Despertar Para Morir (Novela) - 03

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--Yo no sirvo para la lucha--decía Diego con ingenua sencillez--,
mi mundo acaba tras de las tapias de mi huerto. No me seducen otras
glorias... El amor y la poesía se reducen á un nido... ¿Por qué buscar
tan lejos lo que está dentro del corazón?
Las humildes frases del poeta causaron una emoción extraña. Decíalas
con voz fina y temblorosa; los ojos miopes brillaban con ardiente luz.
Gracián, un poco sorprendido, refutó victoriosamente las razones del
vate, volcando sobre el trémulo mozo un aluvión de frases elocuentes,
y mortificándole de paso con algunas ironías poco piadosas. Diego
intentó responderle; mas la sugestión de aquellos ojos, clavados en él
con fuerza, cortóle las alas del discurso, y calló al fin, balbuciendo
torpes y débiles disculpas, azorado al descubrir en los rostros
femeninos ciertas sonrisas mal disimuladas. Huyó á esconder su derrota
en un rincón de la sala, donde fué acogido cordialmente por el gruñón
de Pizarro.
El _superhombre_, luego de haber «inutilizado» á Villamor, según frase
de Clarita Infante, paseó con regalo sus finezas conquistadoras por
todas las damas de la tertulia, y decidióse por fin, con seriedad
extraña, á enamorar á María.
Con sus saltitos de pájaro y sus atrevidas intromisiones, Teresita
Vidal descubrió el galanteo. Unos comentarios maliciosos volaron como
dardos por la estancia cuando el descubrimiento «se hizo público», y
sólo Luisa Ramírez tuvo para esta noticia sensacional un franco gesto
de indiferencia que rodó en las murmuraciones como rara nota de bondad.
Pero en estos rumores sibilantes, levantados á la sombra de habituales
sonrisas, no había tanto despecho ni tanto furor como en el maligno
silencio con que Eva acogió la certidumbre de que Gracián se constituía
en pretendiente «oficial» de María Ensalmo.
Durante algunos días acarició Eva la esperanza de aquella singular
conquista; en el _flirteo_ galante de Gracián hubo para ella halagos y
promesas, y atizada su vanidad, fomentada su ambición, vióse vencida de
improviso por la mansa hermosura de aquella niña contemplativa y dulce.
Altanera y rabiosa--es porque tiene dote--había pensado.
La amargura del desengaño irreparable cinceló en su cara morena una
mueca despreciativa, y fué un vaso henchido de cólera su corazón,
mucho más combatido por los celos que el de la abandonada marquesa de
Coronado...
En aquella tormenta de sus ilusiones, apremiada por los años y la
vergonzante pobreza, Eva Guerrero miró frente á frente á Diego
Villamor, aprovechando aquel instante en que el poeta, fácilmente
vencido por Gracián, se sintió forastero y desorientado en la velada de
_Las Palmeras_, sin más apoyo que la adusta cordialidad de Pizarro.
No era Diego un extraño para Eva; vecinos de la misma ciudad,
conocíanse todo lo que el retraimiento del artista lo había consentido.
Admirábala él siempre por hermosa; ella no le había prestado nunca gran
atención por considerarle pobre, pero últimamente el nombre de Villamor
había corrido por España con entusiasta elogio, y el triunfo de su
reciente novela le abría dilatados horizontes. Se le auguraba un puesto
eminente en el mundo literario, y esto ya no era grano de anís.
En aquella misma sala había dicho doña Manuela, con sobrada razón, que
Diego era «un buen partido», y haciendo Eva un rápido recuento de los
méritos del mozo en sus aptitudes «para ganar dinero», vióle poderoso
y encumbrado en plazo breve, «figurando» en Madrid como un personaje,
en salones, ateneos y academias, rota al fin la corteza de aquel pícaro
carácter tímido y bonachón...
Muy armada con todo el poder de sus hechizos, fuése Eva Guerrero
hasta el rincón del poeta; le desafió «á lucha brava y singular»
tendiéndole traidoramente el lazo y asegurándole primero con palabritas
de miel. Sitióle al fin, con formidable asedio, disimulando entre
gorjas y burlas incitantes, y Diego, maravillado, engañado, seducido,
rindió sin gran defensa su alma exquisita, su noble alma, soñadora de
huertos y de nidos...


