El Señor y los demás son Cuentos - 09

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salir a tiempo... puede adelantarse Flinder... No dejemos para mañana
lo que podemos hacer hoy."
Sonó a lo lejos otra descarga, mientras Vidal metía la gran llave en
su cerradura y abría la puerta de la Biblioteca. Al cerrar por dentro
oyó más disparos, mucho más cercanos, y voces y lamentos. Subió la
escalera a tientas, reparó al llegar a otra puerta cerrada, en que iba
a obscuras; encendió un fósforo, abrió la puerta que tenía delante,
entró en la portería, contigua al salón principal; encendió un quinqué
de petróleo que aún tenía el tubo caliente, pues era el mismo con que
momentos antes se había alumbrado; entró con su luz en el salón de la
Biblioteca, buscó sus libros y manuscritos, que tenía separados en un
rincón, y a los cinco minutos trabajaba con ardor febril, olvidado
del mundo entero, sin oir los disparos que sonaban cerca. Así estuvo
no sabía él cuánto tiempo. Tuvo que detenerse en su labor porque el
quinqué empezó a apagarse; la llama chisporroteaba, se ahogaba la luz
con una especie de bostezo de muy mal olor y de resplandores fugaces.
Fernando maldijo su suerte, su mala memoria, que no le había hecho
recordar que tenía poco petróleo el quinqué..., en fin, recogió los
papeles de prisa, y salió de la Biblioteca a obscuras, a tientas.
Llegó a la puerta de la calle, abrió, salió... y al dar la vuelta para
cerrar, sintió que por ambos hombros le sujetaban sendas manos de
hierro y oyó voces roncas y feroces que gritaban:
--¡Alto!
--¡Date preso!
--¡Un burgués!
--¡Matarle!
"¡Son ellos--pensó Vidal--los correligionarios activos, prácticos, de
Mr. Flinder!"
En efecto, eran los socialistas, anarquistas o Dios sabía qué,
triunfantes, en aquel barrio a lo menos. Con otros burgueses que habían
encontrado por aquellos contornos habían hecho lo que habían querido;
quedaban algunos mal heridos, los que menos, apaleados. El aspecto de
Fernando, que no revelaba gran holgura ni mucho capital robado al
sudor del pobre, los irritó en vez de ablandarlos. Se inclinaban a
pasarle por las armas y así se lo hicieron saber.
Uno que parecía cabecilla, se fijó en el edificio de donde salía Vidal
y exclamó:
--Ésta es la Biblioteca; ¡es un sabio, un burgués sabio!
--¡Que muera! ¡Que muera!
--Matarlo a librazos... Eso es, arriba, a la Biblioteca, que muera a
pedradas... de libros, de libros infames que han publicado el clero, la
nobleza, los burgueses, para explotar al pobre, engañarle, reducirle a
la esclavitud moral y material.
--¡Bravo, bravo!...
--Mejor es quemarle en una hoguera de papel...
--¡Eso, eso!
--Abrasarle en su Biblioteca...
Y a empellones, Fernando se vió arrastrado por aquella corriente de
brutalidad apasionada, que le llevó hasta el mismo salón donde él
trabajaba, poco antes, en aquel códice en que se podía estudiar algún
relámpago antiquísimo, precursor de la gran tempestad que ahora bramaba
sobre su cabeza.
Los sublevados llevaban antorchas y faroles; el salón se iluminó con
una luz roja con franjas de sombras temblorosas, formidables. El grupo
que subió hasta el salón no era muy numeroso, pero sí muy fiero.
--Señores--gritó Vidal con gran energía--. En nombre del progreso
les suplico que no quemen la Biblioteca... La ciencia es imparcial,
la historia es neutral. Esos libros... son inocentes..., no dicen que
sí ni que no; aquí hay de todo. Ahí están, en esos tomos grandes, las
obras de los Santos Padres, algunos de cuyos pasajes les dan a ustedes
la razón contra los ricos... En ese estante pueden ustedes ver a los
socialistas y comunistas del 48... En ese otro está Lassalle... Ahí
tienen ustedes _El Capital_, de Carlos Marx. Y en todas esas biblias,
colección preciosa, hay multitud de argumentos socialistas: El año
sabático, El jubileo... La misma vida de Job. No; ¡la vida de Job no es
argumento socialista! ¡Oh, no, ésa es la filosofía seria, la que sabrán
las clases pobres e ilustradas de siglos futuros muy remotos!...
