Despertar Para Morir (Novela) - 11

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diaria visita á la señora del palacio.
La zafia sirviente del poeta contó que el señorito había llegado en el
tren de la noche, sin preguntar por la señora ni por el nene, porque
sabría, sin duda, que no estaban en casa... Contó que apenas comía el
caballero, que hablaba solo y que le daba gran tarea á la pluma.
Para Tristán fué una sorpresa alegre la de ver á su padre una mañana
en el balcón, gozando con el asombro de los dos amiguitos, que
corrieron á abrazarle.
Con el franco egoísmo de la infancia, el niño dijo al hombre:
--¿Me traes un caballo?
--No pude... Estaban las tiendas cerradas cuando vine...
--¿Y los versos?
--¡Ah! sí, traigo muchos, para ti y para Lali.
--Versos--dijo la niña charlatana--son unos regloncitos chiquitines que
«caen» bien unos con otros... Son cantares.
--Sí--repitió Tristán con maravilla--; son cantares, y valen el
dinero... lo ha dicho tu mamá.
Villamor escuchaba embelesado el gracioso palique de los nenes, y un
tierno gozo le inundaba, viéndolos tan unidos en la gloria envidiable
de la inocencia.
Sin el ropaje de los disimulos siguió Tristán diciendo sus antojos:
--Papaíto; yo no quiero quedarme en esta casa; vente tú al palacio
también, porque mamá se ha ido no sé á dónde...
--Donde está mi papá--saltó la niña resolviendo el problema fácilmente.
Diego endulzó una sonrisa muy amarga besando á los pequeños, y les dijo
que él se estaría solo y ellos juntos con la mamá de Lali; que le irían
á ver los dos á cada rato, y que todas las tardes les llevaría á paseo
y les haría una visita.
Se quedaron conformes los chiquillos, y cumplieron por su parte el
programa de tal modo, que á cada media hora gritaban á la puerta del
despacho: Abre, que una mariposa se nos muere; á ver si tú la curas...
Que nos cuentes un cuento... Que nos hagas un cantar... Mira, traemos
flores...
Algunas veces encontraban al artista con los ojos llenos de lágrimas.
--¿Lloras?--le dijo Lali en una ocasión.
Y Tristán, conmovido, saltó á los brazos de su padre, murmurando:
--No llores, que ya te quiero mucho.
--¿Y antes no?--preguntó Villamor entre caricias.
--Antes... poco.
--¿Desde cuando me quieres?
Encarnado y confuso balbuceó el niño con elocuente verdad:
--Desde que la madre de «ésta» me ha dicho que eras bueno...
Lali, absorta, miraba aquella escena con sus pupilas de oro dilatadas
en una compasión profunda. Le daba mucha lástima aquel señor tan
triste, que la besaba siempre en los ojos con unos besos cálidos y
dulces, largos, largos... suavísimos. Y el poeta, prendado de la niña,
gozaba sobrehumanas emociones cada vez que la luz de aquellos ojos
entraba en su conciencia, refrigerante y pura, como el sol de los
cielos...
Acosado por un tropel de ideas inefables y ardientes, Villamor quería
condensarlas en renglones felices, en estrofas de gallardía inmortal,
centella de perenne fuego eternizado en el arte con romántica lumbre
de pasión. Quiso poner su alma, deshecha en tempestad, bajo la pluma,
y estrujarla encima del papel, y dejarla en un canto á María ardiendo
para siempre con llamas de gloria inextinguible en el amor infinito. En
sus horas de emoción solitaria, le parecía que todo el universo vibrase
dentro de él, y se quedaba en éxtasis, sin hallar más digna elocuencia
que la del llanto; sus nervios, como el cordaje de una lira inmensa,
se estremecían temblorosos, y las sensaciones le envolvían en olas
de luz, de música y de color. Mas en aquellos instantes de plenitud
vital y estética, no lograba arrancar al corazón sus secretos mejores;
torpe la pluma, remisa la palabra, encarcelados los pensamientos en la
exaltación sentimental, caía el poeta en frenesíes morales, en accesos
de tristeza y de lágrimas, que le llevaron al dintel de la locura.
Entre sus montones de cuartillas rotas en aquel tiempo, sólo alguna por
azar quedó en olvido, menospreciada por la desesperación del hombre
artista, que no acertó á verter en ellas el aroma de su alma.


