El Sabor de la Venganza - 8

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manifestara tan impasible, redoblaba su terror. Soledad temía que su
marido lo supiera todo y estuviera preparando una venganza terrible.
--Que caiga la venganza sobre mí, que soy la más culpable--decía ella.
Miguel quería creer que don Tomás era un pobre hombre que no se
enteraba de nada, ni era violento. Sin embargo, iba sabiendo que su
patrón había tenido negocios peligrosos de contrabando, que se había
manifestado como un guerrillero audaz, y que en sus tentativas de
conspiración con los absolutistas había sido tan atrevido como enérgico.
Don Tomás guardaba secretos de sus correligionarios; la cueva de su
casa, según se decía, estaba llena de cajas con papeles y documentos.
El era el único que sabía lo que había dentro. Si alguno conocía parte
de sus secretos, era el portero, el Cuervo, su hombre de confianza.
Muchos le tenían a este antiguo soldado del ejército de la Fe por
cómplice de su amo. ¿Cómplice de qué? No se sabía; pero la idea de
que entre los dos habían hecho algún desmán, se imponía al verlos. El
Cuervo estaba entregado a su amo en cuerpo y alma.
Soledad, al pasar por el portal, temía la mirada de aquel zapatero
siniestro.
Don Tomás solía ir con frecuencia a la librería de Monnier, con
Miguel, a leer periódicos realistas franceses, cuyas noticias le
interesaban.
Cuando la cuestión del supuesto robo de Castelo, y cuando Miguel no
quiso dejarse registrar y fué llevado a la cárcel, don Tomás, a pesar
de su impasibilidad, quedó sorprendido. La energía de su dependiente le
admiró, y comprendió que era un hombre de fibra. Miguel llevaba en el
bolsillo las cartas de Soledad y su Diario.
Rocaforte, al ingresar en la Cárcel, pensó que el peligro en que se
encontraba Soledad estaba conjurado; y se prometió no decir nada,
aunque tuviera que permanecer allí largo tiempo.
Don Tomás examinó la conducta de su dependiente y llegó a ver en claro
la causa por la cual no había querido dejarse registrar.
Le faltaba la prueba, y supuso que, tarde o temprano, la encontraría.
En el tiempo en que Miguel estuvo preso, Soledad sufrió grandemente; su
madre murió, y ella fué poniéndose cada vez más pálida y más triste.
Don Tomás decidió enviarla a Sigüenza, a casa de unos parientes.


V
ANÓNIMOS
Los malvados son como las
moscas, que recorren el cuerpo
del hombre y no se detienen mas
que sobre sus llagas.
LA BRUYERE: _Los caracteres_.

EN el tiempo en que Miguel estuvo preso en la Cárcel de Corte se
recibieron varios anónimos en casa de don Tomás. Uno de ellos era de
Juanita, la mujer de Gómez; los otros, de León Zapata, el paisano de
Miguel. La Juanita tenía gran odio por Soledad.
Zapata quería mortificar a don Tomás y de paso estorbar el éxito de
Miguel. Don Plácido le sirvió de apuntador y le dió datos de la gente
de la casa.
El anónimo de Juanita, que iba dirigido a don Tomás, decía así:

«Con gran sentimiento de mi parte, tengo que participarle a usted
que su mujer le engaña con Miguel Rocaforte, el que está ahora
en la cárcel. Pregunte usted en la calle de Peregrinos, 4, donde
Soledad y Miguel se han visto, y le darán noticias.
UN AMIGO.»

Los anónimos de Zapata se sucedieron durante largo tiempo y tenían otro
carácter. Fueron varios.
El primero decía así:

«En esa santa casa antigua de Capellanes hay una mujer que adorna
la frente de su marido. Es Juanita, la señora de Gómez. El señor
Gómez no puede ya con su cabeza. Cada año un asta más.
¡Buena está la casa de la calle de la Misericordia, 2!
EL DUENDE.»

