Despertar Para Morir (Novela) - 07

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deliciosa temporada de intimidad en el remoto valle.
La visita, que pudo bien pasar por una correcta fórmula de cumplido,
tomó el aire malsano de furtiva confidencia, que dejó en el ánimo de
Eva un estimulante amargor de aventura prohibida.
Aliviada en la pena de ver enfermo al niño, y disfrutando aquellos días
de cierta holgura con el producto que Diego le entregó de la novela, se
iluminó la vida, toda exterior, de aquella mujer, y un desatado anhelo
de placeres la llevó á consentir en la idea del pecado.
La actitud indiferente y despreciativa de su marido la tenía suspensa.
Revelábase su vanidad ante el sumo desdén que en él veía, y un vago
sentimiento indefinible la obligaba á bajar los ojos y la voz en su
presencia.
Por primera vez desde su matrimonio tuvo Diego paz en su casa; pero
la triste paz del desamor, una calma penosa y desabrida de hogar
abandonado.
Para que Eva, á costa de todo, se lanzase al placer de la abundancia,
con libertad y gusto, era preciso que su esposo partiese cuanto antes.
Ya Villamor había recibido de América ventajosos ofrecimientos como
fruto de sus gestiones de literato emigrante. Desde Buenos Aires,
un gran periódico español le prometía sueldo cuantioso, y otras
publicaciones americanas solicitaban su firma que, mediante una lenta
labor de periodismo, se iba haciendo un envidiable puesto en la prensa
mundial.
Y al recobrar su confianza en el escritor, Eva creía muy prudente no
romper en absoluto con el marido. Pero era menester que fuése Diego
quien se humillase á ella.
A pesar del continente grave del esposo y del desdén supremo con que
la trataba por la vez primera, ella suponía que aun el poder de su
hermosura le pudiera rendir embelesado y dócil á todos sus designios...
Sólo las imprescindibles palabras cambiaban los esposos; cosas
referentes al niño ó al viaje trazado á la montaña; pero Eva procuraba
que aquellas frases suyas fuesen tanto comedidas y dulces como Diego
las pudiera querer para mediadoras de una convencional avenencia. Su
primera medida salvadora, en tan rara ocasión, fué empujar á Tristán
hacia su padre y conseguir que el niño depusiera algo de la pasiva
hostilidad que, por instigación de ella, le había manifestado siempre.
Diego, que adoraba á su hijo, al ver que el nene le demostraba afecto
como nunca, sentíase abrumado por el terror de perderle, tal vez en
breves días, y quedarse solo en el mundo, solo y triste en la cumbre
lozana de la vida, sin ver colmado el insaciable anhelo de su alma
sedienta de ternuras.
Entonces era cuando, velando el sueño de Tristán, ponía su
atormentada frente entre las manos y cerraba los ojos para mirar su
existencia interior llena de afanes, para jurar fidelidad y amores á
una musa hecha con añoranzas, toda bella, un conjunto de arcángel y
mujer.


