Despertar Para Morir (Novela) - 02

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Llegó _Nenúfar_, al cabo, tal como le había descrito Isabel; vestido
con presumida elegancia, luciendo unas románticas melenas, la gardenia
y el monóculo.
Llevaba el rostro afeitado, un rostro moreno y triste, de expresión
fatigada y viciosa, máscara de una vida bohemia y artificial.
Fué recibido con socarrón alborozo por la colonia madrileña; bajo la
égida protectora del marqués, recorrió el salón en triunfo, perseguido
por las miradas curiosas de las señoras provincianas. Comprendiendo
y aceptando al punto su papel de histrión distinguido, sacó á luz el
largo repertorio de encumbradas galanterías, derrochadas en verso y
prosa durante su larga carrera de pícaro elegante y poeta de salón.
Esgrimiendo con insistencia su pertinaz monóculo, hízose lenguas de la
noble hospitalidad de aquella casa:
--Ilustre hogar, en cuyo viejo escudo,
su nido hicieron águilas caudales
y su nido, también, los ruiseñores...
Dijo luego las excelencias de
...aquella costa bravía
grande orquesta singular,
que entona la sinfonía,
la bárbara sinfonía de los vientos y del mar...
Según le explicó luego el marqués, la repetición de la palabra
_sinfonía_ en estos versos era un alarde maravilloso de
«instrumentación poética»...
Habló también del paisaje, del admirable paisaje montañés, «sonata
patética en gris mayor».
... Melancolía de invierno,
profunda melancolía,
que adormece y extasía
cual la imagen de lo eterno...
Cielo gris, tierra mojada,
silencio, tristeza, y una
vieja torre abandonada,
vieja torre enamorada
de la luna...
Estos versos le parecían al poeta «la última palabra de la sensación»,
y así lo decía con gran orgullo y graciosa petulancia.
Disertó largamente sobre la poesía clásica y la poesía moderna; sobre
los místicos y decadentistas; sobre Santa Teresa y San Juan de la Cruz,
Verlaine y Rubén Darío; mezclando lo divino con lo humano, lo viejo con
lo nuevo, la poesía con la extravagancia; mentando libros y autores con
pasmosa intrepidez, deslumbrando al candoroso marqués de Coronado con
las nuevas teorías del ritmo, del «color de las vocales» y otras por el
estilo. Y como notase en el auditorio ciertos síntomas de aburrimiento,
se dedicó á las damas, obsequiándolas con disparatados requiebros y
frases conceptuosas.
Halló á María «albescente»; á Eva «rojeante», y á la de Ramírez
«esmeraldina»; comparó á las niñas del marqués con «las hijas del
Rhin», y á la marquesa apellidó _Walkyria_, «diosa inmune al crepitar
del fuego», y tal lenguaje hubo de usar en la lírica expresión de sus
admiraciones, que las señoras festejadas, ignorantes de aquella jerga
modernista, se quedaron en ayunas del discurso.
Tampoco López entendió una palabra, pero, fiel á su costumbre, repetía
embelesado:
--Muy bien... convenido... perfectamente...
Cuando se hubo encalmado el regocijo que produjeron las palabras de
_Nenúfar_, recayó la conversación sobre la próxima llegada de Gracián
Soberano, y el joven modernista ensalzó hasta las nubes la vida y
milagros del viajero, menudeando los golpes de monóculo, dirigidos
hacia la dueña de la casa.
--Gracián es un hombre extraordinario--afirmaba _Nenúfar_--, es el
prototipo del _superhombre_. Tanto tiene del héroe como del discreto;
tanto de valor como de cortesía; su pecho es de diamante y su palabra
de oro... Veo en él cifrada la estrella de los antiguos «escultores de
pueblos»... Gracián es la esperanza de la España joven...
Coronado y sus niñas unieron sus ponderaciones á los exagerados
elogios de _Nenúfar_, y también Clara y Galán se contagiaron de aquella
entusiasta apología. Hasta la displicente niña de Vidal soliloquió
devota, trasladándose á otra silla:
--Gracián Soberano... ¡ya lo creo!...
La novedad del asunto tenía suspensos á los contertulios provincianos.
