Despertar Para Morir (Novela) - 08

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tormenta de impresiones, bajo la cual temblaban su conciencia y su
corazón.
Sola en su estancia, sola en su lecho, con los ojos cerrados y el
alma abierta, sintióse desfallecer de miedo y de felicidad. Era al
principio su miedo oscuro y silencioso, sin voz y sin imagen, un pavor
inconsciente, con sensación de vértigo; y su felicidad era precisa y
luminosa, era un halago desconocido y puro, que la mecía como en una
hamaca y la cantaba con la voz de Diego romances deliciosos, colmados
de promesas y glorias y alegrías. En su espíritu diáfano aquella dicha
nueva y potente no podía quedar indefinida ni confusa, y así al nacer
ya tuvo un nombre, una forma y hasta un destino; fué la realización
de sus callados anhelos, el sazonado fruto de su corazón, cultivado
en secreta vida de arte espiritual, la recompensa de sus inmerecidos
padeceres. Fué el amor con toda su fuerza, con toda su hermosura; pero
¡ay!, que desde la celsitud de este amor pleno, el vértigo agitaba
sobre María sus alas amenazadoras con un pánico soplo de exterminio...
Enemiga de las sombras, diestra en luchar con los fantasmas de la
imaginación, esforzábase ella en descubrir la traza y origen de aquel
miedo, que la hacía temblar, como una hoja, en la altura sublime de la
felicidad. Miraba en torno, y una luz celeste bañaba su conciencia y
su corazón, ¡corazón y conciencia que temblaban en el baño de luz!...
Aquel terror funesto, ¿de dónde venía? La atracción del abismo le
dió á la enamorada la respuesta. Venía de la tierra, de lo humano...
El peligro era cierto, la amenaza inexorable... ¿Que cómo se llamaba
aquel peligro?... No lo supo María; ¿pecado?, ¿deshonor?, ¿traición?...
No atinó con el nombre, pero lo mismo daba; cualquiera de aquellas
cosas tristes, todas juntas acaso; el espíritu escudriñador y noble
sólo encontró la boca del abismo, el lugar oscuro de donde emergía la
trágica sentencia... ¿De quién era la voz que sentenciaba contra la
inocente pasión recién nacida? Era una voz oculta, atrayente y fatal;
voz sorda y varia, que tan pronto parecía gemir sumisa y feble como
ronca gritar con acentos brutales. Atento, muy atento el oído, María
escuchó la voz amenazante, fijos los ojos en el secreto arcano donde
echa sus raíces el dolor; y acertó quién hablaba con voces poderosas
y altivas, con roncos gritos y gemidos truncados; era la vida, la
naturaleza, cuanto hay en la criatura de miserable y perecedero...
¡Noche trágica y grande! Toda entera la vivió María en lucha denodada
entre luz y tinieblas, triunfando en el placer más exquisito al borde
de una sima de llanto.
Ni una duda, ni una confusión, dejaron su huella sombría en el drama
silencioso de aquella mujer. Ningún mal artificio la envolvió en sus
lazos engañosos, que ella salió valiente á encontrar los riesgos de su
pasión y de su dicha. Segura de que en el amor no se vive sin dolores,
escogió de éstos los más puros, y sobre la santa desgarradora de su
carne joven y hermosa señaló á su corazón un camino blanco y triste,
una alta senda de sacrificios y renunciamientos.
Guardaría su amor como una joya espiritual, en avaro secreto, todo para
ella, ¿qué otra cosa más suya, más eternamente suya que aquel fuego
sagrado encendido en su corazón?... Así oculto el tesoro, nadie se le
podría dañar ni perseguir, y aposentaría en su pecho, hasta la muerte,
aquella gran tristeza, llena de extraña dicha...
Alboreciendo ya, por el balcón entreabierto al aire libre de la sierra,
penetró la claridad, tímidamente, en el hondo aposento de María.
Del huerto y de las campas la ofrenda del aroma se deslizó también
hasta el dormitorio, y adquirió la beatitud de la alborada una inocente
expresión de plegaria infantil.
Por cumbres y veredas montaraces las esquilas sonoras del ganado
dejaban una estela de vida brava y saludable.
