El Sabor de la Venganza - 9

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GASPARITO, el zapatero, había querido preservar de la corrupción del
ambiente a su amigo Andrés, a quien nosotros, y en toda la cárcel,
llamábamos Adán.
Quiso enseñarle a leer y escribir; pero el Fortuna, unido con Pérez de
Bustamante, _Doña Paquita_ y Cadedis, estaban empeñados en estorbar los
proyectos de Gasparito.
Durante algún tiempo se entabló una lucha de influencias para captar la
simpatía de Adán.
Gasparito le dejaba libros y periódicos, le daba algún dinero, hacía
que Andrés viniera a verme; por su parte, el Fortuna le daba cigarros,
le enseñaba a jugar a las cartas, a hacer pillerías y a tirar la navaja.
El matón le decía al muchacho:
«Fortuna te dé Dios, hijo, que el saber poco, te basta».
El Pinturas le explicaba procedimientos de falsificación, y Pérez de
Bustamante, las intrigas y enredos donde se había metido.
A pesar de las ilusiones de Gasparito, yo veía claramente que el
Fortuna y su grupo ganaban la partida. Adán tomaba un aire hipócrita
delante de mí; pero, por lo que me dijeron los del segundo patio,
el muchacho andaba con el Fortuna, con _Doña Paquita_ y con algunas
mujeres del otro departamento, jugaba a las cartas, fumaba, se había
tatuado los brazos y comenzaba a matonear.
El día de Carnaval de 1835, el Fortuna y los de su cuadrilla tuvieron
una comida espléndida, con pollos, un cochinillo asado y vino de
Valdepeñas.
Habían metido mucho aguardiente de contrabando y convidaron a todos los
amigos.
La gente se emborrachó, y se pidió al alcaide permiso para disfrazarse.
Entramos Gasparito, Román, el padre Anselmo y yo en el segundo patio a
presenciar la fiesta. Se reunió con nosotros el Pinturas joven y dimos
una vuelta por la Gallinería y llegamos hasta el último patio.
En esto, disfrazados de mujer, vimos a _Doña Paquita_, que venía en
medio de Adán y del Fortuna, agarrado a los dos del brazo. Habían
bebido de más y gritaban como locos.
El Fortuna abrazaba a Adán, y se puso a hacer ademanes obscenos.
Gasparito volvió la cabeza con un ademán de disgusto y nos alejamos del
grupo que formaban los tres borrachos; pero el Fortuna quiso mostrar
más su conquista y se presentó de nuevo frente a nosotros con Adán y
con _Doña Paquita_.
--¿Vienes, hermoso?--le dijo a Gasparito con una risa cínica y un
contoneo repugnante--. ¿Cuál de las tres te gusta más?
Gasparito, incomodado, viendo que el guapo se le echaba encima, le dió
un empujón y lo tiró rodando al suelo.
Yo vi que se nos venía la tormenta encima, y, agarrándole a Gaspar por
el brazo, le empujé hacia la salida del patio; pero había mucha gente
y Gaspar no quería salir rápidamente, quizá para que no se creyera que
tenía miedo.
El Fortuna había desaparecido. Ya estábamos a la salida del patio
cuando el matón se presentó con una navaja, oculta en la manga, y se
lanzó sobre Gasparito como un toro; Gasparito tuvo tiempo de escapar
a la acometida dando un salto rápido para atrás. Román, el hijo del
librero, agarró al matón del borde de la chaqueta, y Gasparito, con
gran valor, le arrancó la navaja de las manos.
El Fortuna, loco, enfurecido, le mordió en el brazo izquierdo.
Entonces, Gasparito, en un momento de terrible furia, empuñó la navaja
con toda su fuerza y dió tal navajada al matón en el vientre, que
el Fortuna dió un grito de becerro que matan, y cayó al suelo. Yo
vi brillar la hoja de la navaja como un relámpago y desaparecer en
el vientre del matón. Le salían las entrañas por la herida y se iba
desangrando rápidamente.
--¡Socorro! ¡Socorro!--gritó--. Me ha matado.
A los gritos vinieron el alcaide y los cabos de vara, prendieron a
Gasparito y llevaron al matón a la enfermería, el cual falleció poco
después, asistido por el padre Anselmo.
--¡A quién se le ocurre matar a la Fortuna!--dijo el Pinturas con
indiferencia.
Gaspar pasó unos días en el calabozo y tuvo un proceso. Yo declaré a
su favor; Pérez de Bustamente, en contra, y el tribunal le condenó al
zapatero a una pena ínfima.
Años después le vi en su tienda y le pregunté:
--¿Se acuerda usted de la Cárcel de Corte?
--No, don Eugenio; ¿y usted?
Me dijo que muy pocas veces había pensado en aquel bruto a quien había
matado, y, al parecer, recordaba el suceso sin remordimiento.
Adán, al salir de la cárcel, se hizo un criminal completo, y debió
acabar su vida en presidio.
Itzea, diciembre, 1920.