Escuchaban Eva y Luisa con visible interés aquella letanía de
alabanzas, á las cuales hacía coro la marquesa con naturalidad de
consumada actriz. López colocaba á destajo sus muletillas, con la mayor
satisfacción, y el contumaz murmurador, Pizarro, buscaba inútilmente un
lado vulnerable por donde asaltar, con demoledora discusión, aquella
bizarra fortaleza de flores, sobre la cual se engreían triunfantes una
leyenda y un nombre.
--Gracián... Gracián...--murmuraba entre dientes--Todas las
muchedumbres necesitan un ídolo... Y en España, cuando faltan hombres,
se crean ídolos para mayor comodidad... Un héroe..., un superhombre...,
¡ahí es nada! Pero, después de todo, ¿quién es Gracián? Un aventurero
afortunado, un hombre listo, un orador... ¡aquí donde todos vivimos á
la aventura y somos grandes oradores y nos pasamos de listos!...
¡Pobre Gracián... y pobre España!
Unos soñadores ojos de cielo se abrían con infantil curiosidad encima
de aquel nombre y de aquella leyenda, y Rafaelito balanceaba en la
conversación su enorme cabeza de bufón velazqueño, un poco desmayada y
reflexiva...


VII

Una tarde, sonó tras la _portière_ el nombre peregrino, que fué rodando
de boca en boca iluminado por el brillo de todos los ojos.
Gracián Soberano apareció en la puerta. María no pudo reprimir un
movimiento de instintiva curiosidad. Miró al forastero y experimentó
de repente cierta desilusión. Tanto le habían ponderado á Gracián, que
imaginó verle como á un sér extraordinario, semejante á un príncipe de
los cuentos de hadas.
Era un hombre de mediana estatura, sencillo en apariencia, elegante
sin afectación. Los cabellos negros y rizosos, los ojos oscuros y
audaces, la nariz fina y recta, los labios fuertes y bien modelados,
la tez morena y brillante, daban la impresión de una hermosura viril y
enérgica, de una cumplida madurez.
Al entrar en el salón detúvose un instante para abarcarle de una
ojeada. Avanzó con elegante soltura, se acercó á la dueña de la casa y,
tomándole una mano, le hizo una gallarda reverencia. Luego saludó á las
demás personas conocidas y se dejó abrazar por el marqués, que le decía
enternecido:
--¡Dichosos los ojos!...
Fué presentado con toda solemnidad á los nuevos contertulios. Tuvo
Gracián para todos ellos palabras y sonrisas de una exquisita
urbanidad, probando cumplidamente que era un perfecto hombre de mundo.
--Vengo de Bilbao--dijo explicando su presencia en aquellos
lugares--adonde fuí para estudiar un negocio de minas... Allí supe que
estaban ustedes en _Las Palmeras_... Se me ofrecía nueva ocasión de ver
á mis amigos predilectos... Pasaré unos días en esta playa; es un breve
descanso que me permito.
--Siempre igual--repuso el marqués encantado--usted no puede estar
ocioso.
--Me atrae la lucha, me tienta la acción, me enamora el riesgo...
Siento la poesía de los viajes y los negocios, la fiebre de la
actividad... He pasado una temporada en el extranjero buscando nuevas
orientaciones á mis empresas; pero, al cabo, sentí el deseo de volver
á nuestro país... ¡la pícara nostalgia!... Cuando estoy en mi patria,
la aborrezco y cuando me alejo de ella, la amo; ¡sólo soy buen español
fuera de España! Condición, al fin, de españoles, de espíritus
inquietos que sólo adoran lo que no poseen...
Habló de sus viajes por el extranjero con amenidad extraordinaria,
salpicando el relato de observaciones ingeniosas; contó algunas
originales aventuras, recatando sus triunfos bajo el velo de una
estudiada modestia. Parecía hombre de mucho saber y gran copia de
lectura, y las palabras acudían á sus labios fáciles y sumisas,
enfervorizadas por el fuego de una vibrante elocuencia.
--¿No le atrae á usted la política?--preguntó el marqués, que le
escuchaba absorto.
--¡Psé! tuve algunos coqueteos con esa dama--respondió Gracián
sonriendo--, pero me seduce más la vida de los negocios... La política
es el arte de los pueblos viejos, y á mí me encantan los pueblos
nuevos, enamorados del porvenir, resonantes de fábricas y de oro,
coronados por las altas virtudes del trabajo y de la inteligencia...