XVIII

Arbolada como el mar estaba la quinta; parecía que la borrasca de
las olas alcanzase al salón, á la terraza, al jardín ya marchito y
al parque derrotado por el otoño. Bajo la rasgadura de la fronda,
paseábase Rafael nervioso y ceñudo, pisando con cruel complacencia la
crujiente hojarasca. El marqués buscaba inútilmente á su hijo por los
aposentos de la quinta.
--¡Rafael... Rafaelito!--iba diciendo--¿En dónde estás, muchacho?...
Todo se arreglará, no te disgustes. Estas son nubecillas familiares,
caprichos de mujeres...
Abría don Agustín las puertas, atravesaba las estancias, y su acento,
sonoro y reposado, se apagaba entre muebles y cortinas, tapices y
molduras. Al final de su inútil excursión, una vidriera del piso
bajo le permitió ver, peregrina en el parque, la ruin catadura de su
hijo. Fuése el prócer hacia su heredero con prontitud conciliadora y
grata, y en paternales tonos, un poco altisonantes y campanudos, le
habló de transigir con sus deseos de matrimonio; él había hecho las
veces, en obsequio suyo, cerca de las señoras, encaprichadas contra
Luisa Ramírez... Las bodas por amor, eran siempre un asunto poético
y hermoso, digno de simpatía; por eso, como padre y como romántico,
apadrinaba don Agustín los ideales amores de Isabel y Galán...
Nada, nada: dos casamientos «altruístas», dos alardes de aristocrática
insurrección contra los convencionalismos de alcurnias y talegas, ¡y
á ser felices por muchos años!... No olvidaba el marqués aquel adagio
de «casa á tu hija como pudieres y á tu hijo como quisieres»; pero él
también se casó sin más estímulo que el de una pasión desinteresada,
y su felicidad conyugal era un ejemplo elocuente de cuántos premios
reciben en el mundo el puro amor y los nobles sentires.
Extendióse Coronado en otras consideraciones sentimentales, y su
discurso, cómico-lírico, tuvo el don de plegar con difícil sonrisa
el gesto bravo de Rafael. El padre fué diciendo que Isabelita, como
enamorada, habíase puesto de parte del hermano, en defensa de su
boda con Luisa; y que, siendo ya dos en apoyarle contra el parecer
de Benigna y la marquesa, iban ellas cediendo en su oposición, y ya
querían paces francas y prontas con el predilecto...
Todo se arreglaría; las señoras, ya avanzado el otoño y desapacible la
playa, volverían á Madrid inmediatamente, y él se quedaba acompañando
al novio en un hotel de la ciudad para prevenir con solícito interés
todos los menesteres de la boda, á la cual, en el día señalado,
vendrían la marquesa y las niñas; luego, todos asistirían cordialmente
á los desposorios de Isabel, en la corte...
Para que no viajaran solitas las señoras, López, «el buen
López», el amigo constante y bondadoso, se prestaba con gusto á
acompañarlas; quedaríase con ellas unos días, hasta la fecha de la
boda, y en ambos viajes les sería muy útil su compañía... ¿Eh?...
¿Qué tal?...--interrogaba don Agustín muy satisfecho, en triunfo
de proyectos y soluciones. Rafaelito mordíase los labios, entre
compadecido y burlón, y el marqués se le llevó del brazo hacia la casa,
donde fué recibido el heredero con caricias de la mamá y mimos de las
niñas... De Isabel sobre todo, que, hacía un rato, oyera del furor de
Rafael una amenaza:
--Si tú sigues conspirando contra mi casamiento, yo desbarato el tuyo
en diez minutos... Hablaré á papá de tal modo, que, por cándido y ciego
que sea, se opondrá á que te cases con ese...
--Comprendido--interrumpió la avisada señorita; suprime los epítetos,
hermano, y cuenta con mi apoyo... y tranquilízate; nos casaremos los
dos muy pronto... ¡Ya lo creo!...
Isabel y Benigna conferenciaron después de la amenaza de Rafael;
luego, las dos, se encerraron con su madre en una discusión agria y
triste, y, por fin, la marquesa, llamando á su esposo á un coloquio
trascendental, le despidió al instante hecho una malva, ufano en su
papel conciliador en busca del terco Rafaelito, que impusiera ya
definitivamente su resolución de casarse con Luisa Ramírez sin tardar
más de un mes...
