El Sabor de la Venganza - 7

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familia suya del pueblo; pero estaba convencido de que había hecho mal,
porque no había obtenido más que olvidadizos y desagradecidos.
Don Tomás creía firmemente en la maldad humana. De ahí que fuera un
absolutista fiero. Para él el hombre debía estar siempre sujeto y atado
como un perro de presa para que no mordiese.
Solía vérsele a don Tomás, de día, recorriendo el almacén, y por las
noches, armado de una linterna, en compañía del Cuervo, registrando
la casa. La habitación donde vivía don Tomás representaba muy bien
el carácter de su dueño. Era una casa lóbrega, obscura, en que
constantemente estaban cerrados los cuartos; tenía una sala de respeto
de color rojo, con una sillería de damasco, con todas las sillas
pegadas a las paredes, y en el techo, una araña de cristal. El comedor
era triste, recibía la luz por la cocina, y las alcobas, sin luz y
sin ventilación, estaban llenas de armarios, de cómodas y de baúles,
de estampas de santos y de algún Niño Jesús metido en un fanal, con
falditas y una bola de plata en la mano.
De unas habitaciones a otras se pasaba subiendo o bajando varios
escalones.
El despacho de don Tomás era un cuarto grande con una ventana al
patio de vidrios pequeños y emplomados y un papel amarillo desteñido.
Tenía un armario alacena hecho en el hueco de la gruesa pared, con
unas cortinillas verdes sobre los cristales, un buró de caoba, sillas
también de caoba y una caja de caudales de hierro. Sobre la mesa, y en
la pared, había un crucifijo de marfil y una estampa con la imagen del
infante don Carlos.
El suelo del despacho era de baldosas rojas y solía estar cubierto por
una estera amarilla en invierno. En un ángulo, sobre un estante, había
varios libros de comercio, de pasta verde, con las cantoneras de cobre.
En este despacho, triste y frío, don Tomás trabajaba invierno y verano,
vestido siempre de negro y con un gorro también negro. Don Tomás no
tenía nunca fuego en la casa.
Don Tomás guardaba el dinero en unos capachos pequeños, donde ponía los
duros, las pesetas y los cuartos, y tenía una gran cartera para los
billetes de Banco.
Desde la puerta mampara del corredor se le veía escribiendo con una
pluma de ave, con una letra española de finos gavilanes, dedicándose
a estas fórmulas tan queridas por los españoles: «Mi querido amigo y
dueño: Su majestad el Rey, que Dios guarde, etc., etc.»
Don Tomás no salía casi nunca de día. Al anochecer se vestía con cierta
elegancia, se ponía camisa y cuello limpio, la capa, el sombrero de
copa alta, el bastón, y se marchaba a la calle, siempre muy serio y
grave.
Al volver a casa encendía una vela y volvía a su despacho, donde solía
estar escribiendo.
Don Tomás trataba de convencer a todos que el mundo había degenerado de
tal manera que nada era digno de interés.
En el piso segundo, en la parte que daba a la calle, tenía una casa de
huéspedes una señora gruesa, doña Leonarda, casada con un francés. Era
una casa de huéspedes de gente acomodada, en donde se comía bien. El
pupilo más antiguo era un tal don Jacinto, un viejo currutaco, agente
de negocios, que iba a todos los teatros y fiestas y visitaba a don
Tomás. En esta casa vivía también don Luis, el amante de la Juanita.
Un poco más arriba que la casa de doña Leonarda, la escalera se
bifurcaba y había un arco que daba a la habitación de los frailes.
Después, más arriba, volvía a bifurcarse la escalera, y por otro arco
se pasaba al cuarto del capellán de las Descalzas. Estos dos arcos
constituían la servidumbre de la casa.
Unas escaleras más arriba había un cuarto grande y largo, con tres
ventanas, que abarcaba una de las paredes del patio.
Este sotabanco se hallaba hecho primitivamente sobre el tejado y
estaba sin baldosas y sin cielo raso. Había allí relojes parados,
cajas cerradas, sacos y, en un estante, una porción de instrumentos de
platero.
El padre de don Tomás había tenido este oficio, y el mismo don Tomás lo
había practicado en su juventud.