La campanita aguda de la Virgen del Camino tocó el _Angelus_, y la
mañana, desembozándose sobre la vega en lánguido desperezo, quedó
mecida en un místico acento de oración.
Rezó María al son de la campana, incorporada en su lecho, con las
rubias trenzas flotantes y la mirada llorosa.
Su ruego, triste y dulce, tenía arrullo de lágrimas, fervores de
alabanza y de resignación, cálidos tonos de jurada promesa. Apenas le
pronunció, el gozo de la paz descendió sobre ella y su alma, sana y
fuerte, se apacentó á la luz de un divino consuelo.


IV

Alto el sol en los cielos, sintió María en sus manos, tendidas sobre la
colcha, unos besos muy dulces y mimosos. Despertó sobresaltada... Le
tembló en los labios un nombre, en pugna entre el sueño y la realidad;
y, ruborizada, toda estremecida, miró alrededor. Los besos eran de
Lali, que la contemplaba sonriente, en una larga caricia de sus ojos
dorados.
--¡Hija mía!--murmuraron los labios temblorosos, y Lali quedó envuelta
en abrazo frenético.
Sorprendida la nena por la vehemencia de aquel abrazo, preguntó:
--¿Me quieres más que ayer?
--Siempre más, ángel mío... ¡Si tú supieras cuánto!...
Abrió la niña anchamente los ojos, con gentil mueca de placer, diciendo:
--¡Qué gusto que me quieras así!
Besó otra vez las manos de su madre, trémulas todavía, y alzando sobre
ella un dedito muy mono y chiquitín, la riñó:
--¡Dormilona; son las once del día, y tú en la cama!
Corrió al balcón entornado, y abriéndole, traviesa, el cuarto se llenó
con sol de cielo y con sol de los ojos de la niña...
En la región abrupta de Cantabria el gozo del verano, breve y único en
la naturaleza, se viste de alegría salvaje que arrebata y conmueve,
por lo extraña en un país donde, igual que las almas, valles, montes y
cielos tienen siempre un halo de pesadumbre, una luz de crepúsculo y
ensueño que parece trenzada con lágrimas y nieblas por el ángel de la
melancolía. ¡Y hasta en el pleno triunfo del estío, con el atardecer y
la alborada, la cántabra tristeza se estremece en los paisajes y los
corazones!
Nimbó á María el esplendor de julio radiando en su aposento, y poseída
del inmenso alborozo de la hora, sintió que su existencia se llenaba de
sol.
La pareció la vida nueva, dorada y sonriente como las pupilas de Lali;
el valle era distinto, un valle de leyenda y fantasía, quimérico
lugar donde las más acariciadas ilusiones tomaban forma y nombre en
realidades llenas de poesía y sentimiento...
Tan bella como nunca, con fulgores de pasión y de heroísmo en el
semblante, acudió María, horas después, al proyectado paseo de la
jornada.
La víspera habían convenido Diego y Gracián en ir hacia Reinosa, por
las hoces, que Eva no conocía.
Salieron á las cinco de la tarde, cuando ya en el hondo camino que iban
á seguir había caído la sombra huraña de la cordillera.
En un grupo amistoso iban los cuatro, y hubiérase podido suponer que
la dama morena y el galán caballero que la codiciaba, se divertían
audazmente á costa de la señora rubia y el poeta, á juzgar por algunas
miradas y sonrisas, algunas frases dobles y mordientes, saturadas de
malicia y desdén.
Pero difícil era imaginar que detrás de la apariencia inofensiva de
los don burlados, palpitaba una historia de gallardo amor, que era
el tremendo desquite, la venganza providencial y magnífica de aquel
mezquino antojo de Gracián y aquella loca vanidad de Eva.
Percatados de la mundana broma de que eran objeto, Diego y María
saboreaban el encanto sutil de tener en sus manos el castigo de aquella
burla tan vulgar y frívola; porque la posesión de la venganza que no
se ha buscado ni se realiza, es un fino placer que no desdeñan los más
delicados temperamentos... Grano de sal ática y sabrosa que sazona la
vida, ¿á qué espíritu luchador y noble le habrá sido extraño?; en la
eterna farándula del mundo su sabor agridulce pone siempre una amarga
sonrisa de escepticismo, una mueca de piadosa ironía en las más bellas
almas, bajo los apacibles antifaces...