Aplacada aquella tormenta familiar, muda la casa en crisis de descanso,
todos los gritos que se oían eran del viento y de las olas, y del
ropaje roto de los árboles.
Pero en la terraza de la quinta estallaba otra tempestad, asomándose
á los ojos profundos de una mujer. Ascuas y tinieblas, relámpagos y
huracanes, pasaban por aquellos endrinos ojos que miraban desafiadores
la intumescencia del mar en su pujante bravura. Olas más crueles que
aquellas del Cantábrico furioso, se deshacían verberantes en el corazón
de Eva.
La curiosidad aciaga, y el despecho que la empujaron hacia la quinta,
en castigo implacable se tornaron, porque Gracián, engreído como nunca
en vanaglorias del rendimiento de ella, la utilizó como estímulo para
lograr á la condesita, y cuando la de Manrique se marchó á Vichy,
segura de no encontrar marido en _Las Palmeras_, él quiso hacer una
pública ostentación de la supuesta conquista, acompañándola en el
viaje, olvidado de cuanto no fuése aquel empeño altivo en afirmar su
fortuna de tenorio. Con la humillante ofensa de Gracián coincidió para
Eva una carta de María, dando buenas noticias de la salud del niño y
añadiendo que, «aunque estaba allí Villamor, ella tenía mucho gusto en
retener al nene á su lado». Aquel regreso, sin aviso ni explicación,
fué para Eva un asombro más en la extraña conducta que á Diego
atribuía. Por primera vez se le ocurrió que su marido, despreciándola
en realidad, se había marchado en un momento de hastío, y regresaba á
disfrutar del valle aprovechando la ausencia de la menospreciada... Era
cierto, entonces, que ya ella no inspirase cariño ni admiración, que ya
no tuviese poder sobre alma ninguna...; que el abandono y la soledad la
ponían sitio con incansable ardid... De nuevo padeció el terror de la
llanura solitaria, el indómito espanto del desierto sin orillas, sendas
tortuosas y estériles donde la fatalidad la empujaba, sola y pobre, sin
juventud y sin belleza, sin poder asirse ni á su propio corazón, que,
callado y cobarde, parecía muerto... El pálido rostro de Tristanito
cruzó por su memoria vivamente, como estrella fugaz en noche oscura.
Al recuerdo del nene, irguióse Eva con indomable orgullo, poniendo
enfrente de su gesto bravo la imagen dulce y bella de una niña.
--Me le quieren quitar--rugió sañuda--; es Lali que le lleva á su casa,
que le tiene hechizado y me le roba... ¡la quiere más que á mí!...
Un maretazo fiero de pasiones agitó á la mujer atormentada por su
propia ruindad. Contemplando al Cantábrico en borrasca, á las flores
en derrota, y aislada su existencia, sin consuelo ni rumbo, llegó á
pensar, obsesa en sus espantos, que Tristán, su único tesoro, padecía
un secuestro maléfico en poder de un hada diminuta con los ojos de sol,
las mejillas de rosas, y la risa arpada; una hechicera, de nombre Lali,
carne de la mujer feliz á quien todos los halagos del mundo le pintaron
un cielo en los ojos de ardiente azul...
Eva quiso volver al valle inmediatamente. Habiendo prolongado su
estancia en _Las Palmeras_ muchos más días de lo que se propuso,
parecía demasiado significativo su deseo de marchar tan pronto
como Gracián lo hiciese; pero la llegada de su esposo la sirvió de
justificante en la repentina determinación. Nadie la detuvo, porque
la vuelta á Madrid revolvía ya la casa de los marqueses en ajetreo
formidable. En aquel regocijo entraba López, frotándose las manos y
mascullando el glorioso «perfectamente» que hizo época en las crónicas
galantes de la playa...
Prendido en las pálidas nieblas de la costa, el Cantábrico,
en furia, se despedía á grandes voces de aquella caravana de
viajeros. Gritos, sollozos, ventadas, salivazos, una acusanza dura
y arrogante mandaba á la ribera la tempestad marina... No de otra
suerte, en salmos inmortales, nos cuenta el Evangelio que al pueblo
escandaloso:--_Avergüénzate, ¡oh Sidón!_--le dijo el mar...