El mundo vive y progresa por razones económicas... Los hombres de
estado son prisioneros de los hombres de negocios... En España, todo
lo inficiona la política, y es preciso orientar á la juventud por los
caminos de la libre actividad. Conviene despertar este gran pueblo,
dormido á la sombra de sus catedrales, y lanzarle al galope en la vida
moderna, en ese torrente de energías hermosas que corre por el mundo...
Acostumbrados los contertulios del marqués á la frívola charla de los
salones, juego necio de frases con pretensiones de elegancia y de
ingenio, sentíanse como sorprendidos por aquella palabra impetuosa,
llena de imágenes y penetrada de emoción.
Comprendiéndolo así Gracián, y estimulado por la religiosa unción con
que le oían, habló de política, de arte, de literatura, de negocios...
No profundizaba gran cosa en tan distintas materias; pero las tocaba
con habilidad y atrevimiento, poniendo en el discurso una fuerza
admirable de persuasión. La palabra le enardecía; embriagado por su
propio verbo, con los ojos brillantes y el rostro iluminado, hacía
resaltar los más menudos pensamientos con el brío de la expresión y la
gracia natural de sus maneras. Desde el primer instante captóse las
simpatías de las damas; era Gracián un maestro en el arte de halagar á
las mujeres, lisonjeándolas, y atacando como astuto psicólogo el punto
flaco de la vanidad femenina.
--La mujer--decía con su sonrisa galante--no es sólo el ornamento
de la vida, sino también la razón y el impulso de todas las grandes
acciones. Detrás de todo héroe hay siempre una heroína; que no se mueve
el corazón ni la inteligencia de los hombres sin que les ayude la mano
delicada de una mujer...
Habíanse agrupado los contertulios en torno de Gracián, hechizados por
su conversación. Unicamente Pizarro seguía con burlona mirada el vuelo
audaz y voluble de la palabra conmovedora. Aquella gente superficial
é impresionable, aunque no comprendiese gran cosa de los discursos de
Gracián, no por ello estaba menos encantada. López tenía en los labios
una sonrisa deslumbradora; Clarita, con los ojos encandilados, repetía
en voz baja:
--¡Delicioso!... ¡delicioso!...
--¡Un gran artista!--decía Eva.
--¡Un ruiseñor!--pensaba la de Ramírez.
--_Eclatante_--aseguraba _Nenúfar_.
El marqués miraba á su esposa y á sus hijos como queriendo decir:
--¡He aquí los amigos que yo tengo!
Y el disidente Pizarro rezongaba entre dientes con aspereza.
--Oratoria «fin de siglo»... _pour épater les bourgeois..._
Generalizóse, al fin, la conversación; mas apenas abría la boca el
forastero tornaban todos á escucharle con profundo interés...
María estaba de pie, junto á una de las ventanas. Caía la tarde; el
sol, al ponerse, desgarrando el palio tenaz de las nubes, bañaba el
parque de encendidos reflejos, dorando suavemente la mullida tierra
mojada. Un opulento rosal escalaba el muro de la quinta y asomaba en
los cristales la púrpura de sus rosas. Todo era bello y triste en
aquella tarde estival.
--¡Qué hermoso paisaje!--murmuró Gracián, asomándose á la ventana--¿No
es verdad que conmueve?--añadió, clavando sus ojos en María--Estos
paisajes enternecen y llegan á lo más hondo del corazón... Al mirar ese
horizonte el pensamiento vuela, como una golondrina, hacia el país del
sueño... ¡Es tan dulce soñar!
Escuchaba la joven en silencio, y conmovida por la palabra
acariciadora, le pareció ver en el rostro de aquel hombre un gran
resplandor de juventud.
--¡Hermoso atardecer!--seguía diciendo Soberano--¡Tiene una tristeza y
una dulzura! No sé por qué imagino que, al contemplarle, siente usted
una ternura fraternal... Es usted bella y triste como ese crepúsculo...
Algo del alma de usted flota en el alma de ese paisaje...
María no respondió; sentía una turbación inexplicable, algo muy dulce
y profundo que le salió del pecho y le tembló en los labios y le brilló
en los ojos, en los ojos azules y pensativos.