Al día siguiente llegó otro anónimo:

«El joven Miguel Rocaforte se jacta en todas partes de haberle
puesto los cuernos a su principal. Estaba escrito: Manso has sido,
manso eres y manso serás.
¡Buena está la casa de la calle de la Misericordia, 2!
EL DUENDE.»

Al cabo de poco tiempo vino otro papel:

«En esa santa casa, hoy de la Sal, hay un Cuervo que debía graznar,
ya hace tiempo, en el patio de un presidio. Ese Cuervo, mal
zapatero, es un bandido, miserable y estafador, que engaña a todo
el mundo, empezando por su amo. ¡Buena está la casa de la calle de
la Misericordia, 2!
EL DUENDE.»

A los pocos días se recibió otro anónimo:

«En esa cristiana casa hay una Pepita que tiene dos cortejos a la
vez: uno para los días de fiesta, y otro para los días de labor.
Ahora la visita el cerdo del padre Cecilio. ¿Qué hace mientrastanto
Burguillos? Burguillos calla y otorga. ¡Buena está la casa de la
calle de la Misericordia, 2!
EL DUENDE.»

Por último, se recibió esta letanía, que decía así:

«_Letanía para recitar en la casa de la Sal._
De la mansedumbre de don Tomás Manso,
De la gracia del Cuervo,
De las visitas de los padres franciscanos,
De los chismes de las monjas Clarisas,
Líbranos, Señor;
Del ceño de don Bernardo,
Del vientre del padre Cecilio,
Del contravientre del hermano Félix,
De la charla de don Plácido,
Líbranos, Señor;
De los ardores de la Pepita,
De los malhumores de Juanita,
De los cuernos del buen Gómez,
De los flatos de Burguillos,
Líbranos, Señor;
Líbranos, Señor, de tanto bellaco, de tanto cornudo, de tanta
pécora como habita esa casa, Misericordia, 2. ¡Misericordia, Señor!
EL DUENDE.»

Don Tomás leyó con una terrible indignación estos anónimos. El primero
comprendió que partía de alguna de las mujeres de la casa, de la Pepa,
o de la Juanita; los otros, pensaba que debían ser de algún amigo de
Miguel; pero no podía suponer de quién.


VI
PREPARATIVOS
Que no quedara contenta
ni lograda mi esperanza
si no vieras la venganza
en donde viste la afrenta.
GUILLÉN DE CASTRO: _Las
mocedades del Cid_.

