El Sabor de la Venganza - 6

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--Puede usted retirarse--me indicó el presidente.
--¡Muchas gracias!
El Mosca salió detrás de mí y gritó:
--Hay que detener a este hombre. Es un cristino, un confidente de
Sartorius, un consejero de la Piojosa.
--¡Señores!--clamé yo con todas mis fuerzas dirigiéndome al público--.
El hombre que quiere detenerme es un carlista, un miserable que ha
estado en la facción. Me odia, porque yo soy liberal, liberal de
siempre. Yo fuí ayudante del Empecinado; yo hice el Convenio de
Vergara, en que se dominó para siempre el carlismo. ¿Me vais a entregar
a mí al capricho de un esbirro de la reacción?
Al mismo tiempo, el Mosca gritaba que yo era un traidor, amigo de
Sartorius, de Salamanca y de Chico.
El público se dividió; yo iba ganando terreno cuando un desconocido
propuso que nos llevaran, al Mosca y a mí, a la Casa de Correos, donde
estaba reunida la Junta Suprema Revolucionaria.
En medio de un grupo de desharrapados llegamos a la Puerta del Sol
y entramos en el Principal. Pronto vi que se tenía bien distinto
procedimiento con el Mosca que conmigo, pues a él se le dejó en
libertad en seguida. Llevado delante de la Junta, la ira que me
devoraba me hizo pronunciar un discurso violento, en el cual dije que
aquella revolución era una farsa, que estaba dirigida por moderados y
hasta por carlistas, y que así podía darse el caso de que a un hombre
como yo, que había peleado por la libertad con el general Empecinado
y había sufrido persecuciones como liberal, se le quisiera encarcelar
por la denuncia de un miserable que había peleado en las filas de Don
Carlos.
--No sólo es el Mosca el que le denuncia a usted como amigo y cómplice
de María Cristina--dijo uno de la Junta--; hay otros que afirman lo
mismo.
--¿Quiénes son esos otros?--grité yo--. Que vengan, que muestren su
cara.
--¿Niega usted su amistad con María Cristina?
--Niego la complicidad.
--Retírese usted--dijo el presidente.
Me tomaron por su cuenta dos andrajosos, me ataron en el patio en una
cuerda de presos y nos llevaron al Saladero, rodeados por bayonetas.
--¡Son de la camarilla de la Piojosa!--decía la gente al vernos por la
calle.
--Son los amigos de Sartorius.
--¡Mueran! ¡Mueran!--Y nos insultaban y nos tiraban piedras. Llegamos
al Saladero.
Me metieron en un calabozo húmedo y obscuro, y estuve allí encerrado
cerca de un mes. La vida para mí, en aquellos días, fué horrible.
Dormía en el suelo, comía el rancho de la cárcel, y no podía hablar con
nadie, mas que con algunos desdichados como yo que, pasajeramente, me
hicieron compañía.
¡Qué miseria! ¡Qué pobreza! ¡Qué gente harapienta! Y, en medio de esta
miseria, ¡qué modo de adaptarse y de vivir allí como en su propia