VIII

Las jornadas de _Las Palmeras_ se animaron desde que Gracián llegó á la
playa, precedido de _Nenúfar_.
En el «elemento femenino» creció sordamente la lucha de pasioncillas
en torno á las dos mujeres, gala de aquellas tertulias, Eva y María,
que descollaban sobre las demás con fácil dominio. Luisa Ramírez, cuya
juventud declinaba en una sabrosa madurez de estío, era precisamente la
única en mirar sin enojos la triunfante belleza de las dos muchachas.
Era en María el don de la hermosura, gracia pasiva y melancólica,
divina luz encendida en el semblante como un resplandor del alma; y era
en Eva don agresivo y orgulloso, roja lumbre de soberbia, amenaza de
esclavitud y de dolor.
Heredera de una copiosa fortuna, creció María en la triste paz de
su casa solariega, hundida en el fondo de un valle norteño, cerca
de una blasonada villa. Llorando la muerte prematura de sus padres,
asomábase al mundo sola y niña, con un vago anhelo lleno de timideces y
delicados asombros. Aliviaba con el blanco ropaje estivo el grave luto
de sus dolores, cuando su tío, el marqués de Coronado, quiso que les
acompañase unos días en _Las Palmeras_, sin abandonar la íntima tutela
de doña Cándida, una bendita señora que cuidaba á la niña con maternal
solicitud, vigilándola con su cariño desde cualquier rincón que la
fuése propicio para rezar, suspirante y quejosa, diciendo en voz queda:
¡Ay, Dios mío!
Era ajeno á María el trato mundano de las gentes; ella sólo sabía
las costumbres patriarcales de la buena sociedad aldeana, y, en sus
breves visitas á la capital, habíase iniciado apenas en la vida
de los salones. Pero de su nativa distinción emergía, con natural
y elegantísimo alarde, un aroma aristocrático lleno de atractiva
sencillez, y en el noble reposo de sus maneras, en sus mismos silencios
observantes y pensativos, había una placidez romántica, un grave
misterio señorial.
Sazonada su belleza por la madurez de los treinta años, diestra
ya en lances de la vida, Eva Guerrero sabía del mundo todo lo que
tranquilamente ignoraba su joven amiga María Ensalmo. Ni el paisanaje,
ni las añejas relaciones de ambas linajudas familias, unieron á las
dos muchachas más que con una débil amistad de buen tono, sin raíces
y sin flores. La arrogante morena de ojos de sultana tenía un corazón
rebelde y ambicioso. Creíase con derecho á la felicidad por haber
nacido hidalga y hermosa; los quebrantos de fortuna, que pusieron en
manos de su padre un arma suicida, irritaron el amor propio de Eva sin
amansar su dura condición. Sólo por coquetería dominaba la destemplanza
del carácter; mas, aun en los momentos en que su voz fingía blandas
cadencias y melosas risas, fulguraba en sus ojos un destello
implacable. Contaba algunos años más que María, nuevo motivo de rencor;
miraba ya declinar su estrella y perderse en caminos de crepúsculo todo
el cortejo de sus ardientes ilusiones.
Entre Eva y María, entre estas dos mujeres cuyas vidas iban á correr
á la par en distintos caminos de dolor, alzábase una frontera de mal
callados sentimientos. Los negros ojos profundos miraban siempre con
secreta perfidia á los azules ojos, brillantes y apacibles como un
girón de la calma del cielo...
Para el prodigioso viajero, que se llamaba Gracián Soberano, fueron
aquellas dos mujeres una novedad tentadora, el «plato del día» en su
insaciable apetito de galanteos.
No se cuidó Gracián de que apareciese como un capricho su prolongada
estancia en aquellos cántabros arenales ó como una promesa que cumplía
cerca de su complaciente amiga Generosa de la Dádiva, marquesa de
Coronado. En la altivez majestuosa con que andaba por la vida á grandes
pasos, sin tropezar nunca y siempre victorioso, tampoco se cuidó
de ocultar que Eva, María y Luisa, las tres flores costaneras, le
parecían adorables; y hasta se permitió declarar públicamente que en
_Las Palmeras_ había otra provinciana encantadora, una doncellita muy
peripuesta y gentil, que se llamaba Rosa.
