Despertar Para Morir (Novela) - 12

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cerrarle los ojos y se agitaron en el aire con los dedos mojados en las
últimas lágrimas del niño.
Los labios de María, ungidos de sacrosanta piedad, rociaron la
estancia de oraciones y consuelos. La música de sus frases se acompasó
con la brisa leda que suspiraba en el jardín, mientras que un retazuelo
de luna se entró por la ventana á hacerle una caricia al niño muerto.


XXI

A orilla de aquel lecho donde el ángel quebrantó sus prisiones, un gran
amor de dos almas buenas tuvo el postrer coloquio.
Mientras Eva, rendida de cansancio, se dormía en lejano aposento,
María, infatigable en sus obras de compasión, con el auxilio
complaciente de Rosa, vistió á Tristán por última vez y compuso su
lecho de reposo con los improvisados ornamentos que en las arcas del
palacio se pudieron hallar.
El poeta, sumido en profunda meditación, se paseaba desde su despacho
hasta la estancia mortuoria, con la frente caída y los brazos cruzados
sobre el pecho. Consideraba imposible su vida sin que un deber sagrado
le encadenase á la tierra, y se dejaba seducir por las tentaciones del
descanso final, del plácido sosiego del sepulcro, que rompiendo el
arcano de las almas le abriese el camino sin fin donde el amor y la
felicidad son eternos hermanos, á la sombra de Dios.
La humana pesadumbre le vencía; el dolor, ahora, le causaba una
inquietud ardiente, un desasosiego que le obligaba á dar vueltas como
si buscase el cansancio para caer en la tumba más á gusto, rendido de
sueño y de fatiga, en supremo olvido de todos los pesares. En aquella
andariega ansiedad, deteníase á menudo, contemplando el rígido perfil
de Tristanito, acariciado por las piadosas manos de María.
Terminada su fúnebre tarea, replegóse la señora hacia la ventana, y en
ella se apoyó, muda y doliente.
Discreta entonces Rosita, fué á reunirse con otras criadas del palacio,
que velaban por orden de María, y que en el portal y en los pasillos
formaban callados grupos con algunas aldeanas serviciales.
Con rápida resolución cerró Diego la puerta de la cámara triste, y
acercóse á su amada, que le acogió con adivinadora impaciencia. Él, con
acento opaco, alzó un murmullo que dijo:
--Ya nada me detiene... Sólo el niño tiraba débilmente de mi vida...
Sin dejarle acabar, medrosa la dama y suplicante, murmuró:
--Quiero una prueba, una prueba del amor que me has revelado.
--¿Una prueba?... Cumplida la tendrás dentro de poco, porque voy á
morir...
--¡No!--gritó ella, blanca como Tristán, loca de espanto--, necesito
que vivas; te lo ruego...
--Vivir muriendo á cada instante cruel de la existencia... Vivir sin
esperanza de lograrte... ¿Eso me pides tú?
Transida de dolor:
--Eso te pido--balbució la infeliz.
Y Diego, sordamente interrogaba:
--¿Qué me ofreces en pago de una vida colmada de amargura?
--Te ofrezco otra vida semejante: la mía--gimió ella, desolada y
humilde.
Condolido de aquella pena santa y valerosa, humillado por aquel
sufrimiento heroico, el artista rindióse una vez más á la sugestión
invencible que en su alma ejercía aquella mujer.
Vaciló al repetir:
--¡Vivir sin vida; errar muerto por el mundo!...
Y fué retrocediendo como si huyera de una visión temerosa; la visión de
un camino, solitario y adverso, donde jamás llegase á arrancarle á la
dicha un brote sano y dulce... Quedó frente á María, al otro lado de la
cama del niño, en medio de dos hacheros que custodiaban el cadáver.
Albeaba en la cima de los montes, y una liviana claridad de aurora,
luchando con la luz parpadeante de los cirios, daba al aposento
extraños tintes de fantástica nube... ¡Aquel recinto de paredes blancas
á medio iluminar, por resplandores de misterio y de pena..., aquel niño
de mármol que dormía..., aquella mujer hermosa que lloraba!... Diego
sintióse desasido del mundo en un instante de sagrada emoción. Ya todo
en él fué espíritu, fué anhelo de sacrificio y de virtud, afanes de
eternidad y de gloria infinita.
