Despertar Para Morir (Novela) - 06

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señoritas de Coronado y hasta trataron filosóficamente de buscarle
atractivos.
Evocaron las risueñas jornadas de la quinta, que hacía siete años se
habían deslizado como un sueño en la juventud inquieta y turbia de las
dos hermanas.
Del tumulto de sus memorias surgía con extrañeza y singularidad
aquel recuerdo de un solo estío, de playa modesta, entre jardines
melancólicos y brava costa, y desfilaban con un penetrante aroma de
juventud alegre las imágenes de todo aquel verano tranquilo y dulce,
sin grandes cotillones, sin aventuras sonadas, meses raros y fugitivos
que brindaron á la agitada vida de estas dos mujeres un alto apacible
y una ráfaga bienhechora de salud y poesía. Desdoblando pensamientos y
membranzas con una vaga tristeza y una remota ilusión, Isabel y Benigna
quisieron á todo trance adornar de promesas el porvenir, y se miraron
una á otra desconfiadas y marchitas, sin brillo los ojos y sin risa los
labios.
Con el presentimiento de un fracaso, lentamente formaron las dos
hermanas un plan de invitaciones y un programita de fiestas. Era
preciso atraer hacia el arenal cantábrico un buen plantel de amigos
alegres, y prepararse una agradable temporada en _Las Palmeras_.
El recuento de amistades disponibles para este caso suscitó
desconsoladoras memorias y arrojó un total de nombres nuevos en nuestra
narración. Ni uno solo de aquellos que en la hospitalaria quinta hemos
conocido estaba al propicio alcance del iniciado convite.
Clara Infante, casada con un banquero catalán y separada de su
marido al mes de la boda, viajaba á la sazón por el extranjero, bien
acompañada, según decían procaces lenguas.
Pizarro, el famoso descontentadizo, había vuelto, desilusionado como
nunca, de un largo viaje á las Américas y, en protesta bizarra á sus
reniegos contra todos los países y todas las civilizaciones, trataba
de tomar parte en una expedición al Polo Norte, y vivía encerrado
en el cuarto de una fonda, sosteniendo fantástica correspondencia
con unos señores noruegos y una dama rusa, que eran de la partida en
proyecto. La sinrazón de sus antojos hacíale olvidar que tiritaba en el
estío cantábrico y que hasta los más dulces climas eran hostiles á su
intemperancia.
El poeta de ocasión, _Nenúfar_, no había logrado salir á flote de su
reciente naufragio social y con prudente discreción se había eclipsado
en el horizonte luminoso de sus amistades aristocráticas.
Las señoritas de Coronado no ornamentarían su salón montañés con la
belleza rubia de María Ensalmo, ni con la morena hermosura de Eva
Guerrero, y tampoco Teresita Vidal llevaría á _Las Palmeras_ la nota
extraña de su juventud aburrida y achacosa. ¡Pobre Teresita!...
Cuando las hojas cayeron, dos años hacía, su entierro blanco y pomposo
bajó lentamente por la calle de Alcalá buscando el cementerio de
Nuestra Señora de la Almudena... Piando inquieta y saltarina como un
pajarito, había dado el salto mortal una tarde de otoño, quedándose
repentinamente inmóvil en el sofá donde se rebullía fastidiada y
quejosa.
La trágica quietud dejó en su rostro aniñado una mueca de hastío, y en
sus labios irónicos unas gotas de sangre descolorida.
Con más vanidad que misericordia la vistieron un traje de gala,
espléndido en encajes y flores, tan escaso en el escote y en las
mangas como sobrado en la cola... Encajes, flores y telas, junto con
la carne mísera, todo ello se acomodó con desahogo en un metro de
ataúd, porque el cuerpo de Teresita, que siempre fué endeble y menudo,
entre las garras de la muerte quedóse tan pequeño y mermado, que era
casi imposible suponerle veinticinco años de edad. Las amigas de la
joven recordaban con terror aquella postrera visita que le hicieron
al borde de la gran _cama imperial_, bajo la macilenta luz de los
cirios crepitantes. Sobre el engalanado cadáver de Teresita, la mundana
adulación, que ni á los muertos respeta, lanzó una frase en son de
halago: «parece una novia»... Aquella lisonja servil sonó á comparación
impía y burlesca, con crueldad de sátira, allí donde la muerte,
abrazada á una miserable figurilla de mujer, ponía espanto y atrición
en los más insensibles corazones. Isabel y Benigna no pudieron olvidar
su pavor y su asombro al cerciorarse de que aquella muñequita de cera,
encogida y helada, insensible y dura á la sérica delicia del vestido
admirable, era la vivaracha y mimosa Teresita Vidal. Y al pensar en las
invitaciones para un nuevo veraneo en _Las Palmeras_, en la memoria
triste de las antiguas amistades quedó flotando la visión de aquel
metro de ataúd lujoso, de aquel entierro blanco que en la dulce tarde
otoñal pasó por la vida hacia el lívido misterio del sepulcro.