Por la parte de atrás el sotabanco tenía una puerta pequeña, con un
montante que daba a una escalera estrecha.
Por esta escalera se llegaba a una azotea abandonada, con unos palos
podridos y unos trozos de cuerdas de esparto.
Más arriba, y al otro lado del sotabanco, estaban las guardillas, en
donde dos dependientes de don Tomás, Burguillos y el Morenito, tenían
sus viviendas.
Burguillos, ex sargento realista, había establecido sobre el tejado una
azotea de tablas, con un barandado de madera, y puesto luego unas cajas
con plantas en su terraza, que cuidaba y consideraba como los jardines
colgantes de Nínive.
Vigilante de esta terraza era el gato Manolo, que cazaba golondrinas y
vencejos, y era tan listo como su amo.
Desde la azotea de Burguillos, hecha de contrabando, pues las monjas de
la vecindad, de saber que había allí un observatorio, no lo hubieran
permitido, se abarcaba el jardín de las Clarisas, que tenía un
estanque, y se veía pasear a las profesas y trabajar al jardinero.
Burguillos era manchego, hombre de cara dura y juanetuda, bigote entre
cano, orejas como aventadores, frente pequeña y estrecha y color
cetrino. Burguillos, flor de pedantería castellana, hablaba siempre _ex
cathedra_, con esa perfección que a algunos encanta y que, en general,
no consiste mas que en el uso de lugares comunes. La frase, el refrán,
el como dice el otro, estaban siempre en sus labios. Burguillos se
creía la ciencia infusa, sabía hacer de todo; pero de todo mal, por
lo que sus enemigos le motejaban de chapucero. Hablaba por sentencias
y era extraordinariamente dogmático. Este manchego tenía una hija
muy guapa, la Pepa, una mujer con ideas de manola, tan redicha como
su padre, de quien, al parecer, había heredado su manera de hablar
recortada y sabihonda. La Pepa era costurera y aficionada a toda clase
de desplantes.
La Pepa, moza vistosa, morena, tenía unos ojos negros, grandes,
brillantes, de estos ojos que parecen reflejar mejor el mundo exterior
que la vida del espíritu.
Burguillos albergaba un huésped, un empleado del Monte de Piedad, don
Plácido del Moral. Don Plácido, hombre de unos cincuenta años, seco,
espartoso, vivía muy humildemente.
Don Plácido era soltero, económico y avaro. Decía a todo el mundo
alguna frase amable; cerraba su guardillita, como decía él, y no
permitía que nadie entrara en ella.
Era hombre bastante ilustrado, de buena memoria, que sabía latín. Le
hacía copias de documentos al capellán mayor de las Descalzas. Compraba
la ropa y los sombreros en el Rastro, y leía las Odas de Horacio, en
latín, en un viejo ejemplar grasiento.
Don Plácido había sido un gran aventurero: había estado en América y
tomado parte en la guerra de la Independencia y en las luchas de los
años constitucionales. Su falta de imaginación extraña le hacía contar
con tan poco encanto lo visto por él que, al oírle, su vida de militar
no parecía mas que una serie de fechas de salida de un pueblo y entrada
en otro. La guerra para él era una cosa burocrática y aburrida.
El otro empleado de la casa, el Morenito, era un hombre muy callado;
tenía la cara amarilla, los ojos pequeños, brillantes, como granos de
café tostado, el bigote negro y el traje negro. Daba la impresión de
una urraca.
De los frailes franciscanos que vivían en la casa y eran confesores de
las monjas, el más constante era el padre Cecilio, un fraile grueso,
abultado, poco inteligente y, por eso quizá, predicador favorito de las
monjas.
Le solía acompañar un lego, el hermano Félix, un hombre grueso,
grasiento, como derrengado, con una manera de andar de pato, unos
ademanes afeminados y una voz atiplada. El hermano Félix había estado
largo tiempo rasurado; pero después de la matanza de frailes se dejaba
la barba, negra y cerrada. Este hermano Félix era un tipo repulsivo e
inquietante.
El capellán mayor, don Bernardo, tenía una cara de aldeano castellano,
dura y ceñuda; pero era buen hombre. No trataba apenas con nadie, no
miraba de frente y estaba dedicado a estudios históricos.