EL Cuervo había tenido siempre gran antipatía por Miguel. Sin duda, la
juventud y la fuerza del joven excitaban su envidia.
El Cuervo había asegurado en la casa que Miguel no saldría de la
cárcel; cuando le vió que volvía sintió por él un gran odio.
Don Tomás recibió a Miguel con marcada frialdad e hizo que el Cuervo
registrara el cuarto y las ropas del joven. Este había dejado las
cartas de Soledad y su Diario en manos de Aviraneta, en un paquete
atado.
El Cuervo no encontró nada. Don Tomás pareció contentarse; pero el
Cuervo insinuó a su amo y, al último, le dijo claramente que no por eso
era menos cierto que Soledad se entendía con Miguel.
--¿Lo sabes tú?
--Lo sé todo.
--¿Te lo han dicho?
--Lo he visto.
--¿Qué has visto?
--He visto que se escribían cartas y luego se hablaban y se daban citas.
--¿Dónde se encontraban?
--Generalmente en el claustro de las Descalzas. Al principio, Miguel
escribía con lápiz, en una de las ventanas, el lugar de la cita; luego
iba ella y borraba lo escrito; después era un pobre que está a la
puerta de esta iglesia el que se encargaba de su correspondencia.
--¿Lo viste tú?
--Sí.
--¿Qué viste más?
--Vi también que uno de aquellos días, al salir de la iglesia de las
Descalzas, pasó por aquí doña Soledad como si fuera a hacer compras,
miró a derecha e izquierda y entró en la calle de Peregrinos, donde la
esperaba Miguel.
Don Tomás sintió que le sofocaba el ansia de vengarse; no le tenía gran
cariño a su mujer, pero consideraba que al querer a Miguel ofendía en
su dignidad al hombre que le había sacado de la miseria.
--Está bien--dijo don Tomás.
Para don Tomás la traición de Soledad y de Miguel era una prueba más de
la maldad humana, del espíritu envilecido y encanallado de los hombres.
Ante el Cuervo, el amo consideraba que debía tener una actitud
indiferente, como si hasta él no pudieran llegar las miserias humanas.
Los siguientes días, a pesar de su impasibilidad, don Tomás se
estremecía ante la mirada brillante e irónica del jorobado.
Miguel había vuelto a su trabajo y se manifestaba tranquilo y contento;
su tío le hablaba poco; Gómez le miraba sonriente; Burguillos le
contemplaba con atención, y el Cuervo le dirigía una mirada larga y
rencorosa.
Una vez don Tomás y el Cuervo tuvieron una nocturna conferencia. Al día
siguiente, por la tarde, era domingo y no había nadie en casa. Amo y
criado entraron en el almacén de la fuente con la cabeza de Medusa, y
estuvieron allí largo rato.
El almacén era bajo de techo, tenía rejas al patio y en el suelo
grandes losas. Entre ellas había dos con hendiduras, como saeteras, que
se podían levantar. Las levantó el Cuervo con una palanca y apareció
un agujero grande y obscuro. Metió el Cuervo una linterna encendida,
colgada de una cuerda, y se vió una oquedad hecha en tierra arenosa, en
parte revestida por una bóveda de ladrillo, con arcos medio derrumbados.
Don Tomás y el Cuervo bajaron al subterráneo por una escalera larga, y
lo reconocieron. Tenía una profundidad de ocho a diez metros. Estaba
completamente cerrado, y no había comunicación alguna con el exterior;
la única boca de galería que parecía haber existido en otro tiempo
estaba cerrada por una gran piedra de molino. En el centro de esta
piedra había un agujero. El Cuervo metió un hierro por él, sospechando
si tendría una salida, y sacó trozos de carbón y de huesos.
Después de reconocer el subterráneo y ver que no tenía ninguna
comunicación, volvieron amo y criado al almacén e hicieron entre los
dos varias y extrañas maniobras. Sirviéndose de la palanca, llevó el
Cuervo las dos piedras grandes que cerraban el boquete del suelo a un
rincón, y sobre el agujero que quedaba, de un metro en cuadro, puso una
esterilla ligera, que lo ocultaba perfectamente, sujeta en los bordes
por unas bolas de sal. Delante del boquete colocó una mesa.
El Cuervo tenía imaginación para el mal. Excitaba constantemente a su
amo. Don Tomás vacilaba; tan pronto consideraba la venganza como lógica
y justa, como la tenía por excesivamente severa.
El Cuervo, que era el espíritu maligno que se cernía sobre el alma
de don Tomás, le excitaba, le ponía a la vista la petulancia y la
fanfarronería de Miguel.


VII
EL CRIMEN
Madruga y mata primero.
CALDERÓN: _El monstruo de la
fortuna_.

