El Sabor de la Venganza - 4

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hundirme para siempre.
La Paca se separó de Castelo, tuvo otros amantes y volvió a
reconciliarse con él. En la segunda separación llegaron a pegarse.
La Paca, entonces, recurrió a sus amistades cortesanas; pero al ver que
la Reina y sus amigas la cerraban la puerta de Palacio, se indignó y
comenzó a manifestarse republicana. Cuando bebía y se exaltaba decía
que había que ahorcar a la familia real y a toda la aristocracia.
En uno de esos momentos de miseria, la Paca conoció a una corredora
de alhajas y Celestina, a la que llamaban la Sorda y la Garduña. Esta
mujer era dueña de un burdel de la calle de Barcelona y del garito de
la calle de la Fresa. La Garduña vivía con un usurero, el Silverio.
La Garduña era una mujer gruesa, empaquetada, vestida con colores
chillones, de cara dura, abultada, y con unas bolsas moradas debajo de
los ojos. Esta Garduña era muy inteligente en sus negocios y se iba
enriqueciendo con gran rapidez.
El Silverio, su amante, un tipo raído y siniestro, con una nube en un
ojo y un aire de suspicacia, era un hombre muy religioso, de varios
oficios y ninguno honrado: cantinero, prestamista, ropavejero y dueño
de garitos.
La Garduña se entendía muy bien con él.
La Garduña acabó por prostituír a la Dávalos; explotaba su pasión
desenfrenada por el juego, y le hacía pagar las deudas llevándola a las
casas de citas.
Castelo seguía también su marcha hacia el abismo; todavía podía pasar
por joven, aunque mirándole de cerca se notaban los ultrajes del tiempo
en su rostro; su pelo rubio iba blanqueando con hebras de plata, y
su labio colgante parecía hacerse más flácido. Tenía, entre otras, la
condición de la intriga, y sabía disimular su crápula y darle un aire
sentimental. Este chulo sensible era muy hábil. Sin haber estado en
ninguna batalla, lucía una buena hoja de servicios. Era cobarde, y
daba la impresión de valiente, fanfarrón, insultador, procaz y de una
audacia extraordinaria.
Su fantasía le hacía darse aires de héroe, y convencía a la gente de
que los sueños de su imaginación eran algo real.
Castelo tenía una vanidad alucinada: la hija sin padre de los desvanes
del mundo, que dice Gracián, dominaba por completo su espíritu;
criticaba con acritud a todos los políticos y, sobre todo, a los
generales, que le parecían de una ineptitud tan completa, que afirmaba
que el uno no sabía leer, que el otro era incapaz de hacer maniobrar a
cincuenta hombres, etc. Se manifestaba también, a consecuencia de su
vanidad y de su cobardía, muy rencoroso.
Castelo y Paca Dávalos, después de muchas riñas y separaciones,
llegaron a un acuerdo y se asociaron con la Garduña para establecer
varias timbas en Madrid.
Uno de los socios era doña Anita, la italiana, que había sido querida
de Castelo y que acabó casándose con un francés y poniendo una tienda
de antigüedades.
El negocio de las timbas era tan lucrativo, que, a base de la que
existía en la calle de la Fresa, se instalaron otras casas de juego en
distintos sitios de Madrid.
A la Paca y a Castelo los tenían los socios como elemento decorativo.
La Paca Dávalos, a pesar de ser empresaria, era una jugadora
empedernida. Las emociones del juego borraban sus recuerdos. Cuando
estaba triste y pensaba en su hija, la idea le producía tal dolor, que
se emborrachaba hasta quedar como muerta.


IX
CHICO Y CASTELO
Se cree, en general, a los
hombres más peligrosos de lo
que son.
GOETHE: _Las afinidades
electivas_.

PASARON años y más años--dijo Aviraneta--. Yo me había resignado a no
llegar a nada, y me contentaba con ser un espectador y un comentador de
los sucesos políticos. Casi todos los meses, María Cristina me llamaba
a su palacio y me consultaba sobre sus asuntos particulares.
