El Sabor de la Venganza - 3

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BRETÓN DE LOS HERREROS: _¿Quién
es ella?_

A los dos o tres días se presentó de nuevo en la Cárcel de Corte el
inglés Brandon. Había hablado con un paisano de Miguel, León Zapata,
dependiente de una ferretería, y éste le había insinuado que Miguel
tenía amores con la mujer de su principal. Brandon me dijo que la causa
de haberse negado a dejarse registrar Miguel podía ser, como yo creía,
el que llevara, cuando estaba en el gabinete de lectura, cartas que
hubieran podido poner a su principal sobre la pista.
--¿Quién es ese Zapata?--le pregunté a Brandon.
--Es un petulante, un majadero--me contestó el inglés--. Un joven que
se cree el centro del mundo.
Una semana después de esta visita se me presentó el inspector Luna.
Luna se había encargado del asunto de Miguel, y quería que yo le
orientara. Me pidió que olvidara la parte que él había tomado en mi
prisión.
--Ya sé que no ha hecho usted mas que cumplir las órdenes que le han
dado--le dije.
--¿Así que no me guarda usted rencor?
--De ninguna manera.
--Luna y yo hablamos largamente del asunto de Miguel Rocaforte, y él me
dió más detalles de lo ocurrido.
--Hace un par de semanas, próximamente--dijo--, el capitán de reemplazo
don Mauricio Sánchez Castelo se presentó al inspector de policía del
distrito del Centro, don Carlos de San Sernín, y le dijo: «Ayer, mi
amigo el teniente Macías de Aragón, antes de tomar la diligencia para
el Norte, me dejó cinco mil duros para que se los guardase hasta la
vuelta de su viaje. Cogí la cartera con los billetes, la metí en
el bolsillo del gabán y me fuí a la librería de Monnier. Allí, sin
darme cuenta, me quité el gabán, porque hacía calor, y lo puse en el
respaldo de una butaca. Al salir del gabinete de lectura me volví a
poner el gabán, y al llevarme la mano al bolsillo del pecho noté que me
faltaba la cartera». Castelo contó al jefe de policía que había vuelto
inmediatamente al gabinete de lectura; que le había explicado al dueño
lo ocurrido; que éste invitó a sus abonados a que se dejaran registrar,
y que un joven se opuso con palabras y ademanes violentos.
--¿Quiénes estaban en la librería?--le pregunté al inspector Luna.
--Estaban un capitán de Caballería retirado, don Francisco García
Chico, que ha pertenecido a la policía.
--Lo conozco. Era de la Isabelina. De ese no se puede sospechar.
--Estaba también un joven catalán desconocido, el profesor de inglés
Brandon, un comisionista francés, Miguel Rocaforte y su principal. San
Sernín tomó informes de todos. El librero, Monnier, dió buenos informes
de Chico y de Brandon. Al joven catalán no le conocía; al comisionista
francés, tampoco, y a Rocaforte y a su principal los tenía por personas
honradas. Unos días después se ha sabido que el muchacho catalán es
un joven rico y de buena conducta. Así que, por ahora, no hay mas que
dos posibles ladrones: el comisionista francés, que no se sabe dónde
anda, y Miguel Rocaforte, que indujo a sospechar porque se opuso
terminantemente a que se le registrara.
--Pero, según su lógica, el comisionista francés debía de estar libre
de sospechas porque se dejó registrar.
--Sí, pero pudo esconder la cartera.
--¿Y de Rocaforte, qué se sabe? ¿Qué antecedentes hay de él?
--Dicen que han dado malos informes de ese muchacho, que es republicano
y carbonario.
--¡Bah! ¡Qué estupidez!
Luna sonrió.
--Para usted, que es revolucionario, eso es poca cosa; para mí, que soy
jefe de policía, no.
--Usted se ríe de eso.
--Hombre, no. Del inglés Brandon, amigo suyo, se dice que es
sansimoniano.
--Otra tontería.
--¿Qué opinión tiene usted de este asunto, Aviraneta? Me interesa
saberlo. Castelo es amigo mío y le debo algunos favores.