DESPUÉS de muchas conferencias con el Cuervo, don Tomás se decidió. Un
día le dijo a Miguel:
--Tengo que enviar una persona con una comisión importante para
Zaragoza, y de paso para Sigüenza. ¿Quieres ir tú?
--Con mucho gusto.
--Te advierto que es una comisión para los carlistas.
--No me importa.
--Bueno; pues pide un pasaporte y un billete para la diligencia.
Miguel se entusiasmó con la idea de ver pronto a Soledad, y no se le
ocurrió la menor sospecha.
Dos días después le avisó a su tío y le dijo:
--Ya tengo todo en regla.
--Tienes que hacer el viaje con el máximo de prudencia. Es conveniente
que digas a todo el mundo que te marchas hoy, y no te vayas hasta
mañana. Ven esta noche a casa, a las doce; no subas a la habitación,
para que no oigan los pasos. Te daré la llave, entras y pasas al
almacén de la fuente, donde yo te esperaré.
--Está bien.
--También quiero que te confieses para salir de Madrid y hacer este
viaje, que puede estar lleno de peligros.
--Bueno.
Miguel no hizo gran caso de este consejo. Por la noche estuvo en el
Café Nuevo, y, poco antes de dar las doce, se acercó a la casa de la
calle de la Misericordia. Miguel iba muy embozado en la capa; hacía
una noche negra de invierno. El joven empujó el postigo de la puerta,
que se abrió sin ruido, y lo volvió a cerrar, pasó el zaguán, abrió
la puerta de la mampara de cristales, que comunicaba con el patio, y
luego, la del almacén de la fuentecilla.
--¡Adelante!--dijo don Tomás, con voz temblona.
Miguel no había estado nunca en este almacén, en el cual se decía que
don Tomás guardaba sus secretos. Vió en un rincón una caja de caudales
y sobre una mesa un velón.
--¿Te ha visto alguno entrar en la casa?--preguntó don Tomás.
--Nadie. La noche está muy negra y muy fría.
--¿Estás preparado?
--Sí.
--¿Ya te confesaste?
--Sí.
--Bueno.
Don Tomás, dando una larga vuelta, se acercó a la mesa, de manera que
la luz no le diera en el rostro. Así no podía verse el aire siniestro y
alterado de su fisonomía.
--Dale esta carta a Soledad cuando llegues a Sigüenza--dijo--, y lleva
este paquete a Zaragoza. En el papel está la dirección.
Miguel avanzó despacio hacia la mesa.
Don Tomás le contempló con una mirada anhelante.
--¿Por qué me mira así?--se preguntó Miguel.
--Si se salva--pensó, a su vez, don Tomás--, Dios lo habrá querido.
Miguel dió varios pasos y se aproximó a la mesa. De pronto se oyó que
la esterilla se hundía, arrastrando las bolas de sal que la sujetaban,
y el joven desapareció.
En el momento mismo, el Cuervo saltó por entre dos filas de sacos, y
apareció en medio del almacén.
Don Tomás se asomó al agujero y oyó un gemido ahogado de dolor.
El Cuervo, armado de la palanca, arrastró con brío, una tras otra, las
dos grandes losas y cerró el boquete del suelo.
--Ya no se oye nada--dijo, temblando, don Tomás.
--Habrá muerto con el golpe--repuso el Cuervo.
Don Tomás se dejó caer sobre una silla con el aire de un hombre
extenuado. El Cuervo comenzó a hacer una gran pirámide de bolas de sal
sobre las losas que ocultaban el agujero por donde se había cometido el
crimen.
Acabada la obra, los cómplices se miraron uno a otro. En el Cuervo
había una expresión de crueldad y de satisfacción. En don Tomás, una
mezcla de horror y de espanto. Los dos salieron del almacén al patio, y
luego, al portal. El Cuervo entró en su covacha y don Tomás subió las
escaleras hasta su cuarto.
Quince días después volvió Soledad a Madrid, sin haber mejorado de su
mal. No se atrevía a hacer ninguna pregunta. Su marido, indiferente e
impasible, nada le dijo. Así vivieron marido y mujer meses y meses.
Nadie tuvo la menor sospecha en la casa. El Cuervo siguió trabajando en
su portal.
* * * * *
Dos años después, un día en que Soledad rezaba en la iglesia de las
Descalzas, le dió un desmayo y cayó al suelo. La llevaron a casa y
llamaron al médico, y después a don Bernardo, el capellán. Don Bernardo
pasó largo tiempo con la enferma, que a cada instante decía en voz
baja: «¡Miguel! ¡Miguel!» Unas horas después, Soledad había muerto.
Don Tomás se retiró a Lerma y vendió la Casa de la Sal. Esta pasó a
diversas manos, hasta que el último dueño decidió tirarla y alinear la
calle de Capellanes.