casa! Había industriales que seguían dirigiendo su industria desde la
cárcel; falsificadores que preparaban sus falsificaciones; un editor de
periódico carlista que corregía sus pruebas.
La mayoría de los presos eran ladrones; pero había también
conspiradores y revolucionarios. Entre ellos, conocí dos que me
dijeron que se habían hecho prender a propósito, para ponerse de
acuerdo con un preso que estaba en el Saladero.
Estos eran republicanos, y tenían preparado el complot de matar al
general Espartero, a su entrada en Madrid, a tiros, desde una casa de
la Carrera de San Jerónimo, que tenía salida por la calle del Pozo, y
proclamar la República.
Yo conocía la casa, porque en ella habíamos tenido, en 1822, una venta
carbonaria. Encontré el proyecto bien tramado en su primera parte;
pero su segunda parte me pareció absurda. Les intenté convencer a
los republicanos de que la República que ellos pudieran proclamar no
duraría mas que horas. Se persuadieron y abandonaron el proyecto.
Cuando me sacaron de aquel calabozo me pusieron en comunicación, y mi
mujer vino a verme; empezó a llorar al encontrarme en tal lastimoso
estado. Me hallaba flaco, enfermo, sin poder tenerme en pie, con los
ojos inflamados, lleno de parásitos, con la ropa interior sucia y casi
podrida.
Empezó el juez a tomarnos declaración a las personas presas durante
el período revolucionario, y la mayoría no teníamos la menor culpa
ni la menor relación con los hechos que se nos imputaban. Habíamos
sido casi todos enviados al Saladero por sospechas, por capricho de
los sublevados; algunos eran, indudablemente, víctimas de venganzas
particulares.
Le indiqué a mi mujer que fuera a casa de Istúriz y de otros amigos, y
que se enterara de la situación en que había quedado la política.
Don Evaristo San Miguel fué nombrado por entonces ministro de la
Guerra. Después de su nombramiento había tres núcleos revolucionarios
importantes y rivales que trataban de anularse los unos a los otros.
Estos eran: la Junta de Salvación, Armamento y Defensa, con San Miguel
de presidente, lazo de unión entre el Palacio y los revolucionarios de
Madrid; el Cuartel General de O'Donnell, que obraba por cuenta propia,
y la Junta de Espartero, que radicaba en Zaragoza.
En cada grupo de estos había un sinfín de escisiones, y los mismos
revolucionarios de Madrid no obedecían siempre a la Junta de Salvación.
Ya enterado de quiénes eran los personajes más influyentes, escribí una
carta al general Espartero y otra a don Joaquín Francisco Pacheco, que
no me contestaron.
Mandé también un documento a don Evaristo San Miguel exponiéndole los
hechos, y una esquela recordándole nuestra antigua amistad y nuestra
fraternidad como masones, y San Miguel, inmediatamente que recibió mi
esquela, mandó ponerme en libertad.