--Me parece--le dije yo--, que Rocaforte no tiene facha de ladrón. Es
más, aseguraría que no es ladrón.
--¿Y por qué no se ha dejado registrar?
--No lo sé; pero me figuro que hay por debajo alguna cuestión de
mujeres. Miguel estaba con su principal; el principal tiene una mujer
guapa; Miguel, quizá la ha escrito; ella, quizá le ha contestado, y él
podía no querer que los papeles que llevaba los viera su principal.
--Es una suposición...
--Lógica.
--Cierto. Es muy posible que sea esto. Me enteraré. ¿Y, entonces, usted
supone más bien que el comisionista francés...?
--Mire usted, yo conozco a Castelo y a Macías. Los he tratado en
Tampico y los he visto en compañía de Paula Mancha y de otros tramposos
y jugadores de garito que abundaban en el ejército que desembarcó en
las costas de Méjico con el general Barradas. Uno y otro me parecen
capaces de toda clase de artimañas, y yo, tanto como la posibilidad de
un robo, aceptaría la tesis de que haya habido entre los dos compadres
una combinación inventada con algún fin que no conocemos.
Luna se calló.
--Me pone usted en un mar de confusiones--dijo después--.
Verdaderamente es un poco extraño que un hombre a quien le han
entregado cinco mil duros para que los guarde, en vez de ir a su casa y
meterlos en un cajón, los lleve en el bolsillo del abrigo a un gabinete
de lectura, se dedique a leer periódicos y deje el gabán con el dinero
dentro sobre una butaca. ¡Cinco mil duros! Vale la pena de tener
cuidado con ellos, y en estos tiempos.
--Todo eso es muy raro, amigo Luna.
--Cierto; pero esto de que el joven Rocaforte se haya opuesto a dejarse
registrar de una manera tan violenta también es raro.
--Bueno, vamos por partes. ¿Usted le conoce a Miguel?
--Sí.
--¿Qué cree usted, que es un hombre inteligente o un tonto?
--Me inclino a creer que es un hombre inteligente.
--¿Usted supone que un hombre inteligente hace lo que se cree que hizo
Miguel en la librería?
--No sé a qué se refiere usted.
--Suponga usted que una persona inteligente robe a otro en las
condiciones en que se piensa que Miguel robó a Castelo. Lo lógico
es que el ladrón oculte la cartera en un sitio que no sea fácil de
encontrar a primera vista, lo ponga en una carpeta o en un libro, o si
lo guarda él mismo lo meta en el sombrero o en la faja...; pero no en
el bolsillo del pecho, donde todo el mundo lleva el dinero; Miguel se
opone a que le registren los bolsillos y, sobre todo, el bolsillo del
pecho. Para mí, cada vez que pienso en ello, lo veo más claro; Miguel
es absolutamente inocente de ese robo.
--Yo también por instinto lo creo así; pero hay que comprobarlo.
--¿Qué va usted a hacer?
--El hermano de Macías me ha dicho que le va a visitar a García Chico
y a pedirle que tome cartas en el asunto. Chico estaba en la librería
cuando el supuesto robo; conoce a Castelo y debe tener idea de lo que
ha podido ocurrir.
--Sí--dije yo--, ese García Chico es un terrible sabueso. Para la
Isabelina nos hizo unos informes admirables de precisión. Si hay algún
misterio él lo aclarará, porque creo que conoce a Castelo y a Macías.
Pocos días después se presentó Luna en la Cárcel de Corte, me llamó al
locutorio y me dijo:
--¿Sabe usted que se aclaró el misterio?
--¿Qué misterio?
--El del joven Rocaforte.
--¿Había un misterio?
--Sí, tenía usted razón: no había tal robo. Ha sido una trampa de
Castelo, que se ha jugado el dinero de Macías perdiéndolo y, para
sincerarse, inventó la historia del robo del gabinete de lectura.
--¿Y quién ha descubierto el enredo?
--Lo ha descubierto Chico, a quien parece que van a hacer jefe de la
ronda de Seguridad.
El inspector Luna, con el hermano de Macías, fué a casa de don
Francisco Chico y le contó el asunto con todos los detalles.