Gracián, el poderoso, estaba ajeno de tener á su lado un goce superior
que jamás gustaría. Ponderando la majestad augusta del paisaje, se
encaró con Diego para decirle con protector acento algo insidioso:
--El ruiseñor montañés debiera de cantarnos esta hermosura espléndida...
Ya no era Diego el tímido doncel á quien Gracián confundía con
sus ojos dominadores y su oratoria relumbrante; miró al buen mozo
fijamente, y contestó muy serio:
--Estoy cantando.
--Pues no oigo nada...
--Porque estará usted sordo para ciertos cantares--dijo Diego con tal
entonación que á Gracián se le quedó helada entre los labios una blanda
sonrisa mofadora.
Para disimular su desagrado preguntó á las damas:
--Y ustedes, ¿oyen algún cantar?
--Yo también estoy sorda para cánticos--murmuró Eva á media voz.
María, un poco pálida, se estuvo silenciosa, tal vez escuchando la
cantiga secreta; y por iniciativa prudente de Gracián, la conversación
tomó distinto rumbo.
Pero quedó algo tirante la cordialidad entre los dos señores. Por
encima de su carácter sereno y retraído, Diego devolvía á Gracián
burlas y sátiras, en ataque certero más que en defensa tolerante.
Gracián se reportaba cortésmente, como si en clase de rival afortunado
quisiera mostrarse generoso con su víctima. Y á cada momento miraba al
poeta con menos osadía, con el vago recelo de que aquel hombre fuése
más que un ruiseñor, acaso un ave altiva con garras temibles, como
los azores que rasgaban el espacio sobre aquellas montañas altaneras,
encumbrando la gloria de sus giros hasta el celaje remoto.


V

El paseo fué largo, á través de una senda tortuosa y trágica que Diego
conocía. Los accidentes de la vereda brava sobre el río, desatado en el
cauce profundo de las hoces, se prestaron complacientes á los íntimos
coloquios del amor y la tristeza y también á los vanos juegos de la
coquetería y el capricho.
Eva y Gracián parecía que llevaban prisa; se adelantaban de sus
compañeros con tanta ligereza de paso como de conversación y
sentimientos. Iban veloces, impacientes, livianos. Cuando se habían
alejado largo trecho de la otra pareja, deteníanse un momento á
esperarla, y sin llegar á reunirse con ella volvían á correr sobre el
camino, encorvado y peligroso, encima del Besaya, que gemía en hervores
torrenciales.
María y Diego caminaban despacio y abstraídos en el lenguaje de sus
corazones, que subía á los labios, á los ojos, á la cumbre dorada de
la cordillera y al mismo cielo, luminoso y puro, para bajar después,
tremante y angustiado, al fondo del torrente, estremecido en sus
crenchas de verberantes espumas.
Fué María la más diligente y animosa para romper el encanto de los
primeros instantes de soledad, en que entablaron las miradas un mudo
lenguaje de inquietud.
--Es necesario--dijo, con un treno dulcísimo en la voz--que ya no
hablemos nunca como anoche.
--Entonces me condenas á no verte jamás.
--No; que hablaremos como hermanos y amigos.
--¿Lo exiges?
--Te lo ruego.
--Para obedecerte será preciso que huya de tu lado.
--¿Tan poco valor tienes?
--A veces el huir es una hazaña de valor y honradez.
--¿No decías que era posible un amor sin delito entre los dos?
--Ayer habló el poeta; hoy el hombre no teme al amor absoluto que tú
llamas delito, pero el caballero tiembla al pensar que su pasión arroje
una sombra, un dolor nuevo sobre tu santa vida.
--Sí, sí; dolor y sombra, y pecado también, nos amenazan, Diego.
--Amor de este linaje todo lo ennoblece y Dios lo mira con piedad; al
mundo temo, y le temo por ti.
--A una mujer que atropella su honor, que falta á sus deberes, ni Dios
ni el mundo pueden perdonarla.
--El honor... el deber...--murmuró Diego--mi conciencia vacila en
esta lucha atroz de sentimientos que pugnan con todas las arraigadas
creencias de mi vida, y estoy odiando ese montón de leyes y
convencionalismos que atan un corazón á perpetuo yugo sin dejarle más
esperanza que la muerte.