Fernando se quedó pensativo, e interrumpió su discurso, olvidado de su
peligro y el de la biblioteca. Pero el discurso, apenas comprendido,
había producido su efecto. El cabecilla, que era un ergotista a
la moderna, de café y de club, uno de esos demagogos retóricos y
presuntuosos que tanto abundan, extendió una mano para apaciguar las
olas de la ira popular...
--Quietos, dijo..., procedamos con orden. Oigamos a este burgués...
Antes que el fuego de la venganza, la luz de la discusión.
Discutamos... Pruébanos que esos libros no son nuestros enemigos, y los
salvas de las llamas; pruébanos que tú no eres un miserable burgués, un
holgazán que vive, como un vampiro, de la sangre del obrero..., y te
perdonamos la vida, que tienes ahora pendiente de un cabello...
--No, no; que muera..., que muera ese... sofista--gritó un zapatero,
que era terrible por la posesión de este vocablo que no entendía, pero
que pronunciaba correctamente y con énfasis.
--¡Es un sofista!--repitió el coro. Y una docena de bocas de fusil se
acercaron al rostro y al pecho de Fernando.
--¡Paz!... ¡Paz!... ¡Tregua!...--gritó el cabecilla, que no quería
matar sin triunfar antes del _sofista_--. Oigámosle, discutamos...
Vidal, distraído, sin pensar en el peligro inmenso que corría,
_haciendo_ psicología popular, _teratología sociológica_, como él
pensaba, estudiaba aquella locura poderosa que le tenía entre sus
garras; y su imaginación le representaba, a la vez, el coro de locos
del tercer acto de _Jugar con fuego_, y a Mr. Flinder y tantos otros,
que eran en _último análisis_ los culpables de toda aquella confusión
de ideas y pasiones. "¡La lógica hecha una madeja enredada y untada de
pólvora, para servir de mecha a una explosión social!..." Así meditaba.
--¡Que muera!--volvieron a gritar.
--No, que se disculpe..., que diga qué es, cómo gana el pan que come...
--¡Oh! Tan bien como tú, tan honradamente como tú--gritó Vidal
volviéndose al que tal decía, enérgico, arrogante, apasionado, mientras
separaba con las manos los fusiles que le impedían, apuntándole, ver a
su contrario.
Le habían herido en lo vivo.
Después de haber tenido en su ya larga vida de erudito y escritor mil
clases de vanidades, ya sólo le quedaba el orgullo de su trabajo... No
se reconocía, a fuerza de mucho _análisis de introspección_, virtud
alguna digna de ser llamada tal, más que ésta, la del trabajo; ¡oh,
pero ésta sí! "Tan bien como tú. Has de saber, que, sea lo que sea
de la cuestión del capital y el salario, que está por resolver, como
es natural, porque sabe poco el mundo todavía para decidir cosa tan
compleja; sea lo que quiera de la lucha de capitalistas y obreros, yo
soy hombre para no meter en la boca un pedazo de pan, aunque reviente
de hambre, sin estar seguro de que lo he ganado honradamente...
"He trabajado toda mi vida, desde que tuve uso de razón. Yo no pido
ocho horas de trabajo, porque no me bastan para la tarea inmensa que
tengo delante de mí. Yo soy un albañil que trabaja en una pared que
sabe que no ha de ver concluida, y tengo la seguridad de que cuando más
alto esté me caeré de cabeza del andamio. Yo trabajo en la filosofía y
en la historia y sé que cuanto más trabajo me acerco más al desengaño.
Huyo, ascendiendo, de la tierra, seguro de no llegar al cielo y de
precipitarme en un abismo..., pero subo, trabajo. He tenido en el
mundo ilusiones, amores, ideales, grandes entusiasmos, hasta grandes
ambiciones; todo lo he ido perdiendo; ya no creo en las mujeres, en
los héroes, en los _credos_, en los sistemas; pero de lo único que no
reniego es del trabajo; es la historia de mi corazón, el espejo de
mi existencia; en el caos universal yo no me reconocería a mí propio
si no me reconociera en la estela de mis esfuerzos; me reconozco en
el sudor de mi frente y en el cansancio de mi alma; soy un jornalero
del espíritu, a quien en vez de disminuirle las horas de fatiga, los
nervios le van disminuyendo las horas de sueño. Trabajo a la hora
de dormir, a obscuras, en mi lecho, sin querer, trabajo en el aire,
sin jornal, sin provecho... y de día sigo trabajando para ganar el
sustento y para adelantar en mi obra... Yo no pido emancipación, yo no
pido transacciones, yo no pido venganzas... Desde los diez años, no
ha obscurecido una vez sin que yo tuviera tela cortada para la noche
que venía: siempre mi velón se ha encendido para una labor preparada;
hasta las pocas noches que no he trabajado en mi vida, fueron para mí
de fatiga por el remordimiento de no haber cumplido con la tarea de
aquella velada. De niño, de adolescente, trabajaba junto a la lámpara
de mi madre; mi trabajo era escuela de mi alma, compañía de la vejez de
mi madre, oración de mi espíritu y pan de mi cuerpo y el de una anciana.