XIII

Arrancándose el recuerdo de tan medroso lance, dijo Isabel á su hermana:
--De aquel año feliz que memoramos, sólo una amiga encontraremos en la
costa: Luisa Ramírez...
--Y un amigo, López--repuso Benigna sonriendo.
--Sí; queda López «todavía», y... ¿quién sabe?...--murmuró Isabel con
singular acento. Cambiando de expresión, exclamó después:
--¿Sabes que Rafaelito acabará por casarse con Luisa?
--Así lo temo.
--Estoy pasmada de la duración de ese cariño.
--Es que el amor sentimental dicen que puede hacerse crónico...
--¡Ay, qué miedo, hija!...
--¿Pero tú creías á Rafael capaz de una constancia semejante?
--¡Qué había de creer yo, criatura!
--Ese amor es un milagro.
--Es una majadería. Rafael puede hacer una boda brillante; puede
escoger entre la flor y nata de los buenos partidos; sin ir más lejos,
Casilda Manrique, condesa y millonaria, está loquita por él.
--Y por Gracián...
--Calla, mujer, eso es aparte...
Hubo un silencio malicioso y risueño; luego, Benigna reanudó el palique.
--Oye; á mí se me figura que Rafael, á ratos, también se enamora un
poco de María.
--Lo que has notado es lástima, no es amor.
--¿Lástima? ¿Y de qué?
--Cosas raras de ese chico. ¿No sabes que resulta romántico y
piadoso?... Se le antoja que María es desgraciada.
--¡Si dijera que es boba!... Podía ser hoy «la primera» mujer de Madrid.
--Ya lo creo... Mira que ha tenido perseguidores...
--Y los que tiene.
--Pero es inabordable.
--Así lo afirma Rafael, que la admira mucho; pero no hay que fiarse de
las apariencias. Esas señoras que al parecer no han roto un plato en su
vida, no me inspiran simpatías ni confianza.
--También Eva es una virtud incorruptible.
--Tampoco es santo de mi devoción; la encuentro demasiado orgullosa y
demasiado bonita.
--Y tiene un marido insoportable de poesía y sentimentalismo.
--Dicen que Diego se embarca...
--Y el chiquillo se les muere...
--Han sido desgraciados.
--Pues á ella no le faltarían consuelos si quisiera; á Gracián le gusta
mucho...
--Todas le gustan á Gracián.
--Pero ahora la predilecta es Casilda Manrique.
Quedáronse un punto calladas las dos señoritas, y de pronto Benigna
exclamó triunfante:
--Tengo una magnífica idea.
--A ver...
--Si Casilda viniera con nosotros á la Montaña, teníamos ya seguras
las visitas y las diversiones. Ella serviría de gran reclamo á nuestra
_tournée_; tal vez Rafaelito cayera en la tentación de pretenderla
formalmente y al fin quedase roto su pertinaz idilio con Luisa, esa
extraña afición con amenaza de boda, que á todas nos disgusta.
Dijo Isabel pesimista:
--La Manrique no irá á _Las Palmeras_, hija mía; tiene un plan de
veraneo «que quita el sentido»...
Maliciosa y porfiada, Benigna insinuó:
--Si sabe que Gracián va por allí, irá contenta, de seguro.
--Pero él va solamente á dejar á María en su casa del valle.
--Si Casilda está en la playa, Gracián nos hará una visita.
--Tienes razón; eres maga.
Una risa pícara y sagaz comentarió el coloquio.