--Son decretos del cielo los que atan así los corazones--protestó María
con mansedumbre.
--No; son absurdos lazos con que el mundo encadena. El amor es un
sentimiento que nace libre por ley divina.
Una llama de ansia rebelde prendióse en estas frases, y la mansa voz
imploró desgarradora:
--No hables así, por compasión; tus palabras atraen como la sima. Al
escucharte, el vértigo me envuelve y me sacude, y me invade una loca
tentación de lanzarme á las regiones de esa pasión desatinada que
oscurece conciencias y caminos, y vuelve las creencias al revés... Tú
no querrás perderme, condenarme, hacerme llorar siempre sin consuelo...
--¡No, no, jamás!--prometió el artista con vehemencia ardorosa.
Estaban en un tajo del sendero florecido en las peñas. Abajo, muy
abajo, el río sollozaba entre juncales, despeñado en el fondo de las
hoces.
--Mira--dijo empañecida la suplicante voz de la mujer--, mira cómo
atrae esa hermosura trágica del torrente, esa profundidad de la sima
con misterio de tumba... Oye cómo las aguas parece que dan gritos y
nos llaman para contarnos un atroz secreto... A poco que estuviéramos
mirando, curiosos como ahora y anhelantes, el vértigo nos empujaría y
no habría salvación para nosotros.
Y una mano, frágil y nítida como las espumas del Besaya, tendíase
hacia el precipicio en profético ademán.
Diego, espavorecido, se apoderó con fuerza de la mano breve, la detuvo
en las suyas protectoras, y ofreció con acento seguro:
--Haré lo que tú quieras, lo que mandes, no pienses en peligros ni
en desgracias que te vengan por mí. Mañana regresaré á Madrid con el
pretexto de alguna urgencia literaria; activaré los preparativos de mi
viaje á América y en septiembre me embarcaré.
--Sufrirás mucho--se lamentó la enamorada triste.
--Eso es lo que deseo: sufrir hasta desgarrarme las entrañas, y
saborear el excelso placer de vivir muriendo por amor tuyo.
--¿Tanto, tanto me quieres?--averiguó temblando el clavel de la boca de
María.
Con abrasada voz, exclamó Diego:
--Con un amor tan fuerte y decisivo que lleva dentro todos los amores
divinos y humanos... Te quiero como quise á mi madre, como adoro á mi
hijo, como venero á Dios... y además, más todavía... mucho más.
Palideció el clavel de los labios preguntones, al proferir:
--Calla, calla; blasfemas...
Pero la voz de fuego, interrogaba.
--Y tú, ¿me quieres mucho?
Quedó muda la boca roja y dulce, y al cabo de un silencio torturante,
respondió con firmeza:
--Sí; te quiero también inmensamente.
Diego, transfigurado, fervoroso, murmuró:
--Pues no llores, no padezcas sin buscar las dulzuras benditas del
dolor. Tenemos en nuestros corazones el secreto de la felicidad, que no
consiste en una bienandanza pacífica, sino que es el ejercicio de todas
las facultades del alma, la lucha heroica de todos los sentimientos, en
torno á una gran pasión... Sólo aquellos que aman mucho saben lo que es
felicidad...
--Y aunque pasen los años--dijo ella, avara de la prometida ventura--,
¿me querrás siempre?
--Para los sentimientos eternos el tiempo no existe, y el mío es de los
que alcanzan más allá del tiempo y de la muerte.
Cayeron estas graves palabras del poeta en el hondo misterio de la sima
y se acordaron con la eterna canción de las aguas, con esa estrofa
inmortal que rueda por el mundo en cadencia de plegarias, arrullos
y sollozos, besos interminables, y silbos desesperados de agonía;
porque tal vez sea la voz humana á quien Dios ha confiado la misión de
perpetuar toda la poesía, el dolor y la gloria de los grandes amores
que pasan por la tierra peregrinos y errantes en las almas...
La tarde moribunda se recostó á la sombra de los montes.
Eva y Gracián hicieron por fin un alto decisivo para entrar en la
vega con los rezagados paseantes. Marchaban los cuatro en extraña
conturbación, como si llevasen el peso de una noticia sorprendente...
En tan rara actitud les halló la luna al asomarse al llano; la luna
llena, que mostraba en la redonda faz un gran asombro...