VIII
LA ESCUELA DE CRISTO
El sueño de la razón produce
monstruos.
GOYA: _Caprichos_.

DON Tomás y el Cuervo se retiraron a Lerma y vivieron algunos años
juntos. El Cuervo no era capaz de permanecer tranquilo y sin mezclarse
en los asuntos públicos y privados, y durante la guerra civil denunció
a la partida del Cura Merino algunos ciudadanos liberales, que fueron
fusilados. Poco después, unos parientes de éstos cogieron al Cuervo en
el campo y lo apalearon de tal manera que murió a consecuencia de la
paliza.
Don Tomás, al verse sin su criado, sintió más bien tranquilidad que
pena; la mirada irónica y dura del Cuervo le recordaba la cueva del
almacén de la calle de la Misericordia.
Al verse solo fué para el una tregua, pero una tregua que duró poco
tiempo, porque sus terrores volvieron de nuevo.
Don Tomás se hallaba entregado a la religión; constantemente estaba en
la iglesia rezando y confesándose.
Había por entonces en el pueblo una casa pequeña y ruinosa que casi
siempre estaba cerrada. Sólo al anochecer solía abrirse para el paso
de algunas personas. Si se entraba en el estrecho zaguán y se subía
al único piso, se encontraba primero una sala pintada de negro, con
un ventanillo enrejado que daba a la calle. En medio de la sala había
un féretro, cubierto de paño negro, con cuatro cirios apagados. Este
cuarto se comunicaba por una puerta estrecha con una capilla obscura y
sin luz. La capilla tenía en medio un altar, con un Nazareno coronado
de espinas y lleno de sangre, y alrededor, unos armarios de sacristía,
y encima de los armarios, varias calaveras y varias disciplinas. En
la pared había un marco con un papel, en donde se leía una lista de
nombres.
Esta casa pequeña con su cuarto fúnebre y su capilla constituía la
Escuela de Cristo. Formaban parte de ella varias personas religiosas
cuyos nombres constaban en el cuadro de la pared. De noche entraban
allí diez o doce hombres a hacer penitencia, y después de rezar delante
del féretro, cubierto de paño negro, iban pasando uno detrás de otro a
la capilla, y allí se cubrían con una capucha.
Cuando estaban todos reunidos y en círculo delante del altar, se
apagaban las luces y se ponía en el suelo un gran farol de hoja de
lata, sin cristales, que tenía unos agujeros por los cuales pasaban
tenues raros de luz. Entonces uno se destacaba, se desnudaba y se
colocaba en medio del círculo de los encapuchados; luego tomaba una
calavera en la mano izquierda y las disciplinas en la derecha, y
comenzaba a azotarse, mientras el siniestro coro rezaba en voz alta.
Don Tomás pertenecía a la Escuela de Cristo, se disciplinaba, usaba
cilicios, y en su casa rezaba tirado en el suelo cuan largo era y dando
grandes alaridos. Aquel último gemido de Miguel al caer al subterráneo
lo oía en su cerebro a cada paso; el suspiro del viento, el toque
de una campana, el chirriar de una lechuza, el ruido de una ventana
movida por una ráfaga del cierzo, todo rumor de la tierra o del aire le
recordaba la queja postrera del joven muerto por él.
Muchas veces hubiera preferido perder la razón definitivamente, que no
vivir de una manera tan miserable y triste.


IX
EL FANTASMA
Ya oigo la voz del terror que
se levanta en mi corazón.
ESQUILO: _Las Coéforas_.