La Reina estuvo siempre muy celosa de Muñoz, y más que las cuestiones
políticas le preocupaban las aventuras de su marido. La italiana quería
sujetar al antiguo guardia de Corps, a quien había elevado al tálamo
real, y muchas de sus actitudes, que parecían maniobras obscuras, no
dependían mas que de los celos. La misma marcha a Francia, cuando
dejó a España entregada al general Espartero, no fué a causa de un
despecho político, sino de los celos que sentía al saber que su marido
frecuentaba la casa de una bailarina.
La Reina llegó a las más absurdas precauciones, y, para que su marido
no saliera, le preparó en la plaza de Palacio una azotea con persianas
verdes para que paseara sin que le vieran. La gente llamaba en chunga a
la azotea: la jaula de Muñoz.
Muñoz era hombre guapo, tenía ocho o diez años menos que Cristina,
y ella sentía por él esa pasión un poco exclusiva de las mujeres
ardientes y machuchas.
Ya en 1834, antes de entrar yo en la cárcel, un periódico titulado
_La Crónica_ dió esta noticia: «Ayer se presentó Su Majestad la Reina
Gobernadora en un _char avant_, cuyos caballos dirigía uno de sus
criados. En el asiento del respaldo iba el capitán de guardias duque de
Alagón».
La Reina se indignó de tal manera, al ver que le llamaban criado a
Muñoz, que no paró hasta que Martínez de la Rosa y el jefe de policía,
Latre, suprimieron el periódico y desterraron a su editor, Jiménez, y
al director, Iznardi.
Los celos le duraron a la Reina Cristina hasta la vejez, y más tarde
le entró el ansia de hacerse con una fortuna de cualquier manera y por
cualquier medio. Entonces fué cuando se alió con Salamanca; y comenzó
sus combinaciones financieras y sus negocios, y acabó de desacreditarse.
Yo había intimado con la Reina Madre en París, cuando vivía en su
palacio de la calle de Courcelles, y le había intentado convencer de
que un Gobierno fuerte y liberal era la salvación de España.
En Madrid, María Cristina me llamaba al palacio de la calle de las
Rejas, me preguntaba mi opinión acerca de las cuestiones políticas,
y quería que yo le dijera lo que se murmuraba en la calle sobre los
amores de su hija y sobre los milagros de sor Patrocinio.
María Cristina había perdido influencia en su hija Isabel, que, como se
sabe, vivió entregada a una serie de favoritos, serie que comenzó por
Serrano, el General Bonito.
María Cristina no tenía ninguna simpatía por su yerno, y le despreciaba
por su debilidad y por dejarse embaucar por la monja milagrera.
María Cristina sabía que yo vivía pobremente, y me decía:
--Aviraneta, han sido muy ingratos para ti. Si necesitas dinero, vete a
verle a Pepe Salamanca, de mi parte. Yo le escribiré.
--Señora--le contestaba yo--, tengo lo bastante para vivir.
María Cristina me envió de regalo cuadros y estatuas, y alhajas para mi
mujer. A pesar de esto, yo no la quería. Aquella ansia de hacer dinero
a todo trance, de considerar a España como una finca, me molestaba.
Esto debía haberlo aprendido de su amigo Luis Felipe.
Nunca pasé de ahí, de tener amistad con la Reina Madre; pero como todo
se sabe en Madrid, y se sabía que yo frecuentaba su palacio, se creyó
que era uno de sus consejeros políticos, lo que no era cierto.
Si hubiese querido hubiese podido aprovechar esta amistad, pero ya era
viejo y estaba desengañado.
Además, la Reina Madre y González Bravo, y después Sartorius,
pretendían mermar, y hasta abolir, la Constitución, cosa que para mí no
podía ser simpática, porque era la negación de toda mi vida política. A
los sesenta años ya uno no se vende, o se ha vendido ya, o ha tomado la
honradez por costumbre.
No me quedaba, como he dicho, mas que la curiosidad de enterarme y de
saber lo que pasaba.
Cuando el general Lersundi fué presidente y Egaña ministro de la
Gobernación, estuvo éste en mi casa a decirme que de parte de la Reina,
del general y de la suya, venía a verme para que pidiese un cargo.
--Yo ya no quiero ser nada--le dije.