VI

Un beso muy largo á su hijo, y á su mujer un ruego así:
--Quisiera que me dieses á menudo noticias de Tristán.
--Pero, ¿vas de viaje?... ¿Cuándo?... ¿A dónde?--preguntó Eva, atónita.
Y Diego, con voz sin inflexiones ni matices, dijo:
--Mañana, en el correo que pasa por Santacruz á las ocho, vuelvo para
Madrid. Entre los periódicos llegados encuentro ahora una noticia que
me fuerza á marchar.
--¿Volverás pronto?--insinuó, queriendo ser amable, la señora.
--Ya veremos--repuso el desertor evasivamente. Y no hubo medio de
hacerle dar más explicaciones sobre su repentina determinación.
En vano Eva mariposeaba en torno del viajero mostrándose solícita para
ayudarle en sus preparativos. Él, mudo y serio, diólos por terminados
con presteza y se retiró á su cuarto sin más despedida que decir:
«adiós», levemente.
Una hora antes, al dar las buenas noches en el jardín de Ensalmo, toda
su alma se ofrendó á María en una llama intensa de los ojos y en un
acento roto de la voz.
Fingiendo inesperada la partida, dejó Diego en su casa un recado
despidiéndose de los señores vecinos, y María vió con impasible rostro
la chanza con que Gracián comentarió el suceso, á la siguiente mañana,
calificando de fuga aquel viaje. Tan alta risa armó, y mostróse
tan despreocupado en sus burlas y alusiones, que los ojos azules y
apacibles se clavaron en él un largo rato, fijos, fijos y desdeñantes
con una expresión que obligó al osado á pestañear con cautela, como si
el sol le diese en la cara de lleno.
Después de haber evitado con precaución el dardo lancinante de aquella
mirada, por dos veces seguidas se volvió Gracián á contemplar á su
mujer, dudando si lo que en ella le sorprendía era altivez, amenaza ó
desprecio. Lo que fuése le sentaba tan bien á la dama rubia, que su
esposo, mirándola, añadió á la sorpresa del descubrimiento una desusada
admiración; y aunque la quiso hablar galante y fino, ella se alejó
lentamente con traza distraída. La blancura espumosa de su bata dejó
flotando en el pasillo oscuro una nota gentil, que se llevó prendidas
las curiosas pupilas de Gracián. Luego que se esfumó el encanto de la
silueta, aquellas pupilas, confusas en la sombra, dejaron reflejar un
pensamiento vanidoso que expresaba:--Acaso María será capaz de sentir
celos... Y una sonrisa dilatada y feliz, glosó este comentario.
A la misma hora, Eva desgranaba en sus labios burlones un gesto cruel
de satisfacción, suponiendo, como Gracián, que Diego se marchaba
celoso y lastimado y que María estaba muy cerca de sentir un tormento
semejante.
Entretanto, el poeta se alejaba sumiso á uno de los dolores más vivos
del amor: el de la ausencia.
Otra vez era esclavo Diego, pero ahora con una esclavitud definitiva
y solemne de cuanto había en él de más escogido y envidiable. Aquel
amor de ensueño y de nostalgia había madurado insensiblemente al sol de
las penas, y ahora se mostraba en toda su razón y plenitud, revelado
y confeso en el abandono de la ocasión tentadora. La fuerza interior,
la ansiedad espiritual que habían llevado á Diego á ser poeta, hacían
explosión en el sentimiento impetuoso que le llevaba hacia María.
Bajo la apariencia tranquila de aquel hombre, un alma tempestuosa y
romántica saciaba sus voraces deseos en el fruto sabroso de aquella
pasión. Tan fuertes eran los anhelos de aquella alma descollante y
bravía, que no se los aplacaron ni el arte, ni la gloria, ni el dolor.
Ahora, su inagotable ternura hallaba cauce cumplido, y se desataban
en ambiciones inmensas. Las incertidumbres, las prohibiciones, los
deseos contenidos, las cadenas inquebrantables, encendían, castigaban,
depuraban aquel amor, y le convertían en la más alta y sutil felicidad.