MI DESQUITE


Todo esto es salud, y otro
tanto ingenio.
QUEVEDO: _El Buscón_.

DURANTE mucho tiempo, no pudimos luchar con los presos carlistas. En
el cuarto del abogado Selva, el mejor de todos de la Cárcel de Corte,
se reunían cuatro o cinco frailes, dos o tres curas y otros tantos
guerrilleros, y en esta Junta apostólica se tomaban acuerdos que don
Paco, el alcaide, seguía al pie de la letra.
La Junta de Selva se erigió en soberana de la cárcel: ella decidía lo
que se había de hacer; quién debía estar castigado; quién, no; quién
debía ser tratado con benevolencia, y quién con severidad.
--Yo, por entonces, tenía asegurada la comunicación con los de fuera, y
mis amigos de la Isabelina me mandaban cartas y papeles y me indicaban
el giro que iban tomando los asuntos políticos.
A pesar de que yo me quejaba constantemente de la situación en que nos
encontrábamos los liberales en la cárcel, los amigos no hacían nada por
nosotros. Entonces, desesperado, se me ocurrió enviar un escrito al
Gobierno, afirmando a rajatabla que en la Cárcel de Corte se fraguaba
una conspiración carlista.
El Gobierno no desconfió de mi denuncia, y envió en concepto de preso a
un coronel, don Andrés Robledo, con la misión de observar lo que pasaba
y de ver si era cierta mi denuncia.
Yo mismo no creía gran cosa en que allí se conspirase; pero cuando
Robledo comenzó sus investigaciones, vi que mi hipótesis era una
realidad, y que en la Cárcel de Corte se estaba tramando una de las
muchas intrigas carlistas que por entonces tuvieron Madrid por centro.
El coronel Robledo me contaba sus descubrimientos; yo le daba datos
acerca de los presos carlistas, y entre los dos redactábamos los partes
al Gobierno.
Tan graves hallaron el ministro y el jefe de policía el contenido de
estos partes, que enviaron a la cárcel a dos comisarios de policía,
uno de ellos Luna, auxiliados por sesenta miñones aragoneses y varios
celadores.
Luna conferenció conmigo y con Robledo, y dispusimos prender a don Paco
el alcaide y a sus dependientes, al abogado Selva, al escribano de mi
causa, García, y enviarlos a la cárcel de la Villa.
Se comenzó a instruír un voluminoso proceso acerca de esta causa, y
se le encargó de él a mi amigo el juez don Modesto Cortázar, a quien
conocía desde Aranda del año 20.
Los cargos de alcaide, de llavero y de carceleros se proveyeron en
personas de antecedentes liberales, y desde entonces pudimos estar los
constitucionales a nuestras anchas.
El fiscal que nombraron para esta causa fué don Laureano de Jado,
enemigo mío, que meses después decía a todo el que le quería oír:
--Estoy admirado del genio fecundo y de la travesura de Aviraneta.
El ha conseguido embrollar su proceso de tal manera, que ha sido
preciso a los Tribunales poner en libertad como inocentes a todos
sus cómplices, y, para complemento de su maquiavelismo, ha fraguado
este proceso de la conspiración de la Cárcel de Corte, que es la
concepción más revolucionaria que ha podido imaginar el cerebro de un
hombre para vengarse de los que él consideraba enemigos, y hasta del
juez Regio y del escribano de la causa. Este proceso está vestido con
tales declaraciones y pruebas, que me veo obligado a pedir contra los
presuntos reos, cuando menos, un presidio. Pues bien: si como fiscal
estoy en la obligación de obrar de esta manera, como particular me
hallo cada vez más convencido y casi seguro de que todo el proceso no
es mas que un solemnísimo embrollo fraguado por la fecunda imaginación
de Aviraneta.
Con razón o sin ella, conseguimos vernos libres de la dictadura de los
carlistas.
Yo quise influír en Cortázar para que dejara libre al padre Anselmo;
pero el cura estaba pendiente de la causa y no se le podía libertar.
Como la vida en la cárcel para nosotros se hizo más llevadera, yo
comencé a recibir visitas de los antiguos afiliados a la Isabelina,
que podían hablarme con completa libertad. La opinión de la gente
reaccionó a mi favor, y todo el mundo decía que era un absurdo que
permaneciera preso por una conspiración que no había existido nunca. Yo
me hacía la víctima y esperaba el desquite.
Unos días después supe que en un movimiento revolucionario que estalló
por entonces en Barcelona y que costó la vida al general Bassa, habían
destituído del cargo, que le dieron meses antes, a mi denunciador Civat.
Poco después, Martínez de la Rosa salía del Gobierno. Yo me consideraba
vengado, pero me faltaba conseguir mi libertad.