María, transfigurada en lucha de arrebatados sentimientos, se acercó
al poeta tendiéndole las manos. Él las tomó entre las suyas por
encima del cuerpo de Tristán; estaban frías, mostraban una mística
trasparencia de idealidad. Ardían las de Diego, y aquella carne de
alabastro que acariciaba en el niño y en la mujer, le produjo un
temblor de muerte. Otra vez acobardóse de pena el corazón del hombre, y
María, que le sintió temblar como una hoja, prometió en voz de rezo:
--Te guardaré fidelidad como si fueras mi esposo adorado... Siempre,
siempre serás tú mi elegido... No estarás solo; mi corazón se va
enlazado al tuyo... Pero, júrame que vivirás hasta que Dios te llame.
--Viviré--murmuró el poeta--te lo juro por mi alma que te ha de seguir
como una sombra atormentada y dolorida.
--No; como un consuelo; como una promesa de celeste felicidad...
--Y entretanto, hasta que lleguemos al umbral de la eterna ventura ¿se
besarán nuestras almas á todas horas, con labios de estrellas y de
brisas, de flores y de versos?...
Las místicas manos de la mujer latieron como alas de paloma entre las
manos varoniles... Ya bajaba el día por la sierra. Vibraron lentamente
unas campanadas, y como si el reloj tuviese un toque despavorido y
alarmante, Diego y María se separaron con un sacudimiento brusco y
terrible. La cama de Tristán tembló al contacto de los cuerpos que
huían, y la luz de los cirios alzóse en lenguas fragorosas, con lívido
fulgor.
María, desolada, iba diciendo.
--Sí... sí... se besarán eternamente.


XXII

Corría la mañana lenta y gris. Las campanas, en tránsito de gloria,
lanzaron en el valle sus clamores, que se esparcieron mansamente,
abriendo en el espacio anchas ondas de música con ecos lejanos y
añorantes. Aquel santo clamor despertó á Eva del fatigoso sueño de unas
horas, y en su aturdida imaginación cayeron en tropel las sensaciones,
luchando unas con otras fieramente. Abrió los ojos mucho, mucho:
palpó su cuerpo vestido encima de la cama... Era verdad que estaba
despierta; que estaba viva; que tocaban á gloria por su hijo; que Diego
se marchaba para siempre...; que se quedaba sola en el mundo, sin la
flor de un consuelo ni de una esperanza... Era cierto que se realizaban
aquellos presagios suyos, de abandono y pobreza; que se abría á sus
pies, como un abismo, aquella senda trágica de sus febriles visiones...
Ya no eran suyas ni el alma ni la carne de su hijo... ¡todas las
seducciones de la vida la engañaban al fin! Su belleza no había
conquistado ni dicha ni amistad, ni siquiera compasión. Sólo Diego la
amó; ya no la amaba, porque ella nunca supo de aquellos hondos afectos
inmortales cultivados por él en huertos de poesía... Divinos amores de
«horas dulces y trágicas»; que lloran, que se sacrifican, que duelen,
¡y que «lucen eternamente como un astro en la tranquila inmensidad del
cielo!»... Los versos de su esposo, enamorado de otra mujer, resonaban
ahora en el oído de Eva como una música sugestionante jamás oída, y
las repercusiones de aquellas notas, bellas y silentes, rodaban en
el corazón de la desdichada con los acentos sonoros del tránsito de
gloria...
Se levantó con un miedo invencible de entrar en el silencio de la casa,
saturado en vago perfume de flores muertas. Por todos los rincos yacían
amustiadas coronas de Tristán y de Lali... Los pasos de Eva en el
corredor causaron una trepidación convulsa á todo el edificio. Asustada
de sus propias huellas miró en torno con ansia, y al través de unos
vidrios entornados vió unas gotas de siniestra luz, suspendidas sobre
la cama de Tristán, como lágrimas de fuego. Huyendo de aquel llanto que
ardía, refugióse en el despacho aceleradamente. Allí estaba Villamor,
de bruces sobre la mesa, durmiendo ó llorando; inmóvil, silencioso.
Con un irresistible afán de protección le llamó Eva.
--¡Diego!
Alzóse el artista con lentitud.
--¿Qué quieres?
--Que no me abandones, que no te vayas, ten lástima de mí... Sufro
mucho.
