El Sabor de la Venganza - 5

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--Sí; es un tiranuelo de los Barrios Bajos.
--Y ¿cómo se ha mezclado usted con esa gente, amigo Castelo?
Yo le hice esta pregunta como si le considerara más en mi campo que en
el de los amigos de Pucheta.
--¿Qué quiere usted?--me dijo él revelando su inquietud--; me han
comprometido; me han nombrado jefe de esta barricada, lo que consideran
un puesto de honor y de peligro. Hoy han venido a invitarme a que
presida una gran comida que van a dar en un colmado de esta calle para
celebrar el triunfo de la Revolución.
--¿Y usted va a ir?
--Sí; si no parecería sospechoso. La cosa no está sosegada todavía,
sino sólo aplazada.
--¿Pues qué se quiere?
--Cada uno quiere una cosa diferente: unos, a Espartero; otros, a
O'Donnell; hay quien piensa en la República.
--¡Bah! Todavía falta mucho para eso.
--Todos quieren prender y juzgar a María Cristina.
--¿Y dónde está María Cristina?
--Está en Palacio.
Castelo salió del cuarto, y vino, poco después, con una botella de ron
y un vaso; tiró el cigarro al suelo, lo pisó y comenzó a beber el licor
como si fuera agua.
Yo le contemplé. Debía de estar completamente alcoholizado; parecía de
esos hombres que viven en una irritación constante interrumpida por
momentos de depresión.
Entró el viejo asistente con la comida y puso sobre una mesa el mantel
y los platos.
--¿Dónde está la señorita? ¿Por qué no viene?--le preguntó Castelo.
--¿Quiere usted que la llame?
--Sí; que venga en seguida, que la estoy esperando.
Yo estaba buscando una fórmula para marcharme cuando entró Paca Dávalos
en el saloncito vestida con una bata de color de rosa. De lejos
todavía hacía efecto; pero de cerca era una vieja decrépita. Estaba
torcida para un lado, iba pintada y empolvada. Tenía los ojos tiernos
y los párpados rojos y sin pestañas; en su cara, a través de la capa
de polvos de arroz, se veían manchas rojas como erisipelatosas. A cada
momento guiñaba los ojos y tenía unos tics nerviosos que le hacían
estremecer todo el rostro. Al hablar torcía la boca a un lado.
Era todavía felina; sus ojos soñadores habían perdido su brillo y su
encanto, pero le quedaba algo del tigre viejo y derrengado que bosteza
dentro de la jaula.
Me levanté para saludarla. Ella no me reconoció. Se sentó; tomó en
la mano el vaso lleno de ron que tenía Castelo delante y bebió unos
cuantos sorbos.
Le temblaba la mano como a un perlático.
De pronto me miró fijamente y me dijo:
--Yo le conozco a usted.
--Yo también a usted.
--¿De dónde?
--De casa de Celia.
--¡Ah! Es verdad.
Hablamos de la gente que iba a aquella casa; de Ronchi, de Nicolasito
Franco, de Fidalgo y de sus hermanas, del padre Mansilla.
La Dávalos se confundía con sus recuerdos; había perdido la memoria.
Tenía, de pronto, unas gesticulaciones bruscas. Aquella contracción de
la cara de la Dávalos hacia un lado, me chocaba. Daba la impresión de
algo grave y, a veces, tenía yo la evidencia de que aquella mujer era
una perturbada, una loca.
--¿Usted es todavía amigo de Cristina?--me preguntó tartamudeando.
--Sí.
--Pues lo va usted a pasar mal.
--¡Qué le vamos a hacer!
--¿Y cómo puede usted ser amigo suyo?
--Yo, por agradecimiento. ¡Qué quiere usted! Le debo la vida.
La Dávalos se exaltó al hablar de María Cristina, y empezó a decir de
ella porquerías y suciedades, llamándola constantemente zorra, piojosa
y la señora de Muñoz. La Paca usaba los juramentos y las blasfemias de
los tahures y matones con quien trataba y convivía.
--¿Le hizo a usted alguna mala pasada la Reina?--le pregunté yo.
