Despertar Para Morir (Novela) - 05

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Habían llegado al comedor, y en un rincón, dentro de una caja de
madera, fueron á buscar los juguetes del niño: una escopeta, un juego
de bolos, un sable, dos carritos...
--Y caballos, ¿no tienes?--preguntó Lali.
--Caballos, no... se me han roto. Tengo un rompecabezas... mira.
Abrió una cajita cromada, y los dos se arrodillaron en el suelo,
examinando con mucho interés los taquitos cuadriculados, con trazos en
colores, de diversas figuras.
--¿Los armo, para que los veas?--interrogó Tristán, galante.
--Sí..., ármalos... debe ser muy difícil...
Y mirando las manitas exangües de su amigo, agitadas sobre los tacos,
Lali añadió:
--Tienes las manos flacas... ¿por qué no te curan de ese mal que tienes?
Suspenso Tristán volvió hacia la niña su cara inteligente y dolorosa,
murmurando:
--Ha dicho mi madre que me voy á morir...
Ondularon las tinieblas de sus rizos en torno al perfil trágico y
puro, y Lali abrió con espanto sus dorados ojos sobre la desconsolada
expresión del niño paciente.
Pronta y resuelta, determinó:
--Pues no te mueras aunque ella lo diga... Díle tú á Dios que no
quieres morirte.
--¡Pero si mamá lo dice llorando!... ¡Si es Dios el que quiere!...
El pensamiento de la chiquilla saltó rápido á otra idea, con vuelo de
mariposa, y exclamó Lali:
--¡Todas las mamás lloran!...
Hincados de rodillas, juntos y absortos, se miraron largamente, hasta
que Tristán sentenció, con una lógica terrible:
--Cuando tú seas mayor... también llorarás...


VI

Ya no era María la niña tímida y curiosa que ávidamente secreteara con
los celestes horizontes.
Los desengaños sufridos abrieron para ella á lo largo del camino, por
encima del mismo cielo, alto y codicioso rumbo al vuelo de la fantasía.
A la inocente paloma del valle le habían nacido, por un milagro de
penas, potentes y soberanas alas de condor...
El fracaso moral de su boda, aquel tremendo error de su inexperiencia,
que la esclavizaba á una cadena perpetua de dolores, halló á María
dotada de viriles energías, de arrestos portentosos, en aquella
naturaleza tan femenina y dulce.
Era el vergel de su alma, donde las brisas de la ilusión entraron
triunfalmente, un terreno feraz que las lágrimas habían fecundizado.
Se hizo fuerte en las trincheras de sus virtudes íntimas, y su mirada,
pensativa y serena, no se posaba ilusa, como otras veces, en el mudable
encanto del firmamento, avizorando señales de pasajeros goces, sino
que, valiente y firme, caía al otro lado del celaje, más allá de la
vida, detrás del secreto oscuro de la muerte, esperanzada con la
suprema ambición de una felicidad desconocida, imperecedera.
Soñaba siempre María, soñaba mucho, altiva y divinamente... ¿qué alma
descollante no sueña y delira en la humana prisión?...
Hizo el dolor descubrimientos prodigiosos en aquel temperamento
esquisito; hirió cuerdas de callados sentimientos, y toda el alma
excepcional de aquella mujer vibró en acorde infinito de sobrehumanos
anhelos.
Entonces fué María santa, con una santidad romántica y secreta, que por
adelantado le ofrecía el excelso placer de la inmortalidad. Fué artista
con la sublime inspiración de un arte nativo, de superior linaje.
Su corazón, sediento de inextinguibles amores, ebrio de pesares,
fabricóse una vida interior de refinada hermosura; una vida tocada
con la púrpura gallarda del sacrificio, aureolada con rojas flores de
pasión divina; rosas de calvario, galas inmarchitables del _eterno
jardín_.
Vertidos en la inmensidad sus sentimientos, derramados en lo infinito,
como incienso del mundo, escogido para Dios; descendían sobre los seres
y las cosas en vórtice generoso, y se prodigaban á todo lo bello, á
todo lo noble y triste del camino.
María amaba mucho, amaba insaciablemente los graves y sombríos
misterios de la eternidad, los peregrinos secretos de la naturaleza...
las humanas bellezas... los humanos dolores.
Había hecho de su intensa desventura un culto ferviente y extraño, y
se entregaba á él con amarga voluptuosidad, con ese morboso placer,
delirante y aciago, que se ha llamado muchas veces «la coquetería del
dolor».
Y esta singular criatura, toda amor y tristeza, abrasada en oculta
llama de ardientes sentimientos, divinizada en una interior obra de
arte espiritual, pasaba por el mundo en traza gentil de mujer dichosa,
escondiendo con rubores de alma púdica el doble fondo de su martirizada
existencia.
Ocupaba con bizarría su puesto de honor en los salones madrileños, y
se la veía con frecuencia en sociedad, donairosa y risueña, elegante y
encantadora, muy bien avenida, al parecer, con los achaques de la vida
mundana.
Era su aspecto el de una de esas mujeres infantiles, dispuestas siempre
á perdonar y á sonreir, crédulas y sencillas; una discreta mujercita
sin malicias ni pasiones, muy devota del bienestar exterior; buena y
prudente, que sacrificaba su amor propio y hasta su dignidad de esposa
á las dulzuras de la paz doméstica, y se conformaba con una felicidad
decorativa.
Sólo una perspicaz observación, una ciencia maestra en desdoblar
corazones, lograse descubrir detrás de aquella apariencia jovial y
apacible otra segunda vida artística y doliente.
Ahora, en los celestiales ojos de María, la imperturbable mirada azul
parecía llegar de muy lejos, de remoto paraje de maravilla, donde
hubiese tomado un misterioso baño de emoción.
Fulgía la luz de aquellos ojos con encanto inefable y nuevo, y donde
se posaba iba dejando el don de una gracia pura y triste, el jirón
impalpable de una nostalgia divina, que pudiera llamarse «el mal del
cielo»...


