Despertar Para Morir (Novela) - 04

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--Sí; parten ya los marqueses para la boda de su sobrina, y yo no puedo
quedarme sin llamar la atención... Y lo peor es, que temo no recibir
mañana el dinero que necesito para llegar á Madrid...
Hablaba _Nenúfar_ «en castellano», reposadamente, y miraba á Rosita con
ansiedad.
--¿Y quién te manda ese dinero?
Tras una breve vacilación se hizo traviesa y divertida la expresión de
_Nenúfar_, para responder:
--Pues... no sé si tú le habrás oído nombrar... un señor de muchas
campanillas, un tal Don Homero... que hace versos conmigo...
--¿Don Homero?... No... no caigo... ¡Si fuera Don Honorio!... A ese le
conozco mucho porque va á mi pueblo todos los veranos...
Recreándose en la credulidad de la muchacha, muy risueño, _Nenúfar_
dijo al punto:
--Este no ha ido nunca á tu pueblo... me parece... Es un señor muy
distraído... _Aliquando dormitat..._ y si no se acuerda de mandarme á
tiempo esos cuartos, voy á pasar mañana un sofocón...
--Yo tengo cinco duros... si fueran bastantes...
Pronto y alegre respondió el bohemio:
--Sí, con cinco duros ya me puedo arreglar... En cuanto llegue á Madrid
se los cobro á mi socio, y te los remito...
Con la satisfacción del triunfo había levantado la voz el galancete, y
la costanera roca se apresuró á repetir:
--_Mito..._
Quedó el eco prendido en el espacio como una advertencia ó como un
reproche; pero Rosita no pudo recoger el extraño aviso, ignorando que
«mito» fuése una palabra expresiva y útil, acaso sentenciada en los
aires para ella.
Y _Nenúfar_ no estaba para reparar en coincidencias acústicas, gozoso
de no sacar vacías sus aprovechadas manos, en aquella singular aventura
veraniega.


XVII

Junto á la verja blasonada, el automóvil de los marqueses, un doble
faetón magnífico, estaba dispuesto. Ocupáronle las señoras mientras el
marqués montaba en el Panhard de su hijo, que esperaba también.
Partían camino del valle hermoso y triste donde María Ensalmo levantaba
el altar de sus bodas. Iban las damas alegres porque muy pronto
regresarían á su amado Madrid; parecía que la marquesa había envejecido
un poco; mas la albura sutilísima del velo que nimbaba su semblante y
la volubilidad graciosa de su palabra, dábanle en aquel momento una
traza juvenil y placentera.
López, el incansable amigo provinciano, última visita de _Las
Palmeras_, había acudido á despedir á los viajeros, y contempló á la
marquesa con tan intenso arrobo, que hasta sus tercas muletillas le
temblaron cobardes en los labios.
Loqueaban Isabel y Benigna embromando á Rafaelito, que estaba callado
y mustio, y Clara Infante, un poco distraída, miraba con obstinación
hacia el recodo lejano del jardín.
Por aquel lado apareció Rosita la doncella portadora de un ramillete
de pálidas flores otoñales. Ella también partía aquella tarde para
su aldea, á esperar en vano al andante caballero de sus quimeras. La
preciosa carita de la muchacha estaba algo llorosa; bien temprano aquel
día pagó la inocente cinco duros, casi todo su capital, por una burbuja
de ilusión. Camino de Madrid iba _Nenúfar_ en un coche de tercera,
dispuesto á sumergirse de nuevo en la oscuridad, hasta que una ventada
de la suerte le trajese otra vez á los salones para escribir melosas
crónicas y recitar versos.
Ofreció Rosita las últimas flores del jardín á la marquesa y á sus
hijas, sin reservar ninguna para Clara.
Desde el lujoso tren, la señorita se inclinó hacia la moza, y le pagó
el desaire con estas palabras crueles:
--Espérale sentada... ¡idiota!... ¡ya estás fresca!...
Vivamente, replicó Rosita á media voz:
--Vaya usted corriendo á ver si le alcanza... _que yo no le he dado más
que cinco duros..._
Partió rápido el automóvil como si al conjuro de aquella réplica
mordiente volase en pos de algo muy precioso y difícil de rescatar,
perdido, tal vez bajo las hojas que en la arbolada ribera tejieron al
amor dulces doseles, hojas agostadas ya como un despojo de muertas
alegrías...
Quedaron solos, frente á frente, Rosita y López, á la par de la verja.
Dentro de la quinta preparaba el viaje á Madrid la servidumbre,
precediendo á los señores, y las puertas se plegaban con estrépito en
la muda quietud de las fachadas.
Por decir algo, acertó López á decir:
--Perfectamente...
Y bajo la densa brumazón del horizonte, flotaron, como un comentario
maligno y sentimental, una sonrisa y un suspiro de Rosita la bella...