XII

Ya Gracián era novio de María. Las veraneantes en estado de merecer,
dejando como cosa fatal aquellos graves casos de pasión, dedicáronse
á otros menudos enredos, y consiguieron poner ceñuda y triste á
la burlona Clara Infante, asegurándole que tenía una rival, y que
_Nenúfar_ le era infiel en la misma quinta de _Las Palmeras_.
Teresita empezaba á divertirse un poco viendo errar sin destino la
nítida sonrisa de Galán, y observando en Rafaelito síntomas alarmantes
de locura amorosa.
Y cuando los dúos de las incautas parejas eran celebrados en el salón
con ingeniosas travesuras, de aquel rincón del parque donde la marquesa
y Gracián habían discutido airadamente, entró en la sala un viento
de escándalo que impulsó á Benigna hacia su madre, para decirle,
inverecunda y perversa:
--¿No habías tú pensado en Luis Galán... para un caso... como éste?
Miró á su hija la dama, sin pestañear siquiera, durante un largo
minuto, y volviendo á otro lado la cabeza con aquel aire de altiva
dignidad que le era propio, hallóse con el inofensivo semblante de
López, que maquinalmente silabeaba:
--Convenido... perfectamente...
Y en el hueco de una ventana doña Cándida, adormecida y lastimosa,
balbucía:
--¡Ay... Dios mío!...
* * * * *
En aquella mísera cárcel de su pecho tenía Rafaelito Coronado un
compasivo corazón. A ratos sentía el mozo, por allá dentro, ciertos
barruntos de hidalguía y hasta un poco de romanticismo sentimental.
Poseído de una de estas crisis interiores, halló á su prima sentada
en la terraza y en propicia soledad. Se puso horriblemente feo para
sonreirla, y acariciando con manso mirar la fresca hermosura de la niña
blanca y dulce, estremecióla con su voz tonante.
--Maruja preciosa; díme si es cierto, de toda certeza, que tú seas
novia de Gracián...
Ruborizada y sorprendida, quedóse María en silencio, con los divinos
ojos un poco acobardados.
--Es cierto... por desgracia--tronó entonces el bronco acento.
--¿Por desgracia?--interrogó la niña, alzando vivamente la cabeza.
Aplació Rafael su voz todo lo posible, y tomando con fraternal
confianza la breve mano de su prima, casi al oído, le rogó.
--Marujilla... eres buena... eres inocente... No te cases con
Gracián... Desconfía de él... y de «ellas»... y de todos en esta casa,
menos de doña Cándida y de mí...
Y apenas dicho esto, giró sobre sus pies deformes y desapareció en el
vestíbulo.
Vióle á poco María en el jardín, como si buscara ó soñara alguna
cosa... Arrancaba las flores, las mordía, las estrujaba y las iba
sembrando muertas por los caminos.
Le miraba la niña, suspensa, con un vago terror, y sólo cuando le
vió hundirse en el misterio del parque, suspiró aliviada, como si
despertase de una lúgubre pesadilla.
Acodóse en el mármol de la recia balaustrada, y sus pupilas curiosas
temblaron debajo del cielo y encima del mar, con una interrogante
expresión llena de ansiedad inefable. Pero ni los cielos ni las aguas
respondieron á la callada consulta.
La vasta llanura del Cantábrico era toda una mancha azul, cuajada de
sol. Gozaba el mar de esas horas de reposo y de hermosura en que parece
que está escuchando una inmortal querella. Su inmovilidad expectante y
magnífica quebrábase en la orilla levemente, con blando embatir de olas
y espumas que sonaban á rezo. Mar y cielo se besaban en el horizonte,
con la majestad suprema de dos amantes inmensos que celebrasen paces y
bodas delante de Dios...
Absorta en la grandeza del espectáculo, sintió María estremecerse su
corazón en aquel beso colosal de aguas y nubes; volaba su fantasía con
descansados giros de gaviota por la inmensidad azul, pero una voz grave
y augural repetía en lo hondo de la conciencia «¡desconfía de él!»
--¿Por qué?, ¿por qué recelar siempre?--preguntábase la niña
enamorada--¿Es acaso la vida una emboscada perpetua? ¿Es el amor tan
ciego que ni valerse de las alas sabe? ¿Por qué temer cuando la tierra
luce un espléndido traje de gala, y se está la mar dormida en excelsa
quietud y tiene el cielo tan noble mansedumbre?...