VII

Placíase Gracián en la buena suerte que le había deparado aquella boda
afortunada con mujer encumbrada y rica, tan sumisa y complaciente.
Él también, como el vulgo, consideraba á María desde el punto de vista
de una criatura pasivamente bondadosa, una esposa de lujo, inofensiva y
bella.
Mirábala con cierto compasivo agrado y con una superioridad protectora
que tenía mucho de humillante y despectiva.
La trataba con una cortesanía chabacana, entre galante y
desdeñosa, algo irónica siempre y siempre glacial. A menudo la
llamaba _pobrecilla_ y le acariciaba las mejillas como á una nena,
paternalmente. Era con ella indiferente y rumboso, y no se tomaba el
trabajo de ocultarle sus más escandalosos devaneos. Aquel gran cómico,
ciego de soberbia, no podía suponer que _la pobrecilla_ le profesaba
un absoluto desprecio y que, con una clarividencia extraordinaria,
había profundizado todo el vacío de la fantástica existencia, ruidosa y
deslumbrante, que tanto le envanecía.
Pocos meses de matrimonio le bastaron á la joven para conocer
dolorosamente la fatuidad de su marido y descubrir, bajo aquella
exterioridad fascinadora, un fondo de bastardas pasiones y un huero
corazón. Tan cierta quedó la triste de su grave desventura, que ni
siquiera soñó con hallarle algún remedio. Sumióse en ella con valentía
y, siendo tan inmerecida y traidora, la supo disimular entunicada como
una contrariedad cualquiera, de esas que ruedan sobre una florida
juventud sin entorpecer el camino de la dicha.
Y cuando más engreído con sus triunfos huecos y falsos, Gracián se
dignaba hacer á su esposa la merced de una caricia ó de una atención,
celaba ella en sus encalmados ojos todo el desdén que le inspiraba
aquel baratero de la vida, y con una disciplinada sonrisa hacía guardia
á los pesares de su corazón abandonado.


