El Sabor de la Venganza - 10

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--¡Viva la Niña!
--Quesada levantó el bastón en el aire con intención de descargarlo
sobre la cabeza de los milicianos, que gritaban. La rabia de éstos se
volvió contra él:
--¡Muera Quesada!
--¡Muera!
--¡Abajo los absolutistas!
--¡Abajo!
Los milicianos fueron a coger sus armas; y todo el grupo de Quesada y
sus amigos lo hubiese pasado mal si los milicianos de Guadalajara no
hubieran formado en los arcos para defenderles. Quesada, con los suyos,
se dirigió corriendo hacia el Arco de Platerías, y saltando por una
barricada salió a la calle Mayor. Con él salieron los dos oficiales y
Espronceda, Borrego y los paisanos.
Quesada iba echando espuma por la boca, de rabia, e inmediatamente
se presentó al Gobierno a ofrecerse para atacar inmediatamente a los
sublevados.
A las seis de la mañana las tropas del Gobierno, dirigidas por Latre,
Ezpeleta y Quesada, salían de los cuarteles y ocupaban la plaza de
Oriente y la de los Consejos, y poco después, la calle de Santiago y la
del Sacramento, hasta la plaza del Conde de Barajas. A esta hora los
sublevados pensarían en mí.


III
PARTIDA PERDIDA
Sólo a las temeridades
las sentencia la fortuna;
pues con juicio desigual
hace que el nombre les den:
de hazaña, si salen bien,
y de locura, si mal.
BANCES CANDAMO: _Por su rey
y por su dama_.

ESTABA la partida perdida cuando los sublevados pensaron en mí.
A eso de las nueve, un grupo de milicianos armados se presentaron en
la plaza de Santa Cruz delante de la Cárcel de Corte; entraron aquí,
llamaron al alcaide y le exigieron que me dejara en libertad. El
alcaide, naturalmente, se opuso; pero, ante la amenaza de soltar a
todos los presos, cedió.
Yo estaba preparado y el padre Anselmo también.
--Aprovéchese usted--le dije--y salga usted conmigo.
--Pero, ¿cómo?
--Nada, nada, coja usted sus bártulos y sígame usted.
El alcaide se quiso oponer; pero hice que nos rodearan a los dos los
milicianos y salimos a la plaza de Santa Cruz, y después, a la Plaza
Mayor.
El pobre cura, al ver tanta gente armada, estaba asombrado. Con su
maleta en la mano no sabía qué hacer.
Al entrar en la Plaza Mayor le vi a Bartolillo, el chico de la librería
de la calle de la Paz, que andaba curioseando por allá. Le llamé:
--¡Bartolo!
--¿Qué?
--¿Quieres acompañarle a este cura?
--Sí.
--Pues vete con él a la calle de Segovia; bajando a mano derecha, y
en una casa grande, entre la plaza de la Cruz Verde y la calle de la
Ventanilla, que tiene en el piso bajo una panadería, entráis, subís al
piso cuarto y preguntáis por doña Nacimiento. La dices a esa señora que
el cura va de parte de don Eugenio y que me esperará allí.
--Muy bien.
El cura quería llevarse la maleta.
--Deje usted la maleta aquí, yo se la mandaré dentro de un momento.
Se fueron el padre Anselmo y Bartolillo; guardé yo la maleta en una
taberna próxima a la Escalera de Piedra y me dediqué a examinar
tranquilamente la situación.
La partida estaba perdida.
Hablé con los jefes de la Milicia Urbana, y cada uno opinaba de
manera diferente. Le envié un recado a Palafox por si éste se atrevía
a ponerse a la cabeza del movimiento; pero a Palafox no le convenía
aparecer, y se eclipsó.
Entonces hablé con el capitán Miláns del Bosch, hombre enérgico, para
ver si él era capaz de erigirse en jefe del movimiento y asumir su
responsabilidad.
Le dije que parte de la Guardia Real se vendría con nosotros; que yo
me comprometía a verle a Urbina, y que le convencería o me fusilaría.
Luego supe que el oficial que le acompañaba a Quesada no era el Urbina
que conocía yo, sino otro; le dije también que el coronel don Antonio
Martín, hermano del Empecinado, sublevaría su regimiento de caballería.
--¿Cómo vamos a sostenernos en esta plaza?--me dijo Miláns--. ¿Dónde
están los víveres?
--Salgamos de aquí--le dije yo--. Cinco mil hombres y un regimiento de
caballería es mucho.
--Sí, si hubiera disciplina; pero no la hay. Estos hombres están
desmoralizados.
--Entonces la partida está perdida. Démosla como terminada.
Yo subí sobre un banco de la plaza y expliqué que no había mas que una
alternativa: o salir inmediatamente y atacar a las tropas en la Puerta
del Sol y seguir adelante, o abandonar la empresa.
--¡Vamos! ¡Vamos!--gritaron los exaltados.
Pero ya era imposible, y nadie dió el paso adelante.
Los cañones de la tropa comenzaron a acercarse a los arcos.
Yo volví al banco y grité:
--¡Señores! Esto está acabado. Yo no tengo la culpa. A mí me han
llamado tarde. Ahora cada cual que se vaya a su casa.
Al anochecer, los milicianos, en masa, dejaban sus fusiles y se
marchaban.
Los ex voluntarios realistas de los Barrios Bajos, al ver la derrota
de los milicianos, atacaron a los fugitivos a tiros y a palos, y no sé
si llegaron a matar a alguno. Sobre todo, las viejas se mostraron más
terribles, y esperaban a los liberales con la navaja en la mano. A una
de estas furias, que cosió a cuchilladas a un miliciano que pretendía
entrar en su casa, la prendieron, la juzgaron y la llevaron, pocos días
después, al patíbulo.
Así, el despecho de Quesada, la ambición de Espronceda y de Borrego,
los planes míos, concluyeron en que se ejecutara a una pobre vieja,
fanática, que creía seguramente que era una obra meritoria el matar a
un liberal.


