció pecado
pensar de su amante tal cosa. Pasó tiempo, y un día recibió la joven
una carta que le entregó un viajero. Guillermo le decía en ella que
tardaría en volver, que iba cada vez más lejos, huyendo de enemigos
vencedores y de la miseria, a buscar fortuna. Que si en tanto, añadía,
ella carecía de algo, si la necesidad la apuraba, vendiera las piedras
de la rosa, que le darían bastante para vivir... "Pero si la necesidad
no te rinde, no la toques; guárdala como te la di, por ser ofrenda de
mi amor." Y el hambre, sí, apuraba; el padre se moría, la miseria
precipitaba la desgracia; iba a quedarse sola en el mundo. Trabajaba
más y más la pobre María, hasta consumirse, hasta matar el sueño; pero
no tocaba a la flor. La piedra preciosa que se meneaba sobre el pétalo
de oro al menor choque, parecía invitarla a desgajarla por completo, y
a utilizarla para dar caldo al padre, y un lecho y un abrigo... Pero
María no tocaba a la rosa más que para besarla. El oro, las piedras
ricas, allí no eran riquezas, no eran más que una señal del amor.
Y en los días de más angustia, de más hambre, pasó por la aldea un
peregrino, el cual entregó a la niña otro pliego. Venía de Jerusalén,
donde había muerto penitente el infeliz Guillermo, que, acosado por
mil desgracias, horrorizado por su crimen, confesaba a su amada que
aquella _rosa de oro_ era el fruto de un horrible sacrilegio. Un ladrón
la había robado a la iglesia de San Mauricio, de Hall; y él, Guillermo,
que encontró a ese ladrón cuando iba por el mundo buscando una ofrenda
para su ídolo humano, para ella, había adquirido la rosa de manos del
infame a cambio de salvarle la vida. Y terminaba Guillermo pidiendo a
su amada que para librarle del infierno, que por tanto amarla a ella
había merecido, cumpliera la promesa que él desde Jerusalén hacía al
Señor agraviado: había de ir María hasta Roma y a pie, en peregrinación
austera, a dejar la _rosa de oro_ en poder del Padre Santo para que
otra vez la bendijera, si estaba profanada, y la restituyera, si lo
creía justo, a la iglesia de San Mauricio y de Santa María Magdalena.
--Mientras viviera mi padre enfermo, la peregrinación era imposible.
Yo no podía abandonarle. Para la _rosa de oro_ hice, en tanto, en mi
propia alcoba, una especie de altarito oculto tras una cortina. Por
no profanar con mi presencia aquel santuario, procuré que mi alma
y mi cuerpo fuesen cada día menos indignos de vivir allí; cada día
más puros, más semejantes a lo santo. Un día en que la miseria era
horrible, los dolores de mi enfermo intolerables, un _físico_, un
sabio, brujo, o no sé qué, llegó a mi puerta, reconoció la enfermedad
y me ofreció un remedio para mi triste padre, para aliviarle los
dolores y dejarle casi sano. ¡Con qué no compraría yo la salud, o por
lo menos el reposo de aquel anciano querido, que fijos los ojos en mí,
sin habla, me pedía con tanto derecho consuelos, ayuda, como los que
tantas veces le había debido yo en mi niñez! La medicina era cara, muy
cara; como que, según decía el médico extranjero, se hacía con oro y
con mezclas de materias sutiles y delicadas, que escaseaban tanto en el
mundo, que valían como piedras preciosas.
"--Yo no doy de balde mis drogas, decía, a solas él y yo. O lo pagas a
su precio, y no tendrás con qué..., o lo pagas con tus labios, que te
haré la caridad de estimar como el oro y las piedras finas." Dejar a mi
padre morir padeciendo infinito, imposible... Me acordé de la piedra
que por sí sola se desprendía de la _rosa de oro_... Me acordé de mi
virtud..., de mi pureza, que también se me antojaba cosa de Dios, y
bien agarrada a mi alma, piedra preciosa que no se desprendía... Me
acordé de mi madre, de Guillermo que había muerto, tal vez condenado,
sin gozar del beso que el diabólico médico me pedía...