VIII

En las constantes vigilias de aquel corazón, un rayo de luz brillaba
misericordioso y alegre. Era el sol de los ojos de Lali, de la nena
reidora y charlatana, ave graciosa que poblaba de trinos y vuelos, el
bosque sombrío de los pensamientos de María.
Era Lali una encantadora criatura de seis años, hermosa como sus
padres, traviesa y juguetona, dueña de un corazoncito angelical.
Rubios tenía los cabellos y dorados los ojos, llenos de luz temblorosa
y riente, de cálida luz fulgurante como un gajo de sol.
Horas enteras se pasaba María arrullando sus ensueños tristes con la
placentera vocecilla de Lali, que hablaba con su muñeca y con doña
Cándida, indistintamente, en garla gentil.
Una dócil cortina de damasco separaba la habitación de la niña del
saloncito donde su madre tenía siempre una labor interrumpida y un
libro abierto y un búcaro con flores nuevas...
Aquella tarde llovía, y la nena, que no había podido hacer su habitual
paseo, traveseaba incansable entre dos butacas próximas al balcón.
En una estaba sentada doña Cándida, meditabunda y suspirante, tejiendo
una calceta erizada de agresivas agujas; en otra se recostaba el gran
_bebé_ de celuloide, con los inmóviles ojos de turquesa muy espantados,
y los bracitos extendidos, hirsuta la cabellera de lino pálido, y un
poco chafada la seda rosa del traje. Sin duda estaba asustado de la
riña que Lali dirigía sobre su inanimada persona.
Con la más sincera indignación, sermoneaba la niña:
--Si no me obedeces, te castigaré sin merienda... En ti mando yo, y no
se me replica... Ya sabes que no tienes papá...
Cambió de tono, y comentarió rencorosa:
--Ni falta que te hace... Los papás son unos señores muy malos... muy
tontos... muy feos...
Una voz varonil protestó á la puerta del gabinete, con risueña
jactancia.
--¿Cómo es eso, mentirosilla? ¿somos feos todos los papás?
Se volvió la niña hacia el reproche insinuante; y saltando al cuello de
Gracián, le respondió dentro de un beso mimoso:
--Tú eres guapo.
--Pues, ¿entonces?...
--Lo decía en broma, para engañar á _Mimí_.
--¿Cuánto me quieres?... A ver...
--Te quiero cientos... miles...
La acarició el padre con ufanía, orgulloso de la proceridad de aquella
criatura, que era un alarde vivo de la existencia de él; y salió de la
estancia engreído y jovial, tirándole besos á la nena, que le decía:
--Ven temprano... ninguna noche te veo... ¡Por las noches no tengo
papá!...
Apenas se extinguieron en el corredor los firmes pasos de Gracián,
fuése la niña á levantar el tapiz medianero con el saloncito de su
madre, y hallóla con el bordado caído sobre las rodillas y los ojos
errantes y distraídos, embebecida en una meditación tenaz.
Corrió Lali hacia ella con los brazos abiertos, trepó á su regazo, y le
dijo en un «escucho» ingenuo y fervoroso:
--A ti te quiero millones... mucho más que _á él_... montones de veces
más... ¡Te quiero mundos y mares y cielos de cariño!...
Y nerviosa, vibrante, la besaba en los párpados sumisos, en la dulce
boca enmudecida y en la aureola de los cabellos.
Cuando Lali se cansaba de hablárselo todo sola, cuando se aburría de la
mudez de doña Cándida y de la inmovilidad de _Mimí_, solía preguntar á
su madre:
--¿Dejas á Rosita jugar conmigo?
Siempre María contestaba que sí, y Rosita, aquella niña aldeana
y hermosa que hemos conocido hace siete años en la quinta de _Las
Palmeras_, convertida ahora en mujer garrida y lozana, hacíase pequeña
y revoltosa como Lali, á fuerza de fingir que lo era, y de remedar con
infantil regocijo llantos de nena castigada, acentos y mimos de nena
mañosa.
En los días inclementes del invierno, cuando no llegaba muy arropada
y valiente alguna amiguita á jugar con Lali, Rosa representaba á las
mil maravillas su papel de muñeca viva y mimosa, en el gabinetito
confortable, cerca de los vigilantes espejuelos de doña Cándida, que,
entre uno y otro suspiro, sonreía con beatitud contemplando á su niña
tan divertida y alegre.
Dos años llevaba Rosa al inmediato servicio de Lali, en descansada
labor, que consistía únicamente en arreglar las habitaciones de la
minúscula señorita, coser y planchar su ropa, y aun la de _Mimí_;
ordenar sus armarios y sus juguetes; vestirla, desnudarla, y, en
determinadas ocasiones, oficiar, como ya hemos dicho, de muñeca de
carne, llorona y traviesa, á quien indefectiblemente había que encerrar
en el cuarto oscuro.
Con tal acierto y adhesión cumplía la muchacha estos menesteres, que
sus cuidados y compañía llegaron á hacerse indispensables cerca de la
pequeña, y María cobró singular afecto á esta mocita hábil y donosa,
que sabía con tan buena gracia complacer á Lali, obedecer á doña
Cándida y poner en los más vulgares detalles de su obligación una nota
de condescendencia y de dulzura, llena de solicitud, para la señora de
la casa.


