El Sabor de la Venganza - 1

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PÍO BAROJA

MEMORIAS DE UN HOMBRE DE ACCIÓN

_El aprendiz de conspirador._
_El escuadrón del Brigante._
_Los caminos del mundo._
_Con la pluma y con el sable._
_Los recursos de la astucia._
_La ruta del aventurero._
_Los contrastes de la vida._
_La veleta de Gastizar._
_Los caudillos de 1830._
_La Isabelina._
_El sabor de la venganza._


MEMORIAS DE UN HOMBRE DE ACCIÓN
EL SABOR DE LA VENGANZA


ES PROPIEDAD
DERECHOS RESERVADOS
PARA TODOS LOS PAÍSES
COPYRIGHT BY
RAFAEL CARO RAGGIO
1921
Establecimiento tipográfico
de Rafael Caro Raggio


PÍO BAROJA

MEMORIAS DE UN HOMBRE DE ACCIÓN
EL SABOR DE
LA VENGANZA
SEGUNDA EDICIÓN

[Ilustración]

RAFAEL CARO RAGGIO
EDITOR
MENDIZÁBAL, 34
MADRID


PRÓLOGO
Hablemos un poco.
GOETHE.

ESTAS historias violentas de sangre--dice nuestro amigo Leguía--me las
contó Aviraneta en San Leonardo, un pueblo de la provincia de Soria,
adonde don Eugenio iba a veranear los últimos años de su vida. Yo solía
ir a ver a Aviraneta con frecuencia cuando estaba en Madrid y vivía en
la calle del Barco. Aviraneta era ya viejo en este tiempo: andaba cerca
de los ochenta años; y yo, aunque más joven que él, sentía que también
para mí había pasado la época de la acción y del entusiasmo. Los dos,
solitarios y olvidados, recordábamos nuestros tiempos, que nos parecían
mejores que aquellos en que vivíamos.
Josefina, la mujer de don Eugenio, una francesa de Toulouse, con la
que se había casado, ya viejo, me decía que no dejara de visitar a su
marido.
--El pobre se aburre y a usted le quiere como a un hijo--me indicaba la
francesa.
--Yo voy a verle siempre que puedo.
--¡Está tan abandonado!--añadía ella.
En la época de la guerra francoprusiana, Josefina me escribió que don
Eugenio estaba en San Leonardo, un poco delicado de salud, y que se
quedaba allí hasta reponerse.
Fuí a verle a don Eugenio al pueblo y lo encontré ya bien.
Pensaba volver en seguida a Madrid; pero me sorprendió una gran
borrasca de frío y nieve y tuve que quedarme allí unos días hasta que
pasara.
San Leonardo es un pueblo entre pinares, al lado de un cerro coronado
por las ruinas de un castillo. Don Eugenio vivía en casa del nieto de
un guerrillero del Cura Merino, a quien llamaban el tío Chaparro.
El tío Chaparro era dueño de grandes rebaños y tenía una hermosa casa
de piedra con una cocina ancha, que cogía casi la mitad del piso bajo.
El hijo del guerrillero miraba a don Eugenio como a un héroe, y más que
como a un héroe, como a un sabio: le escuchaba religiosamente, mandaba
que todo el mundo le obedeciese y le ponía un gran sillón de cuero al
lado de la lumbre. De noche, en la cocina, solía haber gran reunión de
cabreros y de zagales que, por sus indumentarias toscas, sus túnicas
como dalmáticas y sus capotes de lana cruda con capucha, me parecían
pastores de nacimiento. Aviraneta y yo solíamos tener largas charlas al
lado del fuego, en las que recordábamos sucesos políticos, y nuestras
conversaciones las escuchaban con gran curiosidad los pastores.
Aviraneta se entretenía escribiendo una relación de sus aventuras
de guerrillero de la guerra de la Independencia, las que pensaba
cándidamente ofrecer como ejemplo a los franceses, para que viesen la
manera de rechazar la invasión alemana.
Yo, entonces, estaba leyendo por primera vez la Biblia, en la
traducción de Cipriano de Valera, y hacía comentarios acerca de sus
máximas y de sus reflexiones, y, a pesar de que soy un espíritu
muy poco bíblico, me entretenía la lectura, aunque muchas veces me
repugnaba.
Un día le dije a don Eugenio:
--No me ha contado usted nunca con detalles su vida en la Cárcel de
Corte el año 1834.
--¿Qué voy a contar de allí? Era la mía una vida monótona y siempre
igual. En la cárcel los días se parecen demasiado uno a otro. Se vive
recordando lo que ha pasado y pensando en lo que se va a hacer al salir
de la prisión.
--Cuénteme usted con detalles todo cuanto recuerde de la cárcel y de su
vida en ella.
--No creo que sea muy interesante, pero te lo contaré.
Los datos que me dió Aviraneta de su estancia en la Cárcel de Corte no
fueron ni muy nuevos ni de gran interés.
Si los menciono aquí es porque la Cárcel de Corte sirve de marco a las
historias sangrientas que siguen después.
* * * * *
Y ahora una advertencia:
Como los chicos cuando terminan un castillo de arena le adornan con
unas banderolas vistosas para que tengan más apariencia, así he hecho
yo poniendo después de acabada mi obra frases literarias de escritores
célebres al frente de los capítulos.
Así he pretendido dar a éstos cierto aire de pompa y de solemnidad que,
naturalmente, no tienen; porque yo nunca he sido ni pomposo ni solemne.
De esta manera, al que no le guste el texto se puede entretener con las
banderolas.