LIBRO SEGUNDO
CAMINOS DE DOLOR


I

--¡Qué guapa eres!--le decía el niño levantando hacia ella el pálido
semblante--¿Por qué yo, madre, no tengo como tú la cara de color de
rosa?... Cuando vamos por la calle todos te miran y te echan flores...
¡Eres tan linda..., tan alta..., tan fuerte!...
Y en la vocecilla apasionada del pequeño tembló con las últimas
palabras una inconfesa ambición de fortaleza y poderío..., el oculto
dolor de su debilidad enfermiza y achacosa.
No advirtió Eva que un acento apesarado lloraba secreto en las
ponderativas frases de aquella infantil devoción.
Aceptó el homenaje de su hijo con sonrisa enigmática y, sin contestar á
la pregunta triste, murmuró:
--Sí..., muy linda..., muy fuerte... ¡y muy elegante!... Hace un año
que llevo puesto el mismo vestido...
Y rió con acritud, bajo una torva mirada que recorrió la estancia,
posándose con hostilidad en el humilde mobiliario.
--Ya lo sé--dijo el niño con precoz razonamiento--, es que papá gana
muy poco y somos pobres... Pero no te pongas triste, que si yo crezco
ganaré mucho más que mi padre y te compraré muchos vestidos y muebles y
adornos... Ya verás..., si yo me pongo bueno..., si me hago un hombre...
Y quebróse la voz prometedora en un silencio pensativo, como el compás
de espera de una música doliente.
A los lados de la carita, bella y lánguida, los rizos nazarenos cayeron
sobre los hombros débiles del niño, con una ondulación sombría, que
hizo más intensa y lamentable la blancura anémica del rostro.
En los profundos ojos de Tristán, africanos y hermosos como los de su
madre, brillaba una extraña ansiedad, mezcla de altivez y de miedo.
Atenta la señora á sus íntimas preocupaciones, tocada en el corazón por
otros cuidados, no reparó en la macilenta expresión de la criatura ni
se dolió de aquella traza lamentable más que para decir:
--Te pondrías bueno si fueras los veranos á una playa..., si tomaras
los costosos reconstituyentes que te mandan los médicos..., si tuvieras
regalo y diversiones como otros niños delicados... Así..., con la vida
de mendigos que estamos haciendo..., te morirás...
--¿Que me moriré, dices?--clamó el niño--¿Es de veras, madre?...
¿Dices de veras que me voy á morir?... ¿cuándo?... ¿pronto?... Tengo
miedo, mamá; mucho miedo..., mucho frío..., no quiero, no quiero
morirme...
Y se refugió, loco de terror, en el regazo de su madre.
Dulcificóse en ella la fiera sonrisa y se amansó el acento indómito, al
recibir al niño sobre su corazón.
Acariciándole, con blanda voz sumisa, le calmaba:
--No te asustes, hijo; lo he dicho... por decir... Tú sanarás... serás
alto y fuerte como yo... ganarás mucho dinero, y entonces viviremos
juntos y solos... seremos felices...
--¿Y papá?
--«Ese»--pronunció Eva con lenta voz cortante y helada--tiene bastante
compañía con sus coplas... le dejaremos en paz con la poesía...
--¿Y no le daremos nada de nuestra riqueza?
--No le hace falta, tonto... Para soñar y llorar y componer poemas, con
_una mesa de pintado pino_ ya es feliz tu padre... Nada le debemos;
mira lo que él nos da... ya ves cómo nos abandona... Vivimos años hace
en este horrible piso interior, sin sol y casi sin aire... yo no tengo
ropa decente que vestirme... tú no tienes remedios eficaces para tu