--¿Por qué sufrir, Dios mío--suspiraba María--cuando la vida es una
mañana de sol, y el alma una dulce llama de amores?
Pero la temerosa voz agorera no acallaba sus crueles profecías, y en
las azules contemplaciones de la muchacha quedó flotando, trágica y
amorfa, la negrura de un presentimiento fatal...
Debajo de la terraza se rebullían unas faldas y unos cuchicheos.
Las hijas del marqués salían á la sazón con Clara y Teresa hacia el
balneario.
Iban las cuatro vestidas en liviana desnudez, con unos trajes
transparentes, muy bonitos y escandalosos.
Charlaban y reían, bajando por la escalinata, cuando Rosa las encontró,
viniendo del jardín con una opulenta carga de flores para adornar
los aposentos. Detuvo Clara á la doncella con desgarrado impulso y
preguntóle, llena de cólera:
--Díme tú... muchachuela... ¿de veras te has figurado que los
caballeros que vienen á esta casa te cortejan á ti?
Al oir tal, quedó la chica inmóvil y absorta, gentilmente abrazada á
sus hermanas las flores. Después, un poco encendido el semblante y algo
quebrada la voz, replicó altanera:
--El que viene á esta casa á cortejarme no es un caballero... es...
Simón Ruiz.
Tornóse de cera el rostro de Clarita; pugnó iracunda por desatar su
lengua dicaz, paralizada por el despecho, cuando sus amigas se la
llevaron jardín afuera, ordenando á la moza, con fingida severidad, que
callara y siguiera su camino.
Obedeció ella sin replicar, mas pisando, al subir, con valentía, los
finos escalones. Agitada y trémula de celos y de orgullo, fué dejando
caer, en su descuido, algunos de los ramos preciosos que llevaba. Y
así, en la escalinata de honor de _Las Palmeras_, testigo de aquella
escena bochornosa, quedó triunfante con un rastro de flores, en plena
gloria de sol, la huella donosa de Rosita...


XIII

Al caer la noche sobre la costa, los contertulios de la quinta salían
al jardín y se iban disgregando en galantes parejas, bajo el quieto
dosel de los árboles.
Pálida la luna en un cielo de tersa limpidez, asomábase por los claros
de la fronda, poniendo su gentil resplandor en los misteriosos andenes.
Había un perfil desasosegado en las sombras enlazadas bajo la
fantástica luz; un perfil rebelde, que tan pronto parecía el de un sólo
cuerpo que dulcemente ambulase en la paz de la senda, como partido
en dos airadas figuras, simulaba un grupo combatiente y furioso,
desesperándose en la calma enervante de la noche.
Eran _Nenúfar_ y Clara, que agriamente reñían, paseando por el jardín.
Decíanse agravios y quejas, discutían con mal recatado enojo; mas
luego, un rayo indiscreto de la luna los dibujaba en el césped,
inmóviles, y amistados en lagotera plática...
Por la alameda central, á toda luz, discurrían lentamente María y
Gracián, coloquiando en traza de novios, más atentos al rumor de sus
palabras que á la tranquila belleza de la noche.
Cerca de ellos, Diego y Eva, sentados en rústico sofá, se decían amores
quedamente, con apasionada unción.
Y en otra arbolada calle, un poco más sombría, la risa de plata de
Luisa Ramírez hacía contrapunto al vozarrón de Rafael.
Las señoritas de la casa acompañaban á los demás amigos, y, al través
de los grupos pintorescos, Pizarro protestaba del calor, de la luna y
de los novios, mientras que á López le parecía todo de perlas.
Hojas, flores y brisas, refrigeradas por el aliento bienhechor de la
noche, escuchaban curiosas las carcajadas y los diálogos de aquellos
felices huelguistas de la playa... También con las brisas y las flores,
Rosita la doncella andaba escuchando entre los árboles...
Sonaron lánguidamente las cuerdas de un piano. Por las ventanas
abiertas del salón cayeron á la sombra del parque unas divinas notas
de cristal. La silueta romántica de Schumann paseó un momento por el
jardín umbroso, cantando con delicada voz sus _Lágrimas secretas_, sus
_Noches de angustia_...