LA CÁRCEL DE CORTE


I
EL CALAMAR
Sobre mi cabeza, ¡escuchad!
Escuchad los gritos prolongados
y frenéticos de aquellos
cuyo cuerpo y cuya alma son
igualmente cautivos.
LORD BYRON: _La lamentación del
Taso_.

DENUNCIADO por Francisco Civat y preso por el inspector Luna--comenzó
diciendo Aviraneta--ingresé el 24 de julio de 1834 en la Cárcel de
Corte.
Martínez de la Rosa, que me tenía por un hombre peligroso, tomó
precauciones para impedir que me escapara. A mi ingreso en la
cárcel fueron destituídos el alcaide, un llavero y otros carceleros
considerados como liberales y que pertenecían a la Milicia Urbana,
y reemplazados por ex voluntarios realistas. El poeta granadino no
era torpe, y comprendió que nada mejor para guardar a un conspirador
liberal que unos carceleros absolutistas.
A poco de entrar en la cárcel se comenzó mi proceso en el juzgado del
teniente corregidor don Pedro Balsera.
Martínez de la Rosa eligió para juez de la causa a un tal Regio,
absolutista exaltado, y le previno que estaba entendiendo en un proceso
de alta traición; y de fiscal nombró a don Laureano de Jado, antiguo
afrancesado del tiempo del rey José, después protegido de Calomarde y,
por último, amigo de Rosita la pastelera.
Don Laureano era un lechugino muy peripuesto. Se hallaba indignado
contra mí porque entre los papeles que me cogió la policía había dos
circulares, en una de las cuales decía que el Estatuto Real estaba
formado por una amalgama de afrancesados, anilleros y desertores del
carlismo, y en la otra recomendaba la prisión y el destierro en bloque
del gran Consistorio de abates renegados formado por Hermosilla, Lista,
Miñano y sus amigos, que se entendían con Luis Felipe para impedir toda
tentativa liberal en España.
A don Laureano, que había formado parte de la Comisión Militar de
Madrid en tiempo del terror de Calomarde y Chaperón, le parecía mucha
severidad la nuestra con la Junta de abates afrancesados, que siempre,
vanagloriándose de su cultura, tenían que influír a favor de la rutina
y del absolutismo.
Para escribano de la causa eligieron a don Juan José García, ex
sargento realista, que pasados unos años figuró como secretario de la
Junta facciosa de Morella.
Así, un liberal como yo, preso por un Gobierno liberal, estaba
vigilado por furibundos absolutistas.
Al entrar en la cárcel se dijo que yo me había comido la lista de los
comprometidos en la Isabelina, cosa absurda, porque una lista de dos
mil nombres no se la come uno por buen estómago que tenga. Me batí con
el juez y con el fiscal y les mareé con declaraciones contradictorias.
Hice como el calamar, que enturbia el agua para escaparse.
Tan pronto aparecía la Isabelina como una sociedad secreta, de la que
formaban parte la infanta Luisa Carlota, el infante don Francisco,
Palafox y el conde de Parcent, como era un proyecto que no había pasado
de utopía acariciada en mi imaginación.
Entre otras cosas le dije al juez que tenía guardados documentos
importantísimos, y que si moría en la cárcel estos documentos se
publicarían inmediatamente en París después de mi muerte.
La amenaza dió grandes resultados.
El juez me decía:
--Pruebe usted sus asertos, presente usted esos documentos.
--No presentaré documento alguno si no me dejan libre.
--¿Qué miedo puede usted tener?
--Miedo de que me quiten los documentos para poderme aplastar
impunemente.