Cuando alguno lo visitaba le veía escribiendo en una mesa pequeña,
rodeado de manuscritos y de libros viejos, en un pequeño despacho con
estantes llenos de tomos en pergamino. Por entonces estaba componiendo
la historia de algunas comunidades religiosas.
Don Bernardo era gran latinista e historiador concienzudo, con lo cual
no ganaba favores ni amistades.
--Antes que nada, la verdad--solía decir rudamente y mascullando las
palabras.
Con este espíritu verídico no quería meterse en cuestiones de moral y
de dogma, comprendiendo que podía venirse abajo su fe.
Don Bernardo decía misa en las Descalzas, pero por cualquier motivo
se quedaba en casa y no iba a la iglesia. Siempre inclinado a la
transigencia en cuestiones de moral, contrastaba con el padre Cecilio,
que era intransigente y fanático. Don Bernardo encontraba precedente
para todo; así que él y el fraile franciscano de la vecindad no se
tenían la menor simpatía.
Había quien aseguraba que el padre Cecilio odiaba profundamente a don
Bernardo, y que don Bernardo despreciaba en general a los frailes, y
sobre todo a los de la vecindad.
La casa de los Capellanes, antes como un pólipo unido a la iglesia y al
convento, tenía su vida propia.
Se dice que cada casa es un mundo. Aquella lo era. Había sus
preocupaciones, sus enredos amorosos y sus misterios. La Pepa de
Burguillos, la Juanita y las muchachas de casa de don Tomás y de la
casa de huéspedes daban pábulo a la murmuración.
Se hablaba de que don Tomás guardaba secretos; se decía que debajo
de uno de los almacenes de sal, del que tenía en la pared una fuente
de alabastro con una cabeza de Medusa, había una cueva con grandes
subterráneos, y que estos subterráneos comunicaban por galerías con el
convento de las Descalzas y con el Palacio Real.
Burguillos, que a veces trabajaba de albañil, aseguraba haber recorrido
parte de estos subterráneos.
Como moluscos agarrados a una roca vivía aquella parte de humanidad en
el viejo caserón.
Era por dentro una casa siniestra esta casa del barrio de las
Descalzas, Misericordia, 2; una casa buena para crímenes, para duendes,
para toda clase de intrigas y de misterios.


III
LA EJECUCIÓN DE MIYAR, EL LIBRERO
Y también pronto, en son triste,
lúgubre voz sonará:
¡Para hacer bien por el alma
del que van a ajusticiar!
ESPRONCEDA: _El reo de muerte_.

A principio de 1831, don Tomás Manso puso en su casa, como dependiente,
a un sobrino suyo en segundo o tercer grado, llegado de Lerma, llamado
Miguel Rocaforte. Miguel, cuando vino a Madrid, era un joven cándido,
violento, lleno de ilusiones.
Entró a trabajar en el despacho de la calle de la Misericordia, a
las órdenes de Narciso Gómez, el casado con doña Juanita; y como su
tío no quería que Miguel fuera a una casa de huéspedes, ni tampoco
llevarlo a vivir con él, porque era celoso, hizo que a su sobrino le
pusieran la cama en el sotabanco grande y largo, en donde había relojes
descompuestos y herramientas de platero.
Miguel trabajaba con don Narciso en el piso bajo, en un rincón
estrecho y húmedo, con una ventana con rejas que daba al patio. Este
despacho tenía una puerta al pasillo, largo y obscuro, que comunicaba
con almacenes, en donde se veían montones de sal y bolas también de
sal, algunas tan grandes, que parecían las bombas de los parques de
Artillería.
El ambiente de aquel piso bajo era muy húmedo, parte porque no tenía
ventilación, y parte por la eflorescencia de la sal.
Los primeros meses de estar allí Miguel, los pasó aburrido y
desesperado, haciendo proyectos para marcharse a otra parte; luego,
cuando conoció al encuadernador, que vivía y tenía un pequeño taller
en el piso bajo y que le prestaba libros, se dedicó a leer; después se
acomodó a su vida de empleado, le tomó gusto a su sotabanco, en donde
estaba solo e independiente, salió a la calle y tuvo amigos y fué al
teatro.