"Éramos tres, mi madre, el trabajo y yo. Hoy ya velamos solos yo y
mi trabajo. No tengo más familia. Pasará mi nombre, morirá pronto
el recuerdo de mi humilde individuo, pero mi trabajo quedará en los
rincones de los archivos, entre el polvo, como un carbón fósil que
acaso prenda y dé fuego algún día, al contacto de la chispa de un
trabajador futuro... de otro pobre diablo erudito como yo que me saque
de la obscuridad y del desprecio..."
--Pero a ti no te han explotado; tu sudor no ha servido de sustancia
para que otros engordaran...--interrumpió el cabecilla.
--Con mi trabajo--prosiguió Vidal--se han hecho ricos otros;
empresarios, capitalistas, editores de bibliotecas y periódicos; pero
no estoy seguro de que no tuvieran derecho a ello. No me queda el
consuelo de protestar indignado con entera buena fe. Ése es un problema
muy complejo; está por ver si es una injusticia que yo siga siendo
pobre y los que en mis publicaciones sólo ponían cosa material, papel,
imprenta, comercio, se hayan enriquecido.
"No tengo tiempo para trabajar indagando ese problema, porque lo
necesito para trabajar directamente en mi labor propia. Lo que sé,
que este trabajo constante, con el cuerpo doblado, las piernas
quietas, el cerebro bullendo sin cesar, quemando los combustibles de
mi sustancia, me ha aniquilado el estómago; el pan que gano apenas lo
puedo digerir..., y lo que es peor, las ideas que produzco me envenenan
el corazón y me descomponen el pensamiento... Pero no me queda ni
el consuelo de quejarme, porque esa queja tal vez fuera en _último
análisis_, una puerilidad... Compadecedme, sin embargo, compañeros
míos, porque no padezco menos que vosotros y yo no puedo ni quiero
buscar remedio ni represalias; porque no sé si hay algo que remediar,
ni si es justo remediarlo... No duermo, no digiero, soy pobre, no
creo, no espero..., no odio..., no me vengo... Soy un jornalero de
una terrible mina que vosotros no conocéis, que tomaríais por el
infierno si la vierais, y que, sin embargo, es acaso el único cielo
que existe... Matadme si queréis, pero respetad la Biblioteca, que es
un depósito de carbón para el espíritu del porvenir..." La plebe, como
siempre que oye hablar largo y tendido, en forma oratoria, callaba,
respetando el misterio religioso del pensamiento obscuro; deidad
idolátrica de las masas modernas y tal vez de las de siempre...
La retórica había calmado las pasiones; los obreros no estaban
convencidos, sino confusos, apaciguados a su despecho.
Algo quería decir aquel hombre.
Como un contagio, se les pegaba la enfermedad de Vidal, olvidaban la
acción y se detenían a discurrir, a meditar, quietos.
Hasta el lugar, aquellas paredes de libros, les enervaba. Iban teniendo
algo de león enamorado, que se dejó cortar las garras.
De pronto oyeron ruido lejano. Tropel de soldados subía por la
escalera. Estaban perdidos. Hubo una resistencia inútil. Algunos
disparos; dos o tres heridos. A poco, aquel grupo extraviado de la
insurrección vencida, estaba en la cárcel. Vidal fué entre ellos, codo
con codo. En opinión terrible, y poderosa opinión, del jefe de la
tropa vencedora, aquel señorito tronado era el capitán del grupo de
anarquistas sorprendidos en la Biblioteca. A todos se les formó Consejo
de guerra, como era regular. La justicia sumarísima de la Temis marcial
fué ayudada en su ceguera por el egoísmo y el miedo del verdadero
cabecilla y por el rencor de sus compañeros. Estaban furiosos todos
contra aquel _traidor_, aquel _policía secreto_, o lo que fuera, que
les había embaucado con sus sofismas, con sus retóricas, y les había
hecho olvidarse de su misión redentora, de su situación, del peligro...