enfermedad... comemos mal... pasamos una vida miserable y odiosa...
Apenado el niño por aquel relato acusador, que ya de otras veces
conocía, preguntó impaciente:
--¿Y por qué á mi padre le gusta soñar y llorar?... ¿Lo sabes tú?...
¿Estará también enfermo como yo, ó es que no quiere trabajar?
En vibrante discurso, que el niño era incapaz de comprender, la dama,
enardecida en sus querellas, fué diciendo:
--¿Trabajar?... no sabe... no quiere... está fuera de este mundo...
padece «el mal sagrado de los poetas», el estúpido «mal de Leopardi» y
otros locos por el estilo... una enfermedad muy cómoda, sin duda, pero
que debía estar penada por las leyes... por lo menos en los hombres
casados... porque mientras ellos plañen y suspiran, y en traza de
orates escrutan los misterios humanos y divinos, su casa se empobrece y
su familia arrastra una existencia vergonzosa...
Hablaba Eva con furia mal contenida, con despecho mordiente, y sus
magníficos ojos radiaban soberbios bajo un liviano cristal de lágrimas.
Iba entrando la noche despacito por la estancia; avanzaba sigilosa por
los rincones, y prendía su manto invisible encima de los muebles y los
muros.
Miraba Tristán muy pensativo cómo las impalpables tinieblas iban
creciendo en torno.
Ya sólo á la vera del balcón se tendía, moribundo y cobarde, un retazo
de claridad.
Levantó el niño la meditación de sus ojos sobre los vidrios
descubiertos, y detuvo la tímida ansiedad de su mirada en un pedacito
de cielo hermoso que aparecíase clemente, al borde de un tejado vecino.
También Eva, en inconsciente persecución de la luz, había vuelto su
rostro enojado hacia la azul maravilla...
Todo el cuarto quedó en la sombra, y el niño se había dormido,
escalofriado y suspirante, en los maternales brazos.
Alzóse Eva del sofá con la carga leve y penosa del hijo enfermo, y le
acostó con cuidado en la cama, abrigándole solícita.
Inclinada sobre él, quiso observarle, un poco alarmada por el creciente
abatimiento de la criatura, y por el febril sopor que le postraba, cada
tarde atormentado y quejoso.
Era la oscuridad casi completa, y la madre sólo vió, bajo el manto sin
pliegues de la sombra, blanquear la menuda carita como un exvoto de
cera, yacente en un altar negro.
Apartóse de la cama con movimiento brusco y otra vez se dejó caer en el
sofá, colérica y agitada. De nuevo su alterado rostro volvióse hacia el
jirón celeste que se asomaba en lo alto de la vidriera.
Suspendido sobre la negrura del gabinete, el pedacito azul de la
excelsa mentira, daba al silencioso cuadro una nota de luz y de
alegría, tan lejana, tan pequeña, de tan desgarrador contraste, que
Eva no pudo sustraerse al influjo de aquella intensa impresión, y
rebelde al dolor sombrío de su pobre estancia, clavó con reto audaz sus
endrinos ojos en la remota promesa celestial. Largo rato, con brava
expresión, estuvo desafiando á la divina esperanza del horizonte. De
pronto se levantó, brutal y amenazadora, y cerró con un golpe violento
las maderas del balcón. A tientas volvió al sofá, hundióse en él
desesperada, y rompió á llorar ruidosamente... Sentíase impotente
contra la infinita tristeza que de aquel imposible azul descendía sobre
su vida oscura.