Le dije también al juez, en confianza, que el infante don Francisco y
su mujer pretendían la expulsión de María Cristina y de sus hijas para
quedarse ellos con la Regencia de España. Que después pensaban elevar
al trono al infante don Francisco, y que se habían acuñado monedas
con esta leyenda: «Francisco I, rey por la gracia de Dios y de la
Constitución».
--¿Estos proyectos no se los habrán contado a usted los mismos
infantes?--me dijo el juez con sorna.
--Sí.
--¿Es que ha hablado usted con ellos?
--Sí, señor.
--¡Bah!
--¡No lo crea usted! El ex ministro don Javier de Burgos y el inspector
de policía Luna me encontraron en la antecámara de Palacio la primera
vez que fuí a ver a los infantes, llamado por ellos. Pregúnteles usted
a Burgos y a Luna: lo podrá usted comprobar.
El juez no sabía a qué carta quedarse. Yo le daba mezcladas la mentira
y la verdad, y él no sabía separarlas. Indignado el hombre, en uno de
sus escritos me llamó malvado y miserable, y dijo públicamente que yo
acusaba al infante don Francisco y a Palafox.
Estas declaraciones mías, que se conocieron en Palacio, me valieron el
odio de la infanta Luisa Carlota y de su marido, y luego la amistad de
María Cristina, porque llegaron las dos hermanas a odiarse de tal modo,
que los amigos de una eran sólo por esto enemigos de la otra.
El general Palafox se debió ver en un apuro; afirmó que no tenía
relación alguna con la Isabelina y que no me conocía a mí, aunque por
otra parte me creía persona de honor e incapaz de una impostura. Dijo
que el plan revolucionario mío era una fantasía, y aseguró que el
capitán Civat era un agente carlista que me había engañado a mí, sin
decir que el primer engañado había sido él.
El mismo día Palafox envió a su sobrino a casa de mi hermana con el
encargo de decirla que él pondría en juego sus altas influencias para
sacarme lo más pronto posible de la cárcel.
A Palafox se le ordenó que quedara arrestado en un cuartel, y luego,
con la benevolencia que se tiene siempre con los poderosos, se le dejó
detenido en su propia casa, en comunicación con su familia y sus amigos.
Después, cuando se supo que yo no acusaba a nadie, sino que afirmaba
que el único conspirador de la Isabelina era yo, y que, por lo tanto,
no había conspiración, los que tenían miedo de aparecer complicados
se tranquilizaron. El conde de las Navas, en las Cortes, interpeló al
Gobierno por la prisión de Palafox; y Martínez de la Rosa contestó
dando a entender que lo sabía todo.
Al mismo tiempo que yo fueron presos varios otros individuos que
formaban parte de la Isabelina: Nogueras, Beraza, Calvo de Rozas,
Olavarría, Romero Alpuente, Espronceda, García Villalta. Todos ellos
ingresaron en la Cárcel de Corte. En provincias se hicieron también
muchas prisiones.
A las dos o tres semanas no quedábamos allí mas que Beraza, Romero
Alpuente y yo. Beraza no sé cómo se las arregló para salir pronto.
Espronceda y García Villalta, a pesar de su fachenda byroniana,
cantaron la palinodia de una manera humilde, y se les sacó de la
prisión y se les llevó desterrados a Badajoz.
Me quedé con el compañero peor, Romero Alpuente, viejo decrépito y sin
ánimo.
Romero Alpuente se quejaba de la Soledad, de la tristeza, de la falta
de aseo y de los parásitos de la cárcel; después, cuando invadió
el cólera la prisión, el pobre hombre se pasaba la vida en la cama
escribiendo memoriales a la Reina.