XIV

Sobre el cristal zarco de los cielos ni una nube pasaba.
La tarde, en su lenta caída, se desmayaba en el horizonte, como si el
mirífico celaje la detuviese con un largo beso de despedida...
Gracián aparentaba dejarse llevar por Lali, que le tiraba del brazo con
impaciencia, repitiendo:
--Es por aquí, anda; si tardamos un poco más se habrán marchado.
Sonreía el caballero, y tarareaba en voz queda una liviana canción
aprendida entre los bastidores de un teatrillo.
Dieron la vuelta al estanque, tomaron hacia la derecha, y en el más
adoselado y fragante rincón del Retiro, vieron á una señora y á un
nene, sentados en un banco.
Ella parecía leer alguna cosa insulsa en un periódico, mientras que el
nene parecía descifrar algún misterio tenebroso en la arena fina del
camino, tanto sus ojos se fijaban en el suelo, inquisitivos y asustados.
Dos movimientos de distintos afanes se produjeron en el banco, cuando
se detuvieron ante él, la niña y el caballero.
Maravillado y feliz, Tristán dijo únicamente:
--¡Lali!
Y tendió los brazos hacia su amiguita con un impulso de fascinación.
Eva exclamó con sincero asombro:
--¡Ah!...
Y se quedó confusa y risueña ante el rendido saludo de Gracián. El
cual, á guisa de explicación, dijo con un acento insinuante:
--La niña me ha contado que usted viene todas las tardes á este sitio,
y hoy he querido que ella me guiase hasta el lugar dichoso donde usted
se esconde, cada día más bella y más esquiva...
Los dos pequeños, cogidos del brazo, se alejaban alegres, y su infantil
confidencia se trenzaba en el dulce silencio de la fronda, con el
perlado rumor de una fontana vecina...
Tardaba la señora en recobrarse de su sorpresa, y parecía indecisa en
la manera que debía adoptar para responder al gentil caballero.
Era verdad que Eva, entonces, no se mostraba siempre halagadora y
afable con sus amigos, como cuando Gracián la conoció. La natural
dureza de su semblante hermoso habíase acentuado con un gesto arisco,
y por la noche huraña de sus ojos pasaban con frecuencia relámpagos
de amenazadora tempestad. Ponía la mirada como un puñal sobre todas
las mujeres á quienes consideraba felices, y en los hombres que la
admiraban vengábase con furioso desdén de aquellos otros galanes que
siendo ella soltera y bonita, la habían dejado olvidada á un lado del
camino, sola y pobre, arrojándola, al pasar, la limosna de una flor
galante.
Y el rencor ardiente que la sociedad le inspiraba, iba defendiéndola,
mejor que su escasa virtud, del acecho de algunos cortejantes,
codiciosos de sus encantos.
Desamorada y ambiciosa, su alma pequeña se llenó de tentaciones y de
iras, sin que á su honor le quedase más amparo que el escudo frío
de la soberbia. Detrás de una defensa tan endeble, Eva pensó que
entre aquellos que la deseaban, sólo uno merecía el sacrificio de su
reputación; acaso el que menos la perseguía. Era Gracián.
La conquista de aquel hombre significaba para ella el triunfo, el
poder y la venganza... Tres grandes ansias para un mezquino corazón.