II

Giró la puerta con precaución, y se encendió en el gabinete un globo de
luz roja y tímida.
Demudado y ansioso, Diego preguntó en el dintel:
--¿Por qué lloras así?..., ¿qué sucede?, ¿está el niño peor?
Alzóse Eva altiva entre sus gemidos, y tras la cortina de su llanto
brilló fugitivo el gozo cruel de verse sorprendida en aquella
desolación que justificase una escena borrascosa entre ella y su marido.
--Pasa lo de siempre--contestó en son de guerra--, que esta vida es
intolerable y que el niño se morirá por tu culpa.
--¿Por mi culpa?--balbució Diego--, ¿tú sabes lo que dices, mujer?
¿Tanto me odias que pretendes infamarme con el más horrible de los
delitos?
Hablaba sorda y amargamente, y se le fué acercando bajo la indecisa
luz de la lámpara, como magnetizado por el abismo de los tenebrarios
ojos que le acechaban.
Cada vez más erguida y arrogante, Eva repuso:
--No, si yo no te odio... Si lo que yo tengo de ti es lástima..., mucha
lástima... Me pareces sencillamente ridículo con tu aire de doctrino y
tus debilidades infantiles.
--¿Pero qué es lo que quieres?..., ¿qué exiges de mí?... ¿No hice
cuanto pude por darte la felicidad?...
--Buena felicidad la tuya... Un amor desharrapado y miserable que sólo
sabe suspirar..., un hogar mustio y frío, asilo de toda pobreza...,
un espíritu temblón y cobarde, lleno de preocupaciones y timideces...
Guarda tu felicidad y saboréala tú solo... Yo no la quiero.
Retrocedió el artista avergonzado y trémulo, como si aquellas frases
descomedidas le abofeteasen el rostro... Con herido acento murmuraba:
--¡Ah criatura malvada y pequeña!..., ¡cómo sabes meter el puñal en
el corazón y apretarle allí clavado!... ¿Por qué antes no te conocí
como te conozco ahora?... Te amé como un insensato... Tus ironías, tus
burlas, me desgarraban el alma dulcemente... Te entregué el tesoro de
mi fe y de mi amor para que tú lo arrojes con desprecio...
--Injúriame, ya que no puedes disculparte--gimió ella indómita.
De nuevo el marido avanzó desesperado.
--¿Injuriarte yo?... Si digo la verdad... la triste y tremenda
verdad... ¡Cómo te he querido, mujer!... ¡Todavía te quiero!... ¡Si tú
supieras lo que sufro... lo que sufro por ti!...
--Yo no tengo ventaja ninguna con tus sufrimientos sentimentales,
inútiles... lo que quiero es no sufrir yo...
--Pero, ¿qué me pides?... He trabajado con perseverancia y con afán; si
no he vencido siempre, si no he llegado hasta donde tú querías, no soy
el responsable de mis fracasos... Tal vez si me hubieras alentado con
ternura y con piedad... si me hubieran sostenido en la lucha tus manos
con amor...
--Cúlpame de tu incapacidad, de tu apocamiento... ¡cúlpame... anda!--le
interrumpió Eva provocativa.
También él le clavó entonces una mirada desafiadora; y de cerca, muy
de cerca, echándole á la cara las palabras, atropelladas y punzantes,
afirmó:
--Sí, te culpo... Te culpo del fracaso material de nuestra vida...
del callado divorcio de nuestras almas... Yo quería ponerte tan en
alto que ni un soplo de dolor ni de tristeza pudiera alcanzarte...
Soñaba para ti una felicidad nueva, una vida colmada de goces... Al
fundar este hogar, pensaba en mi hijo... en el hijo que ya presentía...
quería hacer con él y contigo una obra de arte humano... Pero tú has
roto mi corazón, has destrozado mi destino... has sido el enemigo malo
aposentado en mi casa y alimentado con la sangre de mis venas. Buscaba
en ti el calor de un alma profunda y escogida, la dulce compañera
que me ayudase á caminar, que completase mi naturaleza y compartiese
conmigo el pan y la sal de la vida... y sólo hallé en tus brazos
desdenes y egoísmos... ambiciones, mezquindades... Sometiéndome á tus
caprichos, erré en mis vocaciones artísticas... me desorienté y me
perdí... Robaste mi serenidad para el trabajo, me empujaste, anulado y
decaído, perdida la fe y la salud... Derrochaste el modesto patrimonio
de mis padres... has sembrado en mi casa la discordia y en mi hijo la
semilla del desamor... Y aun te quejas... aun te alzas contra mí como
una víbora y me llenas el corazón de veneno...
Fuése la culpable respaldando en el sofá, y por un momento la sorpresa
de aquella formidable acusación la contuvo silenciosa y despreciativa,
hasta que de nuevo se refugió en el llanto como en la única defensa de
su derrota.
Desahogando en lágrimas su coraje, lloraba con fuerza, lloraba con
rabia, con el rostro bellísimo entre las manos.
El hermoso cuerpo, desmazalado sobre el diván, se estremecía con la
dura congoja. Aquellos senos divinamente modelados, aquella cintura
flexible, doblábanse bajo el peso del busto tembloroso. Toda la
peregrina fábrica de la opulenta figura, libre y tremante bajo la suave
estofa de la bata, se retorcía con angustia...
La desencadenada tempestad de gemidos despertó al niño de su letargo
febril. Abrió los ojos asustado, y con incertidumbre de pesadilla
levantó el pávido semblante sobre la escena dolorosa.
Diego, vuelto de espaldas, había entreabierto la puerta del balcón y
miraba al cielo con el alma transida de dolor y de cólera.
En lo alto de la vidriera, al borde del vecino tejado, la luna pálida
y redonda giraba en el pedazo de quimera azul...