También _Nenúfar_ lo había advertido, y apostado en el _hall_ de la
quinta, mientras acomodaba lentamente el sombrero y el bastón, le había
rezado á la moza una oración modernista, tan extravagante y pomposa,
que la buena muchacha, creyendo que la hablaban en idioma extraño, roja
y confusa, murmuró:
--No entiendo...
Fué perspicaz en cambio para «entender» el lenguaje atrevido de las
manos del bohemio, y contuvo su «explicación» con tal agilidad y
valentía, que el goloso, escarmentado, tornóse con ella prudente y
humilde, y á hurto de las damas, en breves solaces deliciosos, le
confesó que se llamaba únicamente Simón Ruiz, y que era un pobre
vagabundo, un pícaro con talento, que sitiado por el hambre «hacía de
_Nenúfar_»... y de otras cosas peores...
Su acento adolecido hirió el tierno corazón de la muchacha, que se fué
humanizando un poco á los amorosos requerimientos del señorito; y sin
tardar muchos días, delante de una sonrisa apicarada y suave de la
moza, declaraba también _Nenúfar_ que Clara Infante era una caprichosa
pervertida, y que á él sólo le gustaban las frescas amapolas del campo,
las lindas mujeres de la aldea:
Flores de sangre y sol, en cuyos labios,
la pura esencia del amor se bebe...


IX

Mientras _Nenúfar_ demostraba su sagacidad de hambriento solicitando
los apetitosos favores de Rosita y cultivando los de Clara, más
refinados y exquisitos, Gracián, que hacía las cosas en grande, se
apoderaba, en el concurrido salón de _Las Palmeras_, de la admiración y
el aplauso de todas las mujeres, derrochando sus artes y enamorándolas
«por turno»...
Su apostura elegante, su continente varonil, su gracejo y su elocuencia
le daban un indiscutible dominio en sociedad, donde jugaba con el
propio prestigio como con una baraja, en temerarios alardes de buena
fortuna, ganando siempre.
Al «mundo», á esa monstruosa entidad anónima que amedrenta á muchos
hombres de talento positivo, le tenía Gracián deslumbrado con el brillo
audaz de sus ojos, las vibrantes ondulaciones de su voz y el gallardo
gesto de su persona. Y el terrible mundo, engañado como un niño, había
tomado por admirable existencia la farsa seductora en que Gracián
vivía. Mujeres fascinadas y hombres necios ó cándidos aseguraban que
Gracián era un gran artista, un negociante genial, «un águila y un
ruiseñor»; como decía _Nenúfar_, un _superhombre_...
Debajo de la estupenda fábula sólo había un perfecto comediante,
un salteador de buenos caminos, disfrazado con arte de imaginarias
virtudes. Cierto día apareció en la corte con aires de fortuna y
distinción, diciendo que venía de París, en cuya Universidad había
estudiado varias facultades. Como parecía rico y era guapo, y se decía
«de buena familia», fué admitido en muy selectos círculos, logrando la
amistad de personas influyentes. Tomóle bajo su protección la marquesa
de Coronado, con harto detrimento de la honra y los dineros del
marqués, y aquel mozo de origen oscuro subió como la espuma.
Graves disgustos costó á la de Coronado su flaqueza. Gracián no era
lo que parecía. Hombre sin escrúpulos, dominante y codicioso, frío
de corazón como la nieve, sólo atendía á su propio medro y á la
satisfacción de su naturaleza inconstante y caprichosa.
La imaginación hacía en él las veces del sentimiento. Fabricábase
un mundo de imágenes y ficciones, de rasgos fabulosos y aventuras
fantásticas, y era en su pensamiento tan natural la mentira como un
hecho vivo y presente. Mentía por necesidad y deporte, ejerciendo con
la falsedad un arte sutilísimo, poseyendo de tal modo sus propias
invenciones que las incorporaba á su vida haciéndolas reales á fuerza
de creerlas y practicarlas.
Todo su poder estaba en la palabra, en aquella palabra encendida
siempre en pasajeros entusiasmos; después de hablar mucho,
embriagándose con ficticios ardores, quedábase como vacío. Desfloraba
todas las cosas, hastiándose de ellas en cuanto las poseía.