XV

Cuando hubo meditado unos instantes, Eva, mirando de hito en hito á
Gracián, se echó á reir entre irónica y burlesca.
Pero él, sin desconcertarse, muy gozoso y complacido, sentóse en el
banco, mira que te mira á la señora.
Pasó el jocundo proceso de la risa, prevaleció el de las miradas, y
las frases de una plática, ingeniosa y difícil, tendieron el vuelo con
recato en el propicio rincón del parque.
Sutilizando mañosamente la intención de sus palabras con la habilidad
de quien conociese á fondo las flaquezas de aquella mujer, Gracián
desplegó ante ella todo un plan de conquista, cimentándole en una
supuesta simpatía de muchos años y en una constante admiración.
Justificó el silencio que hasta entonces se impusiera con el profundo
respeto profesado á la amiga y á la dama; y rellenó este párrafo
sentimental con una porción de vulgaridades, que hallaron eco de
novedad y de emoción, en su voz conqueridora y regalada.
Se lamentó de que la juventud fuera tan breve, de que las buenas horas
amigas de la belleza y del amor tuviesen una duración fugaz... y de que
hubiera tantos maridos indignos de tener mujeres hermosas, remisos y
torpes para colmarlas de halagos y de placeres.
Tales maridos, á juicio de Gracián, no merecían fidelidad ni
consideración ninguna.
Y al hablar así, con expresión mensurada y pía, el libertino caballero
se mostraba ecuánime y razonador, como si pudiera escupir al cielo
impunemente, y ejemplarizar con su vida el tipo admirable de un
_perfecto casado_.
Quedó el discurso redondito y brillante, hinchado como un globo; y
arrollada por él, se debatía Eva débilmente en las trincheras de su
vanidad. Callada en los toques pasionales de la oración, asintió con
amargura cuando las frases de Gracián iban contra Diego, ó contra la
infelicidad de que ella se creía colmada.
Y engolfados en el malabarismo de aquel juego peligroso, vieron con
extrañeza que la tarde se había muerto y que había nacido la noche.
Temerosos de la oscuridad creciente, volvían ya los niños, juntos y
callados, despacito, porque Tristán se fatigaba mucho.
Eva, asombrada de su descuido, se levantó con presteza, y corrió á
tocar la frente de su hijo, que ardía y se doblaba.
La crisis fatal del enfermo señalaba su hora cruel, y era preciso
volver á casa en seguida.
Gracián propuso salir por el paseo del _Angel Caído_, que estaba
próximo, y tomar un coche para que el niño fuése con reposo.
Al paso lento de Tristán, avanzando por la sombra del parque entre
la desbandada de los paseantes rezagados, todavía el caballero halló
manera de avizorar señales de su buena ó mala ventura en el comienzo de
aquella andanza.
Presa en el embaimiento de tan finas redes, Eva no supo mostrarse
impervia en aquella tentadora ocasión, y entre deslumbrada y satisfecha
dejó caer una esperanza en los anhelos de su amigo...
Iba Lali muy pensativa y un poco pesarosa. Tristán tropezaba á cada
instante, sin tino y sin fuerzas, y por los azules senderos de la noche
paseaba su luz purísima el astro amoroso del silencio.