XIX

Tristanito tenía mucha fiebre y una gran cobardía en la mirada.
Hubiérase dicho que no quería abrir los ojos á la luz, desde la hora
en que oyó á sus padres hablarse con palabras durísimas y crueles,
lo mismo que en Madrid hacía tiempo, igual que en otras ocasiones
inolvidables para el niño... Fué en la tarde que Eva llegó; fué en
aquella salita blanca y alegre donde Diego escribía y paseaba, donde
Tristán y Lali trenzaron juncos y margaritas para fabricar coronas,
alzando con su charla infantil castillos maravillosos, bajo la
acariciante mirada del poeta...
El niño entre los dos, Eva iracunda apostrofaba á Diego, como si ella
no fuése la culpable de la distancia de sus corazones, del secreto
divorcio de sus vidas.
Con déspota altivez, pedíale razón de sus desdenes, noticia de sus
planes y cuenta de sus horas. Decíase abandonada y ofendida, y no daba
tregua á los reproches ni respiro al discurso acusador.
En casos parecidos corría el nene á calmar á su madre con caricias,
guardando para ella todos sus compasivos sentimientos; pero esta vez
se refugió con susto en los brazos del artista, y con dulce piedad le
consolaba en frases rotas de inocente pena. En el colmo del furor,
la madre entonces, quiso arrancarle á Diego el hijo; mas el nene
se aferraba á los brazos varoniles, y el padre defendía su tesoro.
Porfiaron un instante con brutal insensatez, y el hombre, al cabo,
temiendo lastimarle, soltó al niño.
Habló Diego de partir en seguida á lejanas tierras para nunca tornar;
habló de la desgarradura de su alma dejando al hijo suyo en manos que
atizasen odios horrendos contra el padre ausente... Tristán oía con
mudo estupor los augurios amargos del poeta; le miraba anheloso, y,
preso entre los brazos de su madre, no se atrevía ni siquiera á llorar.
Poco después temblaba como una hoja, sacudida por fatales soplos; los
párpados caídos en cansancio de terror ó de lágrimas.
A la mañana siguiente avisaron al médico de la villa, que llegó,
caballero en escuálido potro, á visitar al niño.
Examinóle con atenta bondad, moviendo lentamente la cabeza. Averiguó si
la criatura era de genio triste, si estuvo siempre débil como entonces,
si había tenido alguna emoción fuerte.
Con sus dedos suaves y piadosos, levantóle los párpados, tenaces en
su pliegue fatídico. Encedió una cerilla, y se la paseó delante de
los ojos, engañándole: Mira que preciosa luz... Mira otra vez... Más,
un poco más...--Giraron débilmente las pupilas veladas; el médico
descubrió el inmóvil cuerpecillo, y en el vientre le hizo una raya
con la yema del dedo, observando con el mayor interés aquel signo de
experiencia. Dispuso un plan de alimentación, y un gran cuidado en
anotar, cada dos horas, las curvas de la fiebre. Recetó hielo para
la cabeza, en aplicaciones continuas, y con acento reservado, dijo:
Volveré á la noche...
A Diego, que ansioso le interrogaba, acompañándole hasta el portal, le
confesó pesimista: Temo una meningitis; el temperamento del niño y los
síntomas que presenta no me ofrecen mucha confianza... Pero puede ser
un amago únicamente.
--¿Si fuera meningitis?--preguntó el padre aterrado.
--Si lo fuera... un milagro tal vez le salvaría.
Se estrecharon la mano los dos hombres, en un silencio grave y
aflictivo, y el médico se alejó muy despacio en su potro consunto y
valiente, de heroica traza.
Al volver Villamor al aposento de Tristán, Eva miróle interrogante, y
en la pavidez de su esposo leyó el temible diagnóstico. Poseída de una
zozobra inmensa, acobardó los ojos en el suelo, y con la voz tan blanda
como nunca, balbució:
--Voy á prevenir todo lo necesario...
Quedóse el padre al lado de la cama donde el ángel amado padecía, y la
mujer huyó ciega de ansiedad, pareciéndole insufrible la idea de volver
cerca del niño á contemplarle inerte y estuoso, con los ojos cerrados
como un muerto y la amenaza inexorable encima de la frente pura...
