El Señor y los demás son Cuentos - 07

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había visto otra vez, siendo niña, y que la había impresionado mucho.
"¡Por mí, pensó, se enterró como un pagano! Como lo que era, pues yo
fuí su diosa."
Sin que nadie la viera, mientras sus amigas inglesas admiraban los
efectos de luna en aquella soledad de los muertos, se quitó un
pendiente, y con el brillante que lo adornaba, sobre el cristal de
aquella urna, detrás del que se leía "Un viejo verde", escribió a
tientas y temblando: "Mis amores."
* * * * *
Me parece que el cuento no puede ser más romántico, más _imposible_...


CUENTO FUTURO
I

La humanidad de la tierra se había cansado de dar vueltas mil y mil
veces alrededor de las mismas ideas, de las mismas costumbres, de los
mismos dolores y de los mismos placeres. Hasta se había cansado de
dar vueltas alrededor del mismo sol. Este cansancio último lo había
descubierto un poeta lírico del género de los desesperados que, no
sabiendo ya qué inventar, inventó eso: el _cansancio del sol_. El tal
poeta era francés, como no podía ser menos, y decía en el prólogo de
su libro, titulado _Heliofobe_: "C'est bête de tourner toujours comme
ça. A quoi bon cette sotisse eternelle?... Le soleil, ce bourgeois,
m'embète avec ses platitudes..." etc., etc.
El traductor español de este libro decía: "_Es bestia_ esto de dar
siempre vueltas así. ¿_A qué bueno_ esta tontería eterna? El sol, ese
burgués, me _embiste_ con sus _platitudes_ enojosas. _Él_ cree hacernos
un gran favor quedándose ahí plantado, sirviendo de fogón en esta gran
cocina económica que se llama el sistema planetario. Los planetas
son los pucheros puestos a la lumbre; y el himno de los astros, que
Pitágoras creía oir, no es más que el _grillo del hogar_, el prosaico
chisporroteo del carbón y el bullir del agua de la caldera... ¡Basta
de olla podrida! Apaguemos el sol, aventemos las cenizas del hogar.
El gran hastío de la luz meridiana ha inspirado este _pequeño libro_.
¡_Que él_ es sincero! ¡_Que él_ es la expresión fiel de un orgullo
noble que desprecia favores que no ha solicitado, halagos de los rayos
lumínicos que le parecen cadenas insoportables!
"_Él tendrá bello_ el sol obstinándose en ser benéfico; al fin es un
tirano; la emancipación de la humanidad no será completa hasta el día
que desatemos este yugo y dejemos de ser satélites de ese reyezuelo
miserable del día, vanidoso y fanfarrón, que después de todo no es más
que un esclavo que sigue la carrera triunfal de un señor invisible."
El prólogo seguía diciendo disparates que no hay tiempo para copiar
aquí, y el traductor seguía soltando galicismos.
Ello fué que el libro _hizo furor_, sobre todo en el África Central y
en el Ecuador, donde todos aseguraban que el sol ya los tenía fritos.
Se vendieron 800 millones de ejemplares franceses y 300 ejemplares de
la traducción española; verdad es que éstos no en la Península, sino
en América, donde continuaban los libreros haciendo su agosto sin
necesidad de entenderse con la antiquísima metrópoli.
Después del poeta vinieron los filósofos y los políticos, sosteniendo
lo que ya se llamaba universalmente la _Heliofobia_.
La ciencia discutió en Academias, Congresos y _sección de variedades_
en los periódicos: 1.º, si la vida sería posible separando la Tierra
del Sol y dejándola correr libre por el vacío hasta engancharse con
otro sistema; 2.º, si habría medio, dado lo mucho que las ciencias
físicas habían adelantado, de romper el yugo de Febo y dejarse caer en
lo infinito.
Los sabios dijeron que sí y que no, y que qué sabían ellos respecto de
ambas cuestiones.
Algunos especialistas prometieron romper la fuerza centrípeta como
quien corta un pelo; pero pedían una subvención, y la mayor parte
de los Gobiernos seguían con el agua al cuello y no estaban para
subvencionar estas cosas. En España, donde también había Gobierno y
especialistas, se redujo a prisión a varios arbitristas que ofrecieron
romper toda relación solar en un dos por tres.