La miró él despacio:
--¿Sufres?--le dijo--pues ya estás en camino de redimirte. Sólo el
dolor puede salvarte... ¡Despierta, alma dormida! Sal de tu oscuro
sueño y bendice el golpe que te hace despertar...
--Las lágrimas me ciegan.
--Llora, llora... La vida no es un holgorio placentero, sino el duro
y noble aprendizaje de la verdad... Escucha: llora el río... llora el
viento... lloran las campanas... La existencia es un arroyo de llanto
que fluye en corriente infinita, fecundizando el eterno paraíso de las
almas...
--¿Cómo sabes todo eso?
--Llorando lo aprendí.
--Quiero yo saber algo que me sirva de alivio y de luz, algo que me
ofrezca los secretos consuelos que tú gozas.
--Antes llorarás mucho. Sólo cuando el dolor llegó muy hondo á las
raíces de tu corazón sentiste el sagrado temblor de la verdad en tus
entrañas... ¡Despierta, alma dormida!
Hablaba Diego con fervor solemne; su frente de poeta aparecíase nimbada
con resplandores de gracia espiritual, y Eva, seducida por aquel halo
de linaje divino, le miró ansiosamente, lamentándose:
--Pero me quedo sola, sin amparo ninguno...
--Yo, desde lejos, te daré sostén y ánimos.
--Quieres á otra mujer--balbució la esposa.
Sin asombro ni disimulo respondió Villamor:
--Sí; á otra que llora muchos años hace, siendo inocente y santa.
Con súbita inspiración exclamó Eva:
--¡María!
Quedó el nombre dulcísimo en el aire, como bandera desplegada en alto,
y la envidiosa, con acento sañudo, murmuraba:
--¡Ella siempre!
Pero no protestó. Quedó en silencio, escuchando la voz de su
conciencia. La imagen burlona de Gracián cruzaba por su mente con
resquemor de culpa.
Una ráfaga de orgullo la hizo, al cabo, levantar la cabeza. Había sido
imprudente, pero no culpable hasta la infamia. Se quiso defender de una
supuesta acusación que la envileciese á los ojos de su marido, y habló
confusamente, un poco soberbia y un poco arrepentida. Pero Diego atajó
sus explicaciones con dignidad y lástima; nada quería saber; todo lo
perdonaba. Él la protegería con el fruto de su trabajo, él la daría
ejemplo de valor y mansedumbre... todo lo demás estaba concluído entre
los dos; estaba roto por ella hacía tiempo; estaba enterrado en el
reino de las cosas marchitas...
Rebelde contra el peso de sus culpas, Eva quiso probar que la
influencia dañosa de otra mujer era quien la alejaba de su esposo; mas
él opuso tan fácil y elocuente defensa á la acusación, que el nombre de
María quedó izado con gloria sobre la triste plática.
Acentuáronse en Eva los impulsos de arrojarse á los pies de su marido
confesando sus yerros, pero su brava condición sellaba todavía los
labios orgullosos, y, en altivez arisca, fué á esconderse, desesperada
y muda, en apartada estancia.
Mientras tanto una mano chiquita empujó las vidrieras que celaban
el cuarto de Tristán, y Lali, absorta, penetró despacito hasta la
cama. Llevaba muy apretado un puño de florecillas lánguidas, los
despojos del jardín otoñal. Medio dormida oyó Lali decir que su amigo
se había muerto, y fácilmente burló la previsión de doña Cándida,
para ir á visitarle. Sentía, aquella mañana, la nena una bárbara
curiosidad de la muerte, con mezcla de una amargura grave y honda.
«Estar muerto»--pensaba--¿qué sería? ¿Sería tener alas y volarse al
cielo?... ¿Sería estar dormido en una caja muy preciosa?... Lali se
puso de puntillas á los pies de la cama de su amigo, y no vió más
que un paño sedoso, y encima unos zapatines muy tiesos, que parecían
los de Tristán. En el suelo había unos candelabros enormes con velas
encendidas. Dió la vuelta á la cama, muy curiosa, se acercó, y el
espanto dilatóse en sus ojos dorados y apacibles.
Tristanito se había vuelto de cera; estaba acostado sin almohada, y
tenía las manos cruzadas sobre el pecho como si estuviera rezando.
Le llamó en voz de «escucho»:--¡Oye,... Tristán, Tristán!... No
respondía... Se empinó para tocarle... ¡Qué miedo tan terrible!...