III

Largos meses habían corrido sin que Eva y María se visitaran.
Recién casadas las dos, habíanse tratado con alguna intimidad en su
primera temporada madrileña.
Después Eva fuése retrayendo de la amistad de María sin razón ni
pretexto.
Veíanse con frecuencia en casa de los marqueses de Coronado, pero, en
secreta hostilidad, Eva se distanciaba de su gentil paisana con débil
disimulo.
A medida que aquélla consumía con irreflexivo alarde el pequeño
patrimonio de su marido, dolíale con más acerba humillación la fastuosa
existencia que disfrutaba María, y mal dormidas memorias de antaño
levantaban entre ambas mujeres un sutil y firme valladar de pasiones.
En nadie como en María envidiaba la ambiciosa morena el lujo seductor y
la aparente felicidad...
Al morir doña Manuela, con afectuosa compasión quiso María olvidar
el inexplicable alejamiento de su amiga, y en las horas de duelo la
acompañó, sencilla y buena.
Pero aliviado el luto de su madre, disculpóse una y otra vez Eva de
asistir á fiestas ni reuniones en el primoroso hotelito de la calle de
Goya, y encerróse también María en prudente reserva, sin menudear sus
visitas á la calle Vicálvaro.
Ultimamente, la amable señora oyó en casa de sus tíos unas tristes
lamentaciones sobre la situación de Eva y Diego.
Decíase que agotada en absoluto la herencia del esposo, había llegado
la miseria á visitarles con todo su fatal cortejo de pesadumbres...
Que Diego, acobardado ante la perspectiva de tener que sostener con la
pluma una difícil apariencia de bienestar, trataba de emigrar á América
en busca de mejores mercados para sus producciones literarias... En
pugna con sus aptitudes artísticas, tentado por la codicia del lucro
ó por el aguijón de la necesidad, había estrenado en el teatro obras
ligeras y vulgares, que fracasaron sin ruido ni esperanza... Se agotaba
y se consumía el poeta en la redacción de un periódico, oscurecido y
afanoso, elaborando pacotillas amenas y efectistas informaciones, para
llevar á su casa un pedazo de pan ingrato... Mostrábase Eva esquiva y
ceñuda, y el niño, enfermizo siempre, decaía amorbado y mustio, cada
vez más lastimoso...
Todo esto se habló en «un lunes» de los marqueses de Coronado, al
extremo del salón donde se habían reunido algunas personas que conocían
al desgraciado matrimonio.
Entre ellas estaba María, que escuchaba, callada y triste, el relato
que la curiosidad glosaba con efímera condolencia: «¡Pobre mujer, tan
hermosa!»... «¡Pobre muchacho, tan artista!»... Así decían unos y otros
á flor de labio, maquinalmente, sin que ninguna frase naciera de un
piadoso latido del corazón...
También Gracián, que se apoyaba negligente en una artística columna,
lanzó á la conversación su breve comentario.
--Lástima de mujer--dijo.
Y un relámpago de ruin maquinación brilló en sus ojos atrevidos.
Sólo María, la silenciosa y bella, abrió el alma á la compasión de las
relatadas amarguras.
Las saboreaba enternecida, pensando: Les falta lo que á mí me sobra, y
yo carezco de lo que ellos tienen... pero mi pobreza no lleva remedio
como la suya... Yo quisiera darles alivio y consuelo... Eva nunca me
ha querido bien, pero sufre, sufre mucho y acaso podré alegrarla...
Además, Diego es mi amigo de toda la vida... el buen amigo que en el
alto valle me buscaba las rosas más bonitas, y para mí componía las
más dulces canciones... Vivían entonces mis padres... yo era niña
y feliz... ¡hace ya mucho tiempo!... Luego, él y yo hemos llorado
tanto... ¡pobre Diego!...
Y esta final exclamación de su íntimo coloquio, la exhaló en un suspiro.
Pasaron sus manos un poco temblorosas encima de su frente, como
plácida nube de bonanza que bajo los dorados rizos serenase un amago de
tempestad.
También sobre el cielo de los ojos pasó «la nube» y los dedos largos y
finos descendieron hasta la falda un poco húmedos.
Un vozarrón atronante le dijo casi al oído:
--¿Lloras, María?
Volvióse á sonreir á su primo Rafael, murmurando:
--¡Qué he de llorar!...
Y decidió en su corazón aquietado ya, y siempre generoso: Mañana, con
motivo de la enfermedad del nene, iré á ver á Eva.