XVI

_Caminos de dolor_ se titulaba un libro que Diego estaba fabricando con
pedazos de su corazón de poeta y rasgos admirables de su pluma genial.
Ya tocaba á su término el manuscrito, cuando Tristán, una noche, una
noche azul de Mayo, al regresar de paseo con su madre, cayó rendido
por abrasadora fiebre, agravado en su lenta enfermedad de una manera
alarmante.
Consultada una vez más en el proceso largo de aquella cuita, la
ciencia inexorable dijo su última palabra sobre la inocente cabeza del
niño. Sólo un milagro le podía salvar, y la hechura de aquel milagro
correspondía por derecho propio, en caso feliz, al aire libre y serrano
de la campiña.
Con acrimonia insolente Eva preguntó á su marido, señalando al enfermo:
--¿Qué vas á hacer? ¿le dejas morir ó intentas salvarle?
Mirándole Diego con espanto, murmuró unas palabras incompletas, que
sonaron á lamento y á rugido, y huyó á encerrarse en el escondite donde
laboraba y sufría en sus horas inclementes de hogar.
Pero su mujer le persiguió implacable; entró en la habitación detrás de
él, y afilando la voz y la mirada, como quien aguza un acero homicida,
le dijo:
--Es que si no quieres salvarle tú yo le salvaré... Soy hermosa y... No
lo olvides.
Diego, espavorecido, se llevó las manos al pecho y después á la frente;
en seguida las apoyó en la mesa, buscando sostén para su cuerpo
vacilante.
Estaba mudo y desemblantado; parecía un difunto puesto de pie en
macabra ficción.
Avanzando hacia él con la feroz complacencia de aquel tormento que
causaba, Eva insistió:
--¿No respondes?
Como si entonces recobrase la vida, Diego se estremeció y miró en torno.
Había tal expresión de sorpresa y novedad en su semblante, que
hubiérasele creído despierto de un sueño ó vuelto de un desmayo en
extraño paraje, y á punto de preguntar, como en las novelas:
_¿Dónde estoy?..._
Pero no preguntó cosa alguna, sino que dijo á guisa de réplica:
--Ya se acabó todo... Por fin, ya está roto; ya está deshecho, caído...
--¿Cuál está deshecho y caído?--preguntó Eva, creyendo que su marido se
hubiese vuelto loco.
--El ídolo que un día levanté engañado por las melodiosas mentiras
de tu boca... Me arrastré hacia tu belleza con bárbaro regocijo, con
deseo tempestuoso; y te quise con tan insensato afán, que sólo ahora te
desprecio bastante.
--¿Que me desprecias, has dicho?
--Sí; ya estoy libre de tus cadenas: ya soy otra vez mío... Ya no me
inspiras más que lástima... Me acusas de pobreza, á mí, que tengo dos
inestimables tesoros: sentimiento y arte... De indigente me tratas,
á mí, que tengo una eterna fortuna: la gloria... ¿Y eres tú la que
me culpas de necesitado, criatura mísera sin otro bien que tu carne
hecha de tierra?... ¿Qué gracia inmarchitable posees, díme? ¿Qué don
inmortal?... Me diste una deleznable hermosura á cambio de mi corazón,
y ahora me amenazas con quitarme tu hermosura... Es que ya no la
quiero, es tuya únicamente; puedes venderla si te place... Yo te la
había pagado demasiado cara. Me has devuelto el precio que por ella
te di; estamos en paz... Vete, mujer, vete y no temas mi enojo... Te
compadezco.
Eva trataba de hablar, roja de furor; pero el marido asióla por un
brazo con firmeza, y la condujo hasta la puerta de la estancia.
--Con un alma, con un corazón, con sentimiento y poesía no se
come--pudo ella proferir sordamente.
--No es sazonado pan lo que te ha faltado; galas y trenes ambicionas,
y yo, loco de mí, te daba el alma. ¡Un alma imperecedera por una
terrenal hermosura no alumbrada por el divino soplo del amor!...
Te haces justicia, mujer; me devuelves mi tesoro y te quedas con
tu belleza... Véndela en su justo valor; por ella te darán lo que
apeteces: piedras, metales, baratijas...
Abrió la puerta, y débilmente llegó hasta ellos una voz humilde y
gemidora, como de cristal roto.
Era Tristanito que lloraba...
Entonces Diego, solevantado y tremulante, murmuró al oído de su esposa.
--Pero no pongas por pretexto de tu infamia la vida de ese ángel; si
con dinero se salva, yo le salvaré.
--¡Mamá, mamá, tengo miedo!--clamó el nene.
Empujando suavemente á la madre, Diego añadió con acento profundo.
--Vete á sufrir al lado de tu hijo... Vete á llorar, criatura. La vida
no es placer; sólo penando se vive plenamente... Deja que el santo
dolor llene tu espíritu, para que no quede vacía la obra de Dios...