Era, sin duda, una mano de mujer, nerviosa y sentimental, la que
pulsaba las teclas del piano.
Al escuchar aquellas notas alzóse Diego Villamor del escaño rústico,
mirando con sorpresa hacia las ventanas de la quinta, que proyectaban
en la sombra del parque la viva luz de los salones. De repente la
voz de Schumann se apagó en un sollozo, y tras la pausa de un amplio
silencio musical vibraron los acordes del _Claro de luna_, el triste
_adagio_ de la sonata de Beethoven. Las graves y profundas armonías
causaron al poeta una impresión conmovedora. Sacudióle aquella ráfaga
como un latigazo inclemente recibido al desnudo en pleno corazón; todo
el dolor y la tristeza de la vida lloraban en aquel _adagio_ como un
_de profundis_ cantado á orillas de un lecho nupcial, á la luz piadosa
de la noche...
Notando Eva la emoción de Diego, echóse á reir alborozada, burlándose
del poeta con aceradas frases...
La vertiginosa rueda de sensaciones, que en vorágine silenciosa giraba
en la arboleda, tuvo entonces un extraño engranaje de pensamientos,
y también María sintió, alarmada, que un tremante acento de dolor se
acordaba á los sones del piano con las cálidas ternezas de Gracián.
Una superstición callada y penosa dolió en dos corazones al mismo
tiempo con lancinante acometida.
La marquesa, en tanto, sentada en el salón ante la clave, desgranaba
las notas dulcemente y Galán, muy rendido á su lado, volvía con
lentitud las hojas de la partitura, luciendo una sonrisa intensa y
blanca, como la del teclado marfileño sumiso á los hábiles dedos de la
señora.


XIV

Arreciaba el calor; todo el oro solar caído en cálidos torrentes
durante el día caldeaba la arena de la playa y tostaba la densa copa
de los pinares. En la costa bravía, y en los gayos jardines ribereños,
yacían las flores con desmayo estival, desabrochados los hondos
cálices, entregadas á la caricia ardiente de la luz.
Descendía la tarde sobre el Cantábrico con exquisita diafanidad;
llegada era, sin duda, la solemne hora que inspiró al poeta los alados
versos:
«Harto acaso de vidas
serenóse ya el mar, las costas callan;
cansadas ó dormidas
sus turbulentas olas no batallan.
Y si la playa suena,
si mueve el agua espumas y rumores,
su voz sobre la arena
no amaga muertes, que suspira amores»...
El salón de los marqueses abrió sus puertas de par en par sobre el
parque frondoso, y la familia, con sus habituales amigos, buscaba en
animados grupos la regalada sombra del boscaje.
En el palique de aquella gente ociosa y novelera, pasto de toda malsana
curiosidad, eran tema favorito las bodas de Eva y de María. Juzgadas
tales bodas como ciertas é irremediables, las mocitas casaderas que
estaban en turno hiciéronse benévolas y afectuosas alrededor de los
novios.
Decíase de ellos, no sólo que formaban dos gallardas parejas, sino que
la conveniencia de ambos enlaces era visible y acertada. Con su hermosa
cabeza de Apolo, su ciencia de la vida y su trato seductor, Gracián
Soberano era el marido ideal para la noble niña acaudalada, indefensa
y tímida paloma. Y la colmada hermosura de Eva Guerrero, su hidalgo
linaje y su dominio de los salones, digna corona serían del poeta.
Ufana y ambiciosa, maquinando grandezas y esplendores, quiso Eva
asomarse á las puertas del porvenir. Soñó una vida muelle y regalada en
la corte; un trono para su belleza en aquella sociedad aristocrática;
una existencia de triunfo y de placer... Y el novio artista, hechizado
por el mismo sueño y abrasado por Eva en un incendio voraz de los
sentidos, ponía sobre su cabeza todos los deseos desbocados del corazón
de aquella mujer, duro corazón rebelde al dolor de la vida, sólo
inclinado y dócil á la ambición y á la lisonja.