Durante estos años intermedios entre la guerra civil y la revolución
del 54 oí hablar mucho de Chico en todas partes, sobre todo cuando
comenzaron las prisiones y las deportaciones; pero no le llegué a
encontrar ni una vez. Chico se hizo célebre como jefe de policía de
Madrid. Era un hombre muy odiado por el pueblo. Todo el mundo contaba
horrores de él, y se le consideraba como un esbirro capaz de los
mayores atropellos y violencias.
Yo no recordaba bien a Chico; me lo pintaban como un tagarote de
taberna, ordinario y bestial, y yo tenía de él la idea de un tipo
casi elegante, fino, con unos ojos muy vivos e inteligentes, la nariz
un poco aplastada, los labios delgados, el color pálido y el cuerpo
esbelto.
Chico, al menos en el tiempo que yo le conocí, leía bastante, le
gustaba mucho la pintura y hablaba con gracia, con un acento un poco
andaluzado.
Cosa extraña. La casualidad y la mala voluntad de un ministro hizo que
yo apareciera unido a Chico en un asunto en que no teníamos nada de
común.
En 1847 me prendieron a mí y le prendieron a Chico, y nos deportaron,
a mí a Alicante y a él a Almería. Cualquiera hubiera dicho que había
relación entre nosotros dos; pero no había ninguna.
Yo había recibido carta de un amigo y secretario de María Cristina,
desde París, pidiéndome noticias de Madrid, y yo le contesté burlándome
de los puritanos que entonces ocupaban el Poder, y la carta la
interceptó el Gobierno.
Respecto a Chico, tenía, en abril de 1847, una letra de veinticinco
mil francos del duque de Riansares, aceptada por el ministro de la
Gobernación, Benavides, para cobrar. Por entonces hubo una algarada
de unos cuantos jóvenes que vitorearon a la Libertad y a la Reina, al
paso de Isabel II, en coche, por la Puerta del Sol, la calle Mayor y
la plaza de Oriente. El ministro pensó: «Vamos a prender a Chico y a
Aviraneta; a Aviraneta le castigamos por sus correspondencias, y a
Chico no le pago la letra hasta que tenga dinero, y, de paso, se da la
impresión a la gente de que ha habido un complot». ¿Qué complot iba a
haber para vitorear a la Reina? Era ridículo; pero la gente lo cree
todo.
Naturalmente, nos levantaron el destierro en seguida, pero la idea de
que había algo de común entre Chico y yo quedó flotando en el aire.
También oí hablar, repetidas veces, de Mauricio Castelo, cuyo nombre
aparecía entre los progresistas radicales con la aureola de un político
austero.
¡Qué se va a hacer! Este será siempre uno de los escollos de la
democracia: el que el pueblo no se pueda enterar bien de las
condiciones de sus servidores. A una colectividad se le engaña siempre
mejor que a un hombre.
El año 1851 fué nombrado jefe político de Madrid mi amigo el general
Lersundi. Yo visitaba mucho su casa, adonde iba de tertulia un día a la
semana. Fuí a felicitarle por su nombramiento, hablamos y me preguntó:
--¿Conoce usted personalmente a Chico, el jefe de policía?
--Le conozco desde que era capitán de Caballería retirado; pero hace
más de veinte años que no le he visto.
--¿Qué opinión tiene usted de él?
--Opinión personal, ninguna. Estuvo afiliado a la sociedad Isabelina
que yo fundé. Era, por entonces, un hombre enérgico y atrevido.
--¿Y desde esa época no le ha vuelto usted a ver?
--Nunca. Siempre estoy oyendo hablar de él y no me lo he encontrado
jamás. Yo hago una vida especial. No salgo de noche, no voy al teatro.
--¿Sabe usted que le vamos a prender a Chico?
--Pues, ¿por qué?
--Tiene una fama pésima. Se afirma que está en relación con los
ladrones y que lleva su parte en lo que se roba en Madrid. Se sabe que
ha cometido mil atropellos.
--Respecto a los atropellos--dije yo--, no cabe duda que deben ser
verdad; pero tanta culpa como él la tienen los jefes del Gobierno, que
le han dado órdenes o que le han consentido; respecto a que esté en
connivencia con los ladrones, no lo creo.