Todos declararon contra él. Sí, Vidal era el jefe. El cabecilla
salvaba con esto la vida, porque la misericordia en estado de sitio
decretó que la última pena sólo se aplicara a los cabezas de motín; a
esta categoría pertenecía, sin duda, Vidal; y mientras el que quería
discutir con él las bases de la sociedad, el cabecilla verdadero,
quedaba en el mundo para predicar, e incendiar en su caso, el pobre
jornalero del espíritu, el distraído y erudito Fernando Vidal pasaba
a mejor vida por la vía sumaria de los clásicos y muy conservadores
_cuatro tiritos_.


BENEDICTINO

Don Abel tenía cincuenta años, D. Joaquín otros cincuenta, pero muy
otros: no se parecían nada a los de D. Abel, y eso que eran aquéllos
dos buenos mozos del año sesenta, inseparables amigos desde la
juventud, alegre o insípida, según se trate de D. Joaquín o de D. Abel.
Caín y Abel los llamaba el pueblo, que los veía siempre juntos, por las
carreteras adelante, los dos algo encorvados, los dos de _chistera_ y
levita, Caín siempre delante, Abel siempre detrás, nunca emparejados; y
era que Abel iba como arrastrado, porque a él le gustaba pasear hacia
Oriente, y Caín, por moler, le llevaba por Occidente, cuesta arriba,
por el gusto de oirle toser, según Abel, que tenía su malicia. Ello era
que el que iba delante solía ir sonriendo con picardía, satisfecho de
la victoria que siempre era suya, y el que caminaba detrás iba haciendo
gestos de débil protesta y de relativo disgusto. Ni un día solo, en
muchos años, dejaron de reñir al emprender su viaje vespertino; pero ni
un solo día tampoco se les ocurrió separarse y tomar cada cual por su
lado, como hicieron San Pablo y San Bernabé, y eso que eran tan amigos
y apóstoles. No se separaban porque Abel cedía siempre. Caín tampoco
hubiera consentido en la separación, en pasear sin el amigo; pero no
cedía porque estaba seguro de que cedería el compinche; y por eso iba
sonriendo: no porque le gustase oir la tos del otro. No, ni mucho
menos; justamente solía él decirse: "¡No me gusta nada la tos de Abel!"
Le quería entrañablemente, sólo que hay entrañas de muchas maneras, y
Caín quería a las personas para sí, y, si cabía, para reirse de las
debilidades ajenas, sobre todo si eran ridículas o a él se lo parecían.
La poca voluntad y el poco egoísmo de su amigo le hacían muchísima
gracia, le parecían muy ridículos, y tenía en ellos un estuche de cien
instrumentos de comodidad para su propia persona. Cuando algún chusco
veía pasar a los dos vejetes, oficiales primero y segundo del Gobierno
civil desde tiempo inmemorial (D. Joaquín el primero, por supuesto;
siempre delante), y los veían perderse a lo lejos, entre los negrillos
que orlaban la carretera de Galicia, solía exclamar riendo:
--Hoy le mata, hoy es el día del fratricidio. Le lleva a paseo y le da
con la quijada del burro. ¿No se la ven ustedes? Es aquel bulto que
esconde debajo de la levita.