Cuando Miguel entró en casa de don Tomás tenía diez y nueve años. Era
un joven romántico y alocado, que en su pueblo había comenzado a hacer
calaveradas, a leer versos y a escribirlos.
El y un rival suyo en aventuras, León Zapata, habían escandalizado el
pueblo, haciendo de fantasmas por las calles de Lerma y cantando el
_Trágala_ delante de la casa de los absolutistas.
Según Aviraneta, Miguel no podía servir para una vida tranquila y
ordenada. Don Eugenio le encontraba temperamento de guerrillero. Con
el Empecinado o con Mina, decía, hubiera llegado pronto a capitán o
a coronel. Era hombre mejor para manejar un sable que para trabajar
con la pluma. Impulsivo, valiente, atrevido, imprevisor y con una
vanidad absurda, era un tipo de estos, añadía Aviraneta, que tienen una
mentalidad de militares, de tenores de ópera, tipos para quienes la
vida es una sucesión de arias. Colocarse en una situación interesante,
y a poder ser dramática, y defender luego su papel de una manera
briosa, constituía la más grande preocupación de Miguel. Miguel, como
la mayoría de los hombres impulsivos que razonan ligeramente, iba a la
acción con una fuerza y una energía sorprendentes.
--Yo--decía Aviraneta--quise dar a aquel muchacho preocupaciones
políticas y hacerle en la cárcel un auxiliar mío; pero Miguel era
incapaz de someterse a nada.
Miguel, los primeros meses de estar en Madrid, no tenía más amigo que
Gómez, el empleado, y Gómez le desesperaba. Este era un hombrecito
insignificante y sonriente, contento con su suerte, a pesar de que todo
el mundo decía que su mujer le engañaba. De noche, a la luz de una
lamparilla de aceite, Miguel leía en su sotabanco poesías románticas y
novelas lacrimosas.
Un día, poco después de llegar a Madrid, supo por el portero de la
casa, el Cuervo, y por Burguillos, que iban a ejecutar a un librero
liberal en la plaza de la Cebada.
Los dos compadres le invitaron a acompañarles a presenciar la
ejecución, y al mediodía, después de trabajar en el almacén y de dejar
el zapatero remendón a su mujer al cuidado del puesto y de la portería,
marcharon los tres, cruzando calles, a salir a la de Toledo, y llegaron
a la plaza de la Cebada, que entonces se hallaba despejada y libre de
todo edificio.
Los soldados rodeaban el patíbulo y formaban el cuadro. Una multitud de
desharrapados se apiñaban para presenciar el suplicio, y los dragones
hacían caracolear los caballos y los llevaban para atrás, a meterlos
entre las filas de los curiosos. Tocaban las campanas a muerto en todas
las iglesias próximas: en San Isidro, en San Millán, en la Almudena, en
el Sacramento y en la capilla del Obispo; y los hermanos de la Paz y
Caridad, vestidos con sayones negros, recorrían las calles por parejas;
unos, haciendo sonar la campanilla, y otros, mostrando una caja de
hoja de lata y diciendo con voz triste y monótona: «Para hacer bien
por el alma del que van a ajusticiar». Miguel y sus dos compañeros se
detuvieron en medio de la multitud.
Miguel oyó decir que la mujer del librero Miyar había ido el día
anterior a Aranjuez a pedir gracia al Rey. La pobre mujer esperó a
Fernando VII; pero Fernando no salió porque llovía; quizá no salió por
temor a verse obligado a perdonar; cosa que debía ser desagradable para
un hombre bajo y rencoroso como él.
A las doce y media, próximamente, comenzó a aparecer la comitiva en la
plaza de la Cebada. Un hermano de la Paz y Caridad, llevando una gran
cruz, precedía el cortejo. Detrás marchaban dos filas de encapuchados,
con cirios amarillos en la mano, cantando una letanía; luego, un
piquete de alguaciles a caballo.
Inmediatamente después, montado en un burro, venía el librero Miyar,
entre dos curas. Vestía una hopa blanca y larga; estaba tan blanco como
la hopa y tenía las manos amoratadas, casi negras, por la presión de
la cuerda, que le martirizaba. Entre las manos agarrotadas llevaba una
estampa de Cristo.