Las oposiciones, que eran tantas como cabezas de familia había en la
nación, pusieron el grito en el cielo: dijeron los Perezistas y los
Alvarezistas y los Gomezistas, etc., etc., que era preciso derribar
aquel Gobierno opresor de la ciencia, etc.
Los obispos, contra los cuales hasta la fecha no habían prevalecido las
puertas del infierno, ensalzaban a todos los sabios e ignorantes que se
declaraban _heliófilos_.
"Bueno estaba que se acabase el mundo; que poco valía, pero debía
acabarse como en el texto sagrado se tenía dicho que había de acabar, y
no por enfriamiento, como sería seguro que concluiría si en efecto nos
alejábamos del sol..."
Una revista científica y retrógrada, que se llamaba _La Harmonía_,
recordaba a los _heliófobos_ una porción de textos bíblicos,
amenazándoles con el fin del mundo.
Decía el articulista:
"¡Ah, miserables! ¡Queréis que la Tierra se separe del Sol, huya
del día, para convertirse en la _estrella errática_, a la cual está
reservada eternamente la obscuridad y las tinieblas!, como dice San
Judas Apóstol en su Epístola Universal, v. 13. Queréis lo que ya está
anunciado, queréis la muerte; pero oid la palabra de verdad."
"Y en aquellos días buscarán los hombres la muerte, y no la hallarán;
y desearán morir, y la muerte huirá de ellos. (Apocalipsis, cap. IX,
v. 6.)--Porque vuestro tormento es como tormento de escorpión; vuestro
mortal hastío, vuestro odio de la luz, vuestro afán de tinieblas,
vuestro cansancio de pensar y sentir, es tormento de escorpión; y
queréis la muerte por huir de las _langostas de cola metálica con
aguijones y con cabello de mujer_, por huir de las huestes de Abaddón.
En vano, en vano buscáis la muerte del mundo antes de que llegue su
hora, y por otros caminos de los que están anunciados. Vendrá la
muerte, sí, y bien pronto; se acabará el tiempo, como está escrito; los
cuatro ángeles vendrán en su día para matar la tercera parte de los
hombres. Pero no habéis de ser vosotros, mortales, quien dé las señales
del exterminio. ¡Ah, teméis al sol! Sí, teméis que de él descienda el
castigo; teméis que el sol sea la copa de fuego que ha de derramar
el ángel sobre la tierra; teméis quemaros con el calor, y morís
blasfemando y sin arrepentiros, como está anunciado. (Apocalipsis,
16-9.)--En vano, en vano queréis huir del sol, porque está escrito que
esta miserable Babilonia será quemada con fuego. (Ibid., 18-8.)"
Los sabios y los filósofos nada dijeron a _La Harmonía_, que no leían
siquiera. Los periódicos satíricos con caricaturas fueron los que se
encargaron de contestar al periodista _babilónico_, como le llamaron
ellos, poniéndole como ropa de pascua, y en caricaturas de colores.
Un sabio muy acreditado, que acababa de descubrir el _bacillus del
hambre_, y libraba a la humanidad doliente con inoculaciones de _caldo
gordo_, sabio aclamado por el mundo entero, y que ya tenía en todos
los continentes más estatuas que pelos en la cabeza, el Dr. Judas
Adambis, natural de Mozambique, emporio de las ciencias a la sazón,
Atenas moderna, Judas Adambis, tomó cartas en el asunto y escribió una
_Epístola Universal_, cuya primera edición vendió por una porción de
millones.
Un periódico popular de la época, conservador todavía, daba cuenta de
la carta del Dr. Adambis, copiando los párrafos culminantes.
El periódico, que era español, decía:
"Sentimos no poder publicar íntegra esta interesantísima epístola,
que está llamando la atención de todo el mundo civilizado, desde la
Patagonia a la Mancha, y desde el _helado hasta el ardiente polo_;
pero no podemos concederle más espacio, porque hoy es día de toros y
de lotería, y no hemos de prescindir ni de la lista grande, ni de la
corrida, la cual no pasó de mediana, entre paréntesis."
