Despertar Para Morir (Novela) - 13

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medio muerta de susto, repetía muchas veces su férvido ¡Dios mío! y
besaba á la niña sin cesar.
La tarde finaba lenta y turbia, sin que pareciese el rastro de María.


XXV

Temblando de humildad la siempre altiva, enamorado el duro corazón,
toda supeditada á sus nacientes anhelos, Eva decidió salir á Santacruz
cuando pasara el tren donde su esposo partía aquella noche.
Estaba muy confusa en su mente la idea de que María acompañase á
Diego en culpable amistad. Las palabras fervientes con que él habló
de aquella mujer, encumbrándola por encima de todas las pasiones y de
todas las miserias humanas, se iban aposentando con dulzura medicinal
en el corazón de Eva, abierto por el dolor á los nobles sentimientos.
No era posible aquello que en un instante de sorpresa pronunciaron
sus labios, aquello que Gracián creyó tan fácilmente, para que toda
villanía hallase abrigo en la perfidia de aquel hombre. Acaso María
huyera de él, pero no con Diego... Las alas de la duda azotaban
implacables los sanos pensamientos que nacían débiles y chiquitos en el
alma enfermiza de la desventurada. Con esforzado espíritu resolvióse á
afrontar todos los riesgos de una entrevista con su marido. Le haría
detenerse; le hablaría de hinojos si era menester; le pediría perdón y
caridad con todas las humillaciones que él quisiera... Eva no era la
misma; acababa de nacer, ó despertaba de un largo sueño, de un sueño de
mentira y egoísmo... Quería irse con Diego, trenzando una vida nueva
y piadosa; lucharía con él; trabajaría con él; tendrían, acaso, otros
hijos; serían suyos otra tierra y otro cielo...
--Sí... sí... iré en seguida--murmuraba con exaltación delirante,
arrebatada, febril, combatida por incertidumbres y esperanzas. Como
la tarde se tornara amenazadora, Eva quiso salir antes que cerrase la
noche; en la estación esperaría hasta las ocho que pasaba el tren. Y
salió, recatándose de la casa vecina; iba sola, veloz, envuelta en un
abrigo, armada con un frágil paraguas ciudadano; sorteaba los senderos
indecisos de la vega, borrados por el desuso de aquel tiempo de
holganza labradora, y empapados de lluvia. Se hundieron muchas veces en
el fango los pies de la viajera, impaciente al sentirse alcanzada por
la sombra y por la tempestad. Arreció el viento, y el agua se condensó
en granizo; y los truenos bajaron por el monte con lumbre de centellas
cegadoras. A lo largo del camino los árboles sufrían y se desgajaban, y
del río, furioso en su crecida, rodaba por el valle el ronco acento.
Eva hallóse mecida en los rigores de la nube, sentía un solo temor,
el de perderse en el campo, raso por la tormenta, y no llegar á la
estación antes que el tren pasara. Alzó una súplica vehemente á la
hórrida negrura de los cielos, y siguió caminando con intrepidez sobre
el fangal resbalalizo de la vega. En la desolación del llano, rompióse
la maraña de la lluvia por una blanca línea; era la fachada del molino