VII
EL HOSPITAL
Tú, Señora,
dame agora
la tu gracia toda ora
que te sirva todavía.
ARCIPRESTE DE HITA:
_Libro de Buen Amor_.

TRAS de la cárcel fuí a San Sebastián con mi mujer; alquilé una casa en
el barrio de San Martín y pasé allí cuatro años viviendo obscuramente,
ocupado en leer libros y periódicos, escribir mis recuerdos y hacer una
colección de insectos de conchas y de caracoles. El Gobierno me había
dado el retiro, y mi sueldo era pequeño.
Tenía dos o tres casas en San Sebastián adonde iba de tertulia: la
de Goñi, la de Alzate y la de Errazu, que eran parientes míos, y
solía pasar largos ratos en la imprenta de Baroja. Aquí se reunían
con frecuencia el general don Nazario Eguía, el manco; el intendente
Arizaga, que influyó en el Convenio de Vergara; el general Van-Halen,
Antonio Flores, el autor de _Ayer, hoy y mañana_, y otros.
Solíamos tener grandes discusiones, y varias veces me dijo el general
Eguía:
--Aviraneta: ¡con qué gusto le hubiera fusilado a usted si le llego a
coger en tiempo de la guerra!
Yo solía acompañarle al viejo general a tomar el coche de Tolosa hasta
la fonda del Parador Real.
Unos años después, sintiendo de nuevo la nostalgia de la vida agitada
de la Corte, volví a Madrid y me instalé con Josefina en un piso de la
calle del Barco. Josefina tenía algunas amigas y pertenecía a una Junta
de Caridad.
Un día, a una señora amiga de mi mujer le oí hablar de Paca Dávalos.
--La he conocido--dije yo--. ¿Qué le pasa?
--Es toda una novela.
La señora contó la historia con detalles.
Desde hacía algún tiempo, la Dávalos estaba enferma en el hospital de
San Juan de Dios, en una sala, triste y obscura, que daba a la calle de
Atocha, mal iluminada por unas rejas cubiertas de tela metálica.
Daba horror el ver a la pobre mujer: se hallaba cubierta de úlceras
y de costras, sin pelo y con los ojos inflamados. Su enfermedad, la
embriaguez y los últimos años de miseria habían hecho de aquella
belleza espléndida un monstruo. Era algo horrible; pero más horrible
que su aspecto, según la señora que la había visto, era su estado
moral. Gritaba, cantaba coplas indecentes.
La mujer más tirada, la rabanera más desvergonzada, no hablaba como
hablaba ella: tenía el prurito de lo escandaloso y de lo lúbrico.
La castigaron varias veces a pasar días enteros en la guardilla a pan y
agua, castigo brutal, no muy propio para enfermas desdichadas; pero el
castigo no le hizo mella, y al volver a la sala insultaba al médico y a
las monjas, y gritaba indecencias a todo el mundo.
Un día se presentó en el hospital una hermana de la Caridad, sor María
de la Consolación. Era una mujer pálida, en el esplendor de la belleza.
La hermana se acercó a la cama de la Dávalos, se arrodilló delante de
ella y abrazó y besó a la enferma.
Esta se incorporó en la cama, contempló a la monja, dió un grito
terrible, desgarrador, y se desmayó.
La monja era la hija de Paca, a la que hacía veinte años que no había
visto, y era su vivo retrato; la misma corrección en el rostro, los
mismos ojos profundos, humanos, la misma expresión de pureza y de
dulzura.
Al recobrar el sentido la enferma creyó que la visita de su hija había
sido un sueño; pero no, allá estaba Estrella, ahora sor María, que la
acariciaba y la besaba como en otro tiempo.
El contraste era violento: la enferma, un montón de carne sin forma
humana, llagada, horrible; su hija, una belleza pálida, serena, con un
aire de fuerza y de dulzura.
En los días siguientes Paca Dávalos comenzó a llorar, y cuando venía su
hija a verla le besaba la mano y le decía:
--Perdóname, he sido mala madre.
--No, no, no has sido mala madre para mí, y yo siempre te he querido.
Ella escondía la cabeza entre las sábanas y lloraba con la mano de su
hija apretada en la suya.
El capellán del hospital le dijo a la Paca que su hija había querido
sacrificarse y dejar el mundo para redimir los pecados de la madre.
Fué un nuevo motivo de dolor para la enferma. Llorando suplicó a su
hija que no se sacrificara por ella, que volviera al mundo, que fuera
feliz; ella no merecía el sacrificio de un ángel; ella tenía muy
merecidos el abandono, la deshonra, la enfermedad y la muerte en un
hospital hediondo. Estrella la tranquilizaba y la decía que la vida de
hermana de la Caridad era la que más le ilusionaba.
La madre lloraba acongojada, y cuanto más lloraba, estaba más triste
y más resignada a morir. La Dávalos pidió perdón a todos y quiso que,
al menos, una vez su hija le cantase una canción que solía cantar en
la infancia. Sor María le preguntó al capellán del hospital si podía
satisfacer este deseo de su madre.
--Sí, sí, ¿por qué no?
Estrella cantó, y parece que fué un espectáculo extraordinario en
aquella sala triste, maloliente, iluminada por la luz turbia de los
cristales verdosos de las ventanas enrejadas, ver a las mujeres
enfermas con las entrañas carcomidas y quemadas que se incorporaban
anhelantes en la cama y oían llorando la canción que cantaba la monja,
que se elevaba sobre las miserias del mundo.
Unas horas después, Paca Dávalos moría dulcemente.


VIII
LA LOCURA
¡Atrás! El negro demonio me
persigue.
SHAKESPEARE: _El Rey Lear_.