--¡Si me hizo! Ya lo creo. Fuí su amiga; pero hoy daría mi vida por
devolverle el mal que me ha hecho y arrastrarla al fango donde debía
estar. La odio, la odio.
--¿Tanto...?
--Quisiera verla en un estercolero, sobre una estera podrida y devorada
por los gusanos.
La Paca dejó pronto su aire reconcentrado y vengativo y recitó estos
versos, que habían salido del campo carlista:
Clamaban los liberales
que Cristina no paría,
y ha parido más Muñoces
que liberales había.
--¡Muñoces!--exclamó luego la Paca--. Cualquiera sabe de quién son los
hijos de esa zorrona..., cochina.
Castelo intervino en la conversación y habló de lo que se decía en la
calle: de que la Reina Madre había tomado parte en todas las contratas
y en todos los negocios sucios de España y de Ultramar para hacer la
fortuna de los Muñoz.
¡Qué moralidad se había despertado en un tahur como Castelo!
--Pero eso es lo de menos--añadió; y contó ciertos asesinatos
misteriosos que había ordenado Cristina y hecho ejecutar por Chico y
su gente, y de varios envenenamientos realizados por aquella nueva
Lucrecia Borgia. Castelo citaba nombres, fechas, circunstancias.
Lo daba todo esto como indiscutible. Yo me eché a temblar. Cuanto más
odio hubiese por María Cristina, más peligrosa era mi situación. La
verdad es que luego he oído hablar en serio de envenenamientos hechos
por gentes de Palacio, entre ellos el de la segunda mujer del infante
don Francisco.
--Pero, ¿usted cree que todo eso es verdad?--le pregunté a Castelo.
---¡Si es! Es el Evangelio.
--¡Demonio!
--Sí, sí, es usted cristino--dijo Castelo--; lo va usted a pasar mal.
Ahora va de veras; no debía usted salir a la calle, le pueden dar algún
disgusto.
--Por eso venía a verle a usted, que tiene influencia--le dije.
--¿Qué quiere usted que yo haga?
--Mi casa está cerca de la plaza del Progreso; y aquello es un ir y
venir de gente que se han constituído en amos, hacen lo que les da la
gana y han formado una lista de sospechosos.
--¿Dónde vive usted?
--En la calle de San Pedro Mártir.
--¿Hacia dónde está eso?
--Hacia Lavapiés.
--¡Toma, yo le creía a usted rico! De poco le ha servido su amistad con
Cristina.
--Tengo mi sueldo de intendente, y de él vivo.
--Bueno, yo le diré a los patriotas de Barrios Bajos, y sobre todo a
Pucheta, que no se metan con usted. Ahora, váyase usted, váyase cuanto
antes. Aquí no hace usted mas que comprometerme.
Castelo, a medida que iba ingiriendo alcohol, iba saliendo de su
abatimiento sombrío y excitándose cada vez más.
Me levanté, tomé mi sombrero y, haciendo de tripas corazón, saludé lo
más amablemente que pude a Paca Dávalos y a Castelo. Había dado un paso
en falso.
Al salir del cuarto de lectura a la sala de billar, Castelo gritó de
pronto:
--¡Oiga usted, oiga usted, señor cristino! Tengo entendido que en la
tertulia del general Lersundi se ha hablado mal de mí. ¿Usted debe
saber quién fué, porque usted iba a esa tertulia?
--Yo, no; yo no he oído hablar de usted.
--¿Usted no le conoce a Macías?
--A un Macías le conocí en Méjico; pero desde entonces no le he vuelto
a ver.
--Y a Luna, al inspector de policía Luna, ¿le conoce usted?
--A ese le conocí porque fué el que me prendió hace veinte años y me
llevó a la Cárcel de Corte; pero luego no he tenido noticias de él, ni
sé si vive.
--Pues sí vive, y yo lo he de encontrar para ajustar unas cuentas
antiguas. ¿Y a Chico, no le conoce usted tampoco?
--No, no le conozco. Cuando él comenzó a intervenir en la política, yo
me había retirado.
--¡Si este buen señor debe ser más viejo que Matusalén!--dijo la
Dávalos.