IV

Tenía Tristán una amiguita, una niña parlera y alegre que, cierta
tarde, le fué á visitar acompañando á una señora joven y rubia, muy
hermosa, que se llamaba María.
Cuando la dama y la nena entraron en el modesto gabinete de la calle
de Vicálvaro, un sugestivo perfume de vida elegante se expandió en
la estancia, y Eva se ruborizó con el bochorno de su pobre ajuar...
Mirando en torno, quedó confusa y disgustada, sin agradecer la visita.
Abrazáronse las señoras con mutua cortedad, mientras los dos niños se
amistaban con la mirada y la sonrisa, y se eclipsaban, cogidos de la
mano, por la casa adelante...
Con alguna precipitación, dijo, al sentarse, María:
--He venido porque me dijeron que estábais preocupados por la salud
del pequeño... como ya sé lo que es apenarse por los hijos, me acordaba
mucho de vosotros y deseaba veros... quise traer á Lali para que jugase
un rato con Tristán... pero le encuentro animadito... eso no será cosa
de cuidado...
La timidez cariñosa y simpática de aquel exordio, suscitó en la
conciencia de Eva un involuntario remordimiento; casi conquistada por
la cordialidad de María, respondió:
--Pero va siendo muy larga esta dolencia y me inspira mucho recelo...
Cada día está el niño más flojo... A las horas del recargo da pena
mirarle...
--Un poquito de anemia... en cuanto avance la primavera ya verás cómo
se repone...
--Al contrario, el verano de Madrid le daña mucho...
Quedaron silenciosas, como si ambas temiesen avanzar en la
conversación. Al fin María, indecisa, observó:
--Tampoco este año podréis ir á la Montaña, si Diego no tiene
vacaciones...
--Aunque las tuviera, no iríamos--dijo Eva, amargado el acento, fijos
con tenacidad los ojos en la mezquina estera del piso.
Arriesgándose con precauciones en la dificultad de aquel diálogo,
propuso María:
--En ese caso me podías confiar al nene; yo le llevaría con mucho gusto
y le cuidaría como si fuera hijo mío...
Alzáronse vivamente los negros ojos y, puestos con asombro sincero en
los azules, Eva contestó, conmovida á su pesar:
--Gracias..., gracias..., te lo agradezco...
--Y aceptas, ¿no es verdad?
--Tú no has pensado lo que me ofreces...; un niño enfermo y triste da
mucho que hacer..., perturba y molesta en todas partes...
--Pues te aseguro que en mi casa no molestaría. Para mí sería un
entretenimiento...; para Lali, un encanto...
--¿Y para tu marido?
--Gracián apenas estará con nosotras este verano..., tiene proyectado
un largo viaje... Además, los niños le gustan, y él nunca interviene en
las cosas que yo dispongo.
--Sí..., tú tienes libertad para todo..., tienes placeres y
caprichos..., haces bien en aprovecharte de la felicidad...
--¡La felicidad!--suspiró María con una sonrisa indefinible.
--Yo--añadió Eva sordamente--no la conozco más que de nombre..., para
mí sólo ha tenido una mueca burlona...
--Para muchos la tiene, hija mía..., no hables así, por Dios..., en tu
casa hay un tesoro raro y envidiable...
--¿Un tesoro, dices?
--Sí..., tenéis amor...
--¿Amor?..., ¡qué inocente eres!..., ¿lo has creído de veras?...
Amor... ¡no conozco á ese caballero!...
--Calla, calla, mujer, Diego te adora...
--Nada me importa de él.
--¿Qué estás diciendo, Eva?
--Me atormenta... Me hace desgraciada...
--Sufres y deliras... Diego es bueno...
Precipitada Eva en aquella insólita confidencia, irascible y
desmesurada, arguyó:
--_¡Diego es bueno!..._ Esas mismas palabras las dijiste una noche
en _Las Palmeras_, hace ya siete años..., las dos éramos solteras,
¿te acuerdas bien?... Entonces pude creerte; conocías á Diego mejor