--Pues parece que es cierto. Es indudable que Chico tiene palacios,
criados, una galería de cuadros magnífica; que sostiene mujeres...
--¿Y hay pruebas contra él?
--Sí, hay pruebas.
--Me parece extraño que un hombre listo haya dejado un rastro
comprobable de sus fechorías.
--Pues no cabe duda. En este momento se está haciendo un expediente
documentado contra Chico.
--¿Y quién lo hace?
--Una persona respetable: el coronel Castelo.
--¿Don Mauricio Castelo?
--El mismo. ¿Le conoce usted?
--Sí.
No dije más. Solía encontrar de cuando en cuando en la plaza del
Progreso, tomando el sol, al inspector Luna, que paseaba con su
nietecillo. Luna estaba retirado y vivía en una casa de la calle de
Barrio Nuevo. Un día, al encontrarle, le conté lo que me había dicho el
general Lersundi.
--Ya lo sé--me contestó él.
--Sin duda, Castelo hace este expediente llevado por el odio contra
Chico, que le descubrió la artimaña del supuesto robo hecho a Macías.
--No, no sólo es por eso--replicó Luna--. Chico hizo una canallada a
Castelo.
--¿Pues?
--No sé si le conté a usted que Chico guardó la confesión de Castelo.
--Sí me lo contó usted.
--Chico--siguió diciendo Luna--guardó aquel documento con la idea de
utilizarlo, en cualquier ocasión, contra Castelo. Dos o tres años
después del supuesto robo, y en el tiempo en que acababa de ser
nombrado Chico jefe de la policía, se encontró en un baile de máscaras
del Circo con Paca Dávalos. Ella estaba todavía en el apogeo de su
belleza. Paca quiso darle broma y divertirse a costa del terrible jefe
de policía, de quien sabía algunos secretos amorosos por Castelo.
Chico la conoció, la llevó al ambigú y la convidó a cenar. Ella aceptó
el convite y coqueteó con Chico; pero al salir del baile le dijo que
no tomara en serio sus coqueterías, porque estaba enamorada de otro
hombre. Chico, enfurecido, le replicó que si no le acompañaba a su casa
aquella noche, al día siguiente le llevaría a Castelo a la cárcel y le
desacreditaría, porque tenía un documento que le comprometía.
--¿Y ella qué hizo?
--Ella fué a su casa.
--¡Demonio!
--Sí, y Castelo lo supo, porque esas cosas se saben siempre. Al
principio, Castelo no hizo nada en contra de Chico. Había reñido muchas
veces con la Paca, que hacía una vida relajada, y, ciertamente, no
estaban legitimados los celos. Además, la posición de Chico como jefe
de policía era muy fuerte, y no era fácil el medirse con él. Cuando la
reputación de Chico comenzó no sólo a decaer, sino a hacerse siniestra,
Castelo, como si en un momento sintiera revivir los agravios inferidos
por su antiguo camarada, se puso a la cabeza de los enemigos del jefe
de la Ronda.
--Se comprende que una cosa así no es para olvidarla, y menos pensando
que el autor de la ofensa es un amigo de la infancia--le dije yo.
--Castelo siente hoy un odio profundo contra Chico. El recuerdo de
la antigua amistad que tuvo con él hace su rencor más violento y más
venenoso.
--Me explico que un hombre frenético, como Castelo, haya hecho muy mala
sangre pensando en Chico.
--El odio de Castelo se lo ha comunicado a la Dávalos, y los dos han
empleado todos los medios para hundir a Chico; han seducido a los
agentes de la Ronda Secreta y a una porción de ladrones que conocen por
intermedio de los «ganchos» de las casas de juego de la Garduña y del
Silverio, y toda esa gente maleante ha declarado contra Chico, contando
parte de verdad y parte de mentira. El partido progresista le ayuda a
Castelo en su campaña.
--¿Y será verdad que Chico se entendía con los ladrones?