--Ya veré si averiguo lo que hay en el fondo de esa cuestión--les dijo
Chico--; vengan ustedes dentro de tres o cuatro días.
A la salida de casa de Chico dió la casualidad de que Macías y Luna se
encontraron con Mauricio Castelo. Castelo oyó, con visible malhumor, la
noticia de que habían consultado el asunto con Chico, y de pronto dijo
al inspector Luna que toda la gente que formaba parte de la policía era
una canalla, en connivencia con los ladrones, y que llevaba parte en
los robos que se consumaban en Madrid. Luna, que era hombre prudente,
no replicó a Castelo. Al parecer, tenía motivos para no reñir con él;
pues el inspector le debía algún dinero al militar y no había podido
pagárselo.
Tres días después Luna fué a casa de García Chico. Chico, al verle,
sonrió con una sonrisa de tigre.
--¿Ha averiguado usted algo?--le preguntó Luna.
--Lo he averiguado todo.
--¿Qué ha ocurrido?
--Ha ocurrido que el tal robo ha sido, sencillamente, una simulación.
--¿Macías no le ha entregado ese dinero a Castelo?
--Sí, se lo ha entregado; pero ese dinero, Castelo lo ha perdido
jugando, y parte se lo ha dado a su querida Paca Dávalos.
--¿Pero esto está comprobado?
--Perfectamente comprobado.


V
LO OCURRIDO
¡Cosa extraña el hombre, y más
extraña aún la mujer! ¡Qué
torbellino en su cabeza! ¡Qué
abismo profundo y peligroso en
su corazón!
BYRON: _Don Juan_.

CHICO le dijo a Luna que había sospechado inmediatamente algún
gatuperio. Conocía a fondo a Castelo y sabía que era jugador y hombre
de pocos escrúpulos.
Chico hizo una investigación en las principales casas de juego, y, al
poco tiempo, averiguó lo ocurrido. Castelo había jugado muy fuerte en
un círculo de la Carrera de San Jerónimo que se titulaba el Círculo
Universal. Castelo solía frecuentar esta timba, jugando siempre poco,
cuatro o cinco duros a lo más, porque tenía la paga empeñada y no
contaba mas que con escasos recursos.
Días antes del supuesto robo, Castelo se presentó en el círculo con la
cartera llena de billetes, puso la banca y perdió una gran cantidad.
Tres noches seguidas hizo lo mismo, siempre con mala suerte.
Chico se las arregló para enterarse de quiénes jugaban en el círculo
las noches en que Castelo puso la banca, y averiguó que estaban, entre
otros, el comandante Las Heras, el teniente Zamora y el capitán Soto.
Fué a ver a estos militares y ellos le dieron toda clase de informes.
En la primera noche, Castelo perdió dos mil pesetas; en la segunda,
tres mil, y en la tercera, diez mil. Había muchos puntos esta última
noche en el círculo. Castelo, que bebía mientras jugaba, al perder las
últimas pesetas comenzó a decir, a voz en grito, que le habían hecho
trampa y que le tenían que devolver su dinero. En su desesperación
acusó al teniente Zamora y al capitán Soto de haberle engañado, y sacó
una pistola del bolsillo para amenazarles; pero el comandante Las Heras
le arrancó la pistola de la mano y le obligó a salir a la calle.
Su campaña en la timba, donde dejó el resto del dinero, fué más
lamentable aún.
Castelo había ido al garito en compañía del capitán Escalante, para
que éste vigilara las jugadas; había hablado con dos ganchos de la
chirlata, que le aseguraron que todo se hacía allí con la mayor
corrección.
La timba estaba en la calle de la Fresa, y era conocida, entre los
puntos, con el nombre de la tertulia de la Sorda o de la Garduña.
Esta tertulia se hallaba establecida en el piso principal de una casa
pequeña, con un zaguán angosto y sucio, maloliente y tan lleno de
basura, sobre todo líquida, que ni con zancos podía atravesarse. De
este zaguán subía una escalera de trabuco, y, en el primer rellano, dos
hombres de guardia, embozados en la capa, escondían, bajo ella, sendos
garrotes.