Llegó la marquesa á conocerle á fondo cuando ya se hallaba hechizada
por la sugestión de tan extraño carácter. Sufrió en silencio engaños y
humillaciones, arrastrando como un castigo aquel amor culpable lleno de
ingratitudes y amarguras.
Gracián no paraba mientes en tales cosas; dispuesto á la caza de
«una buena dote» que supliese la vacuidad de su imaginaria fortuna,
mariposeaba entre las mujeres aun en presencia de su amiga, la de
Coronado, con una brillante y elegantísima insolencia...
Nutrióse con nuevos elementos la tertulia de los marqueses. La colonia
madrileña de la playa encontraba desanimadas y «cursis» las veladas
del Casino, y, tácitamente, acordaron los más distinguidos veraneantes
asistir á las que en _Las Palmeras_ se habían improvisado, encadenadas
con jiras y paseos por los alrededores del balneario.
Aprovechando en aquellas gratas reuniones el conato de un silencio,
la sonora voz de Gracián comenzaba con hábil estrategia un curioso
relato; agrupábanse los señores complacidos en torno al orador, y
al compás de un acento que repetía: «convenido... convenido...» las
frentes varoniles se inclinaban en señal de aprobación; todas las
atenciones quedaban sumisas al poderoso farsante, y todas las damas
soñaban con ser la favorita de aquel galante taumaturgo...


X

Al fin, una noche presentó el marqués en _Las Palmeras_ á Diego
Villamor. Era el poeta un muchacho de aspecto simpático, de facciones
finas y aniñadas, el pelo rubio, los ojos zarcos, la boca sonriente,
mediana la estatura, tímida la expresión. Había en su figura cierta
nativa elegancia; pero el busto algo encorvado y la mirada indecisa
dábanle un aire de prematura vejez, de cansancio ó de tristeza.
Al penetrar en el salón una picante brisa de curiosidad agitó las
ligeras cabecitas de las niñas veraneantes. Clara fué la única que le
miró con ceño; las demás le brindaron protectoras sonrisas y placentera
conversación.
Diego no se mostró muy comunicativo, y el lisonjero recibimiento que
se le hacía pareció acrecentar su natural timidez y envolverle en un
amago de inquietante torpeza. Con graciosa amabilidad salió la marquesa
al encuentro de aquel malestar embarazoso, y tomando gentilmente el
brazo del poeta, fuése á iniciarle en la amistad de las muchachas,
contándole, con llaneza señoril, las menudas intrigas y bagatelas de
aquel salón de verano.
La insinuante benevolencia de la dama no logró disipar la turbación
del artista, y sólo cuando entre los grupos bullangueros columbró la
delicada figura de María, sintióse Diego acompañado en la tertulia y
guiado hacia un rostro amigo.
Juntos compartieron ambos jóvenes en el mismo valle natal las plácidas
intimidades de la infancia, y, más tarde, al abrigo de una amistad
serena, Diego le había regalado á María muchos ramos de rosas en las
lindes del huerto, muchas rimas sinceras, improvisadas con ese arte
primicial y balbuciente de la adolescencia, inculto y bravo perfume
del corazón. Fué María su primera musa, la reveladora de sus primeras
emociones, un delicado ensueño hecho carne y belleza de mujer. Ella
había sonreído siempre sin coquetería ni complicidad al embeleso
encendido en los ojos miopes del poeta; y ahora, en el ambiente
frívolo de aquella sala abierta al mundo, también le sonrió, ingenua y
bondadosa, como en los solitarios caminos de la aldea.
Logró Diego sentarse á su lado y ofrecerle, un poco anhelante, la rosa
pequeña y linda que llevaba en el ojal.
--No es tan bonita como las de nuestro valle, ¿te acuerdas?--le dijo.
--Sí... allá arriba tú me las buscabas muy hermosas--respondió
levemente la muchacha.
Pero en vano Diego perseguía los celestes ojos absortos en la rosa.
La niña blanca, de casta belleza, la musa de los lejanos senderos,
alzó sobre la florecilla sus pupilas acariciadoras para dejarlas caer
sin cautela en la sugestión de otras audaces. Siguiendo el camino de
aquella mirada, comprendió el poeta que á su amiga la estaba Gracián
enamorando.