El bulto, en efecto, existía. Solía ser realmente un hueso de un
animal, pero rodeado de mucha carne, y no de burro, y siempre bien
condimentada. Cosa rica. Merendaban casi todas las tardes como los
pastores de Don Quijote, a campo raso, y chupándose los dedos, en
cualquier soledad de las afueras. Caín llevaba generalmente los
bocados y Abel los tragos, porque Abel tenía un cuñado que comerciaba
en vinos y licores, y eso le regalaba, y Caín contaba con el arte de
su cocinera de solterón sibarita. Los dos disponían de algo más que el
sueldo, aunque lo de Abel era muy poco más; y eso que lo necesitaba
mucho, porque tenía mujer y tres hijas pollas, a quienes en la
actualidad, ahora que ya no eran tan frescas y guapetonas como años
atrás, llamaban los murmuradores "_Las Contenciosas-administrativas_",
por lo mucho que hablaba su padre de lo contencioso-administrativo,
que le tenía enamorado hasta el punto de considerar grandes hombres a
los diputados provinciales que eran magistrados de lo contencioso...,
etc. El mote, según malas lenguas, se lo había puesto a las chicas el
mismísimo Caín, que las quería mucho, sin embargo, y les había dado no
pocos pellizcos. Con quien él no transigía era con la madre. Era su
natural enemigo, su rival pudiera decirse. Le había quitado la mitad de
su Abel; se le había llevado de la posada donde antes le hacía mucho
más servicio que la cómoda y la mesilla de noche juntas. Ahora tenía él
mismo, Caín, que guardar su ropa, y llevar la cuenta de la lavandera, y
si quería pitillos y cerillas tenía que comprarlos muchas veces, pues
Abel no estaba a mano en las horas de mayor urgencia.
* * * * *
--¡Ay, Abel! Ahora que la vejez se aproxima, envidias mi suerte, mi
sistema, mi filosofía--exclamaba D. Joaquín, sentado en la verde
pradera, con un _llacón_ entre las piernas. (Un _llacón_ creo que es un
pernil.)
--No envidio tal--contestaba Abel, que enfrente de su amigo, en igual
postura, hacía saltar el lacre de una botella y le limpiaba el polvo
con un puñado de heno.
--Sí, envidias tal; en estos momentos de expansión y de dulces
_piscolabis_ lo confiesas; y, ¿a quién mejor que a mí, tu amigo
verdadero desde la infancia hasta el infausto día de tu boda, que nos
separó para siempre por un abismo que se llama doña Tomasa Gómez, viuda
de Trujillo? Porque tú, ¡oh Trujillo! desde el momento que te casaste
eres hombre muerto; quisiste tener digna esposa y sólo has hecho una
viuda...
--Llevas cerca de treinta años con el mismo chiste... de mal género. Ya
sabes que a Tomasa no le hace gracia...
--Pues por eso me repito.
--¡Cerca de treinta años!--exclamó don Abel, y suspiró, olvidándose de
las tonterías epigramáticas de su amigo, sumiendo en el cuerpo un trago
de vino del Priorato y el pensamiento en los recuerdos melancólicos de
su vida de padre de familia con pocos recursos.
Y como si hablara consigo mismo continuó, mirando a la tierra:
--La mayor...
--Hola--murmuró Caín--; ¿ya cantamos en _la mayor_? _Jumera_ segura...
tristona como todas tus cosas.
--No te burles, libertino. La mayor nació... sí, justo; va para
veintiocho, y la pobre, con aquellos nervios y aquellos ataques, y
aquel afán de apretarse el talle... no sé, pero... en fin, aunque no
está delicada... se ha descompuesto; ya no es lo que era, ya no... ya
no me la llevan.
--Ánimo, hombre; sí te la llevarán... No faltan indianos... Y en último
caso... ¿para qué están los amigos? Cargo yo con ella... y asesino a
mi suegra. Nada, trato hecho; tú me das en dote esa botella, que no
hay quien te arranque de las manos, y yo me caso con _la_ (cantando)
_mayor_.
--Eres un hombre sin corazón... un Lovelace.
--¡Ay, Lovelace! ¿Sabes tú quién era ése?
--La segunda, Rita, todavía se defiende.
--¡Ya lo creo! Dímelo a mí, que ayer por darla un pellizco salí con una
oreja rota.
--Sí, ya sé. Por cierto que dice Tomasa que no le gustan esas bromas;
que las chicas pierden...
--Dile a la de Gómez, viuda de Trujillo, que más pierdo yo, que pierdo
las orejas, y dile también que si la pellizcase a ella puede que no se
quejara...
--Hombre, eres un chiquillo; le ves a uno serio contándote sus cuitas y
sus esperanzas... y tú con tus bromas de dudoso gusto...
--¿Tus esperanzas? Yo te las cantaré: _La_ (cantando) Nieves...
--Bah, la Nieves segura está. Los tiene así (juntando por las yemas los
dedos de ambas manos). No es milagro. ¿Hay chica más esbelta en todo el
pueblo? ¿Y bailar? ¿No es la perla del casino cuando la emprende con
el vals corrido, sobre todo si _la baila_ el secretario del Gobierno
militar _Pacorro_?