de Santacruz. La dama peregrinante se detuvo reconociendo el sitio,
muy contenta de no haber equivocado su ruta. Al otro lado del cauce,
cruzando el breve «ansar», una senda más frecuentada que las mieses,
conducía hasta el pueblo, y en pocos minutos á la estación.
Había caminado de prisa la señora, á pesar de los cierzos inclementes;
calculó que sería muy temprano y que podía descansar tal vez hasta que
la nube se alejara. La fábrica en paro largos meses, tenía un cobertizo
placentero; Eva atinó con él y se puso al abrigaño, conforme con la
rusticidad de aquel asilo, como una recia campesina acostumbrada á
tales aventuras. Sentíase fuerte y casi feliz; su naturaleza robusta,
propensa á vencer, se adueñaba de la esperanza fácilmente. Después de
las tinieblas espirituales en que había vivido, durante aquellos días,
luchando con sus pasiones y con su ceguedad, gozaba en triunfar de
sí misma, en domeñarse con soberano señorío; le parecía que afirmaba
su paso en tierra sana y fecunda, que su horizonte se aclaraba con
la aurora de una nueva existencia. No la inquietaban la adustez del
nublado, ni la humedad de sus vestidos, ni la atroz amenaza de las
aguas molineras, hirvientes en el cauce; la fuerza corporal de aquella
mujer daba un empuje brioso y denodado al despertar de su conciencia
y de su corazón. Con hambre de las nuevas emociones que en germen
disfrutaba, ya sentía el afán de humillarse y de sufrir para lograr
después premios divinos; cosechas de inmortales placeres... Sentada
en un haz de leña, como en muelle sillón, y extraña á la bravura
de aquella pánica soledad, amasó con rapidez una rara mezcla de
pensamientos saltarines y varios. Lo menos dos minutos estuvo meditando
en la rápida boda de Isabelita con Luis Galán... Pensó luego en la de
Rafael. A propósito de aquella boda, recordaba cuando se dijo que la de
Ramírez podía ser madre de su novio, y María replicó, seria y triste:
--Eso necesita Rafael; una madre...
María tuvo razón...--¡Una madre!--murmuraba Eva, con las entrañas
estremecidas de una ternura inmensa y maternal--sí: cada mujer debe ser
una esposa y una madre para el compañero de su vida...
Se levantó inquieta por llegar á los brazos ó á los pies del hombre
á quien debía desvelos doblemente sagrados... Las nubes traslucían
débilmente un destello de luna, y la tempestad se alejaba hacia las
hoces, fugitiva del valle. Con firmeza y con prisa ganó Eva el puente
del molino; anduvo algunos pasos llena de ansiedad, y de pronto,
resbalaron sus pies en el tablón roído y vacilante, mojado por la
lluvia. Un grito aciago desgarró la noche. El cuerpo de Eva sepultóse
en las aguas, arrebatado entre espumas por la corriente bravía. La
luna se asomó á los cielos con cara de muerta, y en el «ansar» cercano
el viento se detuvo piadoso á sostener las alas febles de un suspiro;
hondo suspiro de un alma que despertó de los engaños de la vida en la
verdad eterna de la muerte...