I
PLAN DEL PRONUNCIAMIENTO
Yo pienso, pues, que vale más
ser impetuoso que circunspecto,
porque la fortuna es mujer,
y para subyugarla es mejor
batirla y atropellarla, porque
se deja más bien vencer por los
audaces que por los que obran
fríamente.
MAQUIAVELO: _El Príncipe_.

LO que tengo que contar ahora no es ninguna novedad para ti--me dijo
Aviraneta--, porque pertenece en parte a la historia del tiempo.
Una mañana de agosto se presentaron en la Cárcel de Corte el capitán
Ríos, ayo de los hijos del conde de Parcent, con otro oficial de la
Milicia Urbana, de paisano. El alcaide me dejaba gran libertad y me
permitió hablar con ellos largamente.
Los dos oficiales venían nada menos que a pedirme un Plan de
sublevación, hecho a base de la Milicia Urbana.
--Señores--les dije yo--, no creo, claro es, que ustedes hayan venido
aquí a tenderme un lazo, ni mucho menos; pero ustedes pueden muy bien
engañarse respecto al espíritu del pueblo y de la Milicia, y yo, antes
de idear un plan y de ser responsable de él, quisiera cerciorarme de lo
que ustedes dicen.
Ríos me contestó que traerían una carta de tres comandantes de la
Milicia Urbana corroborando lo que decían ellos, y que vendría al día
siguiente un agente de Bolsa amigo mío llamado Robles. Vino Ríos con la
carta y con Robles, y hablamos.
Robles me dijo que reinaba, efectivamente, gran descontento en el
pueblo liberal; que las noticias de la guerra eran malas; que se
acusaba al Gobierno de inactivo; que la Corte en la Granja se dedicaba
a divertirse, y que todo el mundo decía que tenía que venir un cambio
en la política. Era una época en la que había entusiasmo y fe en las
nuevas ideas, entusiasmo y fe que luego han ido decayendo.
Ríos añadió que estaba todo preparado para un pronunciamiento de la
Milicia; que el pueblo secundaría el movimiento, y que Andrés Borrego
había visitado al general Quesada, y que éste daba su palabra de que la
Guardia Real no atacaría a los sublevados.
--¿Cómo puede asegurar esto Quesada?--pregunté yo--. El está de
reemplazo.
--Sí; pero tiene de su parte toda la oficialidad de la Guardia Real.
--¿Han pactado algo Borrego y Quesada?
--No.
--¿Está usted seguro?
--Sí.
Luego se supo que Borrego había conferenciado con Quesada y con dos
jefes de la Guardia Real, el general Soria y el conde de Cleonart. En
esta conferencia, que yo no conocía, se había pactado que la Milicia
Urbana haría una manifestación. Borrego y Olózaga escribirían una
petición a la Reina, firmada por los cuatro jefes de la Milicia Urbana,
y, presentada la petición, la Milicia dejaría las armas.
Si yo hubiera sabido que Quesada estaba en el ajo, no entro en la
combinación.
Quesada era un militar ordenancista, bárbaro e incomprensivo. Era muy
valiente y de costumbres rudas, arrebatado, ajeno a todo miramiento;
decía que no sabía mas que mandar y obedecer, declaración que basta
para juzgar cualquiera. Muy duro en el mando, muy destemplado en el
lenguaje, a pesar de creerse muy fijo en sus ideas, era completamente
voluble.
Muchas veces dijo, refiriéndose a los liberales: «He de ser peor que
Atila con esa canalla».
Un hombre como Quesada, que tenía por norma el no razonar, no podía
ser hombre de ideas; así se le vió figurar en una época con los
absolutistas, después hacerse masón, sentirse medio liberal y, al mismo
tiempo, enemigo de la Constitución. Para él todas estas volubilidades e
inconsecuencias se velaban con la disciplina.
Sólo a Borrego, a Espronceda y a González Brabo, gente que quería
medrar sin esfuerzo, se les pudo ocurrir apoyarse en un hombre como
Quesada.
Quesada en esta época, 1835, estaba de cuartel en Madrid. Le habían
separado de la Capitanía General en enero, lo que consideraba como una
ofensa a su persona.
Si, como digo, hubiese tenido conocimiento de la participación de
Quesada en el asunto, hubiese llevado éste de otra manera muy diferente.
Hablamos Robles y Ríos, y quedamos de acuerdo en que el objeto de la
sublevación sería:
1.º Apoderarse de Madrid.
2.º Nombrar una Junta Revolucionaria.
3.º Ponerse en relación con los sublevados de Zaragoza.
De acuerdo en esto, les dije que al día siguiente les daría mi plan.
Fué el siguiente:

PLAN DEL PRONUNCIAMIENTO
(_Orden general para la Milicia._)
Pasado mañana, 15 de agosto, hay función de toros, y da el piquete
de la Plaza la Milicia. Este piquete, en vez de disolverse al
llegar a la Puerta del Sol, hará que sus tambores toquen generala,
esparciéndose por la población. Los individuos de la Milicia,
avisados, se irán reuniendo en la Plaza Mayor; se ocuparán las
casas y se harán barricadas en las avenidas de los arcos. También
se ocupará el telégrafo para impedir se avise al Gobierno. Una
compañía se posesionará de la Puerta de Hierro e impedirá el paso
al Sitio (La Granja), Hecho esto, se pondrá inmediatamente en
libertad a Aviraneta, que dirá lo demás que debe ejecutarse.

AVISO A LOS ISABELINOS
Se avisará a las centurias de la Isabelina para que asistan el
día 15 de agosto, día de la Asunción, a la corrida de toros. A la
salida rodearán al piquete de la Guardia Urbana y provocarán todo
el escándalo posible. Se alarmará al vecindario.

AVISO A LOS DIPUTADOS
Inmediatamente se avisará a los diputados liberales para que vayan
a la Plaza Mayor y formen una Junta de Gobierno.

DISPOSICIONES INMEDIATAS
Si las tropas del Gobierno no se oponen, la Milicia se apoderará lo
más rápidamente posible de la casa de Oñate, en la calle Mayor, de
la Imprenta Real y del Principal.

Se fueron los militares y yo me quedé en la cárcel. Aquellos días
estuve leyendo el _Diablo Cojuelo_, de Vélez de Guevara, que me prestó
un preso, y pensando en la idea original del autor.
La tarde y la noche del 15 de agosto las pasé en una gran angustia. Al
anochecer me pareció oír desde mi cuarto gritos y ruido de tambores;
luego cesó todo rumor y volvió el silencio. Cuando a las diez de la
noche vi que no venía nadie a buscarme, creí que el pronunciamiento
habría fracasado. Yo pensaba--y en estas cosas se equivoca uno
siempre--que podía fracasar el movimiento; lo que no se me ocurría es
que, después de hecho con éxito, mis amigos no vinieran en seguida a
sacarme de la cárcel. Sin embargo, así fué. Un pelotón de milicianos,
pertenecientes a la Isabelina, quisieron venir; pero los centinelas no
les dejaron pasar. Otros me dijeron que no habían ido a la cárcel por
no molestarme. ¡Por no molestar a un preso retardar su libertad! ¡y
retardarla creyéndolo necesario! ¡Qué absurdo!
Al día siguiente, domingo, a las nueve de la mañana, vinieron a
buscarme a la Cárcel de Corte.