A la señora que me contó el final de la Dávalos le pregunté:
--¿Y no fué a verla alguna vez el brigadier Castelo?
--No; ya hacía tiempo que se habían separado.
Un año después volvía de casa de Istúriz, una tarde de invierno, por
la calle del Arenal, al anochecer, cuando me encontré con el Mosca, el
revendedor.
Se me acercó, sin conocerme, a ofrecerme una localidad para el Real, y
al fijarse en mí quedó inmutado.
--¿Le ha sorprendido a usted el verme?--le dije.
--Sí.
--¿Qué, pensaba usted que los que usted enviaba al Saladero ya no
salían de allí?
--No; ya sabía que había usted salido de allí hace tiempo.
--¿Todavía sigue usted actuando de revolucionario?--le pregunté con
sorna.
El se calló.
--Diga usted, ¿por qué tenía usted tanto interés en prenderme en
la Plaza Mayor? ¿Era, de verdad, el odio del carlista al que había
trabajado, como yo, en el Convenio de Vergara?
--Yo no soy carlista. Si estuve en la facción fué por compromiso.
--Entonces, ¿por qué tanto ahinco en prenderme?
--Nos había recomendado la prisión de usted el brigadier Castelo.
--¿Y por qué?
--¿No se incomodará usted si le digo la verdad?
--No.
--Decía que usted era un enemigo del pueblo, un confidente de la
policía.
--¡Canalla! Quería desprenderse de los que sabíamos que era un ladrón.
El fué el que instigó al populacho para que mataran a Chico, no porque
Chico hubiese cometido atropellos, sino porque era testigo de uno de
sus robos. ¿Y qué ha hecho ese tunante de Castelo?
--Acaba de suicidarse en una guardilla de Barrios Bajos.
--¿Qué me dice usted?
--Lo que oye. Desde la muerte de Chico le vino la mala suerte. Le
expulsaron del Ejército, y el partido progresista le abandonó; ya no
le servía de instrumento. Castelo comenzó a andar por las tabernas y a
servir de hazmerreír a la gente. Decía que él había hecho la Revolución
y que había acabado con Chico. Luego creo que alguno de los hombres de
la ronda de Chico le amenazó y le asustó.
Poco después a Castelo se le metió en la cabeza que Chico vivía aún,
que le perseguía y le acechaba en las esquinas. Cuando tenía esta
alucinación echaba a correr hasta que se caía de cansancio.
Una noche, sin duda, la alucinación fué tan espantosa que se ahorcó
con un trozo de cuerda en el montante de una puerta. Su asistente y yo
hemos sido los únicos que hemos acompañado su cadáver a la fosa común.
--¡Qué final!--exclamé yo; y seguí andando en dirección de mi casa.


IX
ALIMAÑAS
Quien mal anda, mal acaba.
PROVERBIO.

HABÍAMOS quedado todos los oyentes de la cocina esperando que Aviraneta
dijera algo más; pero se calló pensativo.
--Quien mal anda, mal acaba--exclamó el tío Chaparro, y luego,
dirigiéndose a sus hijos y a los cabreros que estaban alrededor de la
lumbre, añadió--: Bueno, muchachos, vamos a dormir, y demos gracias
a Dios por vivir honradamente en nuestra pobreza y no en compañía de
locos y de alimañas.
Don Eugenio sonrió, mirando el fuego.
Por la ventana se veía caer la nieve copiosamente, y el campo brillaba
triste y espectral a la luz de la luna. Aullaban los perros a lo lejos,
con un ladrido triste y agorero, con una rabia persistente e irritada,
como si previeran algún peligro próximo.
Nos levantamos de al lado de la lumbre, y Aviraneta y yo subimos las
escaleras hasta el primer piso precedidos por una criada, que nos
iluminaba con un farol.
Entré yo en mi cuarto, encendí la palmatoria, que dejé en la mesilla
de noche, me metí en la cama y seguí leyendo la Biblia. Estaba en el
_Eclesiastés_, y me detuve a reflexionar sobre este versículo: «El que
hiciere el hoyo caerá en él, y el que aportillare el vallado le morderá
la serpiente».
París, noviembre, 1920.


LA CASA DE LA CALLE
DE LA MISERICORDIA


... y tanta variedad de
sabandijas racionales en esta
arca del mundo.
VÉLEZ DE GUEVARA: _El Diablo
Cojuelo_.