POCO después de la guerra civil se habló en Lerma de que en la Plaza
aparecían fantasmas a media noche. Algunos los habían visto claramente.
Los serenos, por más que vigilaban, no podían dar con ellos. No se
sabía si eran duendes, espectros o almas en pena; pero se aseguraba que
uno de estos fantasmas tenía una mano de plomo y otra de estopa, y que
gozaba del poder de avisar la próxima muerte al que había de morir.
Al parecer, algunos serenos no sentían gran interés en encontrarse con
aquellos seres misteriosos, porque cuando les decían que andaban por
un lado, iban por el opuesto; otros más decididos y valientes llevaban
una pistola y un garrote, y afirmaban que no se les escaparían los
fantasmas sin un estacazo o sin un tiro.
Don Tomás había oído hablar de estas apariciones, considerándolas como
chiquilladas, sin darles más importancia. Una noche en que el viejo,
después de rezar sus oraciones, se dirigía a la cama, oyó en la calle
pasos quedos. Desde hacía algún tiempo, don Tomás tenía un oído de
enfermo. Escuchó las pisadas de lejos y abrió un ventanillo de su
alcoba. Vió una cosa blanca que se acercaba por la acera de enfrente.
Era el fantasma.
Don Tomás, maravillado y confundido, quedó en el ventanillo, y,
trastornado, preguntó:
--¿Quién eres? ¿Qué deseas?
Entonces el fantasma, con voz sepulcral, dijo:
--¡Asesino! Yo soy el alma de Miguel Rocaforte, condenada por tu culpa.
Don Tomás se retiró de la ventana temblando y se tiró en el suelo
a rezar. Al día siguiente lo encontraron desmayado, moribundo; lo
llevaron a la cama y ya no volvió a levantarse.
Unos días después, los serenos cogieron a uno de los fantasmas, que
resultó un sargento de milicianos nacionales que tenía amores con la
mujer de un tendero de la plaza.
El otro fantasma, a quien no lograron coger, se supo que era León
Zapata, el compañero de Miguel Rocaforte.
Madrid, diciembre, 1920.


ADÁN EN EL INFIERNO


I
ADÁN
No se gana nada violentando
a la sensibilidad en sus
inclinaciones; es preciso
engañarla y, como dice Swift,
divertir la ballena con una
barrica para salvar el barco.
KANT: _Antropología_.

EN la época de la matanza de frailes, cuando fueron ingresando en la
Cárcel de Corte una porción de gente cogida en las calles de Madrid,
llevaron a ella a un muchacho joven, guapo, recién venido de un pueblo
de la Alcarria, Andrés Lafuente.
Este alcarreño vino con Román, el hijo del librero de la calle de la
Paz, y con un zapatero joven llamado Gaspar, a quien todos conocían por
Gasparito y de quien te hablé antes.
A aquel muchacho alcarreño se le consideraba como un mozo ingenuo e
inocente, y se le compadecía por haber caído en el infierno de la
cárcel.
El poeta Espronceda, en los pocos días que estuvo en la cárcel, le
llamaba Adán, y probablemente pensando en él ideó el personaje de su
poema el _Diablo mundo_, que debía publicar unos años más tarde; Andrés
(alias Adán) era un muchacho fuerte, guapo, muy lúcido y muy inocente.
Gasparito el zapatero se constituyó en uno de sus defensores.
Gasparito el remendón era liberal, pequeño, rubio, muy leído, amigo del
hijo del librero de viejo de la calle de la Paz, y se mostraba como
hombre de buena fe y de buenas intenciones.
Yo tomé bajo mi protección a Gasparito y quise proteger también a Adán,
aunque veía que a un muchacho, sin experiencia como aquél, metido en
el segundo patio, entre ladrones, la corrupción de la cárcel le había
de contagiar rápidamente. El padre Anselmo creyó también que con sus
sermones apartaría al mozo del mal camino; pero Adán se reía de él.


II
LA CUADRILLA DEL FORTUNA
¿Es posible--dijo Andrenio--,
que jamás nos hemos de ver
libres de monstruos ni de
fieras, que toda la vida ha de
ser arma?
GRACIÁN: El _Criticón_.