II
LO OCURRIDO
Una vez que no se entendían en
una disputa de la Academia,
dijo M. de Mairan: «Caballeros:
¡si no habláramos más de cuatro
a la vez!»
CHAMFORT: _Caracteres y
anécdotas_.

EL pronunciamiento se había hecho y estaba ya vencido. Al terminar la
corrida del día de la Asunción, dos compañías de milicianos volvían
formados por la calle de Alcalá, con la música al frente, tocando
himnos patrióticos. El _Himno de Riego_ producía entre la muchedumbre
tempestades de aplausos. La gente daba vivas y mueras, a cada momento
más estrepitosos. Al llegar a la Puerta del Sol la algazara subió de
pronto; comenzaron a oírse gritos de «¡Viva la libertad!», «¡Mueran los
carlistas!», «¡Viva la Soberanía Nacional!». Al acercarse a la Plaza
Mayor la Milicia había perdido las filas y se había mezclado con los
paisanos.
De pronto sonaron unos cuantos tiros, se oyeron toques estridentes de
corneta, y se inició el pánico en la ciudad. Se cerraron las puertas y
ventanas de las casas, y los tambores comenzaron a tocar generala por
las calles desiertas de Madrid, en distintos puntos de la capital. Se
les había avisado a los milicianos que estuviesen preparados para el
toque de generala, y se les vió que cruzaban presurosos las calles y
corrían a reunirse a sus respectivos batallones, en los puntos que se
les tenía señalados para caso de alarma. Luego, los batallones fueron a
la Plaza Mayor y formaron a lo largo de sus cuatro frentes.
Se ocupó la casa de la Panadería y la de Oñate, en la calle Mayor, y se
empezaron a hacer zanjas en los arcos. Se trajeron de los almacenes del
Ayuntamiento maderos y carros y se cerraron las distintas calles que
rodean a la plaza.
El segundo batallón de milicianos no entró en la Plaza Mayor, sino
que quedó en la del Rey, con su comandante don Rodrigo Aranda,
probablemente más inclinado a obedecer al Gobierno que a hacer causa
común con los sublevados.
De noche se le avisó y se le envió hacia Puerta de Moros para que
observara lo que pasaba con la tropa en el cuartel de San Francisco.
A las nueve de la noche se presentaron en la Plaza Mayor don Fermín
Caballero, Chacón, el conde de las Navas, don Joaquín María López,
Gaminde, Calvo de Rozas, y otros muchos, a proponer que se formara
inmediatamente una Junta de Gobierno; pero Borrego, Espronceda,
González Brabo, Ventura de la Vega, Olózaga y otros jóvenes dijeron
que había que esperar la llegada del general Quesada; que éste era el
director del movimiento y que él tenía que dar las órdenes.
Los liberales, en vez de obrar inmediatamente, se dejaron convencer.
A la misma hora Quesada había sido llamado por el secretario del
Ministerio de lo Interior, don Mariano Zea, al Principal. Estaban
allí el corregidor marqués de Pontejos y el capitán general conde de
Ezpeleta. Se decía, sin duda, que Quesada tenía participación en el
movimiento de los milicianos.
Zea y Ezpeleta, que estaban desprevenidos y no contaban en aquel
momento con fuerzas, le dijeron a Quesada que debía ir a la Plaza Mayor
a verse con los sublevados y a preguntarles qué es lo que deseaban y
cuál era la causa de su movimiento.
Fueron Quesada, Pontejos y el concejal Roca a la Plaza Mayor, donde
les esperaban Olózaga y Borrego. Quesada se quejó de que en el Arco de
Platerías hubiese atravesados carros y maderos. Borrego le dijo que se
quitarían. Subieron a una habitación alta del Ayuntamiento y se celebró
una reunión. Quesada y Pontejos esperaron el resultado en un cuarto
próximo.
En la reunión estaban los jefes de la Milicia: el duque de Abrantes,
Gálvez, Castaño y José María Sanz; otros oficiales, como el capitán
Ríos, el capitán Nocedal y muchos paisanos: Chacón, Espronceda, Gaminde