¡Virgen santa; Tristán ya no era un niño; era una piedra, una piedra
de hielo que dejó dolorida y temblorosa la manita de Lali!... Lanzó
la niña el puño de flores sobre el muerto, y corrió hacia la puerta
mirando siempre con terror al nene. Detúvose allí un instante con rara
fascinación; parecíale que Tristán se había movido... Tal vez quería
hablarla y no podía; acaso pugnase por decirle adiós entre la dureza de
sus labios amarillos...
Una piedad enternecedora se levantó en el pecho de la niña. Todo el
sol de sus ojos, velados de lágrimas, cayó como una ardiente despedida
sobre el ángel de piedra; alzó su mano en traza de saludo, y suspiró,
aterrada y doliente:--Adiós Tristán... ¡Adiós!...


XXIII

No había llegado aquel «mañana» en que Rosa le contase á la señorita
el secreto indicado en el jardín una noche de sueños y de luna. Desde
que la muchacha poseía otro secreto profundo y hermoso como el mar, el
suyo parecíale tan miserable y feo, que ya no osara nunca revelarle.
No pidió María cumplimiento á la tímida promesa de la moza, y ésta se
dedicó á estudiar y sorprender, con verdaderas ansias, cosas admirables
en el rostro angelical de la señorita.
Tales progresos hizo en sus observaciones y tanto interés tomó su alma
buena en aquellas sutiles adivinanzas, que, valiente y sufrida, como
la mujer que tenía por modelo, se propuso cumplir su destino humilde,
con intrepidez virtuosa, quebrantando de raíz todas las tentaciones
violentas que la seducían.
Serena y firme en aquella resolución, abrió la ventanita de su cuarto
á las cantigas de la ronda aldeana, que á menudo cruzaban el camino
y se detenían á la vera del palacio... Ya los rondadores no cantaban
allí coplas hirientes, ni amargas rimas de traiciones y celos; ya
Manuel, el recio mozón siempre enamorado de la doncella, primoroseaba
cantares tocados de esperanza, en las noches de ronda; y al través de
una expresión pensadora y triste, la joven había recobrado su dulce
sonrisa y su aire tranquilo. Vientos de resignación y de paz soplaban
suavemente sobre las inquietas pasiones de la muchacha, cuando Gracián
Soberano se presentó en el valle en busca de su familia, ya crecido
Octubre y adusto el tiempo. Llegó como un huracán el señorito; pareció
entrar con él una loca brisa del desconcierto y el bullicio del
mundo; dentro del palacio silencioso y viejo, allí, en aquel rincón
de la vega, donde todavía hallaban un eco los gemidos de Tristán,
donde todos los semblantes mostraban huellas de melancolía, bajo un
cielo nublado, dosel de veredas solitarias y huertos asolados...
Gracián, con su atavío elegante, su voz sonora y su risa musical,
sacudió audazmente aquella existencia pasiva y mustia de las dos casas
vecinas. Nadie preguntó de dónde llegaba el fantástico viajero, y sólo
él hizo preguntas, persiguiendo noticias que en la ausencia no le
contaron las cartas insignificantes de su esposa. Nada nuevo averiguó
Gracián, aparte la muerte de Tristanito, pero volvieron á nacerle
inquietudes molestas ante las trazas de misterio y de encanto que
viera en su mujer. Traía el caballero muy señalado su petulante tipo
de conquistador, como si buscase desquites de algún íntimo fracaso en
amorosa lid. A fuer de entendido, en aquella ocasión honró á María
con sus preferencias galantes, olvidando, sin duda, lo extraña que
ella quería vivir á tales obsequios. Y para distraer las desazones
que le causaba el frío desdén de su esposa, acordóse de Rosita,
compasivamente. Concediéndola merced de una bella sonrisa, la acechó y
la dijo, con galán imperio de vencedor:
--Mañana por la tarde, desde las cuatro, te espero en el molino de
Santacruz... estaremos solos.
Ella, confusa y agitada, sonrió sin responder, y el señorito se quedó
muy seguro y satisfecho de sus planes.
Aquella noche era noche de ronda, por fortuna. Cuando los mozos se
detuvieron al pie de la ventana de Rosita, rasgó el silencio del paraje
un cantar ufano que rezaba:
«Tengo pena y alegría,
tengo dos cosas á un tiempo;
cuando la pena me mata
la alegría dame alientos...»