Dice así el Dr. Judas Adambis:
"... Yo creo que la humanidad de la tierra debe, en efecto, romper
las cadenas que la sujetan a este sistema planetario, miserable y
mezquino para los vuelos de la ambición del hombre. La solución que el
poeta francés nos propuso es magnífica, sublime...; pero no es más que
poesía. Hablemos claro, señores. ¿Qué es lo que se desea? Romper un
yugo ominoso, como dicen los políticos avanzados de la cáscara amarga.
¿Es que no puede llamarse la tierra libre e independiente, mientras
viva sujeta a la cadena impalpable que la ata al sol y la luna dé
vueltas alrededor del astro tiránico, como el mono que montado en un
perro y con el cordel al cuello, describe circunferencias alrededor
de su dueño haraposo? ¡Ah, no, señores! No es esto. Aquí hay algo más
que esto. No negaré yo que esta dependencia del sol nos humilla; sí,
nuestro orgullo padece con semejante sujeción. Pero eso es lo de menos.
Lo que quiere la humanidad es algo más que librarse del sol..., es
librarse de la vida.
"Lo que causa hastío insoportable a la humanidad no es tanto que el
sol esté plantado en medio del corro, haciéndonos dar vueltas a la
pista con sus latigazos de fuego, que una antigüedad remota llamó las
flechas de Apolo, como las vueltas mismas; esto, esto es lo tedioso:
este volteo por lo infinito. Hubo un tiempo, los sabios pueden decirlo,
feliz para el mundo: fué el tiempo en que se creyó en el progreso
indefinido.
"La ignorancia de tales épocas hacía creer a los pensadores que los
adelantos que podían notar en la vida humana, refiriéndose a los ciclos
históricos a que su escasa ciencia les permitía remontarse, eran buena
prueba de que el progreso era constante. Hoy nuestro conocimiento de la
historia del planeta no nos consiente formarnos semejantes ilusiones;
los cientos de siglos que antiguamente se atribuían a la vida humana
como hipótesis atrevida, hoy son perfectamente conocidos, con todos los
pormenores de su historia; hoy sabemos que el hombre vuelve siempre a
las andadas, que nuestra descendencia está condenaba a ser salvaje, y
sus descendientes remotos a ser, como nosotros, hombres aburridos de
puro civilizados. Éste es el volteo insoportable, aquí está la broma
pesada, lo que nos iguala al mísero histrión del circo ecuestre...
No se trata de una de tantas filosofías pesimistas, _charlatanas_ y
cobardes que han apestado al mundo. No se trata de una teoría, se
trata de un hecho viril: del suicidio universal. La ciencia y las
relaciones internacionales permiten hoy llevar a cabo tal intento.
El que suscribe sabe cómo puede realizarse el suicidio de todos los
habitantes del globo en un mismo segundo. ¿Lo acepta la humanidad?"

II
La idea de Judas Adambis era el secreto deseo de la mayor parte de
los humanos. Tanto se había progresado en psicología, que no había
un mal zapatero de viejo que no fuera un Schopenhauer perfeccionado.
Ya todos los hombres, o casi todos, eran almas superiores aparte,
_d'elite_ dilletanti, como ahora pueden serlo Ernesto Renán o Ernesto
García Ladevese. En siglos remotos, algunos literatos parisienses
habían convenido en que ellos, unos diez o doce, eran los únicos que
tenían dos dedos de frente; los únicos que sabían que la vida era una
bancarrota, _un aborto_, etc., etc. Pues bueno; en tiempos de Adambis,
la inmensa mayoría de la humanidad estaba al cabo de la calle; casi
todos estaban convencidos de eso, de que esto debía dar un estallido.
Pero, ¿cómo estallar? Ésta era la cuestión.
El doctor Adambis, no sólo había encontrado la fórmula de la aspiración
universal, sino que prometía facilitar el medio de poner en práctica su
grandiosa idea. El suicidio individual no resolvía nada; los suicidios
menudeaban; pero los partos felices mucho más. Crecía la población que
era un gusto, y por ahí no se iba a ninguna parte.
El suicidio en grandes masas se había ensayado varias veces, pero
no bastaba. Además, las sociedades de suicidas o _voluntarios
de la muerte_, que se habían creado en diferentes épocas, daban
pésimos resultados; siempre salíamos con que los accionistas y los
comanditarios de buena fe pagaban el pato, y los gestores sobrevivían y
quedaban gastándose los fondos de la sociedad. El caso era encontrar un
medio para realizar el suicidio universal.