Pero, al mismo tiempo, todas aquellas zozobras y aquellos obstáculos
asaeteaban el corazón del amante en un suplicio violento. Huía la
tierra, su amada tierra de Cantabria, puesta ya entre él y María como
una barrera; luego, montes, ciudades, llanuras, iban á separarlos; y
por si esto fuera poco, el mar inmenso y misterioso, como sepultura del
mundo, se tendería en medio de los dos, para siempre quizá... Bajo la
punzada dolorosa de esta idea, todas las hieles posadas en el corazón,
todas las humanas rebeldías se levantaban contra Diego para hacerle
desear aquella mujer que era su única ventura. Contemplábala cada
vez más admirable, llena de sentimiento y de gracia, de ternura y de
piedad, arrebatada por la ardiente pasión que les unía, viviendo dentro
de él con el alma y el pensamiento, pulcra y castísima como la paloma
de San Juan de la Cruz, y le parecía que desear la dicha encarnada en
aquella ideal criatura, era en él legítimo y santo.
Para más refinado martirio de la ansiosa fiebre de amor, el tren,
después de correr como un loco por las entrañas de los montes,
asomábase una y otra vez al diminuto valle, donde se erguía, con
señorío de reina, la casa de Ensalmo, junto á la casita de Villamor.
Colgado el camino férreo sobre las bravas hoces, en revueltas
inverosímiles y temerarias, por tres veces pasó el convoy encima de la
estación de Santacruz. Subiendo, subiendo siempre empinadas laderas,
atravesando túneles y salvando precipicios, volvía á contemplar, en
una y otra curva ascendente, la vega amable, tributaria de la noble
casa de María. En un balcón, circundado de rosas, distinguió Diego
perfectamente la figura esbelta de su amada... Aquél era su dormitorio,
aquél su cuerpo grácil, envuelto en un ropaje blanco... Era ella, ella
misma, que perseguía al tren con sus ojos azules y clementes; ella,
que alzaba en el copo de nieve de su mano un albo lienzo para decir:
Adiós... Adiós...
Todo el profundo lecho del Besaya estaba señalado con una neblina
triste y leve que á Diego le parecía nube de llanto. La mañana era
pálida y dulce, de cántabra hermosura melancólica.
La mano vacilante del poeta respondió en la ventanilla, agitando un
pañuelo, al adiós que le enviaban desde el trono de rosas del balcón...
Penetró el convoy en un túnel tenebrario, y después de una carrera
negra y silbante salió á un llano espacioso, dejando atrás las
imponentes hoces de Bárcena y la vega tributaria del solar de Ensalmo.
En aquella ancha llanura, que parecía sonreir gratamente á la vida,
sintió Diego una brusca sensación de soledad y de abandono, como si la
humanidad toda hubiese fenecido y él fuera el único superviviente de la
catástrofe.


VII
Tan alta la vi volar,
un águila palomera,
luego la vide bajar
más humilde que la sierra...

En la maravilla y calma de la noche una voz, recia y varonil, lanzó
este cantar derecho á una ventana encendida, que se abría, cual ojo
investigador, en la oscura fachada del palacio.
Era la ventana de Rosita y estaba en el segundo piso, vigilando la
carretera con mucha curiosidad.
Debajo de aquel cuadro de luz, parpadeante como una estrella, se
rebullía un grupo de hombres del campo.
Hasta siete serían, y hablaban quedamente entre gorjas y risas,
escogiendo en su aldeano repertorio de coplas algunas intencionadas,
como la del _águila palomera_.
Arriba, en la habitación luminosa, Rosita sentada en el borde de su
lecho intacto, desvelada y anhelante, escuchaba la cantaleta de los
mozos; y al sonreir después de cada cantar, hubiérase dicho que tenía
los ojos llenos de lágrimas; tanto lucían en su cara morena, húmedos y
tristes.
De pronto el cuchicheo de abajo tomó proporciones de discusión; se
oyeron algunas frases crudas y un juramento rotundo que calmó todas las
voces.
Rosita apagó su vela de un soplo, y se acercó á escuchar, orilla de la
ventana.
Un acento que le era conocido, el mismo que había lanzado el juramento,
profirió con entereza:
--Cantares que «la piquen», sí; pero no que la dañen; ya os he dicho
que la tengo ley...