II
SOLO
Desgracia al hombre solo.
EL ECLESIASTÉS.

POCO a poco todos los complicados en aquella causa, por entonces
célebre, quedaron libres. Yo solo permanecí en la cárcel vigilado
estrechamente durante meses y meses, hasta que pude escapar, gracias a
un pronunciamiento.
Nadie fué castigado en serio, y el denunciador de la Isabelina, don
Francisco Civat, fué agraciado poco después por el ministerio, contra
el dictamen del ministro, Moscoso de Altamira, con el empleo de vista
de la aduana de Barcelona. Lo disfrutó poco tiempo, porque en el primer
movimiento revolucionario que hubo allí tuvo que esconderse y fugarse a
Francia, en donde tomó partido por Don Carlos.
Después de muchas declaraciones mías, el fiscal don Laureano de Jado
declaró inocentes a todos los procesados, y consideró que el único
culpable era yo. Mientras el proceso duró, la preocupación por lo que
tenía que decir y que contestar me tuvo en tensión el espíritu; luego
pasé una temporada aburrido y desesperado.
Se comenzó a olvidar mi causa. De tarde en tarde se hablaba de mí
en los periódicos. Don Fermín Caballero, que no era de mi cuerda, y
que tenía cierta rabia por los que nos sentíamos capaces de jugarnos
la vida en una conspiración como la fraguada en julio, dijo que la
Isabelina era una sociedad formada por calaveras y gente del trueno,
que no tenía más misión que la de alborotar.
Cuando me nombraba a mí en el _Eco del Comercio_ me llamaba el
atolondrado Aviraneta. ¡Atolondrado! Claro es, porque yo había expuesto
el pellejo y él no lo había expuesto nunca.
Hay demócratas--y al decir esto don Eugenio sonreía con cierto
desprecio--, que creen que el mundo puede hacer desaparecer con el
tiempo a los héroes y a los aventureros.
Esta idea me parece una idea falsa y ridícula. Siempre habrá un
desequilibrio entre la realidad y la utopía que permita una aventura al
que tenga fondo de aventurero.
¿Además, es apetecible que desaparezca todo lo que sea esfuerzo,
improvisación y energía? No veo por qué el ideal de la vida haya de
ser llegar a una existencia mecanizada y ordenada como una oficina de
comercio. No creo que se pueda alcanzar esto. ¿Cuándo se han hecho
cosas admirables sin esfuerzo y sin heroísmo? ¿Se harán alguna vez? Yo
creo que nunca.
Por más que quieran cerrar, alambrar el recinto social, siempre habrá
boquetes libres para escaparse; por más que los Gobiernos decreten que
los hombres deben ser unos buenos cerdos tranquilos cuyo ideal sea el
pesar muchas arrobas, siempre habrá jabalíes entre ellos.
Por esta época del cólera, el partido cristino tuvo el primer
quebranto, al hacerse público que la Reina se había enredado con Muñoz
y que había tenido un hijo. Todo Madrid debía estar comentando con
fruición el caso, y la noticia llegó hasta la cárcel.
Se habló de las citas, en la Granja de Quitapesares, entre María
Cristina y el guardia de Corps; se habló de la tía Eusebia, del
estanquero de Tarancón, de la niña Gertrudis Magna Victoria, que, según
los chuscos, podía poner con el tiempo en su escudo los lirios de los
Borbones al lado de las cajetillas de tabaco de los Muñoces.
Se contó que estando de caza en el Pardo María Cristina con la Corte,
la Reina le dijo a Muñoz, al ver saltar una pieza: «Para ti, Muñoz»; y
que él contestó: «No; para ti, Cristina».
Se contó también que se había reunido el Gabinete con el objeto de
discutir la cuestión de los amores de la Reina, y se habló en broma
de lo que habían aconsejado los unos y los otros. Se decía que los
más conspicuos del partido moderado estaban de acuerdo en aconsejar
moderación a aquella italiana, ardiente y fogosa.
Martínez de la Rosa decía que Zarco del Valle, como militar galante,
era el más a propósito para llevar a buen término, y de una manera
delicada, esta gestión de índole moderada; Toreno aseguraba que
Garelly era el más insinuante y jesuítico, y Garelly objetaba que el
más indicado de todos era el duque de Rivas, puesto que podía dar a la
observación un aire de poesía y de lirismo.