Los Gobiernos de todos los países se entendieron con Judas Adambis,
el cual dijo que lo primero que necesitaba era un gran empréstito, y
además, la seguridad de que todas las naciones aceptaban su proyecto,
pues sin esto no revelaría su secreto ni comenzarían los trabajos
preparatorios de tan gran empresa.
Aunque ya no había Inglaterra hacía mucho tiempo, pues se la había
tragado el mar siglos atrás, no faltaban políticos anglómanos, y hubo
quien sacó a relucir el _hábeas corpus_ como argumento en contra.
Otros, no menos atrasados, hablaron de la _representación de las
minorías_. Ello era que no todos, absolutamente todos los hombres
aceptaban la muerte voluntaria.
El Papa, que vivía en Roma, ni más ni menos que San Pedro, dijo que ni
él ni los Reyes podían estar conformes con lo del suicidio universal;
que así no se podían cumplir las profecías. Un poeta muy leído por el
bello sexo, aseguró que el mundo era excelente, y que por lo menos,
mientras él, el poeta, viviese y cantase, el querer morir era prueba de
muy mal gusto.
Triunfó, a pesar de estas protestas y de las corruptelas de algunos
políticos atrasados, la genuina interpretación de la _soberanía
nacional_. Se puso a votación en todas las asambleas legislativas del
mundo el suicidio universal, y en todas ellas fué aprobado por gran
mayoría.
Pero, ¿qué se hizo con las minorías? Un escritor de la época dijo que
era imposible que el suicidio universal se realizase desde el momento
que existía una minoría que se oponía a ello. "No será suicidio, será
asesinato, por lo que toca a esa minoría."
"¡Sofisma! ¡Sofisma! ¡Metafísica! ¡Retórica!"--gritaron las mayorías
furiosas--. "Las minorías", advirtió el doctor Adambis en otro folleto,
cuya propiedad vendió en cien millones de pesetas, "las minorías no
_se suicidarán_, es verdad; _¡pero las suicidaremos!_" Absurdo, se
dirá. No, no es absurdo. Las minorías no se suicidarán, en cuanto
individuos, o _per se_; pero como de lo que se trata es del suicidio
de la humanidad, que en cuanto colectividad es persona jurídica, y la
persona jurídica, ya desde el derecho romano, manifiesta su voluntad
por la votación en mayoría absoluta, resulta que la minoría, en cuanto
parte de la humanidad, también se suicidará, _per accidens_.
Así se acordó. En una Asamblea universal, para elegir cuyos miembros
hubo terribles disturbios, palos, pedradas, tiros (de modo y manera que
por poco se acaba la gente sin necesidad del suicidio); digo que en una
Asamblea universal se votó definitivamente el fin del mundo, por lo que
tocaba a los hombres, y se dieron plenos poderes al doctor Adambis para
que cortara y rajara a su antojo.
El empréstito se había cubierto una vez y cuartillo (menos que el de
Panamá), porque la humanidad de entonces, como la de ahora, se prestaba
a entusiasmarse, a suicidarse; se prestaba a todo menos a prestar
dinero.
Con auxilio de los Gobiernos, pudo Adambis llevar a cabo su obra magna,
que por medio de aplicaciones mecánicas de condiciones químicas hoy
desconocidas, puso a todos los hombres de la tierra en contacto con la
muerte.
Se trataba de no sé qué diablo de fuerza recientemente descubierta
que, mediante conductores de no se sabe ahora qué género, convertía el
globo en una gran red que encerraba en sus mallas mortíferas a todos
los hombres, _velis nolis_. Había la seguridad de que ni uno solo
podría escaparse del estallido universal. Adambis recordó al público
en otro folleto, al revelar su invención, que ya un sabio antiquísimo
que se llamaba, no estaba seguro si Renán o Fustigueras, había soñado
con un poder que pusiera en manos de los sabios el destino de la
humanidad, merced a una fuerza destructora descubierta por la ciencia.
Aquel sueño de Fustigueras iba a realizarse; él, Adambis, dictador
del exterminio, gracias al gran plebiscito que le había hecho verdugo
del mundo, tirano de la agonía, iba a destruir a todos los hombres, a
hacerlos reventar en un solo segundo, sin más que colocar un dedo sobre
un botón.