Un murmullo de avenencia se inició en torno á una copla de despedida,
y, poco después, la ronda de mozos se alejó lentamente, por la cinta
blanca de un camino, que se retorcía entre praderas y bosques, en la
angostura del valle, buscando salida por la hoz profunda, á la par del
río.
Acodóse Rosita en su ventana, y, mirando cómo desaparecía el grupo
rondador, exclamó callandito, con amargura honda:
--Todavía me quiere Manuel...
Después sus ojos, nublados de tristeza, se pusieron á rezar en el altar
solemne de los cielos.
Bajo el rezo sin voz de su mirada, el corazón sincero de la moza se
confesó con Dios, lanzando con valentía un gran secreto al espacio
infinito.
Ella creyó que al rodar en la noche aquel secreto iba á quedar
envuelto en una nube ó preso en una estrella, ó perdido, tal vez, en un
repliegue del firmamento azul.
Pero fué el caso que la contrita confesión de Rosa se extendió por el
cielo con una claridad nueva y extraña que no era de los astros, y que
pudiera ser únicamente luz milagrosa y pura de una conciencia honrada.
Vió entonces, la infeliz, cómo en la luna y en un lucero claro y
rutilante, que ella llamaba suyo desde niña, y en las estrellas todas,
por el terso cristal inmaculado, resbalaba la imagen de su culpa; una
culpa moral, involuntaria, pero negra y odiosa como la ingratitud.
Tremante y angustiada se llevó las dos manos á los ojos cargados de
rocío, del rocío del alma que es el llanto; y después de enjugarlos
con presteza, tornó á mirar ansiosa hacia la altura, creyendo hallarla
limpia de su revelación.
Pero, más claros los cielos de su cara, mejor vieron cómo todo el dosel
peregrino de la noche estaba empañado del terrible secreto de su vida...
Cayó Rosa de hinojos en la media penumbra de su cuarto, y en el
acusador espejo del celaje vió pasar, luminosa y desnuda, toda la
historia de su traición.
Era cierto que, olvidando gratitud y lealtad, como una loca, amaba
tiempo hacía al señorito Gracián, al esposo de la mujer tan santa como
bella que había sido su ángel protector años enteros.
Aquella pasión desordenada, nació de sus aficiones á seres y cosas
brillantes. De amar lo portentoso y deslumbrador, llegó á enamorarse
del hombre más galán de cuantos conocía, de aquel afortunado y apuesto,
osado y triunfante como ninguno de los que la moza viera.
Cuando quiso pensar la sin ventura que aquel caballero podía ser para
ella, perdición solamente, causa cierta de ingratitud y deshonor, ya
era tarde, ya la pasión fatal se había ganado corazón y sentidos, y un
incendio de amor le consumía con llama inextinguible.
Pero esta cuita, tan dolorosa y grave, no era un pecado para el ánima
en pena de la moza.
Fué lo tremendo en el percance aquel, que anduvo ella propicia y
diligente para hacerse notar del señorito; el cual, muy atareado en
diversos problemas de su vida, apenas se había detenido á confirmar que
la doncella era guapa, según él, á la vez que _Nenúfar_, lo había dicho
allá abajo en la playa, siendo Rosa una niña.
Sin duda el mismo Lucifer le inspiró á la muchacha perversos planes,
que sin meditación ni consciencia fueron puestos en práctica audazmente.
Ella, que sólo de cuidar á Lali tenía obligación, mostrábase solícita
para entrar en el cuarto de Gracián con hábiles pretextos, y servirle
con una asiduidad tan extremosa como llena de pérfidas coqueterías.
Y el ángel que guardaba á Rosita fué, de seguro, quien preocupó á
Gracián con tan arduos asuntos económicos, ó tan altas conquistas
amorosas, que sus muchos cuidados le pusieron una venda en los ojos.


VIII

Pero el ángel, al cabo, se cansó de tomar precauciones salvadoras en
favor de la pobre enamorada, y el caballero la miró de pronto, con la
sorpresa de encontrarla nueva para su admiración y su codicia...
Rosita se quedaba asustada al recordar ahora, con una claridad
mortificante, los esfuerzos que hizo para producir en Gracián la
admirativa sorpresa... ¡Qué atrevimiento el de aquel peinado ondulante,
hecho con tenacillas y postizos... Pues, ¿y la blusa azul, toda calada
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