III
LA CÁRCEL
Allí están los alegres y los
tristes; allí hay hombres
muriendo; allí hay hombres
nacidos, hay hombres orando; al
lado de un tabique de ladrillo
hay hombres maldiciendo, y, en
torno de todos ellos, está la
noche inmensa y vacía.
CARLYLE: _Sartor Resartus_.

LA Cárcel de Corte de Madrid estaba formada, en parte, por ese edificio
de la plaza de Santa Cruz, que luego ha sido Ministerio de Ultramar, y,
en parte, por otro, anejo a él, que fué en tiempo pasado hospedería de
los Padres del Salvador.
La Cárcel de Corte, con sus dos cuerpos, formaba un paralelogramo largo
y estrecho. Los lados cortos los componían: uno, la fachada de la
plaza de Santa Cruz, en donde había entonces una fuente, la fuente de
Orfeo, y el otro, varias casuchas que daban a la calle de la Concepción
Jerónima. Por los lados largos pasaban, casi paralelas, la calle del
Salvador y la de Santo Tomás.
Una parte estaba dedicada a cárcel de mujeres, y muchas de éstas tenían
sus hijos pequeños con ellas. Era muy difícil darse cuenta clara de la
topografía de la cárcel, porque todo el edificio se hallaba dividido
con tabiques, que formaban rincones y pasillos, y en aquellos recovecos
se desorientaba uno en seguida.
En la cárcel había mucha más gente que la que buenamente cabía en
ella; faltaba luz y ventilación, y, sobre todo en el verano, no se
podía respirar por el mal olor. Cuando entraban los magistrados de la
Audiencia solían quemar incienso y plantas aromáticas.
Los pobres lo pasaban horriblemente; muchos no tenían ropas ni mantas,
y dormían en pleno invierno sobre el suelo, de piedra. Los alcaides
solían arrendar los distintos servicios a pequeños industriales, que
explotaban a los presos de una manera miserable.
El día de Jueves Santo se asomaban los presos a las rejas que daban a
la plaza de Santa Cruz, y pedían limosna a los transeúntes, gimoteando
y haciendo sonar sus cadenas.
El domingo y los días de fiesta los ladrones se exhibían en los patios
de la cárcel y se daban tono. Había cantos, guitarreo y a veces riñas,
en las cuales salían a relucir navajas y estoques.
Los empleados de la cárcel eran: un alcaide, un capellán, tres
porteros, seis demandaderos, una demandadera, un llavero, un
escribiente, un enfermero, un cocinero, un mayordomo, un médico y un
cirujano. Los cuartos costaban: los de primera, siete reales al día;
los de segunda, cuatro, y los de tercera, dos. La sección de políticos
era más limpia y más cuidada que el resto. Yo tenía un cuarto bastante
regular, con una mesa, una cama y una butaca. A los pies de la cama
ponía cuatro cacharritos llenos de agua para que no subieran las
chinches, porque a estos huéspedes no había manera de exterminarlos.
Al principio no quisieron dejarme tener libros, ni papel, ni tinta;
pero luego, sí.
En los primeros días de cárcel, el alcaide me vigilaba de una manera
molesta; no me permitía hablar con nadie sin estar él delante. Me
trataba con gran consideración y me decía que no hacía mas que cumplir
con su deber.
Don Paco, el alcaide, era uno de los mayores bribones de España: robaba
a los presos y los explotaba de una manera inicua. Eso sí, lo hacía
todo con una gran finura: no se le oía jamás un insulto o una palabra
soez.
Don Paco había sido lego en un convento y tambor de una partida
realista.
Era el tal don Paco, por entonces, hombre de unos cuarenta años,
muy alto, muy encorvado, muy flaco, un verdadero espectro. Tenía la
nariz aguileña, los dientes muy blancos, los ojos negrísimos, de
extraña expresión; la piel obscura, y el pelo, como decían los autores
románticos, del color del ala del cuervo. Iba siempre muy pulcro, muy
bien afeitado, y tenía la costumbre de restregarse las manos haciendo
un ruido como de huesos.
Su vigilancia sonriente me llegó a exasperar.
Al principio, iracundo por verme tan vigilado, para encontrarme solo
comencé a no salir de mi calabozo.