y los diputados liberales.
Entonces Borrego dijo que el general Quesada conocía el origen del
movimiento; que no pretendía ser mas que una manifestación de la
Milicia Urbana; que después de dirigir una petición a la Reina se
disolvería.
Los liberales quedaron extrañados. ¿Entonces, para qué nos han
llamado?, se preguntaban. Chacón y el conde de las Navas insistieron
en la formación de una Junta. Espronceda y Borrego replicaron que era
desvirtuar el movimiento y que se había dado palabra al general de no
ir más allá.
Se discutió entre unos y otros, y se apeló a los jefes de la Milicia, y
éstos, en su mayoría, afirmaron que los milicianos no querían mas que
hacer la petición a la Reina y disolverse.
Como no había unanimidad se dijo que convenía llamar a todos los jefes
y oficiales de la Milicia Urbana y consultarles. En general, todos
fueron partidarios de la exposición, seguida de la disolución inmediata.
Ante esto, los partidarios de la Junta cedieron, y Olózaga y Borrego
entraron en un salón e hicieron como que redactaban un escrito, que
ya tenían redactado. Después fueron a ver al general Quesada y le
entregaron la exposición para que la llevara al ministro.
Pasaba el tiempo, y los milicianos en la plaza iban perdiendo el
entusiasmo al ver que no se tomaban determinaciones rápidas. Algunos
isabelinos empezaron a reforzar las barricadas de los arcos; pero el
comandante Sanz y Borrego, con un grupo de oficiales, mandaron que se
quitaran los obstáculos, pues se había prometido a Quesada dejar las
puertas francas.
Con la exposición de los milicianos en el bolsillo entró en la sala
Quesada, donde se discutió.
Borrego explicó lo ocurrido; dijo cómo se había escrito una exposición
a la Reina; que una copia se había dado a Quesada para que la mostrara
al Gobierno, y que los jefes de la Milicia querían ir a la Granja a
entregarla a la Regente.
Quesada habló. Dijo las vulgaridades de cajón.
Que desaprobaba los tumultos de la fuerza armada contra el Gobierno
constituído; que la Milicia Urbana no debía salirse del campo de la
ley; que aquel acontecimiento favorecía a los partidarios de Don
Carlos, y que él llevaría la exposición al Ministerio.
Con esto se retiró.
Chacón replicó que había ido engañado a la reunión, pues le habían
avisado que se quería formar una Junta de Gobierno; que, puesto que se
trataba de otra cosa, se retiraba, no sin advertir que la exposición
tendría la eficacia de los paños calientes y del agua de cerrajas. Por
otra parte, él no podía creer que el general Quesada fuera siempre tan
atento con los Gobiernos constituídos, pues todo el mundo recordaba
que el general, ahora tan respetuoso con lo establecido, había sido un
faccioso y un rebelde en los años 22 y 23, en los cuales había mandado
el Ejército de la Fe, que era una gavilla de asesinos.
Borrego y Espronceda no supieron qué decir, y Chacón y los suyos se
marcharon. Su marcha fué un desencanto para los exaltados.
A media noche comenzaron en la plaza las discusiones y las riñas.
Estaban encendidos los faroles y se habían hecho algunas hogueras.
Hubo grandes peleas entre exaltados y pacíficos; los exaltados eran de
Madrid, y a los pacíficos los llamaban de Guadalajara. Los exaltados
decían que era una vergüenza haber servido de comparsas a Espronceda
y a Borrego, con los cuales Quesada estaba jugando; los pacíficos
respondían que no se habían comprometido mas que a aquello. Los
exaltados insultaban a los pacíficos, y añadían que deshonrarían la
Milicia si soltaban las armas. Entre conversaciones y discursos se
bebió mucho y la exaltación volvió a los ánimos.
Mientras los milicianos discutían y reñían con furia en la Plaza
Mayor, el Gobierno, representado por el capitán general de Madrid, el