Al ver la horca, el reo volvió la cabeza con horror y miró hacia el
público con los ojos dilatados por el espanto; pero los curas le
obligaron a seguir, poniéndole un crucifijo delante.
El Cuervo, entonces, dirigiéndose al reo, exclamó:
--¿Qué, creías que te iban a dar dulces?
Burguillos celebró la frase.
Miguel, indignado, hizo un gesto de disgusto y de molestia y se separó
bruscamente de sus compañeros. Este gesto lo notaron un joven y un
viejo, que se acercaron a él en seguida.
--¿Es usted amigo de ese jorobado?--le preguntó el viejo.
--No; vive en la casa donde yo trabajo, pero no tengo nada que ver con
él, ni comparto sus sentimientos.
El joven y el viejo le estrecharon efusivamente la mano. Miguel no
quiso presenciar la ejecución. El joven y el viejo se unieron a Miguel
y subieron calle de Toledo arriba. El joven era alto, flaco, con
melenas, y vestía gabán y sombrero de copa; el viejo, más bajo, llevaba
sombrero ancho y capa.
Al pasar por un café de la calle Imperial, el joven les invitó a entrar
a Miguel y al viejo; pero éste dijo que no, y les llevó a una taberna
próxima. Era la taberna del hermano de Balseiro, ladrón que tuvo luego
gran fama y que estuvo complicado en el proceso de Candelas.
El joven y el viejo, al encontrarse dentro de la taberna, hablaron con
violencia y desfogaron su furor.
El Rey, según el joven, era un miserable, un malvado, un hombre vil,
sin corazón, sin conciencia, dominado por una camarilla de lacayos y
por los frailes.
El viejo habló de la miserable farsa que suponía el condenar a un
hombre a muerte y ponerle una estampa de Cristo en las manos; como si
no fueran ellos, los que se decían representantes de Cristo, los que le
condenaban. Miguel les oyó con gusto, porque aquellos hombres tenían
sus ideas; luego se despidió de ellos para llegar a tiempo al almacén.
Al entrar en la casa oyó contar al Cuervo la ejecución de Miyar, con
todos sus detalles, riendo, como si se tratara de una de las cosas más
divertidas y chuscas que se pudiera contemplar.
Cuando Miguel habló de esta cuestión vió que todos los de la casa,
comenzando por don Tomás y siguiendo por el padre Cecilio, aseguraban
que el librero Miyar estaba bien castigado, porque era un hereje y
había que hacer un escarmiento con ellos.
Había poca misericordia en aquella casa de la calle de la Misericordia,
2.
Miguel Rocaforte tuvo que disimular sus ideas, con gran desesperación
suya. Sabía que don Tomás era carlista, pero no lo creía tan fanático;
luego averiguó que había sido administrador del duque del Infantado, y
que era por entonces uno de los hombres de más influencia del partido
apostólico.
Unos años después contaba Miguel en su Diario, cuando la matanza de
frailes, vió al joven y al viejo a quienes había encontrado en la plaza
de la Cebada en la ejecución de Miyar aplaudiendo a las turbas en la
calle de Toledo, mientras quemaban los muebles sacados de San Isidro y
llevaban en un carro los cadáveres de los frailes.
Al principio de llegar a Madrid, Miguel se mezcló en las algaradas
callejeras y habló de política con entusiasmo; luego el amor borró
estas preocupaciones y le absorbió por completo.
Miguel cometió la torpeza, de que luego se arrepintió, de tomar como
confidente de sus amores a su paisano León Zapata y de presentarle a
éste a don Plácido, el huésped de Burguillos.


IV
SOLEDAD
Non olvides la dueña, dicho te lo e desuso.
Muger, molyno e huerta syempre quieren el uso.
ARCIPRESTE DE HITA: _Libro de Buen Amor_.

A los tres meses de vivir allí, Miguel era un elemento importante de la
casa. Las muchachas de don Tomás, doña Juanita, la Pepa de Burguillos,
le buscaban y le hablaban. Se hizo amigo de don Plácido y fué con
éste a visitar al cura don Bernardo y a oír sus sabias disertaciones
históricas.