IX

Años atrás, cuando el poeta bohemio de nuestra historia dió impunemente
un sablazo al bolsillo y al corazón de Rosita, quedóse la muchacha por
algún tiempo alicaída y tristona y hasta un poco intercadente de salud.
Amustiáronse los colores ufanos de sus mejillas, y con aciaga nube se
amortiguó en sus ojos gitanos el brillo rutilante.
Andaba taciturna por la aldea y desoía con creciente desdén los amantes
requerimientos de los mozos que bien la querían.
Llegaron sus padres á preocuparse del aspecto adolecido de la joven,
hablaron de llevársela al médico, y en voz baja se lamentaron:--¡Ay, la
nuestra hija..., si nos la habrán dañado en la ciudad!
Más de cuatro mozas, envidiosas de la belleza de Rosita, subrayaron
con sonrisa perversa el sentimiento con que se comentaba en el pueblo
que á la muchacha le hubiese probado tan mal la buena vida entre
señores.
Pero en cuanto una de estas sonrisas perniciosas hirió á la moza en
pleno rostro, se le encendieron en las mejillas dos ruborosos claveles
y se levantó su orgullo por encima de los achaquillos de su corazón.
Ya Rosa no hurtó á las romerías su gentil presencia, ni dejó de asistir
por la noche á las deshojas, y los domingos al «corro».
Con vanidad nueva y vengativa se prendió sus galas finas de la ciudad,
y era cosa admirable en los festivos días verla caminito de la
parroquia, á la hora solemne de la misa mayor, con su falda oscura y
ceñida, su mantilla de blonda, entoldando la cara morena, y su blusa
plisada y elegante, como la de una señorita.
La diversidad de sonrisas que la persiguieron entonces ya no la hacían
enrojecer, eran síntomas patentes de admiración en los mozos y de celos
en las muchachas.
Halló Rosa un placer desconocido en la ostentación altiva con que
se impuso en la aldea, y se distrajeron mucho sus pesares con aquel
triunfante juego de femenil vanidad.
Como no era cosa grave el mal de su corazón, con aquellos estimulantes
y aquellas diversiones fuése mejorando hasta sanar casi del todo, sin
que le quedase otro daño, acaso incurable, que el de un aborrecimiento
mortal á las toscas labores de la aldea y una afición fuerte y decidida
á las cosas delicadas y bellas que había conocido en la opulenta casa
de Coronado.
Aguda y espabilada, como buena montañesa, apenas se libertó del arrullo
falaz con que _Nenúfar_ la había encantusado, reconoció que el bohemio
era un contrabandista de amor, explotador profesional de mujeres
crédulas.
Gozóse de haber sido con él cauta y previsora, y ni siquiera se dolió
del timo rastrero de los cinco duros.
Pero de aquella exótica aventura de amores con «un poeta», le quedó á
la pobre aldeana una exaltación sentimental que la despegaba con hastío
profundo de su miserable existencia campesina.
A la vez que se le ajaban sus vestidos señoriles, veía con desconsuelo
cómo las ásperas herramientas del campo encallecían otra vez sus manos
menudas y aspaban su cuerpo floreciente.
Un rebelde sentimiento de protesta se alzó en su espíritu inquieto y
ansioso. Miraba con terror á las mujeres, jóvenes de años, acabadas ya
y envejecidas, segada en flor su belleza por los duros azares de la
vida labradora. Con espanto volvía los ojos en torno suyo, y notaba
que, de repente, se le había entenebrecido el camino antes risueño de
su juventud. Antaño le parecía benigno y grato su mísero hogar, y, de
pronto, hallóle todo negro por el humo de las paredes, todo tiznado de
fealdad y de tristeza...
Y el sendero del monte, ¿no era antes azul?... Ella lo hubiera jurado
así; pero ved cómo se le aparecía bruno y miedoso, serpenteando sin
rumbo ni esperanza entre crueles malezas que desgarraban á tirones de
bárbaro esfuerzo la gracia juvenil de las leñadoras.
Pues, ¿y las mieses?... Rosa las había conocido llenas de encantos;
prometedoras en la primavera, granadas en el estío, pródigas en el
otoño... Y se le volvieron otras; se le volvieron inhumanas y feroces,
tendidas en el valle como implacable maldición que la obligase á vivir
en acecho sobre la tierra; á vivir encorvada, sudorosa, jadeante,
marchita sin haber florecido en toda su hermosura...
Ya Rosa no tuvo sosiego ni alegría.
El deseo de grandeza, sembrado en su alma, creció con la privación
absoluta de los dones apetecidos, y determinó en aquel espíritu inculto
y delicado un verdadero delirio, ambicioso de cosas bellas y sutiles,
una loca pasión de arte que la enardecía y la martirizaba.
Mucho tiempo luchó la moza con aquella constante fascinación.
Quiso vencerla, y buscándole un remedio heroico, dió palabra de
casamiento á un guijarreño mozalbete de las cercanías que andaba por
ella perdido de amores. Era un bravo trabajador y tenía su poco de
hacienda y su fama de «buen partido».
Gran contento causó á los padres de Rosa aquel suceso inesperado
que rompía la terca obstinación con que la joven rechazaba todos
los proyectos de boda que se le habían ofrecido; y aunque la vieron
sobresaltada y ansiosa, achacáronlo á emociones propias del noviazgo.
Se aproximaba la boda rápidamente, cuando en una trágica hora de
cobardía Rosa cayó en los brazos de su madre hecha un mar de lágrimas,
confesándole que su novio le inspiraba una invencible repulsión, y
afirmando entre sollozos:
--No me caso con él, madre, no me puedo casar... es imposible.
Se sucedieron lamentables escenas de dolor y despecho entre las
familias de los apalabrados mozos; anduvieron sueltos por las callejas
los chismes y los comentarios, y la bella Rosita, desesperada y
confusa, intentó salir de la aldea, huyendo de una vida que se le había
hecho insoportable y de un ambiente que le era contrario.