IV
ESCAPATORIA
Que aquesto es el Castañar
que más estimo, señor,
que cuanta hacienda y honor
los reyes me pueden dar.
ROJAS: _García del Castañar_.

AL anochecer del día 16, cuando vi la Plaza Mayor desierta, entré en la
taberna próxima a la Escalerilla; saqué la maleta del padre Anselmo,
y me puse el manteo y la teja nueva. Metí mi sombrero en la maleta, y
bajé por la escalera a la calle de Cuchilleros. Llegué hasta Puerta
Cerrada y encontré allí una patrulla de voluntarios realistas.
--¿Se puede ir hacia la Plaza Mayor?--les pregunté.
--No; no vaya usted por allí, padre.
--Entonces tendré que volverme a casa.
Seguí hasta la calle de Segovia. En la escalera de casa de doña
Nacimiento me quité el manteo y me encontré con don Anselmo.
Pasamos el cura y yo seis días en aquella casa, sin salir una vez
siquiera, esperando el giro de los acontecimientos.
Supimos que al volver el Gobierno de la Granja, el presidente, el
conde de Toreno, ofreció doscientas onzas de oro y un empleo a quien
descubriera mi paradero, y la policía hizo los mayores esfuerzos para
cogerme.
El padre Anselmo y yo preparamos un plan de fuga. El padre Anselmo
tenía un sobrino y ahijado que vivía en Alcalá. Unos días después, el
24 de agosto, era la feria de este pueblo.
Saldríamos de Madrid en calesa hasta las Ventas del Espíritu Santo;
aquí esperaríamos una galera y entraríamos en Alcalá, confundidos con
carreteros y arrieros que fuesen a la feria, e iríamos a parar a casa
del ahijado del cura.
Doña Nacimiento conocía a un calesero y le llamó. El calesero era
liberal y se prestó a lo que le propusimos.
El chico del calesero se vestiría de muchacha; el padre Anselmo, con
traje de aldeano, y yo sería el calesero. Iríamos hasta las Ventas
del Espíritu Santo, esperaríamos allí, donde dejaríamos la calesa, y
marcharíamos en un carro camino de Alcalá, como si fuéramos a la gran
feria que se celebraba en la ciudad del Henares el día 24. Así lo
hicimos, y todo nos resultó bien.
El ahijado de don Anselmo, a quien le habíamos anunciado nuestra
llegada, nos esperó y nos llevó a una finca que tenía a una legua del
pueblo.
Era una propiedad no muy grande, pero muy bien cuidada. Juan, el
sobrino y ahijado del padre Anselmo, era un hombre joven, fuerte,
labrador, cazador y muy activo. La mujer, la Ambrosia, era una mujer
rozagante, que había echado al mundo nueve hijos y pensaba seguir
echando más.
Juan, con su escopeta y sus perros, marchando de caza al amanecer,
acostándose al hacerse de noche y contento con su suerte, me recordaba
a García del Castañar.
El matrimonio nos recibió muy amablemente al cura y a mí.
Viví yo en aquella casa una semana, y, pasada ésta, me despedí del
padre Anselmo y de sus sobrinos y me fuí a Zaragoza.
Aquí publiqué un folletito sobre el Estatuto Real, en la imprenta de
Ramón León, y esperé hasta que Mendizábal me llamó y me dió un encargo
para Barcelona; pero esto--terminó diciendo Aviraneta--es otro capítulo
de mi vida.


EPÍLOGO


Todo es hecho del polvo, y todo
se tornará en el mismo polvo.
EL ECLESIASTÉS.