--¡Hombre, don Eugenio!--dijo Luna con una sonrisa cínica--. Todos los
policías se entienden más o menos con los ladrones; pero no son los
robos los que pueden dar más dinero a un hombre que tenga el cargo de
Chico. ¡Figúrese usted! Hay líos en la Corte, hay grandes negocios,
hay jugadas de Bolsa, hay Salamanca; se puede salvar a un político
de una campaña de difamación; se puede salvar la fama de una señora
comprometida, hacer desaparecer favoritos, como un Mirall o un Pollo
Real. Todo eso da.
--¿Y usted qué va a hacer si le llaman, amigo Luna?
--¿A mí? ¿Quién me va a llamar? Nadie me conoce. Soy una sombra,
vivo en mi rincón obscuramente, con mi hija y mis nietos, y no tengo
personalidad mas que para ellos.
--¿Y si le llamaran, a pesar de eso?
--No diría nada ni en pro ni en contra, don Eugenio.
--¿Nada?
--Nada. Cualquiera se pone a defender a Chico a estas alturas.
Le dejé al inspector Luna con su nietecillo, y le hablé unos días
después al general Lersundi y le conté lo que sabía de Castelo y de su
hostilidad contra Chico.
--El proceso se ha de ver pronto--me dijo el general--. Allí se
aclarará la cuestión.
Días después, Lersundi fué nombrado ministro de la Guerra, y le
sustituyó en el Gobierno Civil don Melchor Ordóñez.
Este dispuso la prisión de Chico, que estuvo nueve meses en el
Saladero, hasta que vino el sobreseimiento de la causa por falta de
pruebas.
Castelo declaró varias veces en el proceso, y dijo a todos los que
quisieron oírle que no pararía hasta verle a Chico colgando de la horca.
A las acusaciones de Castelo contestó Chico con una información
detallada de la vida de su enemigo. Lo pintó como un intrigante, como
soldado traidor y jugador de ventaja, que explotaba alternativamente
los garitos y las mujeres.
La lucha entre los dos fué ruda y sin tregua. Ambos echaron mano de
todos los expedientes imaginables.
Chico tenía la opinión adversa y se agitaba en el vacío; los resortes
de que podía echar mano estaban gastados; en cambio, Castelo encontraba
apoyo en todo el mundo político y periodístico.
--Por entonces--siguió diciendo Aviraneta--, alguna que otra vez solía
ver en la calle a Castelo, que ascendió, por sus intrigas y manejos
obscuros, a brigadier. Castelo andaba acompañado de un hombre de buen
aspecto que me dijeron era un viejo asistente suyo. Castelo y yo nos
saludábamos al vernos, y yo le tenía por un hombre que estaba en buenas
relaciones conmigo.


SEGUNDA PARTE
CONSECUENCIAS


I
LA REVOLUCIÓN DEL 54
¿Cuál de vuestros sistemas
filosóficos es otra cosa que el
teorema de un sueño, un puro
cociente, confidencialmente
obtenido donde el divisor y el
dividendo son desconocidos?
CARLYLE: _Sartor Resartus_.

EN tal estado de cosas llegó la revolución de julio de 1854. Yo, la
verdad, y confieso que era un error de perspectiva, no creía en ella.
Es un achaque de los viejos desconfiar del presente. ¿A quién no le
ocurre esto? A mí me pasó como a todo el mundo. Cuando en junio de
aquel año mi amigo Leguía, aquí presente, me indicó que iba a estallar
un movimiento revolucionario, yo le dije: «¡Bah! No pasará nada».
El movimiento llegó, los generales se sublevaron en Vicálvaro, y los
días que la revolución anduvo suelta por las calles, yo me dediqué
a curiosear. Presencié el saqueo del palacio de María Cristina y el
de la casa de Salamanca a los gritos de «¡Muera Sartorius! ¡Mueran
los polacos! ¡Muera la Piojosa!» Yo tenía más miedo en casa que en la
calle. Había gente que sabía que yo era amigo de María Cristina y, por
tanto, sospechoso para el pueblo, que en aquella época tenía un odio
profundo por esta reina, a quien hacía veinte años consideraba como un
ídolo.
Yo vivía en la calle de San Pedro Mártir, en el barrio de la Comadre,
ya al comenzar los Barrios Bajos.
El día 22 de julio supe, por la lavandera de casa, que los amigos
del célebre torero Pucheta, dictador de aquellos andurriales, habían
señalado mi casa y mi persona a las iras del pópulo como cristino.