Y se sintió otra vez solo en la tertulia, extraño y triste en aquella
sociedad ligera...
También Eva se hallaba sola en aquel instante. Con frecuencia, al
lado suyo hacíase un vacío desdeñoso por parte de las muchachas, que
no acababan de perdonarle su hermosura, ni el orgullo con que la
ostentaba. María en aquellas ocasiones acudía bondadosa cerca de la
bella desairada, sin que Eva mostrase agradecer semejante favor, ni
ofenderse con las otras crueles displicencias. Bajo el escudo de su
recia altivez sonreía como una esfinge; atenta sólo á sus planes de
conquista, contemplaba en silencio el «campo de batalla», como un
experto general, y era precisamente María el blanco de sus temores.
Delante de la niña rubia, desplegaba Luis Galán sus más necias y
petulantes sonrisas; quemaba _Nenúfar_ el incienso de sus conceptuosos
madrigales; modulaba su harmoniosa voz el «superhombre», y hasta la voz
ronca del marquesito, al resonar junto á María, se apagaba dulcemente,
como el suspiro de un violoncello.
Eva, despechada, conteníase á duras penas...; ¿iban á ser también para
la «niña romántica» los obsequios de Villamor?...
Sin duda le nacieron inquietas alas á esta pregunta insidiosa, porque
voló á lo largo del salón, posándose en los oídos de las señoritas
veraneantes, y la alarma de esta sospecha llegó hasta la dueña de la
casa que había puesto los ojos en Diego con la secreta intención de
fraguar un desquite...
Por cierto que los ardientes ojos de la marquesa parecía que habían
llorado...
Rosa, la doncellita gentil, le contó á _Nenúfar_ aquella tarde que el
señorito Gracián había discutido acaloradamente con la señora marquesa
en un escondido rincón del parque...


XI

--Sé que es usted un gran poeta... y un hombre excesivamente
modesto--decía Gracián, clavando sus ojos de águila en los tímidos ojos
de Villamor.
Bajo la cruda sugestión de aquella mirada vaciló el poeta, respondiendo
con voz insegura:
--Muchas gracias..., usted me favorece demasiado.
Sonrió Gracián, un poco burlón, y repuso con aire entre protector y
desdeñoso:
--La modestia excesiva, la timidez, es cómo una niebla del talento.
_Audaces fortuna juvat._ Los hombres, amigo mío, para cumplir una
elevada misión, necesitamos hacernos duros y valerosos. No basta con
tener talento, se necesita fuerza para imponerle. Todo gran pensamiento
es agresivo, cortante, eficaz como una espada...
--¿Es usted poeta?--murmuró Diego, embelesado por las palabras sonoras
de Gracián.
--Sí..., algo poeta..., pero un poeta de acción... Yo no hago
poesía..., la vivo. Los viajes, los negocios, las realidades, son
mis poemas... ¿Qué mejor estrofa que un pensamiento dominador que en
un instante se hace dueño del mundo? Aborrezco la vida sedentaria, y
le confieso á usted que no admiro esa poesía del surco, ocioso canto
de cigarras en la pereza del verano... Ya que tiene usted talento y
es poeta de verdad, abandone el rincón de su provincia, láncese al
mundo, suelte esa timidez un tanto rústica de su persona y... algún
día me dará las gracias por el consejo. Es usted muy joven..., según
parece. Vaya usted por de pronto á Madrid, escriba para la Prensa y los
teatros, busque usted el gran público, la popularidad, los halagos de
la fortuna, las grandes emociones de la vida, el dinero y la gloria.
Roto el hielo, consagrado el nombre, todo lo demás le será dado por
añadidura.
La tertulia del marqués hallábase pendiente de los labios de Gracián.
Aquella voz limpia y armoniosa, aquel tono de energía y suficiencia,
capaces de vestir con brillantes galas los conceptos más falsos y
vacíos, producían un efecto seguro en el frívolo auditorio. Estaba
el marqués radiante; triste y conmovida la marquesa; entusiasmadas
las niñas y hecho un puro caramelo el optimista López. María callaba
pensativa; á su lado Eva ponía una sonrisa en el duro semblante, y
Pizarro, el eterno disidente, repetía en un rincón:
--Palabras... palabras... palabras...
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