X

La montaraz aldehuela de Rosa colgaba en la serranía, en las
inmediaciones del valle donde radicaba el noble solar de la familia de
Ensalmo; y era, precisamente, la actual dueña del palacio quien llevó
á la linda zagala en años anteriores á la quinta de _Las Palmeras_,
durante un veraneo de los marqueses.
A despecho de las hablillas de los vecinos lugarejos, donde Rosa
había cobrado fama de necia y de inconstante, agradábale á María
aquella labradora despierta y agraciada, de finos ademanes y rápida
comprensión, hábil y paciente para las prolijas labores de doncella.
Cuando al romper bruscamente su concertado casamiento, la muchacha
acudió á María buscando su favor para salir del pueblo, halló á la
señora fácil de conquistar y gustosa para otorgarle protección.
Finalizaba el verano, y admitida Rosa al servicio de Lali, bajo las
órdenes inmediatas de doña Cándida, fuése la aldeanita aventurera muy
alegre á Madrid con sus nuevos señores.
En un par de meses cortesanos volvió á ser Rosita la primorosa
criatura que enamoró á _Nenúfar_ en el norteño arenal; su tez morena,
artísticamente soleada, se suavizó con el buen trato y brilló sedosa
en las manos chiquitinas y en el peregrino rostro; se le animó en los
ojos y en la sonrisa el gozo de la libertad soñada, y, con el peinado
moderno y el vestido elegante, toda su armoniosa figura quedó detallada
y perfecta, seduciendo con una insinuante nota de frescura campesina,
aroma sugestivo de silvestre flor.
Muchos golosos tuvo en la Corte aquel palmito gentil, y galanes de
varias categorías cortejaron con rendimiento á la niña montañesa; pero,
advertida por su señora con prudente discreción, y aleccionada por el
desengaño, á ninguno consintió ella con palabras ni actitudes, y en la
ronda de sus pretendientes cobró pronto renombre de arisca y orgullosa.
Lo que á Rosita le entusiasmaba en aquella existencia blanda y amable
que tanto ambicionó, no era, por cierto, el despertar pasiones
amorosas, sino el saber que las merecía y el sentir en su mimada
hermosura el seductor halago de la lisonja.
Ella quería, sobre todo, verse linda y adornada en el espejo; tocar y
mirar cosas bonitas, gustar manjares finos, aspirar olores delicados.
Sentíase dichosa con dormir en albo lecho, con pisar fonjes tapices,
con escuchar un lenguaje escogido y galano.
Padecía una obsesión aguda de belleza, y donde quiera que la
hallase--mejor ó peor definida, según su intuición artística se
la hacía sentir--, allí posaba los ojos en recreo sutilísimo, tan
largamente, que el objeto acariciado por sus admiraciones persistía en
la ausencia del mismo, por mucho tiempo, surgiendo en el vacío, amorfo
y tentador, á recibir el idólatra culto de la obsesa.