que yo... Hoy le conozco yo mejor que nadie y no me convence tu
benevolencia...
Aterraba María la frente, angustiada y sorprendida.
Siempre creyó que Eva no amaba mucho á su marido, pero estaba muy lejos
de suponer que le aborreciera.
Se repuso de aquella sorpresa en un triste silencio, mientras Eva
deshilachaba, nerviosa, el fleco de su pelerina de punto.
Después, con paciencia y con dolor, habló María suavemente.
Su voz cristalina y dulce no encalmó el ánimo en borrasca de su amiga,
pero fué tan discreta y tan afable que apaciguó, al menos, la adustez
amenazadora del moreno rostro.
Sugestionada Eva por el fluyente caudal de aquella noble palabra,
dejóse llevar por extraño sentimiento de confianza, único en la
vidriosa amistad que profesaba á María.
Confesó la penosa estrechez en que se hallaban, y en los arranques de
aquella impulsiva franqueza sintió un placer satánico en acumular sobre
Diego quejas y culpas.
Tendióle María su mano pródiga en beneficios, y con exquisita
delicadeza le ofreció en aquel trance el buen auxilio de su fortuna.
Soberbia la menesterosa, nada quiso aceptar, y aun sintiera, al cabo,
un pesar repentino de haber confiado su lamentable secreto á la oculta
rival de sus ambiciones.
El matiz velado y profundo de los consuelos que le brindaban, las
inflexiones sentimentales de la voz hialina y triste, nada íntimo y
personal revelaron á Eva, ignorante para descubrir pudorosos achaques
de corazón, incapaz de leer duelos ocultos en una mirada empañecida ó
en una sonrisa punzadora.
Muy hábil á la sazón María para adivinar cuitas ajenas, advirtió
la turbación creciente de su amiga y apresuróse á enveredar la
conversación por menos escabroso camino, tomándola otra vez en el punto
donde había quedado rota y porfiando en invitar á Tristán para veranear
en el Norte.
--Muchas gracias--repetía Eva--, pero no puede ser...
--¿Por qué te niegas?... Te lo ofrezco con toda mi alma. Y si Diego
se embarcase pronto, como dices, tú también podías venirte con el
niño..., me harías un gran favor. Voy á pasar el verano sola con Lali
y doña Cándida... Piénsalo bien y decídete. Nos iremos en junio, hasta
septiembre... Ya verás qué bien le prueba á Tristanito..., anímate...
Le llevaremos á la playa y á la aldea, le cuidaremos mucho..., se
pondrá fuerte...
Ingenua y efusiva, María dejaba suelto el corazón en su verbo piadoso.
Luchando entre la gratitud y el encono, Eva seguía diciendo...
--No puede ser..., gracias..., gracias...


V

También Tristán y Lali habían celebrado una íntima confidencia, una
confidencia sensacional, hecha sin rodeos ni disimulos, con sedienta
curiosidad de niños y llaneza infantil, encantadora y bárbara.
La primera en romper el fuego de preguntas fué la niña, vivaracha y
comunicativa.
Mirando á su acompañante con mucha atención, le preguntó callandito:
--¿Te llamas tú Tristán, porque estás triste?
--No--dijo gravemente el niño--, yo estoy triste porque estoy malo...
Me llamo Tristán porque es un nombre de novela, muy bonito.
--¿De novela?... No sé lo que es «novela»... Yo me llamo Eulalia, pero
todos me dicen Lali... ¿te gusta ese nombre?
--Algo, ya me gusta...
--Y dí; ¿tienes muchos juguetes?
--Tengo pocos, ¿y tú?
--Yo tengo un palacio de muñecas y muchas cosas más... ¿No te acuerdas
que una vez fuiste á mi casa y te lo enseñé todo?... Hace ya mucho
tiempo... todavía «no estabas de pantalones»...
--Se me ha olvidado--pronunció Tristán, lentamente.
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