En la atormentada juventud de Diego, Eva ejercía una mortal
fascinación. Con ser en sus novelas Diego un agudo psicólogo, carecía
de todo sentido práctico. Hízole el dolor poeta, pero no le enseñó á
vivir ni le adiestró en los crueles engaños del mundo. Empujado por
la enlutada soledad de su niñez, cayó de rodillas en la negra noche
del sufrimiento, delante del eterno manantial donde lágrimas y penas
fluyen con el incesante lamento de la vida. Aplicó sus labios febriles
al humano caudal, abierta el alma, sediento el corazón; y de sus años
de abandono y pequeñez alzóse con la sagrada lira entre las manos,
derretido el pecho en piedades y ternuras, llena la imaginación de
luces y de sombras. Colmada su inspiración en el raudal saludable del
llanto, sus canciones eran al propio tiempo viriles y sentimentales,
tempestuosas á veces, á veces serenas y apacibles, impregnadas siempre
en la poesía norteña, romántica y triste. Sollozaba en sus versos
el Cantábrico, gemían los robledales montañeses, é iba la niebla
prendiendo sus gasas de pena en pena por el mundo.
Niño y poeta, Diego Villamor, entregado precozmente á la soledad y al
silencio, cayó deslumbrado á los pies de Eva. Todos los sentimientos
puros engendrados por la desgracia en su pecho sin hiel, fueron á
decorar como devota ofrenda el pecho vacío de la hermosa. Y allí
abatieron sus alas trémulos y heridos, sin hallar un asequible rincón
de piedad en la altiva muralla de carne, hecha mármol. Su alma de
artista quedóse rendida y suspensa delante de aquella escultura viva y
lozana, que le era prometida en amoroso brindis de traidor beleño. Y en
su sed de vivir, sintió el poeta, nacido, como todos los poetas, para
sufrir y amar, estremecerse las dos raíces de la vida: el deseo y la
esperanza.
La esperanza y el deseo rutilaban, también, en las azules pupilas
de María Ensalmo, en aquellas sosegadas pupilas que sabían mucho de
lágrimas. Un tumulto de sensaciones nuevas movía inquietudes y afanes
en el quieto remanso de su espíritu, y, acaso, lenta y sutil, una
brisa de orgullo mecía el plantel de ilusiones de su juventud en flor.
Crédula y soñadora, las alas de su fantasía se quemaron presto en el
halo de superioridad y grandeza que la alta crónica mundana ponía en
las sienes de Gracián. Fué con alegría infantil su dama predilecta en
el íntimo veraneo de la quinta; fué después con secreta delicia, su
enamorada, y al fin, con férvida rendición, su prometida esposa.
Quería Gracián llevar á término el noviazgo con las ardientes prisas
de una recia pasión, y el marqués de Coronado, como tutor de la novia,
intervino complaciente en las negociaciones matrimoniales, acortando
caminos y diligencias.
Así quedó cautiva al primer vuelo aquella blanca paloma del hondo
valle montañés. Y así, cuando ya las florestas agonizaban y los días
serenos eran idos, florecían los azahares en la pura meditación de una
frente, y unos horizontes risueños se abrían á las preguntas curiosas
de una mirada.


XV

Corría el mes de Octubre. Flotaba el celaje bajo y ceñudo; las
gaviotas, agoreras y tenaces, volaban en anchas curvas sobre las olas,
y el estruendo de la marejada confundía su voz en los pinares con el
duro ventar. Balanceábanse entre las nieblas de la bahía las sombras de
los barcos, trágicas sombras en la tristeza enorme de los crepúsculos.
Allá, en la playa, los hoteles parecían dormidos, con los párpados de
sus persianas caídos encima de puertas y balcones; las vistosas casetas
de los baños, desmanteladas ya, se aselaban en lo alto, apretadas y
tímidas, contra las garras de espuma con que la mar subía por la arena.
De la festiva decoración de aquellos lugares de placer sólo quedaban
algunas toscas cifras grabadas en los troncos de los pinos, huellas de
amoríos fugaces; el esqueleto ingrato de algún ramaje triunfal, ó el
trapo roto de alguna flámula, oscilando al viento en la desolación de
los arcos desnudos. Las tardes breves se desmadejaban con aflicción
en la montaña y en la costa, sobre jardines marchitos y viviendas
cerradas; muertas las hojas, gris la marina, y amarillo el paisaje.