XVII

Y era cierto que el poeta había recobrado su libertad.
Las palabras imprudentes de Eva fueron como un hachazo decisivo que
cortase á cercén la última raíz, ya enferma, de aquel amor hecho sólo
de humano deleite.
Al sentirse redimido de su cautiverio, gozó el artista una exaltación
triunfante y reparadora, el dulce halago interior de una paz profunda.
Su espíritu, atrofiado en la cárcel de la pasión sensual, se bañó de
gracia pura y libre, y desatóse ligero de la tierra, asunto y glorioso,
como antaño volara.
Tuvo un anhelo infantil aquella alma liberta; quiso volver á los
abiertos caminos donde sufrió cantando y amó idealmente; añoró su
primera musa, la casta ilusión de ojos azules y cándida sonrisa...
Vestida con ropajes pulcros y nuevos, fuése á buscarla, peregrinante
por los invisibles surcos que los grandes amores han dejado en la
inmensidad.
Pero ¡ay! que el alma curiosa del poeta desconoció los amigos vergeles
de otros días; y hallólos abandonados y mudos... Solitaria entonces,
meditó.
Y no se puede meditar en las nubes sin grave peligro de caída... Allá
por las altas veredas del ensueño, es preciso viajar, vuela que te
vuela, sin detenerse un punto...
La cavilación del artista dió en tierra con sus afanes; y en la
realidad de la vida, Diego hizo memoria...
La aldeana musa de su mocedad, rubia y sonriente como un arcángel,
tuvo un corazoncito enamorado que se prendó de un hombre; y á la sazón
aquel primer sueño del poeta, era una dama muy bella, un poco triste,
festejada y poderosa, puesta por el destino á una enorme distancia del
artista...
Ya tentado á reflexionar en las cosas irremediables y trágicas del
mundo, Diego recordó que una vez, una sola vez en mucho tiempo, se
acercó á la amada ilusión de su adolescencia, convertida en señora
gentil, reina de salones; y la miró á los ojos tanto, tanto, que ella
se ruborizó mientras él se asustaba de haber descubierto en las azules
pupilas ideales un secreto dolorido.
Villamor se sorprendía de que al despertar él, sano y libre á la vida
del arte bello y del sentimiento puro, despertase con tenacidad en su
mente la dormida memoria de aquel suceso.
Y como los poetas tienen á menudo ideas muy extravagantes, quiso
Diego festejar la asunción de su espíritu encarcelado, con un voto
solemne que adunase su nueva existencia artística con aquel recuerdo
punzante y las otras remotas añoranzas. Así juró, que ya para siempre
su inspiración tendría la forma ideal de una dama esbelta de pensativos
ojos zarcos y cabellera de oro; una criatura á quien se le pudiese
llamar callandito: _¿María?..._ y que con seráfica voz sin sonidos,
respondiera: _¿qué quieres?_; una mujer que mostrase la firmeza
escultural de su carne bañada en beato resplandor de santidad; un ángel
que llorar supiera los santos dolores del amor, con lágrimas llenas de
aromas y rumores...
Y era lo extraño, que Diego hacía aquellos votos singulares y se
recreaba serenamente en aquellas sutiles maquinaciones, velando el
sueño doliente de su hijo en noche de vigilia y de pobreza.
Tenía apoyados los codos sobre su mesa de labor, la cara entre las
manos, cerrados los ojos, y en torno desparramadas las últimas páginas
de su novela _Caminos de dolor_.
El manuscrito, que era un primor de estilo y originalidad, una obra
intensa y emocionante, dolorosa como la vida, estaba ya vendido á un
editor afortunado que daba por él la suma precisa para que Tristanito
fuése á pedir el milagro de la salud á las tónicas brisas de las
montañas.
Diego esperaría que se decidiese la suerte de su hijo, y, salvándole
ó perdiéndole, partiría á lueñes tierras americanas, errante y soñador
con su lira y su arte, acompañado por aquella imagen dulce y hermosa á
quien había jurado fidelidad romántica.