Indagué y pude comprobar que, efectivamente, me encontraba en la
lista de sospechosos. Los Barrios Bajos formaban entonces una pequeña
república autónoma bajo las órdenes del señor Muñoz (alias Pucheta).
Así teníamos un Muñoz arriba (el marido de Cristina), y otro Muñoz
abajo (Pucheta). La revolución del 54 era un conflicto entre dos
Muñoces.
Tuve que tomar mis medidas y pensé en buscar un asilo seguro. Mi mujer
se refugió en casa de un médico joven de la vecindad que nos visitaba.
Este médico vivía con su madre, y por entonces hacía oposiciones a una
cátedra de San Carlos.
Entre mi mujer y yo sacamos de noche de nuestra habitación los papeles,
los cuadros regalados por María Cristina y algunos muebles, y los
llevamos a la casa del médico; luego cerramos la puerta con llave.
Yo fuí a visitar a algunos amigos y conocidos para ver si me daban
albergue por unos días, y obtuve una absoluta negativa.
En los momentos de peligro la mayoría se siente inclinada a pensar sólo
en sus intereses y a no preocuparse de los amigos ni de los allegados.
Había por aquellos días un miedo terrible, y los que me conocían a mí
creían que yo no era sólo un cristino, sino que debía estar complicado
en todas las intrigas de los polacos. Se decía que María Cristina
estaba encerrada en un convento.
Al fin tuve que ir a casa de la lavandera que me había avisado que
estaba perseguido, y allí encontré un rincón seguro para pasar unos
días. La señora Isidra, la lavandera, vivía en una guardilla de la
calle de la Espada, y su hijo era un cabecilla revolucionario de los
Barrios Bajos: Manolo, el papelista. La señora Isidra tenía muy poco
sitio y muchos nietos, y en su casa se estaba con gran incomodidad.
Manolo, el papelista, me contó cómo habían peleado él y sus amigos en
la Cuesta de Santo Domingo con los cazadores, y luego en la calle de
Jacometrezo. Manolo estaba muy satisfecho por haber tomado parte en
estas jornadas.
Me solía traer papeles que se publicaban en la calle y números de _El
Murciélago_, de _La Mentira_ y de _El Miliciano_.
Seguía yo la marcha de la revolución por los periódicos y por las
conversaciones.
A pesar de que el movimiento parecía completamente liberal, no
lo era del todo. Había entre los impulsores de aquellas jornadas
revolucionarias progresistas, demócratas, republicanos, militares de la
Unión Liberal, moderados y hasta carlistas. Este origen mixto hacía que
el movimiento tuviera un carácter turbio y su dirección fuera confusa y
mal definida.
Cuando creí que la violencia revolucionaria había ya pasado salí de la
guardilla de la lavandera para visitar a algunos amigos que estaban,
como yo, considerados como sospechosos, para ver qué es lo que habían
hecho y tomar una orientación.
Sabía que se cacheaba y se identificaba a la gente en la calle.
Me acerqué al centro entre la gente huyendo de los barullos: fuí por la
Concepción Jerónima, calle de Atocha y plaza de Santa Ana a la calle
del Prado, a ver al dueño de una casa de la calle del Lobo, donde había
vivido. En la desembocadura de esta calle con la del Prado había una
barricada defendida por toreros, casi todos de la cuadrilla de Cúchares.
Intenté entrar por la calle de la Visitación, pero estaba también
cortada.
Volví a la plaza de Santa Ana y seguí por la calle del Príncipe.
Iba por la calle de Sevilla a la de Alcalá cuando me encontré detenido
en la esquina por una barricada alta formada por carros, muebles,
tablones y adoquines. Estaba la barricada vigilada por un grupo de
paisanos armados, entre los que abundaban tipos de torero con traje
corto y calañés y mozos de café de los cafés próximos.
El volverme de repente hubiera parecido sospechoso; me reuní al grupo
de los paisanos, repartí unos cuantos cigarros puros, y a un hombre
andrajoso, con un morrión en la cabeza greñuda, que estaba sentado
sobre unas piedras con un gran trabuco, le pregunté:
--Oiga usted, compadre, ¿quién manda esta barricada?