Sin hacer caso de los gritos y protestas de la minoría, se dispuso en
todos los países civilizados, que eran todos los del mundo, cuanto era
necesario para la última hora de la humanidad doliente. El ceremonial
del tremendo trance costó muchas discusiones y disgustos, y por poco
fracasa el gran proyecto por culpa de la etiqueta. ¿En qué traje, en
qué postura, qué día y a qué hora debía estallar la humanidad?
Se aprobó que el traje fuese el de etiqueta rigurosa entre las clases
altas, y en las demás el traje nacional. Se desechó una proposición
de suicidarse en el traje de Adán, antes de las hojas de higuera. El
que esto propuso, se fundaba en que la humanidad debía terminar como
había empezado; pero como lo de Adán no era cosa segura, no se aprobó
la idea. Además, era indecorosa. En cuanto a la postura, cada cual
podía adoptar la que creyese más digna y elegante. ¿Día? Se designó
el primero de año, por aquello de que año nuevo, vida nueva. ¿Hora?
Las doce del día, para que el sol aborrecido presidiese, y pudiera dar
testimonio de la suprema resolución de los humanos.
El doctor Adambis pasó un atento B. L. M. a todos los habitantes del
globo, avisándoles la hora y demás circunstancias del lance. Decía así
el documento:
"El doctor Judas Adambis
_B. L. M._
al Sr. D...
y tiene el gusto de anunciarle que el día de Año Nuevo, a las doce de
la mañana, por el meridiano de tal, sentirá una gran conmoción en la
espina dorsal, seguida de un tremendo estallido en el cerebro. No se
asuste el Sr. D..., porque la muerte será instantánea, y puede tener
el consuelo de que no quedará nadie para contarlo. Este estallido será
el símbolo del supremo momento de la humanidad. Conviene tener hecha
la digestión del almuerzo para esa hora.

El doctor Judas Adambis aprovecha esta ocasión para ofrecer... etc.,
etc., etc."
* * * * *
Llegó el día de Año Nuevo, y a las once y media de la mañana, el doctor
Judas, acompañado de su digna y bella esposa Evelina Apple, se presentó
en el palacio en que residía la Comisión internacional organizadora del
suicidio universal.
Vestía el doctor riguroso traje de luto, frac y corbata negra y gasa en
el sombrero. Evelina Apple, rubia, alta, de anchas caderas y vientre
arrogante, de negro también, escotada y con manga corta, daba el
brazo a su digno esposo. La Comisión en masa, de frac y corbata negra
también, salió a recibirlos al vestíbulo. Entraron en el salón del
_Gran Aparato_, sentáronse los esposos en un trono, en sendos sillones;
alrededor los comisionados, y, en silencio todos, esperaron a que
sonaran las doce en un gran reloj de cuco, colocado detrás del trono.
Delante de éste había una mesa pequeña, cuadrada, con tabla de marfil.
En medio de ésta, un botón negro, sencillísimo, atraía las miradas de
todos los presentes.
El reloj era una primorosa obra de arte.
Estaba fabricado con material de un extraño pedrusco que la ciencia
actual permitía asegurar que era procedente del planeta Marte. No
cabía duda; era el proyectil de un cañonazo que nos habían disparado
desde allá, no se sabía si en son de guerra o por ponerse al habla. De
todas suertes, la tierra no había hecho caso, votado como estaba ya el
suicidio de todos.
La bala o lo que fuera se aprovechó para hacer el reloj en que había
de sonar la hora suprema. El cuco era un esqueleto de este pajarraco.
Entonces se le dió cuerda. No daba las medias horas ni los cuartos. De
modo que sonaría por primera y última vez a las doce.
Judas miró a Evelina con aire de triunfo a las doce menos un minuto.
Entre los comisionados ya había cinco o seis muertos de miedo. Al
comisionado español se le ocurrió que iba a perder la corrida del
próximo domingo (los toros de invierno eran ya tan buenos como los
de verano y viceversa) y se levantó diciendo... que él adoptaba el
retraimiento y se retiraba. Adambis, sonriendo, le advirtió que
era inútil, pues lo mismo estallaría su cerebro en la calle que en
el puesto de honor. El español se sentó, dispuesto a morir como un
valiente.