--Pues yo me he de vengar--exclamó Castelo--; tengo que averiguar quién
le dió malos informes de mí a Lersundi y después a Ordóñez. Algún amigo
de Chico ha sido. Bueno; a Chico yo le tengo que ahorcar con estas
manos, sí, con estas manos; y a Luna, si lo encuentro, lo moleré a
garrotazos.
--Bueno, Mauricio, cálmate--dijo Paca.
--No me quiero calmar: Sí, a Chico se le harán pagar sus crímenes, y
será pronto..., muy pronto..., quizá antes de veinticuatro horas.
A esto añadió Castelo gritos y blasfemias, accionando con violencia y
dando puñetazos en la mesa.
--Bueno. ¡Adiós!--dije yo.
--¡Adiós!
--Celebraré que no le rompan a usted un hueso--exclamó Paca Dávalos,
con su risa dolorosa, de enferma.
Castelo se echó a reír como un insensato, y debió tener algún propósito
agresivo contra mí, porque intentó levantarse y seguirme; pero el
asistente le detuvo. Yo bajé corriendo las escaleras y salí a la calle.


III
UNA NOCHE DE INSOMNIO
La enemistad de una sola
chinche menuda que se arrastre
por nuestra cama es más de
temer que la cólera de cien
elefantes.
HEINE: _Atta Troll_.

TOMÉ por la calle de Alcalá hacia la Puerta del Sol, a mezclarme a los
grupos de revoltosos y de vagos que andaban por allá.
--Aviraneta--me dije a mí mismo--, has hecho una tontería en visitar a
Castelo. Has llamado la atención sobre ti. No tienes un rincón donde
poner tus huesos en seguridad y estás en peligro de que te rompan uno,
como decía Paca Dávalos hace un momento.
Y me froté las manos, como si estuviera muy satisfecho con mi suerte.
Aquella tarde, el centro de Madrid estaba en perpetua ebullición. No
me decidí a ir a mi barrio, porque temía que me conocieran, y me fuí a
un café de la calle Ancha. Me hice bastante amigo del mozo, le conté
una historia falsa y me recomendó una casa de huéspedes de la calle de
Silva.
Fuí a ella: la patrona tenía mal semblante, y a las pocas palabras que
cambié con ella comprendí que estaba recelosa y dispuesta a avisar a la
policía.
Hacía una noche de calor sofocante. Me metí en el cuarto que me
alquilaron y no pude dormir. Había chinches en la alcoba. Una procesión
de estos insectos salía de un ángulo del techo e iba avanzando, y
cuando llegaban encima de mi cama se dejaban caer uno a uno con una
precisión matemática.
--Por la mañana, al alba, me levanté y me vestí. Mi instinto me hacía
creer que no estaba muy seguro en aquella casa.
Me asomé al balcón y me senté en una silla. A eso de las cuatro vi que
mi patrona salía a la calle, y poco después volvía con un hombre.
--Maniobra sospechosa--me dije.
Abrí la puerta de mi cuarto y avancé por el pasillo de la casa, todavía
obscuro. La patrona y el hombre hablaban de mí. Habían dejado la puerta
abierta.
Inmediatamente me puse el sombrero y bajé las escaleras con rapidez,
con las botas en la mano. En el portal me las puse; salí a la calle,
entré por el callejón del Perro y me metí en un portal abierto e
iluminado de la calle de la Justa. Era un burdel. Había una vieja
harapienta, con un aire de lechuza, y dos muchachas feas, vestidas con
colores chillones. Una de ellas tenía una cara ancha, brutal, una cara
de rodaballo, con unos ojos saltones y la nariz chata. Las dos estaban
muy pintadas.
La vieja conoció, por mi actitud, que venía huyendo, y no se le ocurrió
explotarme. Me senté en un banco y charlamos. La vieja me habló del
Destino con un fatalismo tan estoico que me asombró.
--Cada cual su sino--decía a cada paso.
Convidé a las mujeres a tomar café con leche, y después de estar unas
tres o cuatro horas allí, por la calle de la Flor salí a la de San
Bernardo.