--Un brigadier que vive en esa casa--y me señaló una de la calle de
Sevilla, esquina a la de Alcalá.
--¿Cómo se llama ese brigadier?
--No sé. ¡Eh, tú, Charpa! ¿Cómo se llama ese brigadier que viene aquí
vestido de uniforme?
--No _ze_--dijo el aludido, que tenía aire de picador--; quizá lo
_zepa_ Currito o el Lebrijano.
--Ese brigadier se llama don Mauricio Castelo--dijo Currito, que era un
chulo con aire de monosabio.
--¡Hombre! ¡Castelo! Lo conozco. Es muy amigo mío. Voy a verle.


II
MAL PASO
¿Por qué ultraje comenzar; por
qué ultraje terminar?
EURÍPIDES: _Electra_.

VACILÉ; pero como había dicho delante de aquellos hombres que conocía
a Castelo, entré en la casa que me indicaron. Se me ocurrió que quizá
Castelo podría protegerme y darme un salvoconducto para salir de Madrid.
Subí la escalera de la casa hasta el piso principal.
--¿Vive aquí don Mauricio Castelo?
--Sí, señor. Por lo menos, aquí está.
Era aquello un círculo de recreo, una casa de juego. Estaba la puerta
abierta y entraban y salían hombres que hablaban a gritos y fumaban
grandes puros.
Vacilé de nuevo pensando si no sería una imprudencia el seguir
adelante; pero me decidí.
Avancé, cruzando una sala con dos mesas de billar y otras de mármol,
hasta una sala de lectura con un armario, en el que se veían varios
libros.
Castelo estaba rodeado de un grupo de hombres armados con escopetas
y trabucos, gente la mayoría desharrapada, con zamarra y calañés,
entreverada con algunos elegantes de levita de color, corbatín y
pantalones de trabilla.
Varios de aquellos hombres, a pesar del calor sofocante de los días de
julio, llevaban capa.
La mayoría eran tipos de matones, de esos que se ven en las escaleras
de las chirlatas embozados en la pañosa y con un garrote en la mano.
Estaba yo en la puerta del salón de lectura cuando entró el torero
Pucheta con un periodista, pequeño y pálido, picado de viruelas y con
anteojos, y un revendedor del Teatro Real a quien llamaban el Mosca.
Los tres se acercaron a Castelo y hablaron con él largo tiempo.
Pucheta empleaba las grandes frases de la época: la democracia, la
soberanía nacional; el periodista se mostraba acre y lleno de odio
contra todos.
Cuando acabaron su conferencia, toda la gente se marchó con Pucheta.
Castelo quedó solo, y entonces me acerqué a él y le saludé:
--Siéntese usted--me dijo amablemente--. Yo voy a comer. ¿Quiere usted
comer conmigo?
--Muchas gracias. He comido ya.
Castelo abrió una mampara del saloncito, llamó a voces, vino su
asistente y le dijo:
--Tráeme la comida.
Contemplé a Castelo. Había envejecido muchísimo desde que yo le había
conocido. Tenía un aire de intranquilidad y al mismo tiempo de estupor.
Estaba encorvado. Vestía pantalones de militar, chaqueta de paisano y
gorra de cuartel. Fumaba sin ganas; más bien mascaba un cigarro puro.
Me chocó hallarle tan decaído. Creí adivinar en él un sentimiento de
descontento al verse entre Pucheta y su mesnada y le pregunté:
--¿Quién era esta gente? ¿Qué es lo que quiere?
--Estos son los jefes de la revolución al menudeo--contestó con
disgusto--. Alguno que otro es un cándido. Los demás son gandules y
asesinos que debían estar en presidio.
--Sí, por su aspecto no parecen muy de fiar.
--Todos, o la mayoría de estos revolucionarios de pega, son tahures,
jugadores de oficio; los otros, revendedores de alhajas, y algunos,
toreros.
--¿Y el periodista?
--Ese es el mayor canalla de todos. ¡Si yo tuviera poder!
--Ese torero que toma aires de director de las turbas es el célebre
Pucheta, ¿verdad?
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