--Y... ¿qué hiciste?--preguntó el papa inclinando la cabeza sobre María
Blumengold.--Ya no sonreía Su Santidad; le temblaban los labios. La
ansiedad se le asomaba a los dulces ojos azules. ¿Qué hiciste?... ¿Un
sacrilegio?
--Le di un beso al demonio.
--Sí... sería el demonio.
Hubo un silencio. El papa volvió la mirada a la Virgen del altar,
suspirando, y murmuró algo en latín. María lloraba; pero como si con
su confesión se hubiese librado de un peso la purísima frente, ahora
miraba al papa cara a cara, humilde, pero sin miedo.
--Un beso--dijo el sucesor de Pedro--. Pero... ¿qué es... un beso?
¡Habla claro!
--Nada más que un beso.
--Entonces... no era el diablo.
El papa dió a besar su mano a María, la bendijo, y al despedirla, habló
así:
--Mañana irá a las Oblatas mi querido Sebastián a recoger la _rosa de
oro_... y a llevarte el viático necesario para que vuelvas a tu tierra.
Y... ¿vive tu padre? ¿Le curó aquel _físico_?
--Vive mi padre, pero impedido. Durante mi ausencia le cuida una
vecina, pues hoy ya no exige su enfermedad que yo le asista sin cesar
como antes.
--Bueno. Pensaremos también en tu padre.
Al día siguiente el papa tenía en su poder la _rosa de oro_ de la
iglesia de San Mauricio y Santa María Magdalena, de Hall, y María
Blumengold volvía a su tierra con una abundante limosna del Pontífice.
* * * * *
Cuando llegó la Pascua de aquel año, la diplomacia se puso en
movimiento, a fin de que la _rosa de oro_ fuera esta vez para una
famosa reina de Occidente, de quien se sabía que era una Mesalina
devota, fanática, capaz de quemar a todos sus vasallos por herejes, si
se oponían a sus caprichos amorosos o a los mandatos del obispo que la
confesaba.
Por penuria del tesoro pontificio o por piadosa malicia del papa, aquel
año no se había fabricado rosa alguna del metal precioso. El apuro
era grande; el rey de Occidente, poderoso, se daba por desairado, por
injuriado, si su esposa no obtenía el regalo del Pontífice. ¿Qué hacer?
El papa, muy asustado, confesó que tenía una _rosa de oro_, antigua, de
origen misterioso. La reina devota y lúbrica contó con ella.
Pero llegó el domingo de _Lætare_ y no se bendijo rosa alguna.
Porque aquella noche el papa lo había pensado mejor, y sucediera lo
que Dios fuera servido, se negaba a regalar la _rosa de oro_ que
María Blumengold había guardado, como santo depósito, a una Mesalina
hipócrita, devota y fanática, que no se libraría del infierno por
tostar a los herejes de su reino.
Lo que hizo el papa fué despertar muy temprano, y al ser de día,
despachar en secreto al familiar predilecto, camino de Hall, con el
encargo, no de restituir a la iglesia de San Mauricio la rica presea
mística, sino con el de buscar por los alrededores de la ciudad la
choza humilde de María y entregarle, de parte del Sumo Pontífice, la
_rosa de oro_.
Y el papa, a solas, si el remordimiento quería asaltarle, se decía,
sacudiendo la cabeza:
--"Dama por dama, para Dios y para mí es mujer más ilustre María,
la acogida de las Oblatas, que esa reina de Occidente. Por esta vez
perdone la diplomacia."
Ya saben los habitantes de Hall por qué les falta la _rosa de oro_,
regalo de León X a la iglesia de San Mauricio y de Santa María
Magdalena.
FIN
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