Subí a la plazuela de Santo Domingo, y en un café que hacía esquina,
cerca de una barricada, entré y encargué un almuerzo.
--Tardará un poco--me dijo el mozo--; todavía es temprano, y con estos
jaleos no viene nadie.
--Bueno; no tengo prisa. Traiga usted unas aceitunas, y esperaré.
Compré _La Iberia_ y unas hojas del _Boletín_ extraordinario del
ejército constitucional, que se vendían en las calles, y estuve
haciendo como que leía, pensando en dónde podría ocultarme, o si sería
mejor salir inmediatamente de Madrid.
Llegó el almuerzo y comí bien, pensando que quizá la cena se haría
esperar.
--Tiene uno buen apetito--me dije--. Eso demuestra que interiormente
todavía uno está sereno.
Tomé café y varias copas de coñac y le di al mozo una buena propina,
suponiendo que podría necesitarle.


IV
EL FINAL DE CHICO
Cuando se ha oído decir que
tal persona o tal otra es un
hombre malo, se cree leer la
maldad en su fisonomía, y
entonces la ficción se añade a
la experiencia para realizar
una sensación cuando el interés
y la pasión se mezclan.
Helvetius cuenta que una dama,
contemplando la luna con un
telescopio, veía la sombra de
dos amantes; un cura que quiso
comprobar el hecho le replicó
diciendo: No, señora, no; esas
sombras son las dos torres de
una catedral.
KANT: _Antropología_.

ESTABA dispuesto a salir del café, porque no tenía pretexto para seguir
en él, cuando los mozos se asomaron a la puerta y volvieron diciendo:
--Hay gran alboroto en la calle Ancha. La gente viene hacia aquí
gritando.
--¿Qué pasará?
El amo del café mandó cerrar inmediatamente la puerta y las ventanas.
--¿Usted quiere salir ahora?--me preguntó a mí.
--Esperaré a que pase el tumulto.
--Tiene usted razón. Con estos alborotos constantes no se sale ganando
nada.
Con el cierre de la puerta y de las ventanas el café había quedado casi
a obscuras.
--¿Quiere usted subir al billar?--me dijo el mozo que me había
servido--; desde allí puede usted ver muy bien lo que pasa.
Subí por una escalera de caracol a la sala de billar y me asomé a un
balconcillo del piso entresuelo. Venía de la calle Ancha una masa de
gente harapienta, zarrapastrosa, formada principalmente por mujeres
y chicos, que vociferaban y daban alternativamente vivas y mueras.
Algunos hombres armados con fusiles, pistolas y garrotes se veían entre
la multitud.
Después vimos un tipo mal encarado, con bigote y patillas, vestido con
andrajos, con una faja encarnada en la cintura y un sombrero catite en
la cabeza, que llevaba, como un estandarte, un retrato grande en un
palo.
--¿Quién es?--nos preguntamos todos--. ¿De quién es esa imagen?
Nadie lo sabía.
Luego, como un paso de Semana Santa, sentado en un colchón y sostenido
en unas parihuelas apareció en la plaza de Santo Domingo un hombre
flaco, amarillo, ictérico, como una momia, ya viejo, con patillas
grises.
Iba medio desnudo, cubierto con una camisa blanca y un pañuelo en el
cuello, un gorro de color en la cabeza y en la mano un abanico, con el
que se abanicaba tranquilamente. Su expresión era fosca, amarga y casi
burlona.
A no ser por los dicterios que le dirigían las turbas, se le hubiera
podido tomar, por su actitud tranquila y displicente, por un reyezuelo
de una tribu que se paseaba en andas entre sus vasallos.
--¿Quién es este hombre?--preguntamos varios.
Los gritos, ya distintos, que se oyeron a poco, de «¡Muera Chico!
¡A la horca! ¡A la horca!», nos hicieron comprender que el hombre
que llevaban en las parihuelas, como un paso de Semana Santa, era el
célebre jefe de policía de Madrid. Al lado suyo iba una mujer, que
dijeron era la de Chico, y detrás, el portero de su casa, a quien
llevaban a empujones.
Este era un ex policía apellidado Dendal y apodado el Cano, a quien se
había dirigido la gente para prender a Chico, y que había intentado
salvar al jefe.