Dió vueltas como loca por la casa; quiso en vano llorar, buscando una
oración inútilmente. Llegó al despacho, y halló sobre el sofá juncos
lacios y flores praderosas, muertas aquella noche en las redes de una
coronita humilde. El hallazgo causóle un miedo supersticioso; floja
y vacilante, se fué á sentar al lado de la mesa, y con las manos
impacientes y frías se puso á revolver en los papeles y á escudriñar
los libros. Entre pliegos en blanco, tropezaron sus ojos unos versos,
sin principio ni fin, rimas truncadas. Y leyó con asombro de locura
este hilván de renglones:
Mi destino eres tú. Yo te quería
desde antes de nacer; yo te soñaba
desde el remoto cielo donde moran,
sin cuerpo todavía, nuestras almas.
Fueron tus ojos candelitas de oro
sobre los horizontes de mi infancia;
fueron tu besos los primeros besos
que soñando sentí. Yo te buscaba
sin alcanzarte nunca. Desde niño
mi pobre corazón te adivinaba,
presintiendo las vivas emociones
de nuestras horas dulces, de nuestras horas trágicas.
* * * * *
La historia eterna del amor humano
recogerá en sus páginas,
como oro en paño, nuestros nombres. Día
llegará en que otras almas
su sed apaguen en la fuente pura
de nuestras lágrimas...
* * * * *
Nuestra vida será como un poema,
nuestra muerte será como un hossana...
No moriremos nunca; viviremos
como un sueño de amor, en otras almas.
No hay madrigal, cantiga ni querella,
clavel ni pasionaria
de viejo epistolario ó cancionero
que guarde entre sus páginas
aroma tan sutil como el aroma
de nuestras horas dulces, de nuestras horas trágicas.
Trepidaba en las manos de Eva la cuartilla donde Diego escribió estas
estrofas sentimentales y sinceras, inútiles al parecer, pues que
holgaban en descuido, con una cruz de lápiz rojo atravesada en el
pliego hasta las cuatro puntas. La imaginación de la curiosa giraba con
ímpetu, ajena á todo lo que no fuése buscar la musa de aquel canto...
No daba con ella... No existiría. Era, sin duda, una imagen de poeta.
Diego, retraído, casi huraño con las mujeres, acaso no sabía amarlas
más que en sus coplas, en sus delirios de artista... No. Diego no tenía
pasiones violentas, ni antojos verdaderos... Era un anormal, un iluso,
un soñador...
Pero los versos dolían en la memoria de Eva como un rasguño cruel.
Mirando la cuartilla, salpicada con la letra menuda de su esposo,
parecíale cada frase un grano de simiente que otra mujer feliz
recogería en cosecha de flores inmortales... Las líneas rojas, tendidas
en el pliego, eran un arañazo que sangraba... Sospechosa de análogos
encuentros, siguió doblando libros y cuartillas con febril impaciencia.
Halló notas, renglones inseguros, cárcel de altas ideas temblando como
chispas de luz sobre la nieve ingrata del papel; y al cabo de su audaz
inspección, halló un soneto, colocado á manera de registro entre versos
de Fray Luis. Leyó con avidez:
Amor que en lo infinito se asegura
y en la callada eternidad se enciende,
es una noble llama, que trasciende
más allá de la triste sepultura.
Brilla serena en la tiniebla oscura,
en la lumbre inmortal su lumbre prende;
ni el sol la apaga ni su luz la ofende,
ni de los hombres ni los siglos cura.
Se apagará de nuestra vida el rastro
y nuestras lenguas tornaránse hielo,
y nuestra carne rígido alabastro,
mas, la llama de amor de nuestro anhelo,
brillará con más fuerza, como un astro
en la tranquila inmensidad del cielo.
Esta vez la furtiva lectora no dudó; un cálido soplo de sentimiento
corría por aquellas estrofas, asegurándola que detrás de ellas había
una mujer, una mujer apasionada que compartía con Diego aquel amor
infinito y sobrehumano; amor que vence á «la triste sepultura»;
amor que inmortaliza, fuego de llama perenne «como un astro»...