OTRO día en que no estaba el tío Chaparro, a quien la relación anterior
había impresionado de una manera profunda y desagradable, Aviraneta
contó la historia del joven Miguel Rocaforte, su compañero de cárcel.
Una vez, los dos granujas de la Gallinería, el Gacetilla y el Mambrú,
que Candelas había recomendado a don Eugenio, y a quienes éste
utilizaba como criados y como instrumentos de espionaje contra el
alcaide, entraron en el cuarto de Miguel y le robaron un cuaderno en
que el joven escribía el Diario de su vida, y se lo dieron a Aviraneta.
Don Eugenio lo leyó rápidamente y, después de enterarse de lo que le
interesaba, mandó a los raterillos que volvieran a dejar el cuaderno en
el cuarto del preso. Miguel no notó el escamoteo.
Esta historia que me contó don Eugenio está hecha sobre los datos
autobiográficos que escribió Miguel, y sobre indicios, no del todo
claros ni completamente seguros, que he variado un tanto para dar a la
relación cierta unidad.


I
LA CASA DE LOS CAPELLANES
DE LAS DESCALZAS
Confesaré a usted que el
edificio que ocupo en un barrio
lejano es de los más antiguos
de Madrid, y que su aspecto
sombrío, sus balcones de gran
vuelo, la enorme ala del tejado
y toda su exterioridad están
anunciando a los transeúntes su
fecha de tres siglos.
MESONERO ROMANOS: _Escenas
Matritenses_.