Se cruzaba un vestíbulo estrecho, con una mesa, en donde solía estar
sentado el conserje; luego, un pasillo con un colgador lleno de capas,
mantas y bufandas, y se desembocaba en una sala irregular y mugrienta,
tapizada de papel amarillo, con dos mesas de juego, con su tapete
verde, separadas por una mampara, y en el techo, unas lámparas de
aceite. Un vaho de humo de tabaco y de aguardiente solía haber allí de
continuo.
Castelo puso la banca de cinco mil pesetas. Había, al poco rato, mucho
dinero en la mesa. A pesar de que la mayoría de los puntos eran tahúres
y de que intentaban levantar muertos y hacer mil trampas, Castelo
ganaba con una suerte loca, e iba resarciéndose de las pérdidas del
círculo de la Carrera de San Jerónimo. Tenía el banquero un montón
de billetes, de monedas de oro y de plata delante, cuando entraron
varios hombres capitaneados por un escapado de presidio a quien
llamaban Seisdedos, y por un matón apodado el Largo. Aquellos hombres
venían embozados hasta los ojos, y uno de ellos, con la cara tiznada.
Seisdedos sacó un trabuco debajo del embozo de la capa, y los demás
desenvainaron el bastón de estoque. Seisdedos, dando con el trabuco
sobre la mesa, gritó con voz terrible.
--¡Copo! Que nadie toque este dinero si no quiere verse muerto.
El capitán Escalante sacó una pistola del bolsillo y disparó contra
Seisdedos. Alguien pegó un garrotazo a la lámpara, y la habitación
quedó a obscuras. Se tiraron las sillas, forcejearon los puntos para
apoderarse del dinero que estaba encima de la mesa, se armó un terrible
zafarrancho de gritos, palos y tiros, y cuando entró el comisario de
policía gritando: «Abran en nombre de la Reina», y pasó a la sala a
restablecer el orden, Castelo vió que había perdido todo su dinero.


VI
SE ECHA TIERRA AL ASUNTO
Cuanto más menospreciado es un
hombre, menos freno tiene su
lengua.
SÉNECA: _De la constancia del
sabio_.

¿USTED tiene inconveniente en declarar ante testigos lo que me ha
dicho?--preguntó Luna a Chico.
--Ninguno; y Las Heras, Zamora y Soto confirmarán mis palabras.
--¿Querría usted ir pasado mañana a las doce a la Comisaría, donde
estoy de guardia?
--Sí, señor.
--¿Vendrían esos señores?
--Seguramente.
--Pues yo le citaré a Castelo y liquidaremos esa cuestión.
El día señalado llegaron Chico, Macías, Las Heras, Zamora y Soto
al despacho del inspector de policía; y Luna les invitó a pasar a
un cuarto próximo. Poco después apareció Castelo. Luna le saludó
amablemente y le hizo sentarse en un sillón frente a su mesa.
--A ver cuándo me paga usted ese dinero--dijo Castelo de malhumor.
--Le pagaré a usted en seguida que pueda, como ya le he dicho.
--Bueno, pero que no sea muy tarde. ¿Y del robo, qué hay?
--He estudiado el caso--dijo Luna--, y creo que lo mejor sería echar
tierra al asunto.
--Hombre, ¿y por qué?
--Voy convenciéndome, cada vez más, de que ese joven a quien hemos
llevado a la cárcel es completamente inocente.
--¿Usted sabe que ese joven es inocente?--replicó Castelo con cierto
sarcasmo.
--Y usted también.
--¿Y entonces quién es el culpable?
--Es que es muy posible que en este caso no haya culpable--repuso Luna.
--¿Qué me quiere usted decir con eso?--exclamó Castelo--. ¿Es que puede
haber robo sin que haya ladrón?
--No; pero cuando no hay robo, no hay ladrón.
--Yo sabía que los policías estaban de acuerdo con los
ladrones--replicó Castelo con furor--; pero nunca había llegado a oír
cosa tan peregrina como ésta.
--¿Así que usted sigue afirmando que nosotros tenemos complicidad con
los ladrones?
--Sí; lo afirmo y lo afirmaré siempre.