XI

Mayo triunfaba en un engarce de magníficos días, y Tristanito aterraba
sus débiles ojos acobardados por la intensa luz de aquel cielo índigo y
deslumbrador.
Todas las tardes le llevaba su madre al Retiro á respirar el aire
embalsamado en la urbana fronda, pero Tristán ni reía, ni jugaba, ni
hacía otra cosa que enlazar sus manos de cera en actitud de meditación
y abatir la desmayada cabeza cuyos rizos de azabache parecían rendirle
con un peso abrumador.
En el temblor angustioso de su mirada había un fúnebre señuelo, y
sus labios descoloridos mostraban, al sonreir, una trágica mueca de
sufrimiento y de fatiga.
Eva seguía con dolor desesperado el avance de aquella consunción
invencible que aniquilaba á la criatura, y á menudo tenía arrebatos de
protesta rebelde contra el destino, y hasta contra Dios y sus santos.
En su paseo cotidiano habían buscado la madre y el niño un paraje
predilecto donde solían sentarse; y, á una hora habitual, Lali aparecía
en la avenida umbrosa, corriendo hacia Tristán con júbilo manifiesto.
Al contemplarla, saltarina y alegre, sentía Eva un impulso de
acometividad hacia la niña, tan ciego y airado, que hubiérase
complacido en arañarle la cara de color de rosa y en desgarrarle á
tirones el vestidito elegante.
Muchas veces la pequeña, con el vago presentimiento de un peligro,
se detenía en su carrera hacia Tristán, y quedábase, temerosa y
ruborizada, ante la extraña expresión de la señora.
En cambio, el enfermito había cobrado á Lali un cariño apasionado.
Consentía en salir, por el sólo afán de encontrarla; hablaba de ella
obstinadamente, y la nombraba, delirante, en sus ratos de fiebre.
La risueña hermosura de la niña constituía para Tristán una visión de
magia encantadora; y Eva, por complacerle, soportaba el tormento de
verlos juntos y de comparar, con amarguísimo despecho, el acuitado
semblante de su hijo, con la ufana galanía de Lali.
Una tarde de estas que decimos, la diaria entrevista de los dos
pequeños terminó borrascosamente por la iracunda intervención de Eva.
Engañado por una fugaz llamarada de alegría, quiso Tristán correr á la
par de la nena, que parecía hermana de las mariposas y las brisas.
Flojo y torpe cayó de bruces, y levemente se hirió en una mano.
Volaba Lali á socorrerle, compungida y cuidadosa, cuando Eva acudió
hacia ellos muy alterada. Empujó á la niña con violencia, y alzando al
caído profirió duramente:
--Se acabaron los juegos con esa chiquilla; cada uno por su lado...
Con las dos manitas, confusa y desconsolada, se cubrió Lali el rostro
sofocado, y fuése hacia doña Cándida, que más lejos se aparecía, y que
sin saber de qué se trataba la recibió suspirando: ¡Ay, Dios mío! Y
con sus manos cenceñas se puso á alisarle los cabellos, desordenados y
sedosos.
Eva, entretanto, se alejaba por el medio de la arbolada calle, altivo
el continente, veloz el paso. Como adorno de su sombrero, cimeando la
altanera figura de la dama, balanceábase un ave hostil, que ofrecía en
aquel instante un singular aspecto de fiereza: plumaje, garras y pico
tomaban una actitud fosca y amenazante sobre la erguida frente de la
dama.
Casi en volandas iba el pobre Tristán, aferrado al brazo redondo y
firme de su madre; sollozaba con hondo sentimiento, y afanoso volvía la
mirada hacia el sitio donde Lali se había quedado.
Después de andar buen trecho en esta forma, compadecida Eva de la
aflicción del niño y temerosa de su cansancio, acortó la marcha y trató
de consolarle.
--No llores más--empezó á decir--; te va á doler la cabeza y tendrás
hoy mayor recargo..., no llores; yo te buscaré con quién jugar.
--Quiero á Lali--gemía Tristán sin consuelo.
--¿Y por qué á ella únicamente, hijo? Es una alborotada, no me gusta
esa niña, te hace sudar y fatigarte siguiéndola, te hace caer, ya ves,
te ha lastimado...
--Ella no, fuí yo solo, que tropecé.
--Pero, ¿por qué la quieres tanto?, díme...
Se detuvo Eva, se inclinó hacia el niño lloroso y con su pañuelo le
enjugó las lágrimas.
Más calmado, con rara elocuencia y acento ferviente, Tristán replicó:
--Ella está hecha de alegría y de sol, sabe correr..., sabe reir...,
parece que está toda llena de oro y de flores... ¡La quiero..., la
quiero!...
Y tendía sus manos de lirio hacia el paraje, ya invisible, donde la
niña solía buscarle.
Conmovida y absorta la madre, interrogó:
--Entonces tú, ¿cómo eres?
--Yo soy enfermo y triste; una pena que tengo no sé dónde me va
creciendo y me hace llorar... ¡Voy á morirme!
--No, no, calla.
--Tú misma lo has dicho.
--¿Cuándo?
--Una noche... Dijiste que papá tendría la culpa, ¿te acuerdas?
Turbada y dolorida, murmuró la madre vagamente:
--De nada quiero acordarme...
Y ambos siguieron el camino desalentados y mudos.