HAY casas que por su aspecto dan una impresión siniestra e inclinan
a pensar que son propicias para crímenes, intrigas y misterios. Son
casas sombrías, obscuras, colocadas en callejones angostos, llenas de
pasillos y de encrucijadas, de cuartos irregulares y de guardillones
abandonados. Son casas para servir de base a folletines, a melodramas y
a comedias de capa y espada.
La casa de los Capellanes de las Descalzas Reales de Madrid,
Misericordia, 2, aunque por dentro era folletinesca, melodramática
y de capa y espada, por fuera era una casona grande, ancha y de buen
aspecto. Estaba contigua a la iglesia y hacía esquina a dos calles: a
la de la Misericordia, calle muy corta, puesto que no tenía mas que un
número por un lado, y ninguno por el otro, y a la de Capellanes, que
bajaba desde la calle de Preciados a la plaza de Celenque.
El barrio de las Descalzas era entonces, y es todavía, un islote
tranquilo y desierto, en medio de la animación de unas vías tan
frecuentadas como la del Arenal y la de Preciados.
En aquel tiempo, en la plaza de las Descalzas, enfrente del Monte de
Piedad primitivo, había una fuente con una estatua de Venus, la antigua
Mariblanca, trasladada a allá desde la Puerta del Sol, donde estuvo
muchos años.
El convento de las Descalzas Reales había sido el palacio del Emperador
Carlos V en el Campo de San Martín y abarcaba una gran extensión de
terreno.
El Monte de Piedad primitivo era un accesorio del palacio, luego
convertido en convento; antiguamente comunicaban los dos edificios por
medio de un arco que pasaba por encima de la calle de la Misericordia.
El Monte de Piedad tenía una portada de gusto plateresco, semejante
a la de las Descalzas, severa, de buen gusto, y a un lado, otra
construída en pleno siglo XVIII, de lo más exagerada y barroca en el
estilo churrigueresco.
La plaza de las Descalzas era entonces más bonita que ahora, pues no
tenía los edificios de ladrillo blancos y rojos del Monte de Piedad
que recuerdan los trajes de baño. Estaba también más animada. En la
fuente de la Mariblanca había siempre aguadores tomando agua o sentados
en sus cubas, y en el resto de la plaza se estacionaban un sinnúmero de
carros, y los carreteros formaban sus corrillos al aire libre.
No se veía mucha gente por esta plazuela irregular y triste; sólo
algunos desventurados, que marchaban a empeñar algo y que buscaban
para su comisión las horas del anochecer, y los domingos y los días de
fiesta, los vecinos del barrio, que iban a misa.
La casa de los Capellanes, antigua propiedad de las monjas, era una
casa vieja; pero no tenía aire decrépito; su vejez era una vejez
fuerte y sana; estaba pintada de ocre, con grandes desconchaduras, y
tenía un piso bajo con rejas; el principal, con cinco balcones anchos
espaciosos, y el segundo, con balconcillos; sobre el tejado, saliente,
se destacaban guardillas con sus ventanas de cristales verdosos y
chimeneas antiguas de ladrillo, medio derruídas, y otras modernas, de
hierro, que echaban tenues columnas de humo en el aire, siempre claro,
de Madrid.
Por las rejas de la calle de la Misericordia y de la de Capellanes
se veían sacos y bolas de sal, menos en una de una encuadernación,
donde se divisaban montones de papel y una prensa de madera; en el
piso primero, a través de los cristales, aparecían unas cortinas rojas
desteñidas, y en el segundo, visillos amarillentos.
Hacia 1823, esta casa fué vendida por el Estado, y en 1835 era dueño
de ella don Tomás Manso, que vivía en el primer piso y tenía el bajo
dedicado a almacenes de sal.
Desde entonces, entre la gente, el nombre de la casa de los Capellanes
se iba sustituyendo por el de Casa de la Sal.
Le habían quedado a este edificio varias servidumbres, de cuando
era anejo a la iglesia, y por su escalera pasaban el capellán y el
sacristán de las Descalzas para sus habitaciones respectivas, y dos
frailes franciscanos, confesores de las monjas clarisas del convento
inmediato. Esta casa tenía una puerta grande de dos hojas, con clavos
pequeños, y un postigo en una de ellas. El zaguán, empedrado con losas,
era espacioso, y del centro del techo colgaba un farol; a un lado,
próximo a la calle, había un puesto de zapatero remendón, y en el
fondo, una covacha de madera pintada de amarillo. A mano izquierda de
la covacha comenzaba una escalera vieja y apolillada, y a mano derecha
había una mampara de cristales con una puerta, por la que se pasaba
a un patio con arcos. Este patio tenía en una esquina una puerta que
daba a los almacenes, y en la otra, un pasillo obscuro que conducía a
otro patio pequeño, con un arbolito enclenque. El patio grande estaba
enlosado, y tenía en una de sus paredes una parra, que regaba con un
bote el encuadernador, que vivía en uno de los cuartuchos interiores
del piso bajo. Esta parra daba al patio cierto aire aldeano. Toda la
planta baja estaba formada por sótanos, crujías y almacenes negros y
abandonados, con las paredes salitrosas. Uno de estos almacenes, en el
que no entraba nadie, tenía una fuentecilla rota que representaba una
cabeza de Medusa. La Gorgona, de piedra, estaba borrosa, a fuerza de
golpes.
En los cuartos interiores, a los que se llegaba por una escalera
obscura, vivían gentes raras: un medio mendigo, que andaba por las
iglesias; una señora y su hija, venidas a menos, que cosían para fuera,
y una vieja pequeña, arrugada y negra, que cuidaba de las sillas de las
Descalzas.


II
FAUNA Y FLORA DE LA CASA
Yo soy misántropo y odio el
género humano. En lo que te
concierne, siento que no seas
un perro; quizá podría amarte
algún poco.
SHAKESPEARE: _Timón de Atena_.