Pero ¿existían aquellos amores?... ¿Acaso no eran ficiones de
poetas, penitencias de mártires ó manías de locos?... Amar, para
sufrir únicamente; vivir muriendo, y muriendo de amor nacer á la
inmortalidad... ¿Qué misterio era aquel impenetrable á los ojos de
Eva?... Sintióse poseída por un pavor extraño y luminoso, en el centro
del cual ardía aquel inmenso amor que ella negaba, y la gloriosa
lumbre calentó un instante su aterido corazón. En inquietud profunda
atravesó la estancia varias veces como si buscase razones y verdades
donde asirse para no caer al suelo. De pronto se volvió hacia la mesa,
agitando papeles y libros en huracán de ansiosas pesquisas. Nada
nuevo encontró, y el taller del poeta quedóse conturbado, en traza de
terremoto. Eva se acodó en la ventana, esperando de la tierra ó del
cielo lo que no halló al abrigo de las paredes...
Ya bajaba la noche por los campos, y temblaba un lucero en el azul.
En el jardín andaba Lali de puntillas, como por el cuarto de un
enfermo; buscaba entre los pálidos macizos las últimas flores
moribundas, y recogía, en su actitud de sigilo y de tristeza, toda la
emoción de aquel instante.
El doliente recuerdo de Tristán hirió á la madre entonces, con punzada
traidora, y del calor desconocido que poco hacía le tocara el pecho
como ráfaga espiritual, se le subió á los ojos una nube de llanto.
A la par de sus lágrimas copiosas, en el callado valle palpitaba el
quejido inconsciente y misterioso de la naturaleza.


XX

Se aumentaron las incertidumbres y el dolor en la humilde casa del
poeta.
Tristán, presa de aguda meningitis, se debatía bajo la garra implacable
de la muerte; flagelado por el duro martirio, gritaba con desgarradoras
energías; toda su fuerza, su vida toda, se le escapaba en aquellos
lamentos, agudos como puñales. Pedía socorro, pedía misericordia;
el treno de su voz atormentada, corría por las habitaciones como un
soplo de locura doliente, y se lanzaba al jardín agostado, y al huerto
en deshoja, y aun llegaba á los campos y al camino, como un eco de
espantable agonía.
Hecha pedazos su esperanza, Eva se tapaba los oídos en los rincones de
la casa, huyendo de las quejas del mártir.
Entretanto María bañaba su corazón en las penas de Diego, y, con
ternura y piedad, cuidaba al niño. También el poeta, romero del dolor,
velaba en torno al sentenciado, con inútil afán.
Alejada en lo posible de aquella desoladora escena, supo Lali que su
amigo estaba muy malo, y que se iba á marchar al cielo. Muy confusa y
pasmada, la chiquilla abrumó á doña Cándida con preguntas: El cielo ¿no
era un palacio de seda, con dulces y juguetes y angelines?... ¿Por qué,
entonces, Tristán daba tantos gritos y se quejaba así?... ¿No quería
irse?... ¿Y por qué le llevaban á la fuerza?... ¿Tendría miedo de ir
solo?... Sería menester que ella le acompañara...
Inquieta y reflexiva, Lali espiaba las conversaciones y los sucesos, y
escuchaba, temblando, los ayes que rompían el silencio de aquel drama.
Rezaba fervorosa, y la sal de sus lágrimas primeras, en la flor de los
labios le amargaba, sazonando su sonrisa... Algunas veces, lograba
penetrar en el cuarto del enfermo; asomaba los rizos y los ojos en el
barandaje de la cama, y quedábase absorta en el espanto de aquella
dolencia cruel. Su madre, acariciándola, permitía que besara á Tristán
en una mano, para no molestarle; y Diego, dulcemente, la sacaba de la
habitación, compadecido del dolor angustioso de la niña.
Mientras Tristán conservó el conocimiento, sólo el nombre de Lali
le decidió á levantar el plomo de sus párpados ardientes. Trataba
de mirarla y de sonreir, y tendía hacia ella las manos, con afanes
devotos. Era menester llamarla para lograr que el niño tomase las
medicinas y el alimento; la sentaban al borde de la cama, y la voz
cariciosa de la nena, con música de llanto y de piedad, musitaba la
petición:
--Toma esto, Tristanito; tómalo para sanar pronto y que juguemos juntos.
Y, dócil á la instancia insinuante, el enfermo desplegaba sus
descoloridos labios para tomar todo cuanto le diesen.