XVIII

Y á todo esto, la bella Rosita empezó á mostrarse distraída y
contristada. Hasta se podía jurar que lloraba en silencio.
Cuando hacía de muñeca jugando con Lali, quedábase tan silenciosa y
parada como el mismo _bebé_ de celuloide.
Corría la pequeña á sacudirla por los hombros, le alzaba la barbilla
con sus manitas enanas, y decíale:
--¡Pero, mujer, te has vuelto lela; ya no sabes jugar!...
Ella entonces se disculpaba sonriendo para ocultar su turbación, pero
no lograba componer con la placentería de otras veces la farsa pueril
de la muñeca mimosa.
El rumor de ciertos pasos, el metal de ciertas voces, le hacían á
Rosita ruborizarse y temblar; y doña Cándida, detrás de sus espejuelos
escrutadores y de las erizadas agujas de su calceta, la observaba con
recelo, murmurando:
--¡Ay, Dios mío!...
Una tarde de aquellas, cuando ya en el hotelito de la calle de Goya
se disponía el anual viaje á la Montaña, Rosita se divirtió mucho con
un pequeño suceso que la puso de buen humor, y durante algunas horas
escampó de su frente la nube aciaga que la oscurecía.
Sucedió que, yendo la doncella á llevar á casa de los de Coronado una
carta de la señorita, al subir la escalera de servicio encontróse de
cara con uno que descendía; y este «uno», que era joven y malandante,
por las trazas, la miró con despacio, y exclamó:
--¡Rosita!
A cuya voz la joven respondió con aire divertido y asombro en la mirada:
--¡Simón!... ¡Tú por aquí!...
Como si el pobre _Nenúfar_ fuera una planta exótica en casa de los
marqueses, y aun en la populosa villa y corte...
Aunque Rosita llevaba algunos años avecindada en Madrid, y aunque
por broma y risa deseara encontrarse con el poeta bohemio, no lo
había logrado hasta aquel instante. Así que, muy risueña y picarilla,
pegó con él la hebra con la mejor voluntad del mundo, y le baqueteó
lindamente con burlas y compasiones, que para todo ello se prestaba el
apocado y lastimoso aspecto de _Nenúfar_.
El cual contemplaba á Rosita con cierta emoción y con un embeleso
que al crecer por minutos, se mezclaba con un recuerdo bochornoso,
porque en el diogenismo del aventurero galán, aquella mala partida,
dolosamente jugada á la niña montañesa, había dejado una extraña
comezón de remordimiento.
No era malo _Nenúfar_; era sólo un mísero ambulante de la vida,
propenso siempre á bajar mucho y á subir poco en las marejadas
sociales. Como él mismo lo había confesado ingenuamente, su destino
menguado le obligaba á «hacer de _Nenúfar_, de poeta modernista y de
otras cosas peores»...
La aparición radiante de Rosita y su ingenioso palique le demostraron
pronto que la joven había crecido en belleza y sagacidad de una manera
sorprendente.
Y trató en vano de explicar los graves motivos que le habían obligado á
dejar incumplidas sus promesas matrimoniales.
Ella le atajaba, pronta y zarandera, con réplicas agudas, tan burlonas,
que el mozo, confundido, se sentía picado en su amor propio y abrumado.
Así le tuvo preso y abatido largo rato la joven, hasta que humilde y
fino como un guante, ofrecióle el trovero nuevamente su mano.
Por la escalera abajo rodó la risa franca de la moza, y _Nenúfar_,
asido á la barandilla con la angustia del que se siente vacilar, le
dijo:
--He dejado el periodismo y la poesía, que tienen muchas quiebras;
pienso ahora trabajar seriamente... Voy á poner, en sociedad con otro,
una gran sastrería...
--Pues ya sé yo--le interrumpió Rosita sin dejar de reir--quién será tu
primer parroquiano...
Y le miraba con detención y condolencia el traje.
--Pero díme, Rosa hechicera--murmuró _Nenúfar_--, si serás mi mujer;
¡mi mujercita, mi consuelo y mi bien!...
--Cállate, hijo; para un sastre me parece muy florido el discurso... A
mí los industriales no me gustan... Además, los tiempos han cambiado;
ya soy otra...
--Dame, al menos, una leve esperanza...
--Voy de prisa... Me he detenido mucho... Si quieres dos pesetas...
Y se puso á buscarlas en su portamonedas elegante.
Dos chispazos de codicia y enojo se asomaron al famélico rostro del
galán. Tartamudo y cobarde, profirió:
--Me tratas como á un pobre mendigo; no te molestes, no...
Pero tendía con avidez su mano avillanada.
Puso en ella Rosita la limosna, y con mucho donaire y garabato le dijo
adiós, subiendo á todo escape, para ahorrarle el sonrojo de su dádiva.
En dos brincos _Nenúfar_ se plantó en la taberna de la esquina, y más
hambriento que enamorado, se consoló de las ironías de la muchacha,
gastando su moneda alegremente...
Ya Rosita no supo del bohemio desde aquel punto y hora...


XIX

Con el pretexto de preguntar por la salud de Tristanito, Gracián hizo
una visita á la calle de Vicálvaro, escogiendo la hora en que solía
Diego estar fuera de casa.
Eva le recibió con sobresalto; mas él, habilidoso y precavido, le
habló muy finamente, sin descubrir del todo sus intentos; sólo se
vislumbraban un poquito, como si el manto de razón y prudencia que los
envolvía fuése alzado en descuido inconsciente por un soplo violento de
pasión.
Pero, inquieta, luchando con el orgullo de su limpio linaje y sus
instintos ambiciosos, tenía la hermosa todo el aspecto de una
delincuente; y la culpa, ya esquiciada en su indefenso corazón, se le
asomó á los ojos hechiceros con un fuego sombrío.
Como el nene seguía mucho mejor y estaba ya resuelto su traslado á
la Montaña, se habló de este propósito con el tácito acuerdo de una
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