EL que entraba en el viejo caserón de los Capellanes y subía desde el
portal a las guardillas, he aquí lo que iba viendo:
El primer encuentro, naturalmente, era el del portero y zapatero
remendón Francisco Cuervo, un antiguo soldado del ejército de la Fe,
del año 23, donde se había reunido la flor y nata de los bandidos y
criminales de todas las Españas.
Francisco Cuervo, alias Paco, don Paco, Paquito, don Paquito, Cuervo,
el Cuervo y el Chepa, porque tenía la espalda de jorobado, era hombre
de unos cuarenta y cinco años, de aire frío y siniestro.
El Cuervo manifestaba cierta mala sangre y cierto ingenio. Era un
misántropo. Tenía réplicas incisivas y ocurrentes. Una vez uno de los
carreteros que llevaban la sal a la casa le contaba con un gran lujo
de detalles sus infortunios conyugales. El Cuervo, después de oírle
burlonamente, le dijo:
--¿Sabe usted lo que le digo?
--¿Qué?
--Que vale más que eso le haya pasado a usted que no a otro.
--¿Por qué?
--Porque otro no hubiera tenido su paciencia.
Y el Cuervo dió una puntada al zapato que estaba componiendo. Al Cuervo
le gustaba mortificar a la gente. Cuando fué cabo de voluntarios
realistas se distinguió por su maldad más que por su valor. A su mujer,
de aspecto débil y enfermizo, la dominaba y martirizaba con saña.
El Cuervo tenía un perro tan malo como él. Era un perrillo viejo,
sarnoso, que mordía a los chicos y gruñía a todo el mundo. El zapatero
le había puesto por nombre _Rodil_, para expresar su desprecio por el
general que había perseguido a don Carlos.
El remendón azuzaba a _Rodil_, que perseguía a los gatos. El perro era
menos cruel que el amo: cuando cogía una rata la mataba; en cambio,
el Cuervo, cuando cogía una rata la rociaba con petróleo y la pegaba
fuego, riendo a carcajadas. El zapatero no faltaba a ninguna corrida de
toros ni a ninguna ejecución.
El Chepa tenía una gran admiración y un gran respeto por el amo de la
casa, don Tomás Manso, que había sido su jefe entre los voluntarios
realistas.
El Cuervo se manifestaba como hombre de gran inteligencia y de astucia,
sobre todo para lo que fuera intriga y maldad. Debía tener algún temor
que le inquietaba, porque siempre andaba mirando, desde el portal, a
derecha y a izquierda de la calle, y no salía nunca solo. Si salía
solo, esperaba al anochecer y marchaba embozado en la capa.
En el entresuelo de la casa vivía un dependiente antiguo apellidado
Gómez. Narciso Gómez era un hombre insignificante, gordito, tirando a
rubio, casado con una mujer muy chismosa y muy coqueta que se llamaba
Juana. Juanita era una mujer pálida, blanca, con los ojos claros y un
aire de avispa.
Juanita tocaba la guitarra y cantaba. Solía tener grandes éxitos con la
canción del _Triste Chactas_, que acababa con el estribillo de «Sin mi
Atala no puedo vivir».
Juanita solía visitar una casa de huéspedes que había en la vecindad, y
estaba enredada con uno que vivía allí de pupilo, un tal Luis, empleado
en un Banco. Este Luis era un hombre guapo, de unos treinta años,
muy satisfecho de su barba, de sus manos y de sus uñas. Fuera de sus
cuentas, de los cuidados de su barba, de sus manos y de sus uñas, era
un pobre imbécil.
Juanita le engañaba a Gómez, a su marido, con don Luis; pero si hubiera
estado casada con éste, le hubiese engañado con Gómez.
Se decía por las malas lenguas de la calle de la Misericordia, 2, que
Juanita había tenido algo que ver con don Tomás, el amo de la casa.
--Es falso--decían los que negaban este rumor--. Ella es capaz de eso y
de mucho más; pero él, no.
Juanita unía a su descoco una mala intención señalada y mordía cuanto
podía y como podía en la fama de las mujeres de la vecindad.
En el primer piso de la casa vivía el dueño, don Tomás. Este hombre
tenía ya cerca de sesenta años y estaba casado con una mujer joven
y bonita. Don Tomás era hombre alto, delgado, pálido, afeitado
cuidadosamente, con el pelo cano, siempre vestido de negro.
Su perfil era de medalla antigua; tenía una cara de esas que parecen de
plata, una cara reconcentrada y grave. Don Tomás era gran trabajador,
gran madrugador, muy ordenado y meticuloso. Prestaba dinero a rédito
de una manera un tanto usuraria; pero era capaz de hacer un favor y de
dar dinero sin interés. Había favorecido en repetidas ocasiones a la
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