¡Plin! Con un estallido estridente se abrió la portezuela del reloj y
apareció el esqueleto del cuco.
--¡Cucú, cucú!
Gritó hasta seis veces, con largos intervalos de silencio.
--¡Una, dos!
Iba contando el doctor.
Evelina Apple fué la que miró entonces a su marido con gesto de
angustia y algo desconfiada.
El doctor sonrió, y por debajo de la mesa que tenía delante dió a su
mujer la mano. Evelina se asió a su marido como a un clavo ardiendo.
--¡Cucú...! ¡Cucú!
--¡Tres!... ¡Cuatro!
--¡Cucú, cucú!
--¡Cinco! ¡Seis!... Adambis puso el dedo índice de la mano derecha
sobre el botón negro.
Los comisionados internacionales que aún vivían, cerraron los ojos por
no ver lo que iba a pasar, y se dieron por muertos.
Sin embargo, el doctor no había oprimido el botón.
La yema del dedo, de color de pipa culotada, permanecía sin temblar
rozando ligeramente la superficie del botón frío de hierro.
--¡Cucú! ¡Cucú!
--¡Siete! ¡ocho!
--¡Cucú! ¡Cucú!
--¡Nueve! ¡diez!

III
--¡Cucú!
--¡Once!--exclamó con voz solemne Adambis; y mientras el reloj repetía.
--¡Cucú!
En vez de decir:--¡Doce! Judas calló y oprimió el botón negro.
Los comisionados permanecieron inmóviles en su respectivo asiento. El
doctor y su esposa se miraron: pálido él y serio; ella, pálida también,
pero sonriente.
--Te confieso--dijo Evelina--que al llegar el momento terrible, temía
que me jugaras una mala pasada.--Y apretó la mano de su marido, que
tenía cogida por debajo de la mesa.
--¡Ya estamos solos en el mundo!--exclamó el doctor con voz de bajo
profundo, ensimismado.
--¿Crees tú que no habrá quedado nadie más?...
--Absolutamente nadie.
Evelina se acercó a su marido. Aquella soledad del mundo le daba miedo.
--De modo que, por lo pronto, todos esos señores...
--Cadáveres. Ven, acércate.
--¡No, gracias!
El doctor descendió de su trono y se acercó a los bancos de los
comisionados. Ninguno se había movido. Todos estaban perfectamente
muertos.
--Los más de ellos dan señales de haber sucumbido antes de la descarga,
de puro miedo. Lo mismo habrá pasado a muchos en el resto del mundo.
--¡Qué horror!--gritó Evelina, que se había asomado a un balcón, del
que se retiró corriendo. Adambis miró a la calle, y en la gran plaza
que rodeaba el palacio, vió un espectáculo tremendo, con el que no
había contado, y que era, sin embargo, naturalismo.
La multitud, cerca de 500.000 seres humanos, que llenaba el círculo
grandioso de la plaza, formando una masa compacta, apretada, de carne,
no era ya más que un inmenso montón de cadáveres, casi todos en pie. Un
millón de ojos abiertos, inmóviles, se fijaban con expresión de espanto
en el balcón, cuyos balaustres oprimía el doctor con dedos crispados.
Casi todas las bocas estaban abiertas también. Sólo habían caído a
tierra los de las últimas filas, en las bocacalles; sobre éstos se
inclinaban otros que habían penetrado algo más en aquel mar de hombres,
y más adentro ya no había sino cadáveres tiesos, en pie, como cosidos
unos a otros; muchos estaban todavía de puntillas, con las manos
apoyadas en los hombros del que tenían delante. Ni un claro había en
toda la plaza. Todo era una masa de carne muerta.
Balcones, ventanas, buhardillas y tejados, estaban cuajados de
cadáveres también, y en las ramas de algunos árboles, y sobre los
pedestales de las estatuas, yacían pilluelos muertos, supinos, o de
bruces, o colgados. El doctor sentía terribles remordimientos--. ¡Había
asesinado a toda la humanidad!--Dígase en su descargo--él había obrado
de buena fe al proponer el suicidio universal.
¡Pero su mujer!... Evelina le tenía en un puño.