XX

Llegó junio caballero, muy sofocado, pleno de alegría. Las familias
veraneantes prodigaban sus visitas ó tarjetas despidiéndose de los
amigos.
También Eva salió á sus despedidas, con un traje flamante, muy bonito;
era de tonos claros y en las mangas y el escote llevaba guarniciones
transparentes; el sombrero, jovial y gracioso, adornado con flores y
cerezas, tendía sus alas con misterio sobre el bello semblante de la
dama, y una sonrisa alegre, mucho tiempo extinguida en aquel rostro, le
daba ahora más encanto y realce.
Hizo varias visitas, aquel día, y, después de algunas vacilaciones, ya
casi anocheciendo, fué á despedirse de María Ensalmo.
Encontró á la puerta del hotel el coche en que María regresaba de
paseo con Lali; pero Eva no se turbó, humillada y molesta como otras
veces por el boato de su amiga, sino que, con mucho agrado y libertad,
la saludó y besó á la nena.
Un poco recelosa se retrajo la niña hacia su madre, y ésta disimuló
un movimiento de extrañeza viendo á la de Villamor tan solícita y
engalanada.
Juntas subieron la alfombrada escalera de mármol orillada de palmeras
frondosas, y cruzando un vestíbulo de lujoso paramento, entraron en la
elegantísima pieza donde la señora de la casa solía recibir.
Desde su postrera visita, ya lejana, halló Eva en aquel recinto
artísticas novedades; pero no puso en ellas con envidia los ojos, sino
que las contemplaba con delectación, tal como si de ellas se adueñase ó
se estuviese recreando en el propósito de adquirir unas preciosidades
parecidas.
Entretanto, María buscaba mentalmente los motivos de la mudanza de Eva,
y sin dar con ellos, la oyó decir:
--Quería darte las gracias por tus atenciones antes de marchar, y
anunciarte que vamos á ser vecinas este verano; yo también voy á la
Montaña, por fin. A Diego parece que se le van arreglando sus asuntos,
y como los médicos dicen que es indispensable llevar al niño al campo,
ya lo tenemos todo dispuesto para salir de aquí antes que arrecie el
calor...
--Entonces, ¿ya Diego no se embarca?--interrumpió María alegremente.
Y Eva se apresuró á decir:
--Sí, sí; está decidido á emprender el viaje, pero aguarda que se
reponga el nene.
Se quedaron silenciosas las dos, y Lali, que ceñía con un bracito el
cuello de su madre, preguntó con mucho interés:
--¿Va Tristanito al pueblo, á la casa aquella que está cerrada siempre?
--Sí, preciosa; vais á estar muy cerquita; los jardines lindan por una
tapia de madreselva y boj--le replicó María.
--Ya, ya me acuerdo; es por aquel lado donde tú dices que siendo
chiquitina jugabas mucho... ¡qué contenta estoy! Me asomaré á llamar á
Tristanito entre las flores...
Cortó la niña su gozoso discurso como si un repentino temor le
acometiese, y, con viveza encantadora, se acercó á Eva, afirmando:
--Yo no tiré á Tristán aquella tarde...
--No, hija mía--repuso la señora sonriente--, él sólo se cayó, porque
es muy torpe, y á ti el susto te hizo llorar, ¡pobrecita!...
Y muy halagadora la dió un beso. Luego dijo, teniéndola abrazada:
--Allí, en la aldea, jugaréis libremente el día entero. Tristán te
quiere mucho.
Alegre la chiquilla, se soltó de los brazos de la dama exclamando:
--Ahora mismo se lo voy á contar á doña Cándida y á Rosa.
Y batiendo palmas corrió fuera del camarín.
--Ya sé--dijo María--que en el Retiro los niños suelen verse, y que el
tuyo se cayó la otra tarde... ¿Se hizo daño?
--Nada, mujer; pero como está delicado y mimoso, llora por cualquiera
cosita... Tu nena se asustó. Los dos se quieren mucho.
--Cierto. Lali habla constantemente de tu niño... Y, díme, Eva: ¿no
puedes evitar que Diego marche?
--No lo intento siquiera; es su deber probar todos los medios de salir
adelante con la vida... Ya es hora que le cumpla.
--Pero dicen que ha escrito una novela magistral, digna hermana de
aquella que le dió tanto renombre. La publicación de esa obra sería
para tu marido la consagración definitiva de su fama de literato, y
pudiera en España...
--La literatura se paga en América mucho mejor que aquí. Ya ves cómo
otros escritores de prestigio emigran también.
--Sí; sobre todo á la Argentina; pero van muchos en viaje de
exploración para hacer propaganda de sus obras con el pretexto
simpático de las conferencias internacionales... Preparan su mercado,
conquistan un público y se vuelven á su tierra.
--Pero mi marido no está en situación de hacer excursiones artísticas
que cuestan mucho dinero. Él fijará allí su residencia para trabajar.
--¡Pobre Diego!--murmuró María con acento levísimo.
Eva no había oído esta exclamación, ó fingió no escucharla. Con
serenidad y reposo continuó diciendo:
--Algunos españoles, compañeros suyos, residen allá, le animan y le
facilitan el viaje. No todos los artistas nuestros que han cruzado los
mares vuelven tan pronto como tú supones... y Diego va para quedarse.
Indiferente, al parecer, preguntó María:
--¿Lleva mucho bagaje literario?
--Poca cosa... La novela, ya vendida, y un librito de versos.
--Serán muy hermosos--aseguró con devoción la dama rubia.
--No sé, porque á mi la poseía me causa tedio, en rimas, en paisajes y
en amores.
--Yo, siendo de buena ley, la adoro en todas las formas.
--Pues yo--añadió Eva con desdén--estoy por lo positivo. No creo
que las ilusiones, las quimeras y las sensiblerías puedan darnos la
felicidad.
Con sosiego de meditación ó de plegaria, María murmuró:
--Acaso la felicidad es una quimera, acaso la ilusión es lo único
cierto de la vida.
--Tú eres romántica; hubieras hecho con mi marido una buena pareja...
En algún tiempo te hizo la corte; aun guarda muchos versos dedicados á
ti.
Eva no advirtió que su amiga estaba un poco emocionada, porque se
entretuvo pensando que de veras María y Diego se completaban mucho, y
ella en cambio...
Paseó por el gabinete una mirada codiciosa, y en la sima profunda
de sus ojos brilló una centella de perversidad. Lanzando á la
conversación, sin cuidado ninguno, el nombre que tenía en los labios,
preguntó:
--Y Gracián, ¿cuándo marcha á ese largo viaje al extranjero?
--Le ha suspendido para el otoño; dice que está cansado y va á pasar
el verano en el campo con nosotros... Hará excursiones frecuentes á la
ciudad y visitas á _Las Palmeras_ para no aburrirse tanto.
--La aldea es una cosa muy aburrida y triste.
--Así dice Gracián...
--La otra tarde le he visto en el Retiro con la niña.
--Nunca sale con ella; solamente esa tarde que dices fué á llevarla en
busca de Tristán. Lali me dijo...
Un poco acelerada, á pesar suyo. Eva atajó las palabras de su amiga
para explicarle su encuentro con Gracián y su detenida plática en el
complaciente rincón del parque, suponiendo que la niña hubiese contado
todos los detalles de la entrevista.
Pero Lali, sin malicia ninguna y atenta á sus antojos infantiles,
refirió únicamente que ella misma le suplicó á su padre que la llevara
al sitio donde otras veces encontraban á Tristán.
Y así, fué tan ociosa la explicación de Eva, que María, mirándola en
silencio, sintió crecer la turbación extraña que en su espíritu dejaba
siempre el trato con aquella mujer incomprensible.