--Puesto que usted lo toma de ese modo--dijo Luna--, le voy a demostrar
que está usted completamente equivocado. He estudiado el asunto, y
estoy convencido de que el robo de los cinco mil duros en la librería
de Monnier es una superchería inventada por usted. Ese dinero no se lo
han robado a usted del gabán, como usted ha afirmado; ese dinero se lo
ha jugado usted en un círculo de la Carrera de San Jerónimo y en un
garito de la calle de la Fresa. Parte de él se lo ha entregado usted a
una mujer.
--Bonita novela ha inventado usted.
--No es novela; es la realidad.
--Eso habría que probarlo.
--Se lo probaré a usted cuando guste.
--Vengan las pruebas.
--Que conste, Castelo, que yo he venido en son de paz.
--Basta de palabras. Las pruebas, las pruebas.
--Está bien.
Luna se levantó, se acercó al cuarto próximo y dijo:
--Tengan la bondad de pasar, señores.
Entraron en el despacho Chico, Macías, Las Heras, Zamora y Soto.
Castelo, al verlos, quedó anonadado, se puso lívido, y comenzó a
agitarse en la silla y a morderse los labios.
--Estoy descubierto--murmuró.
--Veo que la presencia de estos señores basta para confundirle a
usted--le dijo Luna.
--No me queda más recurso que pegarme un tiro--exclamó Castelo, con
acento dramático.
--¡Bueno, tú, nada de farsas!--le dijo Chico con dureza--. Aquí nadie
quiere que te pegues un tiro. Reconoce la deuda, haz que a ese muchacho
que han preso por tu culpa le dejen libre, paga a Macías, poco a poco,
y no se te pide más.
Castelo bajó el tono y, de una manera un tanto servil, pidió a Luna
que olvidara si le había dicho algo ofensivo. Luego, por consejo de
Chico, quedaron todos de acuerdo en que Castelo escribiera un documento
confesando que no había sido robado, y que la cantidad prestada por
Macías la había perdido en el juego.
--Ahora extiende varios pagarés a nombre del hermano de Macías, que los
irás pagando cuando puedas.
Terminado el asunto, Chico echó mano del documento firmado por Castelo
y se lo metió en el bolsillo.
--Alguno lo tiene que guardar; lo guardaré yo.
Castelo se mordió los labios. Chico, sin decir más, saludó, y se fué.
Castelo entonces se lamentó amargamente y de una manera sentimental de
que amigos suyos, como Las Heras y Macías, hubieran hecho con él lo que
habían hecho. Discutieron entre ellos y se marcharon todos del despacho
del inspector Luna. Antes de salir, Castelo dió a éste las gracias y le
dijo:
--No se ocupe usted de mi deuda.
--Hombre, no; yo haré lo posible por pagarle a usted.
El mismo día, Luna escribió al juez diciéndole que el capitán Castelo
había sufrido una equivocación y que no había sido robado.
A pesar de estar reconocida la inocencia de Miguel Rocaforte, éste
tardó bastante en salir de su encierro.
Un día se oyó la frase clásica empleada en la cárcel para poner en
libertad a los presos: «¡Miguel Rocaforte, con lo que tenga!» Miguel
salió a la calle. Uno que era amigo de Macías, el robado, contó a
éste lo ocurrido cuando volvió a Madrid. Castelo se vió con Macías y
le explicó lo que había pasado, pintándolo a su modo. Macías, también
jugador, tuvo por entonces una racha de buena suerte y, sintiéndose
generoso, perdonó la deuda a Castelo y rompió delante de él los pagarés
firmados por éste.


VII
CASTELO Y PACA DÁVALOS
¿Qué importa que ella sea rica,
que tenga muchos litereros, que
traiga costosas arracadas, que
ande en ancha y costosa silla?
Pues, con todo esto, es un
animal imprudente, y si no se
le arrima mucha ciencia y mucha
erudición es una fiera que no
sabe enfrenar sus deseos.
SÉNECA: _De la constancia del
sabio_.

POR entonces, y sabiendo que existía gran odio entre Castelo y Chico,
le pregunté varias veces a Luna qué es lo que había podido ocurrir
entre los dos.