La copla parecía inventada por un poeta sabio y animoso, un rústico
poeta que con la voz llana y firme del rondador, deslizó su sana
filosofía en unos cuantos corazones á la vez, desde los muros del
palacio. Quedaron las estrofas valientes mecidas en la quietud de la
noche sobre los callados dramas escondidos en aquel rincón del valle
montañés, y más de un pecho suspiró conmovido por la rima alentadora,
mientras Rosita llamaba quedamente á Manuel para decirle que á la tarde
siguiente la esperase camino de Santacruz, al salir de la vega.
Y aquel día de citas misteriosas, fué muy raro el aspecto de la
muchacha, que anduvo inquieta y zozobrante detrás de la señorita,
mirándola mucho, hablándola sin tino y sin necesidad; besaba á Lali
á cada momento y tenía en la voz un nudo de lágrimas que la hacía
balbucir y truncar las frases. Al medio día, entró furtivamente en
el cuarto de la señora y colocó un papeluco encima de la mesa; era
un adiós ferviente y noble en que, expresando su gratitud á la dama,
disculpábase de hacer su despedida en aquella forma, por la mucha
pena que sentía al partir; contaba que la llamaban sus padres y que
había decidido volver al pueblo para no dejarle ya nunca, tal vez para
casarse... La carta era incoherente y tenía borrones do llanto; cuando
llegó á manos de María ya Rosa caminaba al lado de Manuel por una
agreste vereda empinada hacia el monte.
Pasmado iba el zagal, que nunca imaginase tan completa su dicha.
Mentaba él proyectos de la boda, sin que Rosa dejase de sonreir y
hablarle con benignidad; y aunque era cierto que ella tenía los ojos
húmedos y empañada de pena la palabra, por su gusto iba al pueblo,
asegurando que en él iba á pasar toda la vida...
Para escalar la sierra hasta el poblado, menudo y pobre, donde nacieron
ambos caminantes, había que pasar, precisamente, por el molino de
Santacruz, propiedad de la casa de Ensalmo, lugar de mala nota en los
contornos, por servir de guarida, con frecuencia, á caprichos infames
de Gracián.
Temblaba Rosa cuando puso el pie en el tablón crugiente tendido sobre
el cauce molinero. El agua bienhechora iba cantando con galantes
murmurios de caricia, y el cielo entristecido de Cantabria lloró una
lluvia leve y dulce, como riego de flores. Detrás de los viajeros se
sentía el ruidoso galope de un caballo, y Manuel, dominando la vega con
su aventajada estatura, miró y dijo que el señorito Gracián venía por
allí.
--Vendrá al molino--murmuró Rosita, pálida y afanosa; y apresurando el
paso, con pretexto de la nube, ganó el «ansar», al lado de su novio,
antes de que el caballero les alcanzase.
Entre los alisos deshojados buscaron la senda brava trepadora del
monte, y, ya subiéndola, ambos volvieron hacia el valle la cara.
Manuel, indiferente á la dulzura de los llanos y á la mansa vida de los
valles, sólo tuvo atención para decir:
--Al molino venía el señorito.
Tendió el brazo señalándole.
--Mira; dejó suelto el caballo, y trae la llave de la puerta... Se
conoce que viene «de caza»...
--¿De caza?--exclamó Rosa.
Y el gañán, sonriente:
--Ya sabes que es mocero--repuso--, tendrá cita con alguna infeliz... A
ti, por respeto á la señora, no te habrá cortejado, ¡que si no!
Turbada y descolorida se quedó la joven, mirando con demente afán al
señorito que la esperaba, seductor y garboso, bien ajeno á su fuga.
Espesándose la lluvia en la montaña, una niebla torva cerraba el
horizonte, descendiendo hasta el llano en calmosa nube, como un rocío,
como una bendición.
El camino serrano, confuso y mazorral, se embravecía, brindándole á la
moza la imagen bárbara de su vida futura. Allá abajo ondulaba la tierra
blanda y fácil, y cantaban las aguas entre alisos, mientras el hombre,
ideal para la moza, estaba atento á la cita de amor...