POR la época de la guerra de Cuba--dice Leguía--, solía ir yo a
Madrid a un hotel de la calle del Arenal, y visitaba las librerías de
viejo próximas. Me detenía con frecuencia a charlar con un librero de
viejo que tenía su tienda en una rinconada que había en la calle de
Capellanes, al acercarse a la calle de Preciados.
Le había encargado a este librero, como a otros, que me guardase lo que
encontrara de papeles históricos y de estampas españoles del siglo XIX.
El librero era un viejo, muy viejo, y me proporcionaba lo que le pedía.
Cuando subía desde la calle del Arenal por la de Capellanes solía echar
una mirada por una ventana enrejada que daba al horno de una panadería,
y recordaba la historia de don Tomás Manso y de su sobrino. Unos años
más tarde de la guerra de Cuba, el librero de la rinconada me dijo que
tiraban la casa grande de los Capellanes y que él iba a traspasar su
tiendecilla.
Cuatro o cinco meses después vi la casa de la calle de la Misericordia
derribada y la alineación de la calle de Capellanes hecha.
El librero me dijo que al derribar la casa, en un sótano, debajo de un
almacén que tenía en la pared una fuentecilla con una cabeza de Medusa,
se encontró un esqueleto de un hombre y unos huesecillos de feto.
Los anticlericales de la vecindad supusieron que estos serían de alguna
monja del convento vecino; respecto al esqueleto del hombre no se pudo
saber de quién era.
El día en que el librero me contaba esto entró un trapero, un tuerto
desharrapado de cara alegre, barbas enmarañadas y la nariz roja, con un
gran lío de papeles.
--No los quiero--dijo el librero--; te los puedes llevar, Tuerto, yo ya
me retiro.
--A ver que trae usted ahí--le indiqué yo.
--Lo daré muy barato--me dijo el trapero, dejando el paquete en una
silla y quitándole una lía hecha con bramantes viejos y balduques.
Había un tomo del _Palacio de los Crímenes_, de Ayguals de Izco; la
_Historia de la revolución del 54_, por Ribot y Fontseré; dos folletos
de Aviraneta, varios _Ecos del Comercio_, amarillos, y la proclama de
los nacionales en agosto de 1835.
Ni el librero ni el trapero habían oído hablar nunca de Chico, ni de
Aviraneta, y mucho menos del pronunciamiento de los Urbanos.
A mí, que había visto durante tanto tiempo carteles pintados con la
muerte de Chico, del Cura Merino y de los hermanos Marina, que un
hombre mostraba con un puntero en las plazas, me chocaba que todo esto
hubiera desaparecido tan completamente del recuerdo de las gentes.
Y, sin embargo, así era.
--Todo esto que traes aquí--dijo el librero--no vale nada. Cosas
pasadas, sin importancia.
--Nosotros también somos viejos--repuso el trapero y se nos ha pasado
el tiempo.
--Todo pasa, amigo trapero--le dije yo--. La hoja del árbol cae, la
hoja de rosa se marchita, la hoja de papel se arruga y la comen los
lepismas. El lepisma devora el papel; la carcoma y la polilla devoran
la madera; las penas nos devoran a nosotros hasta que entregan su presa
a los gusanos.
--Todo no es mas que miseria--dijo el librero.
--¿Saben ustedes cómo arreglo yo eso?--preguntó el trapero.
--¿Cómo lo arregla usted?
--Pues echándome un quince siempre que puedo.
--La otra manera de arreglarlo es la filosofía.
--Mi filosofía es el vino. ¿Hace alguna de estas cosas, caballero? Me
da usted lo que usted quiera por ellas.
Le di tres pesetas por los dos folletos y por la proclama.
--¡Bueno, señores!--dijo el hombre volviendo a atar los libros--. Me
voy a dedicar... a la filosofía.
--Es usted un compadre alegre y jovial--le dije yo.
--Naturalmente. Ahora me voy yo a la taberna del Vaqueiro del callejón
de Preciados, y me tomo una tajada de bacalao y un quince, y me río yo
de los peces de colores.
--¡Hombre, eso está mal!--le dije yo.
--¿Por qué?--preguntó el hombre extrañado.
--Yo me figuro que el bacalao es un pez, y comérselo y reírse luego de
él, no me parece bien.
--¡Vamos! Usted es un guasón. Pues sí, me tomo un quince o dos quinces,
y le hago un corte de mangas al mundo entero.
--Hasta que el vino te haga un corte de mangas a ti, Tuerto, y te lleve
al Este--dijo el librero.
--¡Bah!
--Ten cuidado con esa nariz, se va pareciendo al Vesubio en ignición.
--Te veo... Vesubio.
--¿Tiene usted hijos, trapero?--le pregunté yo.
--Se tienen ellos...; yo, no... Yo los he traído al mundo...; ellos se
agarran como pueden... ¡Salud, señores!
El trapero echó su paquete al hombro, y yo volví al hotel pasando por
delante del solar de la casa de los Capellanes y pensando que todo está
hecho de polvo y que todo se tornará en el mismo polvo.
Madrid, marzo, 1921.

FIN DE EL SABOR DE LA VENGANZA
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