Iba Miguel con frecuencia a la casa de Burguillos y charlaba allí con
la Pepa. Los desplantes chulescos de ésta no llegaron a entusiasmar al
joven Miguel. Por otra parte, don Plácido le dió malos informes de la
hija del manchego.
Don Plácido tenía poca simpatía por las mujeres, en general, y menos
por la hija de su patrón, a la que acusaba de egoísta, de interesada y
de coqueta.
Gómez, el empleado, le llevó también a Miguel algunos días a su casa.
Narciso Gómez no le tenía simpatía a Rocaforte; pensaba que el patrón
favorecería al joven por ser su sobrino. Mientras don Tomás no hizo la
menor distinción por Miguel, Gómez tampoco la hizo; pero cuando vió que
el muchacho entraba en la casa del principal, se apresuró a llevarle a
la suya.
Juanita, la mujer de Gómez, coqueteó con Miguel y le dió broma por las
conversaciones que tenía con la Pepa Burguillos. A su vez, la Pepa le
dijo a Miguel que ya sabía que iba a casa de Gómez y que charlaba con
la Juanita.
--Esa no dice a nadie que no--acabó diciendo la chulona de la
guardilla--; cuando se le va un cortejo, toma otro. Pobre marido.
Miguel, que se vió solicitado por las dos mujeres, se dió tono y no se
decidió por ninguna de las dos.
Don Tomás, al saberlo, comenzó a tener alguna confianza con Miguel y a
convidarle a comer los domingos por la noche.
No era un anfitrión muy amable don Tomás. Hablaba poco. Leía la
_Gaceta_ o algún periódico moderado y hacía comentarios sobre la marcha
política de España, siempre desde un punto de vista terriblemente
absolutista y ultramontano. Miguel tenía que ocultar sus ideas y estaba
obligado a rezar el rosario al despedirse para irse a dormir.
A veces, en la conversación, haciéndose el cándido, intentaba dar una
opinión liberal; pero don Tomás le hacía callar con desdén, como si no
mereciera la idea expuesta el ser examinada en serio.
Cuando iba de tertulia el padre Cecilio, éste definía desde lo alto
de su sapiencia, y sus opiniones eran dogmas. Lo había dicho el
padre Cecilio, no se podía volver sobre el asunto. Miguel tenía que
violentarse y morderse los labios para no protestar de las opiniones
del fraile. Más que la opinión en sí le molestaba el tono sin réplica
con que la emitía el padre franciscano.
La mujer de don Tomás, Soledad, era una mujer joven, bonita, con una
cara de virgen resignada y triste. Soledad tenía el óvalo de la cara
muy alargado, los ojos grandes, obscuros, la expresión melancólica y el
color pálido; se tocaba con sencillez, sin coquetería, y vestía siempre
de negro.
La madre de Soledad, mujer enferma, medio paralítica, vivía encerrada
en su cuarto, cuidada por su hija. Soledad se había casado con don
Tomás, a pesar de que le doblaba la edad, pensando en su madre enferma,
porque madre e hija antes de casarse ésta vivían en una pobreza rayana
en la miseria.
Don Tomás creyó que había hecho bastante con librar de la miseria a
Soledad y a su madre, y no se ocupaba gran cosa de su mujer. Suponía
que Soledad debía ser su ama de llaves, y que este cargo le tenía que
bastar para estar satisfecha y contenta.
Miguel, al principio, no se ocupó de Soledad, ni Soledad de Miguel;
pero llegó un día en que empezaron a observarse el uno al otro, y él
fué viendo que, a pesar de su aire encogido y triste, ella era una
mujer bonita, y Soledad notó que Miguel era un guapo mozo que le miraba
a hurtadillas siempre que podía.
La confianza entre Soledad y Miguel se fué estableciendo muy
lentamente, y de repente brotó entre ellos el amor como una llama.
Quizá Miguel tenía ideas falsas acerca de las mujeres, y decía muchas
veces insensateces y locuras; pero Soledad sabía, sin duda, desprender
toda la broza literaria de la conversación de Miguel y no ver en sus
palabras mas que el entusiasmo que se transparentaba en ellas, como en
su actitud y en su expresión.