XXVI

Para distraer la lentitud de aquellas horas raras, Gracián salió
al camino una vez más, registrando las veredas y los recodos con
obstinada porfía; la noche se había serenado y él fué alejándose de
la casona bajo los árboles en esqueleto, sin rumbo ni propósito. Por
casualidad tomó la senda de Santacruz, la más abierta en el valle; no
había vuelto por ella desde su malograda cita con Rosa, y el recuerdo
de la muchacha, huyendo con su novio en el instante mismo de juzgarla
él suya, causóle una molestia picante, un vivo escozor que le dolía.
En vano se quiso convencer de que la moza estaba muerta por él de
amores; la realidad le hacía una burlona mueca, demasiado visible para
que el «superhombre» lograse esquivarla; pero quería pensar en la
doncella y tejer mil pensamientos distintos, para huir del presente
bochornoso, que tomaba como suprema broma del destino. Ni honor ni
dignidad se sublevaron en su alma ante aquel infortunio que por seguro
diera; mas su pudor de tenorio padecía, y también el reciente capricho
por la esposa que abandonó años enteros, ultrajada; la costumbre
de su optimismo, aun le inspiró, soberbia, este desprecio:--¡Bah!
¡Mujeres!... las hay siempre de sobra...
Y como afirmación de aquella frase, una mujer apareció en la senda.
Sola y gentil llegaba. Gracián se le acercó, con un requiebro atrevido
en la boca, y solamente pronunció, despacio y con asombro:
--¡Tú... María!...
Luego, su atropellada curiosidad la colmó de preguntas, pero ella, sin
detener el paso ni conceder importancia á las incertidumbres de su
esposo, explicó indiferente:
--Fuí á rezar á la ermita de la Patrona, me entretuve demasiado, y
al tiempo de volver, llovía mucho. La ermitaña no me dejó salir; la
pobre me dió de su comida lo mejor, y me retuvo allá mientras duró
la tormenta. Me acompañó luego hasta el llano, y no he permitido
que llegase aquí porque me daba pena que de noche volviese al monte
sola; dejó al nene que cría, dormidito en la cuna, cerrado en casa,
al cuidado de la niña mayor...; su marido está en Reinosa, serrando
madera...
Hablaba con suma tranquilidad, dulce como siempre la voz, con flexibles
cadencias argentinas.
Una turbación grande paralizaba la lengua de Gracián; disimulando sus
villanas suposiciones, sin saber que decir, la preguntaba:
--¿Y no tuviste miedo?
--No; que la vega la conozco tanto como mi casa, y aquí todos me
quieren. Sólo junto al molino me asusté un poco; trepidaba el tablón,
resbaladizo, y parecía que en la corriente una mujer llorase.
--Voces que el agua finge.
--Sí; es la vida que llora...
Recobrando su aplomo, Gracián dijo:
--¿Sabes que Villamor se marchó esta mañana?
--Ya lo sé--repuso María muy serena. Y ya sólo entreabrió los labios en
breves contestaciones á la charla nerviosa de Gracián.
Llegaron á la casa, donde fué recibida la señora con inaudita sorpresa,
como un ánima del otro mundo. El esposo, á guisa de pública reparación
contra los insolentes rumores que el mismo provocara, la anunció desde
la puerta, gritando muy alegre:
--Aquí está, sana y buena; se estuvo todo el día rezando en la
ermita de la Patrona.--Y, compasivamente, murmuraba en íntimo
soliloquio:--¡Pobrecilla, es una infeliz!
Lali, cansada de llorar, se había dormido, vestida, sobre la cama;
quiso desnudarla su madre, y, al hacerlo, la nena abrió los ojos,
dilatados por ardiente alegría. Acariciando el hermoso semblante que se
inclinaba sobre ella, balbució:
--¿Te perdiste?
Con un soplo de voz la dama dijo:
--¿Perderme?... Tú me guardas.
--¿Fuiste muy lejos?
--Muy lejos, con la Virgen...
--¿Y quién te trajo?
--Un ángel... un ángel muy hermoso.
--¿Qué nombre tiene?
María, con un beso en la boca de la nena, dijo con devoción:
--Se llama Lali...
* * * * *
Un tren silbando acometió las hoces donde la tempestad repercutía con
bárbaros lamentos de aguas y de huracanes; negreaba el camino hendido
por culebras de luces iracundas, semejando una escena del fin del mundo.
Diego Villamor asomaba á las tinieblas hostiles el abismo azul de sus
ojos de artista, sintiendo que las hoces eran otros tantos dientes
monstruosos que á mordiscos le estaban devorando... Atrás quedaba
el valle sumido en la neblina de una nube atristada; y cuando, al
cruzarle, alzó el río su estruendo más alto que los silbos del tren,
creyó el poeta escuchar en las aguas, mezclados y confusos, los ayes
de Tristán, las congojas de un alma fugitiva, y los adioses, rotos y
dolientes, de un amor en tortura... Después, los truenos, el Besaya y
el tren se dieron á gritar, juntos y locos, las enormes tristezas de la
vida, acunando al viajero como á un cadáver con una marcha fúnebre...
Era la hora en que una mano torpe llamaba al aposento de María. Llamó
quedo Gracián; luego, más fuerte... Una paz de sepulcro respondió á los
reclamos del deseo en el casto recinto de la mujer cautiva y triste en
su prisión humana, reina y señora en el glorioso triunfo del corazón.
Noche hermosa fué aquella en que se alzó la esclava en rebeldía,
rompiendo, con todo el brío de su alma libre, el hierro ignominioso de
la sumisión material, y levantando el palio de la honradez sobre el
suplicio de su inmolada juventud... Lloraba María amargamente desecha
de dolor, de hinojos, en su aposento, cerrado como una tumba... Fuera,
el manso rocío de la nube, rastro de la tormenta, semejaba un infinito
llanto del paisaje...

FIN DE LA NOVELA
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