Unicamente la quinta de _Las Palmeras_ daba señales de vida en aquella
otoñal decoración. Los de Coronado aguardaban el próximo enlace de
María, para asistir al dichoso acontecimiento antes de regresar á
Madrid.
Rezongaban las niñas y renegaban de los novios; pero Rafaelito, el dios
de la casa, se había puesto al lado de sus padres en aquel deseo, menos
acaso por cumplir un deber de familia que por asonantar su vozarrón con
la risa musical de Luisa Ramírez.
El marqués, muy interesado en el Casino con algunas serias partidas de
_baccarat_, no se impacientaba gran cosa en aquella desapacible espera.
Y su satélite _Nenúfar_, habíase convertido, con el mayor desenfado, en
huésped de la quinta, apenas su protector se lo indicó al cerrarse las
fondas veraniegas. También Clara se prestó generosa á compartir con las
de Coronado la cruel prolongación del veraneo, en aquella dura soledad
de _Las Palmeras_, sin excursiones ni tertulias, desatadas sobre la
marina ribera todas las tristezas del Norte.
Huídas con septiembre las últimas veladas del estío, ya las niñas no
tenían para divertirse ni siquiera las genialidades de Pizarro, el
primer fugitivo de la costa, ni los dichos un tanto grotescos de doña
Manuela, ni aun los suspiros lastimosos de doña Cándida.
A poco de esconderse María en su hidalga casona del valle á preparar
sus desposorios, fuése Gracián á la corte con igual propósito, en
apariencia; y desfilaron también otros íntimos de los marqueses, entre
ellos Teresita Vidal. Eva y Diego se recluyeron en la ciudad vecina
para tejer á solas, sin testigos burlones, sus magníficos proyectos.
Y la graciosa y bella Luisa Ramírez se dejó galantear en su casa por
Rafaelito, con más regalo y holgura que en la quinta de _Las Palmeras_,
donde se halló un poco descentrada y recelosa cuando se fué iniciando
en algunas intimidades de aquella gente cuyo trato era nuevo para ella.
El más rezagado veraneante de la temporada había sido Luis Galán.
Cuando la última puerta hospitalaria se hubo cerrado, blanquearon los
dientes del buen mozo entre los disciplinados rizos de su barba, en
sonriente despedida, y las desenvueltas niñas de Coronado hicieron en
presencia de su madre algunas cínicas manifestaciones de duelo...
Sucedía esto á la hora en que una tímida puesta de sol inflamaba el
confín remoto del Cantábrico; y aquel fugitivo rubor del horizonte
llegó á la quinta mundana como un rojo destello de ira, como una
protesta silenciosa, que la pureza del mar y del cielo mandaban á la
tierra miserable.


XVI

Ignorado quedó el motivo que retuvo á _Nenúfar_ cerca de sus ilustres
amigos, en la destemplanza otoñal de la ribera. Pudo ser una
condescendencia de gratitud hacia el marqués, una doble exigencia de
amor, ó un acoso inclemente del hambre. Díjose por entonces que había
perdido en Madrid la plaza que tenía en un periódico, y que ya no le
quedaban de sus glorias literarias más que el blando pseudónimo de
_Nenúfar_, la gardenia contrahecha, y un traje de verano, á grandes
rayas, un poco desvaído de color, y á trozos algo «sonriente»...
Lo cierto era que el pobre _Nenúfar_ andaba escalofriado y macilento
por los desiertos parajes de la playa y por las estancias de la quinta,
soportando estoico y glacial las mordaces cuchufletas de Rafael
mientras le tendía la mano importuna en demanda de un cigarrillo.
Cuando más triste era su semblante, más apiadada y crédula se le
mostraba Rosa. Hábil y falaz, arriesgaba él promesas de matrimonio que
ya la moza iba encontrando llanas y hacederas. Desenmascarado Simón
Ruiz, se le aparecía como un infeliz señorito de capa caída, humilde
plañidero de salones, que se ganaba la vida «sacando de su cabeza»
historietas y coplas, lo mismo que otro jornalero saca piedras de la
mina ó las machaca en el camino real. Ya los mozos de su clase le
parecían á Rosa ignorantes y soeces, y adiestrándose en traducir el
pintoresco lenguaje de _Nenúfar_, hallaba insípidos y groseros los
requiebros de los menestrales que se peinaban para ella. Su altanera
cabecita urdió una quimera sensacional, y vióse emparejada con el poeta
por la vida adelante, vestida de señorita estrafalaria, al estilo de
su esposo, con guantes y sombrero, con entrada libre en las casas
distinguidas, y con práctica donosa en el uso de raras y sonoras frases.