Caín se había quedado serio y un poco pálido. Sus ojos fijos veían a
la hija menor de su amigo, de blanco, escotada, con media negra, dando
vueltas por el salón colgada de Pacorro... A Nieves no la pellizcaba él
nunca; no se atrevía, la tenía un respeto raro, y además, temía que un
pellizco en aquellas carnes fuera una traición a la amistad de Abel;
porque Nieves le producía a él, a Caín, un efecto raro, peligroso,
diabólico... Y la chica era la única para volver locos a los viejos,
aunque fueran íntimos de su padre. "¡Padrino, baila conmigo!" ¡Qué miel
en la voz mimosa! Y ¡qué miradonas inocentes... pero que se metían en
casa! El diablo que pellizcara a la chica. Valiente tentación había
sacado él de pila...
--Nieves--prosiguió Abel--se casará cuando quiera; siempre es la reina
de los salones; a lo menos, por lo que toca a bailar.
--Como bailar... baila bien--dijo Caín muy grave.
--Sí, hombre; no tiene más que escoger. Ella es la esperanza de la
casa.--Ya ves, Dios premia a los hombres sosos, honrados, fieles al
decálogo, dándoles hijas que pueden hacer bodas disparatadas, un
fortunón... ¿Eh? viejo verde, calaverón eterno. ¿Cuándo tendrás tú una
hija como Nieves, amparo seguro de tu vejez?
Caín, sin contestar a aquel majadero, que tan feliz se las prometía
en teniendo un poco de Priorato en el cuerpo, se puso a pensar, que
siempre se le estaba ocurriendo echar la cuenta de los años que él
llevaba a _la menor_ de las _Contenciosas_. "¡Eran muchos años!"
* * * * *
Pasaron algunos; Abel estuvo cesante una temporada, y Joaquín de
secretario en otra provincia. Volvieron a juntarse en su pueblo, Caín
jubilado y Abel en el destino antiguo de Caín. Las meriendas menudeaban
menos, pero no faltaban las de días solemnes. Los paseos como antaño,
aunque ahora el primero que tomaba por Oriente era Joaquín, porque
ya le fatigaba la cuesta. Las _Contenciosas brillaban_ cada día como
astros de menor magnitud; es decir, no brillaban; en rigor eran ya de
octava o novena clase, invisibles a simple vista; ya nadie hablaba
de ellas, ni para bien ni para mal; ni siquiera se las llamaba las
_Contenciosas_; "las de Trujillo", decían los pocos pollos nuevos que
se dignaban acordarse de ellas.
_La mayor_, que había engordado mucho y ya no tenía novios, por no
apretarse el talle había renunciado a la lucha desigual con el tiempo y
al martirio de un tocado que pedía restauraciones imposibles. Prefería
el disgusto amargo y escondido de quedarse en casa, de no ir a bailes
ni teatros, fingiendo gran filosofía, reconociéndose _gallina_, aunque
otra le quedaba. Se permitía, como corta recompensa a su renuncia, el
placer material, y para ella voluptuoso, de aflojarse mucho la ropa,
de dejar a la carne invasora y blanquísima (eso sí) a sus anchas,
como en desquite de lo mucho que inútilmente se había apretado cuando
era delgada. "¡La carne! Como el mundo no había de verla, hermosura
perdida; gran hermosura, sin duda, persistente... pero inútil. Y
demasiada." Cuando el cura hablaba, desde el púlpito, de _la carne_, a
_la mayor_ se le figuraba que aludía exclusivamente a la suya... Salían
sus hermanas, iban al baile a probar fortuna, y la primogénita se
soltaba las cintas y se hundía en un sofá a leer periódicos, crímenes y
viajes de hombres públicos. Ya no leía folletines.
La segunda luchaba con la edad de Cristo y se dejaba sacrificar por el
vestido que la estallaba sobre el corpachón y sobre el vientre. ¿No
había tenido fama de hermosa? ¿No le habían dicho todos los pollos
atrevidos e instruidos de su tiempo que ella era la mujer que dice
mucho a los sentidos?
Pues no había renunciado a la palabra. Siempre en la brecha. Se había
batido en retirada, pero siempre en su puesto.