Luna me explicó la razón del odio, haciendo comentarios a los hechos,
con su manera de hablar bonachona y su filosofía tranquila y un poco
cínica.
Por lo que me contó, Chico y Castelo habían tenido durante la infancia
y la juventud gran amistad. Fueron juntos a la escuela en el pueblo
de la Mancha, donde vivieron, y casi se consideraban como hermanos.
Después, los azares de la política les llevaron a los dos a servir
en el mismo regimiento de Caballería, al uno de capitán y al otro de
teniente. La intimidad más estrecha había reinado entonces entre ellos.
Los dos, en tiempo de la segunda época constitucional, se abrazaron al
liberalismo y soñaron con ser héroes populares. Impurificados, luego
aceptados en el Ejército, estaban de reemplazo en 1833. ¡Quién les
había de decir en su juventud que, andando el tiempo, el uno iba a
acabar en un miserable tahur, y el otro, en un jefe de policía odiado y
despreciado por la plebe!
--Es cosa triste--dijo don Eugenio--, cuando se piensa en los asesinos
y en los grandes canallas, despreciados y odiados por todo el mundo, el
considerar que sus madres creyeron que, con el tiempo, sus hijos serían
los mejores, los más buenos, y darían ejemplos de honradez y de virtud.
Afortunadamente, no se puede predecir lo que será la vida. Si no, ¡qué
terror sería el de la madre, cuando acaricia a su niño pequeño, verlo
después en su imaginación robando, o asesinando, o subiendo al patíbulo!
El odio entre Chico y Castelo vino de una rivalidad amorosa. Los dos
conocieron al mismo tiempo a Paca Dávalos, la mujer del coronel Luján,
que tuvo por entonces una tertulia de las más celebradas en Madrid.
Paca era una mujer llena de encanto, esbelta, graciosa, con unos ojos
claros muy expresivos. Chico y Castelo hicieron la corte a Paquita,
porque se decía que la mujer del coronel no era una virtud intratable.
Castelo llegó pronto al corazón de la Dávalos. Era éste jacarandoso,
petulante, hablador, mentiroso; tenía una bonita voz y cantaba romanzas
al piano. Pasaba por hombre de gran valor, que había tenido aventuras
extraordinarias; pero los que le conocían a fondo sabían que era muy
cobarde.
Chico, en cambio, seco, duro, violento, de pocas palabras, fué
desdeñado y vió pronto el éxito de su rival. El hombre se enfureció por
dentro y juró no olvidar lo ocurrido.
Yo conocía bastante a Paca Dávalos. Antes de mi ingreso en la cárcel
intrigaba con los amigos de María Cristina y Muñoz. Le había visto
varias veces en casa de Celia y en compañía de una italiana, Anita, que
fué la amante de Castelo.
Esta italiana, que quería hacerse pasar por una descendiente de sangre
real y que tenía todos los vicios imaginables, había hecho de Castelo,
que ya era borracho y jugador, un perfecto crapuloso.
Paca Dávalos y Anita eran amigas de Teresa Valcárcel, la mediadora en
los amores de la Reina con Muñoz, y solían reunirse en casa de Domingo
Ronchi con Nicolasito Franco, el amante de Teresa; el clérigo Marcos
Aniano, paisano de Muñoz; el marqués de Herrera y el escribiente del
Consulado, Miguel López de Acevedo.
Por entonces, Paca era una rubia elegantísima, con un cuerpo de
muchacha soltera y mucha gracia en la conversación.
Paca Dávalos, que llegó a entrar en Palacio y a tener confianza con la
Reina, intervino en el traslado desde Segovia a París del primer hijo
de Cristina y de su amante, y fué a Francia en compañía del presbítero
Caborreluz.
Todos los que tomaron parte en aquellas intrigas amorosas de Palacio
progresaron con rapidez. Ronchi llegó a marqués y a propietario; Teresa
Valcárcel se hizo rica; el joven Franco ascendió de capitán a teniente
coronel. El favor real bañó, como agua lustral, a los amigos de Muñoz;
pero no llegó a Paca, que, inquieta y descontenta, quiso tomar la parte
del león, con lo que se hizo antipática y acabó por cerrarse la entrada
en Palacio.