superintendente de policía, el secretario Zea, el alcalde, Pontejos, y
el concejal Roca, discutieron la exposición de la Milicia llevada al
Principal por el general Quesada y Olózaga.
Zea dijo que el Gobierno no podía resolver acerca de la mayoría de las
peticiones sin las Cortes. Que en la exposición había que borrar estos
puntos, para resolver los cuales no tenía atribuciones el Ministerio.
Volvió Quesada a la plaza a las cuatro, y Borrego redactó una nueva
exposición, suprimiendo todos los puntos importantes de la anterior,
y Quesada se encargó de llevarla al Ministerio. Al salir dijo que
quitaran las barricadas, porque era inútil y peligroso dejarlas.
Salió Quesada de la plaza para el Ministerio, y tras él, una comisión
de seis oficiales milicianos, con el duque de Abrantes a la cabeza,
que iban a pedir al Gobierno que les diera pasaporte para llegar hasta
la Reina y entregarle a aquella exposición tan venida a menos.
Estando los jefes en el Ministerio llegó una proclama, impresa en la
Imprenta Real, con este título: «La Milicia Urbana de Madrid, al pueblo
y benemérita guarnición».
Quesada les reconvino a los jefes urbanos por la proclama, y éstos
protestaron de que no habían sido ellos los inspiradores de este papel.
Pensaban que serían los amigos de don Fermín Caballero y de Chacón los
que habían impreso aquello. Zea, entonces, haciéndose el enérgico, dijo
que de ninguna manera podía dar los pasaportes a los que miraba como
rebeldes, y el capitán general le dió la razón.
Zea supo en aquel momento que tenía la guarnición de Madrid segura, y
por esto se sintió valiente.
Los oficiales, ya asustados, dijeron a Quesada que volviera a la plaza,
y que entre todos convencerían a los urbanos para que se retiraran sin
más exigencias.
Fueron de nuevo a la plaza Quesada, acompañado del coronel de la plana
mayor de la Guardia Real, don Cayetano Urbina, y del teniente de
caballería Pezuela.
En la habitación donde se habían celebrado las anteriores conferencias
entraron los jefes, los soldados urbanos y los amigos de Espronceda y
Borrego.
Quesada les recriminó por la proclama dirigida al pueblo, y Espronceda
y Borrego dijeron que ellos no la habían escrito.
--Es la expresión de los sentimientos de la mayoría de la Milicia
Urbana--saltó diciendo uno del público.
--No es cierto.
--Sí, sí; lo es. ¡Bravo!
Quesada, que iba incomodándose, dijo que era necesario que los
sublevados quitasen las barricadas, pues si no, él se pondría a la
cabeza de la Guardia Real y les dejaría sepultados bajo las ruinas de
la plaza.
Quesada puso su cara de pocos amigos para decir esto. Borrego y
Espronceda, agarrándose a la última tabla de salvación, afirmaron que
se quitarían los obstáculos si la tropa se retiraba a sus cuarteles y
se cumplía lo pedido en la exposición.
El general dió por terminada la conferencia y comenzó a bajar las
escaleras refunfuñando, diciendo que iba a hacer una de las suyas.
Quesada apareció en los soportales de la plaza rodeado de los dos
oficiales de la Guardia Real, de uniforme, y seguido de Espronceda,
Borrego, Ventura de la Vega, Luis González Brabo, y otros.
Al ver que había obstáculos en el callejón del Infierno gritó a uno de
los comandantes:
--¿No habíamos quedado en que desaparecerían las barricadas y que los
milicianos se retirarían a sus casas?
--Mi general--contestó el comandante Sanz--, parte de los milicianos se
opone a retirarse.
--Se les desarma--dijo Quesada.
En esto algunos isabelinos se acercaron al grupo del general y sus
amigos y comenzaron a increparles.
--¡Fuera los traidores!--gritó uno.
--¡Viva la Constitución de 1812!
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