Se le consideraba como uno de los sabuesos y de los confidentes de
Chico.
--¡Muera Chico! ¡A la horca! ¡A la horca!--volvió a vociferar la
multitud.
--¿Adónde lo llevan?--preguntó un mozo del café a uno de la calle.
--A la plaza de la Cebada, a quitarle la vida.
--Lo tiene muy merecido.
El amo del café hizo un gesto de molestia; pero no dijo nada.
El pueblo, con ese sentimiento simplista de las multitudes, creía, sin
duda, que bastaba con quitar de en medio a Chico para que todos los
atropellos desaparecieran.
Días antes habían matado las turbas a otro policía apodado el Pocito.
Yo estaba inquieto; pero haciéndome el hombre tranquilo e indiferente,
me senté en una silla en el balcón, encendí un cigarro y me puse a
fumar.
La comitiva esperó unos minutos en la plaza de Santo Domingo, sin saber
qué dirección tomar, hasta que debió venir la orden de seguir por la
Costanilla de los Ángeles.
Noté, con sorpresa, que los que capitaneaban a los amotinados eran casi
todos los que se encontraban el día anterior en compañía de Castelo.
Estaban Pucheta, el Mosca y el periodista, pequeño y pálido, picado de
viruelas y con anteojos. De su grupo partían más rabiosos los gritos de
«¡Muera Chico!»
Pero no sólo estaban ellos. Castelo y la Paca Dávalos se hallaban
agazapados en la esquina de la calle de Tudescos contemplando el paso
de la multitud. Yo los veía de cerca. Se habían disfrazado; él llevaba
pantalón corto y calañés; ella, un mantón obscuro.
¡Qué expresión de ansiedad, de odio, de triunfo había en sus miradas!
¡Qué momento de pasión estaban viviendo ambos!
Veían correr en su imaginación la sangre del hombre que les había
ofendido e inundar el suelo y el aire y convertirse en una aurora
boreal. Quizá creían también que esta venganza les había de bastar para
ser felices.
Durante un momento creí que Chico veía a sus enemigos desde lo alto de
las andas; pero si los vió apartó de ellos la vista con indiferencia y
siguió abanicándose con su aire frío y desdeñoso.
Daba Chico la impresión de un hombre que había llegado a un tal
desprecio por la vida, que la muerte se le presentaba como un accidente
de poca importancia.
--¡Canalla! ¡Granuja!--decía la gente.
--Mira cómo mira--añadía una comadre.
--Tiene cara de pocos amigos.
--Cara de Judas.
--Dios nos libre de un hombre así.
--¡Muera Chico! ¡A la horca! ¡A la horca!
--Eres un valiente--dije yo en mi imaginación dirigiéndome a él--;
podrás tener tú la culpa, y el pueblo la razón; pero mi simpatía va
hacia el hombre templado que marcha al suplicio con la sonrisa en los
labios más que a la turba aulladora y cobarde.
Pasó la procesión y la multitud se derramó por la Costanilla de los
Ángeles y por la Cuesta de Santo Domingo. Castelo y la Paca Dávalos,
agarrándose del brazo, se alejaron por la calle de Tudescos. Parecían
dos viejos; él, raído y encorvado; ella, torcida, con una manera de
andar de paralítica.
Les miraba alejarse y me parecían los supervivientes de un naufragio;
más aún: me parecían los restos del barco que las olas echan sobre la
playa.
Casi encontraba mejor acabar la vida como Chico, llevado en unas
parihuelas sobre el odio popular, que perderse así, encorvados y
renqueando, por la sombra de una callejuela.


V
ACOSADO
Se sufre más cuando se sufre
solo y se deja tras de sí los
dichosos.
SHAKESPEARE: _El Rey Lear_.

CUANDO se despejó la plaza, bajé del billar al café y salí a la calle.
Los alrededores habían quedado desiertos. La comitiva de Chico barrió
los lugares adyacentes, llevando a todo el mundo tras ella.