Con aquella vida sedentaria y la humedad del cuarto se me exacerbaron
los dolores reumáticos y tuve que guardar cama. El médico me visitó,
y dijo que era indispensable para mí el hacer ejercicio, pues si no
mi enfermedad se agravaría. Esta prescripción facultativa me obligó
a salir al patio con frecuencia, y a dar vueltas y más vueltas, y a
conocer a los detenidos.
La mayoría de los presos políticos de la Cárcel de Corte eran
furibundos realistas; había también algunos liberales, sospechosos de
haber tomado parte en la matanza de frailes. Los realistas eran casi
todos de fuera de Madrid: curas, frailes, abogados, guerrilleros de la
Mancha llevados a la corte para declarar en procesos de conspiración.
La sección de políticos rebosaba, y su personal era el más extraño y
heterogéneo: había allí, desde carbonarios hasta absolutistas rabiosos;
desde apóstoles hasta asesinos.
Por ser los carlistas presos gente de más fuste que los liberales,
y por tener la protección decidida del alcaide y de los principales
celadores, los absolutistas disfrutaban en la Cárcel de Corte de
preeminencias y de ventajas que no disfrutábamos los demás.
El abogado carlista Selva, y algunos frailes amigos suyos, llevaban
allí la voz cantante y dirigían y mandaban no sólo en el patio de los
políticos, sino también en el de los detenidos por delitos comunes.
En éstos se verificó una división parecida a la de los políticos, y
hubo un grupo liberal y otro carlista, con sus pasiones, sus odios,
su intolerancia y su fanatismo. Unos cuantos carlistas valencianos,
capitaneados por un arriero, llamado el Roch, y por un esterero de
Crevillente, apodado el Tate, entraron por instigación de los frailes y
de Selva en el segundo patio, con el asentimiento del alcaide don Paco,
y se dedicaron a hacer prosélitos.
Mis dos ayudantes en la cárcel eran Román, el hijo del librero de viejo
de la calle de la Paz, y Gasparito, un zapatero remendón, hombre de muy
buen sentido.
Además de estos dos tenía como compañeros y correligionarios al Mingo y
al señor Bruno, que eran albañiles; al Mulato, que era albeitar, y al
Sanguijuelero, que tenía esta profesión unida a la de sangrador y la
de herbolario. Todos estos habían sido detenidos durante la matanza de
frailes por excitaciones al pueblo.
Entre los carlistas presos, la mayoría eran campesinos, y tenían, en
general, buen aspecto.
Había gran diferencia entre los carlistas, casi todos del campo, y los
revolucionarios madrileños. Eran mejores tipos aquéllos, más fuertes,
más nobles, más enteros; daban una impresión de mayor energía.
--Hoy lo mejor del pueblo es carlista--pensaba yo--; pero dentro de
cincuenta años no pasará lo mismo.
Había también gran diferencia entre los presos políticos y los
ladrones. Sólo a primera vista, por su aspecto, podían distinguirse
los unos de los otros; los políticos tenían un aire más recogido, más
ensimismado; los otros alardeaban de la fanfarronería y del cinismo
que caracterizan a los criminales de profesión. Como estábamos los
liberales en minoría, yo pensé que me convendría frecuentar el patio de
los presos de delitos comunes para hacer prosélitos.
Un día encontré en la cárcel al célebre ladrón Candelas, a quien
conocía y había tenido como agente de la Isabelina. Reconocimos ambos
que estábamos metidos en un callejón sin salida. Candelas abrigaba
la esperanza de escaparse. Me propuso un plan de fuga, pero no tenía
condiciones para llevarlo a la práctica.
El alcaide, que vió que charlábamos Candelas y yo, no sospechó que
pudiéramos conocernos de antemano; Candelas me indicó que me dirigiera
a Francisco Villena (Paco el Sastre), por ser éste amigo suyo y
hombre de recursos; y, efectivamente, me vi con él y conseguí que él
intrigara en el patio de presos de delitos comunes para impedir que los
absolutistas se hicieran dueños de la cárcel.
Poco después Candelas fué trasladado a otra prisión.