Puso Rosita en los ardientes ojos una inmensa ambición hecha pedazos, y
su mano gentil, de ciudadana, hizo una breve cruz sobre la frente que
latía en cruel borrasca de pensamientos. Dió cara al monte, y afirmó
sus delicados pies sobre cantos y abrojos con fiereza.
Manuel, con su palo formidable, trataba de abatir la bravura del
camino... Ambos, mudos y lentos, se esfumaron en la gris cerrazón de la
montaña.


XXIV

Tormentosa aquella lunación, que nacía sobre la tumba de Tristán,
clamaba el viento en los «ansares» desgajados, y las nubes, bajas y
ceñudas, tendieron sobre la vega inclementes augurios.
Atardecido apenas, Diego vió flotar en el huerto de María un traje
señoril; bajó á perseguirle, y un minuto hablaron los enamorados á
la lívida luz de aquella hora. El breve coloquio rompióse en quejosa
palabra, que parecía ensombrecer más el cielo, dilatando el horizonte
en una inmensidad de pena.
--¡Adiós!...
--¡Adiós!...
Quedo la despedida palpitando en el silencio, suspensa entre las
sombras, como trágica rasgadura de carnes ó supremo tremar de
corazones...
Lo mismo que si huyera, perseguido de atroces amenazas, partió Villamor
al día siguiente, muy temprano.
Tomó un tren hacia la capital montañesa, donde necesitaba arreglar
algunos asuntos relacionados con su expatriación, y, aquella noche,
volvería á cruzar por última vez su valle nativo, en viaje á La Coruña,
para salir de allí con rumbo á la Argentina en un buque inglés, próximo
á zarpar.
Sostuvo Eva una lucha terrible entre su vanidad y los deseos de
suplicarle á su esposo confianza y compañía. Hubiera querido irse con
él, abrazarse á él, pedirle por favor un poco de cariño. Pero en sus
labios el freno del orgullo atajó las palabras; y volaron las horas,
y la tragedia de aquellas vidas, jóvenes y fuertes, se consumó en
silencio cruelísimo, sin el santo rumor de lágrimas y besos, que en los
grandes dolores canta un himno de paz consoladora...
Humano y generoso el artista, le dejaba á su mujer medios para esperar
nuevos socorros suyos, y libertad para residir donde quisiera, pero
esto, que, unos meses antes, era todo el afán de la ambiciosa, al
presente le causaba inquietud y desconsuelo. Viendo cómo aquel hombre
se alejaba, tan solo, tan triste, tan vencida la frente genial y
juvenil, una piedad doliente y nueva se despertó en el pecho de la
esposa. Quedóse hundida en pensamientos negros donde brillaban súbitos
resplandores de pasión. Una solicitud de hogar, una entrañable ternura,
tomaban su corazón, tan ocioso y baldío para el bien. Con desvelos de
madre se acordaba de lo mal preparado que iba Diego para una larga
travesía. Llevaba un equipaje mezquino improvisado en pocas horas...
Miró sobre su falda unos billetes que representaban, de seguro un
sacrificio heroico, un acto de nobleza que ella no merecía.
Clara luz de los cielos alumbraba sus pasados errores; se confesó
culpable; tuvo remordimientos y cuidados amorosos, tuvo, al fin, olvido
de su merecida desgracia para pensar con pía compasión en la injusta
suerte de su marido. Y lloró mucho, con un dolor hondo y sincero, como
aquella tarde que viera la amenaza implacable sobre la frente pura de
Tristán. Padecía un olvido de todo, lo que no fuése su arrepentimiento,
cuando entró Lali, diciendo entre sollozos:
--Mi mamá no parece... se ha marchado...
Eva se levantó estupefacta.
--¿Que dices?... ¿se ha marchado?... ¿con quién?--inquirió con la
sospecha encendida en los ojos y en la voz.
--No sabemos--decía la chiquilla, asustada y gimiente.
En la puerta apareció Gracián, que sin previos saludos ni preámbulos,
dijo en tonos teatrales:
--Ya sabrá usted que mi mujer ha desaparecido.
En el colmo del estupor, Eva cubrióse la cara con las manos y pudo
balbucir:
--Pero, ¿es de veras?
--De veras me parece: muy temprano, la vieron ir sola por el camino
de Santacruz, ella que no sale jamás... Es la una de la tarde y no ha
vuelto; la hemos buscado inútilmente... he mandado por los alrededores
emisarios; nadie la encuentra...