Se me ocurrió entrar en casa de Istúriz, que vivía allí cerca, en
la Cuesta de Santo Domingo. Tardaron mucho en abrirme la puerta. El
hombre estaba trastornado, temiendo que le asaltasen la casa. Había
presenciado en los días anteriores la lucha de los sublevados y la
tropa, en la misma calle, y aquel día, el paso de Chico entre la
multitud.
Le expliqué la situación en que me encontraba, sin poder volver a casa,
y a esta circunstancia le di un carácter cómico.
--¿Y qué va usted a hacer?--me preguntó Istúriz.
--Estoy dispuesto a sufrir la muerte con paciencia. Ya he vivido
bastante.
--Pero esto es un error. Esos hombres no tienen memoria.
--¡Qué quiere usted! Todos los pueblos son desagradecidos.
--Pero, ¿qué aspiran? ¿Qué desean?
--Siempre hay algo más que aspirar y que desear.
--Es la anarquía que se nos echa encima. Nosotros tenemos la culpa,
Aviraneta--exclamó--. ¡Oh, si ahora empezara a vivir!
--Yo no me arrepiento de nada--le dije--. Creo que he hecho lo que
debía hacer.
--No hay justicia, Aviraneta, no hay justicia--murmuró él.
--Naturalmente. En la política no puede haber justicia. En la política,
como en la vida, no hay mas que fuerza y éxito--repliqué yo con
dureza--. Se manda y se hace lo que se quiere; no se manda, y ¡buenas
noches!
Saludé a Istúriz fríamente. Y me marché a la calle pensando que el
hombre no me había ofrecido su casa para que descansara en ella un
momento.
Como tenía ya todos mis posibles recursos agotados fuí a la iglesia de
San Ginés y me senté en un banco, dispuesto aunque fuera a pasarme allí
el día entero.
Estuve al lado de un matrimonio joven con un niño, que hablaban y
sonreían y no tenían más preocupación que la de ir por la tarde a casa
de una pariente suya. Oí dos o tres misas y me quedé solo.
¡Cuán distinto hubiera sido mi destino si en vez de decidirme a
defender con tesón las ideas liberales hubiera ingresado en la juventud
entre los moderados o entre los absolutistas!
--Ahora hubiera sido general, ministro o arzobispo de Toledo. Su
Excelencia Aviraneta, monseñor Aviraneta, no hubiera estado mal.
Pensaba mil cosas para entretenerme y pasar el rato.
A las primeras horas de la tarde el sacristán se me acercó, mirándome
con recelo, y me dijo que iba a cerrar la iglesia. Tenía entonces yo
la impresión que debe experimentar el animal acosado y perseguido. Ya
no era el hombre joven que puede discurrir con precisión y seguridad y
a quien se le ocurren ideas y proyectos rápidamente; tenía ya sesenta
años y mi inteligencia funcionaba con más pesadez que en mis tiempos
juveniles de conspirador. No encontraba en mí mismo mas que pobres
recursos, y muchas veces el miedo me turbaba y me inspiraba soluciones
desesperadas, como la de presentarme al Gobierno revolucionario para
que hiciera de mí lo que quisiera.
Salí de la iglesia a la plazoleta que hay en la parte de atrás de San
Ginés, y estuve vacilando en tomar por la calle de Coloreros, o por la
de Bordadores.
--¡Pensar que el ir por una o por otra puede influír en mi destino!--me
dije.
Estaba así vacilando cuando recordé que en la calle de Coloreros había
una taberna y tienda de comestibles de un asturiano conocido mío.
--Voy a ir a allí.
Al salir por la callejuela me encontré con un estudiante de Medicina
que visitaba al médico vecino de mi casa. Este muchacho era ayudante de
un doctor afamado. Nos saludamos.
--¿Ha comido usted ya?--le pregunté.
--No.
--¿Quiere usted que comamos aquí en un figón de un asturiano que yo
conozco?
--Vamos.
El asturiano me recibió bien y nos llevó al estudiante y a mí a un
cuarto muy limpio y bien arreglado. Mientras comíamos le conté al
estudiante la situación en que me encontraba; le pregunté dónde
vivía él, y me dijo que en una casa de huéspedes de la Carrera de
San Francisco que tenía como pupilos algunos seminaristas que, por
entonces, estaban de vacaciones.