Por otra parte, Soledad tenía horror por el adulterio y por el
escándalo; pensaba a todas horas en el infierno; pero Miguel le
inspiraba confianza.
Durante el día Miguel solía ver algunas veces a Soledad asomada a los
cristales desde las rejas de su despacho, y llegó un tiempo en que
sabía las horas exactas en que ella se asomaba.
Un domingo, por la mañana, Miguel escribió una carta de amor y se la
mostró a Soledad desde la ventana del sotabanco. Ella hizo desde dentro
un signo de asentimiento. Miguel metió la carta en un libro, lo ató
con un bramante y fué bajándolo hasta que ella pudo coger el libro. Al
día siguiente Soledad contestaba, y una correspondencia apasionada se
cruzaba entre los dos.
Miguel inventó una porción de procedimientos ingeniosos para que no se
descubriese la correspondencia, y durante algún tiempo nadie se enteró.
Sin duda alguna, Miguel vió en la iniciación de aquellos amores un
triunfo personal, un triunfo de soberbia contra la estupidez satisfecha
de don Tomás y el dogmatismo categórico y cerril del padre Cecilio;
Miguel pensó más en su vanidad satisfecha que en la mujer que por él
se comprometía; después fué perdiendo la satisfacción de su orgullo y
se encontró preocupado con la situación en que se hallaba y con la que
había dejado a la mujer que quería.
En aquel momento se olvidó de su actitud literaria, romántica, y
comenzó a adquirir una idea de responsabilidad.
Entonces se le ocurrió el proyecto de ponerse a estudiar francés e
inglés, e irse al extranjero con Soledad.
A otro quizá la reflexión le hubiera echado atrás; pero Miguel tenía
alma de conquistador, de guerrillero y más bien amaba el peligro que lo
rehuía.
Soledad había vivido en un ambiente completamente hostil; cuidaba de su
madre, hacía los quehaceres de la casa y estaba espiada por todos los
vecinos y vecinas, comenzando por la Pepa y la Juanita. Si alguna vez
se quejaba de que su vida era triste y aburrida, los pocos contertulios
que visitaban a don Tomás caían sobre ella, y la decían, entre ironías
y sarcasmos, que la vida ideal para una mujer consistía en estar unida
a una persona respetable y religiosa. Todo lo demás no valía nada, eran
únicamente tonterías y romanticismos de la época. En este todo lo demás
entraba lo único agradable que puede tener la vida.
Soledad llevaba una existencia triste, cuidaba de su madre, hacía los
quehaceres y apenas salía de casa. No había estado nunca en el teatro
ni leído mas que libros de religión. No tenía amigas; los días de
fiesta iba a la iglesia de las Descalzas, y después daba una vuelta
para hacer algunas compras.
Miguel, en su exaltación romántica, convenció pronto a Soledad que
la vida no era esta triste rutina; que el amor resplandece en la
existencia como la Vía láctea en las noches estrelladas, y que cuando
el corazón ha hablado se puede y se debe saltar por encima de las
preocupaciones sociales.
Ella se dejó convencer rápidamente; él seguía escribiéndola cartas, que
ella leía y que contestaba robando horas al sueño. Miguel y Soledad
tuvieron un domingo una cita, y luego varias. El solía esperarla en el
claustro de las Descalzas, y en una de las ventanas dejaba escrito con
lápiz el sitio de la cita donde debían reunirse.
A pesar de todas sus precauciones, los amores trascendieron. La Pepa,
la Juanita y el Cuervo habían formado, alrededor de ellos, una red de
espionaje.
Don Tomás se manifestaba impasible, sin la menor sospecha, de una
ecuanimidad extraordinaria. Soledad sentía un gran terror, que iba
aumentando por momentos al encontrarse frente a su marido, y este
terror se lo comunicó a su amante.
Su esposo era hombre de una frialdad terrible y de unas pasiones
reconcentradas, le decía a Miguel. Ella le había visto algunas veces,
aunque no muchas, perder su aire tranquilo y convertirse en una fiera.
La posibilidad de que su marido, enterado ya de cuanto ocurría, se
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