Era la hermosa rubia de la minoría en aquello del suicidio; no tanto
por horror a la muerte, como por llevarle la contraria a su marido.
Cuando vió que lo de morir todos iba de veras, tuvo una encerrona con
su caro esposo; a la hora de acostarse, y en paños menores, con el
pelo suelto, le puso las peras a cuarto; y unas veces llorando, otras
riendo, ya altiva, ya humilde, ora sarcástica, ora patética, apuró los
recursos de su influencia para obligar a su Judas, si no a volverse
atrás de lo prometido, a cometer la felonía de hacer una excepción en
aquella matanza.
--¿No tienes medio de salvarnos a ti y a mí?...
El doctor, aunque lo negó al principio, tuvo que confesar al fin que
sí; que podían salvarse ellos, pero sólo ellos.
Evelina no tenía amantes; se conformó con salvarse sola, pues su marido
no era nadie para ella.
Adambis, que era celoso, casi sin motivo, pues su mujer no pasaba nunca
de ciertas coqueterías sin consecuencia, experimentó gran consuelo al
pensar que se iba a quedar solo con Evelina en el mundo.
Merced a ciertos menjurjes, el doctor se aisló de la corriente
mortífera; mas, para probar la fe de Evelina, no quiso untarla a ella
con el salvador ingrediente, y la obligó a confiar en su palabra
de honor. Llegado el momento terrible, Adambis, mediante el simple
contacto de las manos, comunicó a su esposa la virtud de librarse de la
conmoción mortal que debía acabar con el género humano.
Evelina estaba satisfecha de su marido. Pero aquello de quedarse a
solas en el mundo con él, era muy aburrido.
--¿Y cómo vamos a salir de aquí? Imposible atravesar esa plaza; esa
muralla de carne humana nos lo impedirá...
El doctor sonrió. Sacó del bolsillo del chaleco un pedacito de tela muy
sutil; lo estiró entre los dedos, lo dobló varias veces y lo desdobló,
como quien hace una pajarita de papel; resultó un poliedro regular; por
un agujero que tenía la tela sopló varias veces; después de meterse
una pastilla en la boca, y el poliedro fué hinchándose, se convirtió
en esfera y llegó a tener un diámetro de dos metros; era un globo de
bolsillo, mueble muy común en aquel tiempo.
--¡Ah!--dijo Evelina--has sido previsor, te has traído el globo. Pues
volemos, y vamos lejos; porque el espectáculo de tantos muertos, entre
los que habrá muchos conocidos, no me divierte. La pareja entró en el
globo, que tenía por dentro todo lo necesario para la dirección del
aparato y para la comodidad de dos o tres viajeros.
Y volaron.
Se remontaron mucho.
Huían, sin decirse nada, de la tierra en que habían nacido.
Sabía Adambis que donde quiera que posase el vuelo, encontraría un
cementerio. ¡Toda la humanidad muerta, y por obra suya!
Evelina, en cuanto calculó que estarían ya lejos de su país, opinó
que debían descender. Su repugnancia, que no llegaba a remordimiento,
se limitaba al espectáculo de la muerte en tierra conocida... "Ver
_cadáveres extranjeros_ no la espantaría." Pero el doctor no sentía
así. Después de su gran crimen (pues aquello había sido un crimen), ya
sólo encontraba tolerable el aire; la tierra no. Flotar entre nubes
por el diáfano cielo azul... menos mal; pero tocar en el suelo, ver el
mundo sin hombres... eso no; no se atrevía a tanto. "¡Todos muertos!
¡Qué horror!" Cuantas más horas pasaban, más aumentaba el miedo de
Adambis a la tierra.
Evelina, asomada a una ventanilla del globo, iba ya distraída
contemplando el _paisaje_. El fresco la animaba; un vientecillo sutil,
que jugaba con los rizos de su frente, la hacía cosquillas. "No se
estaba mal allí."
Pero de repente se acordó de algo. Volvióse al doctor, y dijo:
--Chico, tengo hambre.
El doctor, sin decir palabra, tomó del bolsillo del frac una especie
de petaca, y de ésta sacó un rollo que semejaba un cigarro puro. Era
una quinta esencia alimenticia, invención del doctor mismo. Con aquel
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