--Ahora mi patrona no tiene más huéspedes que yo.
--Cree usted que me tomaría a mí?--le pregunté.
--Sí, hombre, ya lo creo.
--Yo necesitaría pasar diez o doce días escondido hasta que la
efervescencia revolucionaria vaya decreciendo.
--Pues yo le llevaré a usted a esa casa; pero ahora mismo, no, porque
tengo que ir al Hospital General.
--Bueno, entonces yo le esperaré a usted aquí mismo.
Volvió el estudiante a eso de las siete. Me dijo que habían fusilado a
Chico y al Cano en la plaza de la Cebada, delante de la Fuentecilla.
Chico había muerto con un valor extraordinario. Al parecer, en Madrid
no se hablaba de otra cosa. Mucha gente protestaba de que Pucheta
ordenara ejecuciones, como pudiera haberlo hecho Calomarde.
--¿Qué quiere usted hacer ahora?--me preguntó el estudiante--.
¿Prefiere usted ir a mi casa por donde hay mucha gente, o quiere usted
que salgamos por la Cuesta de la Vega y, dando la vuelta por la ronda,
subamos por las Vistillas a la Carrera de San Francisco?
--Me parece mejor ir por dentro del pueblo. Salir y entrar será
peligroso.
--Yo creo que es preferible marchar por donde haya mucha gente. En las
calles solitarias es donde es más fácil que una ronda le detenga a uno.
--Bueno; pues vamos por la Plaza Mayor.
Salimos de la taberna y entramos en la plaza por la calle del Siete de
Julio. Había por todas partes grandes grupos de gente armada que iba
y venía por en medio. Entonces no había jardinillos, ni fuentes, como
ahora. Temía yo que alguien me conociera, pero pude cruzar la plaza sin
obstáculo.
Vacilamos el estudiante y yo en tomar por la calle de Toledo o bajar
por la escalerilla de piedra a la calle de Cuchilleros. Debíamos haber
tomado por la de Toledo, siguiendo siempre el principio que era mejor
marchar entre la gente que por sitios extraviados; pero me pareció que
hacia la calle de Cuchilleros no había nadie y comenzamos a bajar por
la escalera.
Ibamos por la calle de Cuchilleros cuando tres paisanos nos dieron el
alto:
--¡Alto!
--¿Qué pasa?--pregunté yo.
--¿Quiénes son ustedes?
--Yo soy un médico--dije--, y este joven es mi ayudante.
--Bueno, vengan ustedes con nosotros.
Nos hicieron subir de nuevo la escalera de piedra y nos llevaron a la
taberna que había en el ángulo de la plaza, que se llamaba el Púlpito.
Convidé yo a aquellos hombres a unas copas y nos hicimos amigos.
Iban a dejarnos libres cuando apareció el revendedor del Teatro Real,
el Mosca, a quien el día anterior había visto en compañía de Castelo, y
por la mañana en la calle Atocha. El Mosca, además de revendedor, era
dueño de una barbería de la calle de las Fuentes. Yo le conocía algo y
sabía que había estado en el campo carlista.
--Este es Aviraneta--gritó el Mosca al verme--, un amigo de María
Cristina. Hay que llevarle a la Junta.
Se reunieron con el Mosca algunos granujas y desocupados, comparsas de
todos los alborotos populares, y nos llevaron al Ayuntamiento.


VI
EN EL SALADERO
Era de ver dormir algunos
envainados, sin quitarse nada
de lo que traían de día; otros,
desnudarse de un golpe todo
cuanto traían encima.
QUEVEDO: _El Buscón_.

ENTRAMOS en la casa de la Panadería y nos condujeron, al estudiante y a
mí, ante un grupo de personas constituídas en tribunal. Era una junta
revolucionaria. Nos interrogaron, e inmediatamente el estudiante fué
puesto en libertad. Yo dije mi nombre, y no oculté mis amistades ni mi
historia política.
Aquella Junta estaba formada por personas sensatas, y el presidente
dijo que no había el menor motivo para mi detención.
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