LOS presos del segundo patio se dividían para comer en cuadrillas, que
llevaban el nombre del que las dirigía. Adán fué a parar a la cuadrilla
del Fortuna. El Fortuna era un matón de casa de juego que tenía gran
influencia.
El Fortuna era un hombre fuerte, atrevido, moreno, de bigote, con un
lunar en la mejilla, tipo desvergonzado y cínico. Cobraba el barato
en la cárcel; pero no era un valiente de verdad. Era de los que allí,
en el segundo patio, se decía que madrugaban. No afrontaba con calma,
sereno y tranquilo, las situaciones difíciles; sino que las capeaba.
Eso sí, tenía indudablemente el hábito de la audacia.
Al Fortuna le habían preso por matar a traición a un hombre. Afiliado
en la cárcel al grupo de los absolutistas, era de nuestros enemigos
más acérrimos. Sin duda, el encontrar nuestra gente menos terne, menos
enérgica, que los absolutistas, le había dado una gran hostilidad
contra ella.
A mí me tenía mucho odio; una vez, en el segundo patio, se echó encima
de mí; pero yo le di con toda mi fuerza un puñetazo en un costado que
lo dejé sin aliento.
El Fortuna era hombre petulante y cínico, que dejaba una estela de
vicio allí por donde pasaba. Hacía alarde de sus instintos crapulosos;
vestía chaquetilla con caireles de colores, gran reloj de plata, con
la cadena llena de dijes, y calañés en la cabeza. El Fortuna buscaba
la amistad de los muchachos jóvenes, les brindaba su protección;
según algunos, les conseguía tener comunicaciones con la sección de
mujeres; según otros, había algo peor en sus maniobras. De la misma
cuadrilla era Cadedis, un gascón aventurero, que estaba procesado por
robo, y un caballero de industria. El gascón aseguraba a todas horas
que España era un país sin civilización y sin cultura. A pesar de su
cultura, el francés era muy supersticioso. Creía en la quiromancia,
en la magia y en que las brujas hacían ovillos con las lanas de los
colchones de una cama de tal modo, que si no se les atajaba en su obra
le ahogaban al que dormía en ella. Afirmaba también que en el barrio de
Saint-Esprit, de Bayona, se vendían diablos metidos en una caña, que
llamaban familiares, con los que se hacían prodigios. El había tenido
uno de éstos. Un gitano, ladrón de caballos, le engañaba a Cadedis y
le sacaba el dinero. El gitano era saludador y, según decía, tenía la
rueda de Santa Catalina en el cielo de la boca, y una cruz debajo de la
lengua.
El otro personaje era un caballero de industria de quien ya te he
hablado, el señor Pérez de Bustamante.
Este señor se hacía llamar conde de Otero, marqués de la Vega, etc.
Gastaba unas tarjetas llenas de títulos y condecoraciones.
Tenía, según decía, grandes amistades con los oficiales de las
secretarías, con aristócratas y ministros; todo lo facilitaba, y
ofrecía empleos con la condición precisa de que se le anticipara
algunas cantidades para recompensar los servicios de sus favorecedores.
Contaba que había viajado por toda Europa y América.
A mí me dijo que me había conocido en Méjico y en Madrid, en la fonda
del Caballo Blanco, de la calle del Caballero de Gracia, donde yo no
había estado nunca. La cuadrilla del Fortuna, formada por él, el gascón
y el caballero de industria, se había completado con Adán. El Fortuna
adulaba al señor Pérez de Bustamante, y éste protegía al Fortuna; el
matón y el caballero de industria se entendían perfectamente.
El Pinturas joven y otros solían acercarse a esta cuadrilla, que
manejaba dinero y convidaba a café y a aguardiente.
Ninguno de los que formaban esta cuadrilla se había afiliado a los
liberales. No querían, sin duda, comprometerse mientras no llegaran a
ver claro las ventajas que aquello les podía reportar.


III
EL ODIO
¡La unción! ¡Favor! ¡Me han
herido!
ESPRONCEDA: _El Diablo mundo_.

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