VIII
HACIA EL ABISMO
El abismo, llama al abismo.
_Salmos_, de DAVID.

LUNA me dió más tarde informes de la vida íntima de Paca.
Paca Dávalos era de la aristocracia. Su padre, un hombre gastador,
estúpido, de los que pierden las preocupaciones y el decoro de la clase
a que pertenecen, y no adquieren nada en cambio, encontró su casa medio
arruinada y la acabó de arruinar.
Se jactaba de ser descendiente del marqués de Pescara, el vencedor de
Pavía, don Fernando de Ávalos; pero éste, descendiente de un vencedor,
no pasó nunca de ser un pobre derrotado. La madre de Paca fué una mujer
perturbada y siempre enferma.
Paca era a los diez y seis años una belleza extraordinaria: tenía unos
ojos claros, melancólicos, que arrebataban, y un cuerpo provocativo,
excitante. Había en ella un contraste entre sus ojos dulces, humanos,
unos ojos para inspirar madrigales como el de Gutierre de Cetina, y su
cuerpo, de felino, ágil como el de una pantera. Muy coqueta, muy poco
cuidada por sus padres, había tenido novios desde los catorce años y le
había gustado uncir a todos los hombres a su carro.
Entre los novios, un capitán, Luján, un tanto bruto, violentó a la
muchacha; luego se casó con ella, y a los cinco o seis meses de
matrimonio, Paca tuvo una niña.
Marido y mujer anduvieron de guarnición en guarnición, hasta que se
establecieron en Madrid. Luján era un hombre violento, avaro, de
malhumor, de genio desigual, cominero y desagradable. A cada paso
armaba un escándalo a su mujer; muchas veces, con razón, por las
coqueterías de ella; otras, sin más motivo que su malhumor.
La Paca aguantaba esta vida por su hija, por la que tenía un entusiasmo
ciego. La niña, Estrella, prometía ser una gran belleza. Era, además
de bonita, muy amable, muy dócil; tenía mucho gusto por la música y
una voz angelical. Paca la adoraba, y su amor por la niña era el único
freno, la única defensa de la honestidad de su vida.
Pensando en ella se prometía a sí misma ser buena para no dejarla un
estigma difícil de borrar; pero, a pesar de sus propósitos, no los
cumplía siempre. Ante los hombres que la galanteaban se olvidaba de
todo, y lo mismo le pasaba con las gasas, las sedas, los teatros y
las diversiones. Paca hacía gastos excesivos y, para ocultarlos a su
marido, engañaba, trampeaba, mentía, y, al último, generalmente se
descubrían sus enredos.
Luján, siempre malhumorado y caprichoso, en el momento en que su mujer
parecía volver a una vida recogida y casera, pensó que Paca iba a
dar un ejemplo deplorable a Estrella, que ya tenía doce años, y para
sustraerla a esta influencia, sin decir nada a la madre, llevó a la
niña a un colegio de monjas de Toledo.
Paca, desesperada, averiguó dónde estaba la niña, y hasta preparó un
rapto; pero una de las monjas del colegio, pariente del coronel Luján,
impidió que la niña saliera de la casa.
La Dávalos no pudo resistir esta separación; se desesperó, suplicó a
su marido que trajera a su hija; él la dijo que no. Paca sintió desde
entonces la impresión del que se hunde en el abismo.
Pocos días después abandonó a su marido y se fué a vivir con Castelo.
Luján juró que se vengaría; pero no hizo nada. La Paca y Castelo
pusieron casa y tuvieron una época de entusiasmo y de amor, en la cual
creyeron regenerarse y volver a la vida ordenada y honesta; pero pronto
se cansaron de ella.
Castelo comenzó a jugar y a beber, y ella hizo lo mismo. Naturalmente,
la casa iba de este modo de mal en peor, y concluyeron por cerrarla e
irse a una de huéspedes. Cuando tenían un buen momento vivían bien;
pero cuando llegaba la mala, los dos se echaban en cara su respectiva
miseria.
--¿Por qué te he seguido?--exclamaba ella.
--Eso me pregunto yo--decía él--. ¿Para qué me has seguido? Para
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