Nieves... era una tragedia del tiempo. Había envejecido más que sus
hermanas; envejecer no es la palabra: se había marchitado sin cambiar,
no había engordado, era esbelta como antes, ligera, felina, ondulante;
bailaba, si había con quien, frenética, cada día más apasionada del
vals, más correcta en sus pasos, más pavorosa, pero arrugada, seca,
pálida; los años para ella habían sido como tempestades que dejaran
huella en su rostro, en todo su cuerpo; se parecía a sí misma... en
ruinas. Los jóvenes nuevos ya no la conocían, no sabían lo que había
sido aquella mujer en el vals corrido; en el mismo salón de sus
antiguos triunfos, parecía una extranjera insignificante. No se hablaba
de ella ni para bien ni para mal; cuando algún solterón trasnochado se
decidía a echar una cana al aire, solía escoger por pareja a Nieves.
Se la veía pasar con respeto indiferente; se reconocía que bailaba
bien, pero ¿y qué? Nieves padecía infinito, pero, como su hermana,
_la segunda_, no faltaba a un baile. ¡Novio!... ¡Quién soñaba ya con
eso! Todos aquellos hombres que habían estrechado su cintura, bebido
su aliento, contemplado su _escote virginal_... etc., etc., ¿dónde
estaban? Unos de jueces de término a cien leguas; otros en Ultramar
haciendo dinero; otros en el ejército sabe Dios dónde; los pocos que
quedaban en el pueblo, retraídos, metidos en casa o en la sala de
tresillo. Nieves, en aquel salón de sus triunfos, paseaba sin corte
entre una multitud que la codeaba sin verla...
* * * * *
Tan excelente le pareció a D. Abel el pernil que Caín le enseñó en
casa de éste, y que habían de devorar juntos de tarde en la Fuente de
Mari-Cuchilla, que Trujillo, entusiasmado, tomó una resolución, y al
despedirse hasta la hora de la cita, exclamó:
--Bueno, pues yo también te preparo algo bueno, una sorpresa. Llevo la
manga de café, lleva tú puros; no te digo más.
Y aquella tarde, en la fuente de Mari-Cuchilla, cerca del obscurecer
de una tarde gris y tibia de otoño, oyendo cantar un ruiseñor en un
negrillo, cuyas hojas inmóviles parecían de un árbol-estatua, Caín y
Abel merendaron el pernil mejor que dió de sí cerdo alguno nacido en
Teverga. Después, en la manga que a Trujillo había regalado un pariente
voluntario en la guerra de Cuba, hicieron café..., y al sacar Caín dos
habanos peseteros..., apareció la sorpresa de Abel. Momento solemne.
Caín no oía siquiera el canto del ruiseñor, que era su delicia, única
afición poética que se le conocía.
Todo era ojos. Debajo de un periódico, que era la primera cubierta,
apareció un frasco, como podía la momia de Sesostris, entre bandas de
paja, alambre, tela lacrada, sabio artificio de la ciencia misteriosa
de conservar los cuerpos santos incólumes; de guardar lo precioso de
las injurias del ambiente.
--¡El _benedictino_!--exclamó Caín en un tono religioso impropio de su
volterianismo. Y al incorporarse para admirar, quedó en cuclillas como
un idólatra ante un fetiche.
--El benedictino--repitió Abel, procurando aparecer modesto y sencillo
en aquel momento solemne en que bien sabía él que su amigo le veneraba
y admiraba.
Aquel frasco, más otro que quedaba en casa, eran joyas riquísimas y
raras, selección de lo selecto, fragmento de un tesoro único fabricado
por los ilustres Padres para un regalo de rey, con tales miramientos,
refinamientos y modos exquisitos, que bien se podía decir que aquel
líquido singular, tan escaso en el mundo, era néctar digno de los
dioses. Cómo había ido a parar aquel par de frascos casi divinos a
manos de Trujillo, era asunto de una historia que parecía novela y que
Caín conocía muy bien desde el día en que, después de oirla, exclamó:
¡Ver y creer! Catemos eso, y se verá si es paparrucha lo del mérito
extraordinario de esos botellines. Y aquel día también había sido el
primero de la única discordia duradera que separó por más de una semana
a los dos constantes amigos. Porque Abel, jamás enérgico, siempre de
cera, en aquella ocasión supo resistir y negó a Caín el placer de
saborear el néctar de aquellos frascos.
--Estos, amigo--había dicho--los guardo yo para en su día.--Y no había
querido jamás explicar qué día era aquél.
Caín, sin perdonar, que no sabía, llegó a olvidarse del benedictino.
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