Luego empezó á perder la vista y la memoria. Con breves intervalos de
sopor, el ángel herido se retorcía en violentas convulsiones, y con
temblorosos acentos suplicaba:
--Ven, Lali, corre; quítame esta corona que me aprieta... Estas
flores tienen espinas que me han hecho sangre... Mira, ¿lo ves? estoy
sangrando... me duele mucho... mucho...
Las manitas, temblonas y cobardes, subían á la frente, y, torpes, se
enredaban en los rizos, como garras de cera en un crespón de luto.
Quedábase trágico y lastimoso, y en convulsa plegaria repetía:
--Vámonos, Lali; vámonos á que me curen esta herida; llévame á otro
camino donde las flores no pinchen; donde los trenes no me pasen por la
cabeza... ¡Me están matando!... ¡Me estoy muriendo!... ¡Corre, Lali,
por Dios, llévame de aquí!...
Una mañana, cuando Lali fué á verle, madrugadora, él volviendo la cara
hacia la voz de la niña preguntó impaciente:
--¿Todavía es de noche?
--Es de día--repuso Lali con asombro--, ¿no ves el sol y el cielo?
Quiso el nene incorporarse, se pasó por los ojos con fatiga las
mariposas blancas de sus manos, y con terror insuperable dijo:
--¡No veo!... No te veo Lali; y además no me acuerdo cómo tienes
la cara... No digas que hace sol, porque todo está negro... mira...
¡todo!...
Agitaba los brazos en el aire, palpando las tinieblas de su vida, y, al
desmayar la frente en la almohada, los rizos en desorden le formaron
una aureola de negrura mortal. Sus pupilas sin luz, muertas y turbias,
rodaban en la eterna noche... Acudieron á engañarle con ardides
piadosos; pero ya ni el amor ni la ciencia eran capaces de aliviar las
torturas del inocente. Pronto su oído, paralizado también por aquella
muerte calmosa y cruelísima, le negó las palabras de consuelo que el
amor le decía. En vano Lali gritaba:
--Tristán... Tristanito, ¿no me conoces? ¿no me quieres?...
El mártir, ciego y sordo, gemía sus quejas desesperadas, vivo para
el dolor, muerto á una tregua de esperanza ó descanso. Se derretía
el hielo en tibia lluvia sobre sus sienes caldeadas por el suplicio,
henchidas de punzadas acerbas; y sus gritos imploradores se trocaron en
lento borboteo de frases rotas, de llantos y delirios que en suprema
fatiga se apagaban; pero el nombre de Lali se quedó estereotipado en su
memoria y con mecánico acento le repetía á cada instante. Ya Tristán
no era más que un despojo de la vida. La más conmovedora expresión
del dolor humano había descompuesto sus facciones, con tan punzante
intensidad de pena, que no había quien le mirase sin estallar en
sollozos. En aquel trágico soplo de existencia el nombre de la niña,
vibrando como un eco inextinguible, parecía una gota de luz, un hilo
tenue, de memoria y de amor.
Ya inerte y frío--Lali... Lali...--balbucía el agonizante, con voz del
otro mundo. En sus labios, agrietados por los lamentos, quedó impresa
la dulce palabra cuando el santo corazón dejó de latir, y el respiro
postrero se mojó con las postreras lágrimas en un amago de sonrisa...
Fué una noche de Octubre, una noche apacible y romántica de luna. En
la pesadumbre del dormitorio abríase la ventana dulcemente sobre el
cielo como una quimérica flor de esperanza. Eva y Diego vigilaban al
niño, abrumados de angustia. A los pies de la cama María, compadecida
y generosa, despidiendo al moribundo, imploraba al Señor un divino
consuelo para los tristes padres... Y ya sonó la hora. Un silbo ronco
se alzó del pecho exánime del niño, con finales hervores de agonía;
rodó en la almohada la lívida cabeza, coronada de rizos nazarenos, y
un estremecimiento indefinible separó de la carne perecedera el alma
gloriosa reclamada por Dios.
Con la voz consumida clamó Diego:
--¡Ya se fué... ya se fué!...
Y cayó de hinojos, escondiendo el semblante en las revueltas ropas de
la cama.
Eva contemplaba el cadáver con terror; sus regaladas manos fueron á
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