Admitido, al fin, el programa de boda, acordaron ambos realizarle
en la próxima primavera, y, entre tanto, la prometida esposa exigió
que su futuro dejase de obsequiar á la señorita Clara, con quien no
quería ella compartir ni una sola mirada del poeta. A todo accedió él,
muy rendido y complaciente; pero aconsejando á la niña un cuidadoso
disimulo de aquellos planes, para que nadie en la quinta impidiese las
furtivas entrevistas de los novios.
Embaída Rosita la bella, y astuto el cesante literato, buscábanse al
anochecer bajo el mustio dosel de los pinares, desafiando con denuedo
los gélidos rafagazos del vendabal. Estaba ella rebosando de orgullo
como «novia formal» del señorito, y _Nenúfar_ ventilaba su mal humor
con el aire mimoso de las palabras de Rosita.
--Háblame «en francés»... ó en lo que sea... ¡anda!--díjole, en una
cita la muchacha, al truhán de su novio--Háblame en esa moda que dices
se estila ahora en libros y en papeles...
--Impoluta y viripotente Rosita--contestó _Nenúfar_ con mucha
seriedad--¡cuántome gustas!... ¡qué olímpico espectáculo me ofrendas en
este lugar soledoso!...
--_Oso..._--repitió el eco en la concavidad de una peña vecina.
--Afinojado á tus pies en el lindor de la boscuria, yo olvidaría del
mundo los aferes...
--_Eres_--resonó en la roca, apenas el galán se dió un respiro.
--Embeleñado con el monorítmico...
--_Mico_--dijo al punto el sonoro espacio.
Soltó Rosita los cascabeles de una jovial carcajada, y con sabia
simplicidad objetó:
--El eco se está burlando de ti... Primero te llamó _oso_, bien
clarito; y ahora, con mucha gracia, te ha espetado: _eres... mico..._
Quedóse la muchacha contemplando al tenorio, algo corrido por la
singular bromita, y su agudeza de observación le sugirió rápidamente la
idea de que, en efecto, _Nenúfar_ era un mico... Esmirriado, melenudo,
vestido con vergonzante ridiculez... ¡era un mico!...
Pero la vena romántica de la muchacha lanzó á escape su cálido chorro
de fantasía sobre la desnuda realidad, y con fervor de ilusa corrigió
la inconsciente meditación, diciéndose: ¡qué ha de ser un mico... es un
«poeta modernista»!...
Y aun temblaba en el aire la libre locura de su risa burlona cuando,
tornando á su embeleso sentimental, susurró:
--De todo lo que hablaste, sólo entendí: _me gustas mucho..._
Tendió él la mano avara hacia la niña; pero ella, por instintiva
delicadeza, tomaba muy en serio su papel de «novia para casarse» y
esquivaba los atrevimientos del mozo, pensando con desdén que tales
libertades eran para consentidas por una doña Clara, canija y fea, sin
pudor ni esperanzas..., no por ella, la gentil Rosa, codicia de cien
futuros maridos...
Vencedora y ufana, sin dejarse alcanzar, le fué diciendo:
--Se hace de noche, cuéntame pronto aquello que empezaste...
Muchas cosas le hubiera contado _Nenúfar_ en regalada intimidad, al
encubridor amparo de los pinos, pero estaba seguro de que era imposible
hacer entrar en su vereda de lobo á aquella cordera montesina.
Chasqueado el muy pícaro, pensó ganar en la partida lo que buenamente
cayera, y así, otra tarde, en el mismo lugar, le dijo á Rosa con grave
continente:
--Vuelvo á la corte... Al despedirme de ti, preciosa, quiero jurarte
que vivirás siempre en mi pensamiento.
--_Miento_--replicó implacable la irónica resonancia.
Azoróse Rosita, algo miedosa, y el embaucador empezó á hablar
callandito, enojado con el eco.
--En mi pensamiento vivirás como reina absoluta, hasta que vuelva á
buscarte con los papeles en la mano...
--¿Pero de veras te vas?
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