--Yo sé quien la encontrará--exclamó bruscamente Eva, con desatada
amargura.
--¿Quién?--preguntaba Gracián, curioso y un poco demudado.
--Mi marido.
--¡Villamor!--pronunció el caballero, deteniéndose en aquel nombre con
trazas de haber dado en la clave de algún enigma. Y añadió con más
sorpresa que indignación y duelo:
--¡Quién lo hubiera creído!...
Después, disimulando su pasmo y su rabia, con viles bromas murmuró:
--No irán muy lejos, y volverán demasiado pronto. Nada debe asombrarnos
en el mundo, y usted y yo nos podemos consolar... mutuamente.
Se acercó á la mujer, encontrándola hermosa como nunca, con aquel aire
sombrío y helado. Pero ella le detuvo con un gesto de repugnancia,
ordenándole:
--¡Salga usted ahora mismo!
Lali, sin comprender aquella escena clamaba inconsolable:
--¡Madre mía!...
* * * * *
Nubes espesas como las del cielo se amontonaron dentro del palacio.
Doña Cándida, la niña y la servidumbre se confundían en lamentaciones y
en inquietudes, sin atinar con una razonable explicación de la ausencia
de María.
Gracián andaba á tumbos por la casa; recorría después los huertos y
el bosque, y en infantiles pesquisas hurgaba con los ojos los pálidos
macizos y la linde de arbustos, como si la ausente fuera una brisa
ó una mariposa que pudiera volar entre la muerta hojarasca. Todo
eran confusiones absurdas y pueriles delirios en la mente de aquel
hombre liviano. Había aceptado sin la menor resistencia la traición
de una esposa tanto tiempo modelo de virtud, y no sabía si estaba
pesaroso ó le halagaba cierto insano placer, pensando en el ruido de
aquella aventura, que iba á proporcionarle un desafío, un divorcio;
una nueva fase de vida notoria y popular. Ya adoptaba gallardas
actitudes, y elegía mentalmente huecas frases de honor y de venganza y
severas palabras de justicia. Distraíase luego recordando el aspecto
singular de su mujer en los últimos meses... ¡Y cuidado que estaba
encantadora!... ¡Qué tristeza tan dulce... qué reposo tan noble...
qué mirada la suya!... ¡Era un hechizo!... ¿Cómo aquel Villamor,
tan callado y tan serio, lograría enamorarla?... ¡Vaya, vaya con el
poeta!...
Se puso á silbar, y, de pronto, su pensamiento ambulario cayó en Eva
con saña: la muy tonta, ahora quería darse tono de señora formal y
mujer digna; ¡ja, ja, ja!... Toda aquella pamema era despecho de la
conducta de él... ¡No se podía usar tanta crueldad con las mujeres!...
Y la pobre María estaba siendo otra víctima de los desdenes suyos;
olvidada, celosa, quiso vengarse, quiso un poco de consuelo. Volvería,
de fijo, arrepentida, á implorar su perdón... ¡Y estaba tan bella!
Lo peor era el escándalo de la escapatoria... Tendría que batirse...
¡Y que el tal Villamor debía de ser obstinado y valiente, detrás
de su apacible timidez!... Se volvió á preocupar de las posibles
consecuencias de aquel suceso, y erró con pasos inseguros, distraído de
la lluvia que lenta caía. Bailaba el viento danzas otoñales con ropa
de hojas crugientes, y alzaba tolvaneras en los caminos con siniestro
aparato; las nubes corrían velozmente como si fueran á llevar una mala
noticia.
Mirando aquella furia del paisaje, Gracián se refugió en la casona,
entretenido en una fugaz meditación acerca del cambio de las estaciones
y de la veleidad de las mujeres... María, Eva, Rosa... ¡qué sorpresas
tan raras le habían reservado, y á qué cambios tan repentinos y tan
interesantes las había sometido el amor que le tenían!... Se quiso
ufanar de los estragos pasionales que su persona causaba en torno, pero
un jirón de rabia mal cubierta contraía en sus facciones el hábito de
orgullo; y vagamente, con arrastradas ondulaciones de reptil, corrió
entre los criados la acusación que denotaba el semblante violento del
señorito. El nombre de Villamor, unióse «de escaleras abajo», en infame
ayuntamiento con el de la señora... Doña Cándida, que tal rumor oyó,
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