XII

En casa de los marqueses de Coronado se discutían las ventajas de
veranear aquel año en la quinta de _Las Palmeras_.
Había opiniones diversas y empate en la votación del proyecto, porque
la marquesa y su hijo abogaban por la conveniencia de una temporada de
reposo en la saludable y hermosa playa norteña, mientras que Isabel y
Benigna, torciendo el gesto, preferían adolecer públicamente de alguno
de los achaques de moda cuya curación se inicia en Vichy, avanza en
Carlsbad, se consolida en Baden, y luego se reproduce al año siguiente
como pretexto de una nueva peregrinación por los balnearios preferidos
entre los incurables enfermos que el ocio y la abundancia producen.
Como no llegasen los de Coronado á una avenencia en sus discusiones,
Benigna propuso con aire retozón:
--Podemos consultarle á papá el caso...
Todos, sin disimulo, rieron la gracia, y fué cierto que don Agustín
recibió la consulta. Tomó en serio su intervención en las decisiones
familiares, y galantemente votó en favor de la marquesa, que apoyaba
sus deseos en el motivo poderoso de hallarse muy cansada y abatida para
emprender un veraneo de lujo.
Era verdad que la dama había perdido su proverbial buen humor;
mostrábase desmedrada y triste, y hasta un poco devota.
Decíase que, últimamente, desconfiando ya del poder de su hermosura,
que iba en declinación, su íntima existencia licenciosa tenía horas de
tormento desesperado.
Decíase que Luis Galán, después de haberla consagrado algunos años de
constancia, había cortado traidoramente sus relaciones con ella, apenas
logrado un importante favor en dinero de la «amorosa» incorregible, que
no se llamaba en vano Generosa de la Dádiva.
Pero ¡suelen «decirse» tantas cosas!...
Sólo se sabía con seguridad que la marquesa rezaba mucho y estaba
alicaída; y que Luis Galán había desaparecido del círculo elegante
llamado la «buena sociedad madrileña», donde la sonrisa inalterable de
aquel buen mozo mereciera privilegio de patente exclusiva.
Ya decidido el viaje á la Montaña, hubieron de resignarse á él las
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