IV
El PADRE ANSELMO
Feliz el que nunca ha visto
más río que el de su patria, y
duerme, anciano, a la sombra do
pequeñuelo jugaba.
ALBERTO LISTA: _Entre las cimas
del Alpe_.

ENTRE los clérigos y frailes que estaban en la cárcel había un cura
de pueblo, viejo, sordo, de sotana raída, que se llamaba don Anselmo
Adelantado. Yo, al principio de conocerle, desconfié de él; se me
acercaba, me saludaba y me mareaba a preguntas.
Yo pensé: éste es un espía, un echadizo. Y, naturalmente, con esa idea
le daba informes falsos.
Luego empecé a sospechar que el padre Anselmo era un simple, un pobre
de espíritu; sus compañeros y correligionarios presos le daban siempre
de lado.
Cuando intimé más con él me convencí de que el padre Anselmo era
un hombre de esos de espíritu angelical que pasan por la vida sin
enterarse de las miserias de la Humanidad.
El padre Anselmo era un hombre sin ninguna malicia, y, a pesar de esto,
se creía muy malicioso. Tomaba al pie de la letra todo lo que le decían.
Era de un pueblo próximo a Molina de Aragón.
Su historia se podría contar en pocas palabras. Le habían hecho cura,
le habían nombrado párroco de un pueblo y había estado allí cuarenta
años viviendo, primero con una hermana y luego con una sobrina.
Al comenzar la guerra, los carlistas le habían hablado de que era
indispensable que él les favoreciese y se pusiera de su lado; y como él
estaba convencido de que los liberales tenían pacto con el demonio y de
que la Reina Cristina era una masona, había ofrecido su concurso. Luego
le habían denunciado y le habían traído a Madrid, a la Cárcel de Corte.
El padre Adelantado era un hombre de más de sesenta años, con una cara
tosca y terrosa; la boca grande, las cejas, como pinceles blancos,
caídas sobre los ojos, y las manos cuadradas y fuertes. Tenía una
manera de hablar un poco ruda, entre castellana y aragonesa. Usaba en
la cárcel una sotanilla raída, de color de ala de mosca, y un bonete.
Tenía una sotana nueva y un manteo, que guardaba en su maleta, que le
parecían a él el colmo del lujo.
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