XXI

En este punto embarazoso de la visita, Gracián se hizo anunciar
discretamente, y á poco entró en la estancia con un feliz gesto de
vanidad y triunfo.
Tomó entonces la conversación giros alegres, y recayó en el próximo
viaje de ambas familias á un mismo pueblo montañés.
--Pueblo de pesca--exclamó Gracián, festivo--; yo creo, señoras, que
debemos tomarle á pequeñas dosis, en clase de medicina corporal,
pero con precaución, para que el ánimo quede ileso de nostalgias y
enfermizos decaimientos... Debemos ir con frecuencia á la playa de la
ciudad, que va á estar muy animada, según mis noticias.
--Yo estoy invitada en _Las Palmeras_ con mucho empeño--dijo la
de Villamor, y dirigiéndose á María, que permanecía silenciosa,
añadió:--Tú irás también.
--No le tengo cariño á aquella casa--respondió, la señora con un tono
muy desusado en ella.
Eva, con intención astuta, se apresuró á decir:
--Creí que guardaría para ti adorables recuerdos...
Y dirigió á Gracián una mirada, viva y fugaz, como estival relámpago.
Después continuó hablando con su amiga:
--¿No estás con tus tíos en buenas relaciones?
--Ni buenas, ni malas... Siempre les he querido poco.
--Pues á ti bien te quieren.
--Me quiere Rafael.
--¿Y eres ingrata?--interrogó, muerta de risa, Eva.
Sin alterarse ni dejar de mirar atentamente la punta fina de su bota
imperial, María dijo:
--No soy ingrata, que también le quiero yo.
--Ya lo oye usted, Gracián--exclamó Eva, un poquito burlona.
Y éste, con sorna, aseguró riendo:
--Me está dando un cuidado terrible esa noticia.
Indiferente á estas bromas punzantes, la dama rubia seguía contemplando
con suma atención sus botitas menudas, y Eva, picada por aquella
actitud y aquel mutismo, dijo de pronto, con penetrante acento:
--Pues yo iré á divertirme á _Las Palmeras_ si el niño sigue bien.
Y se levantó para marcharse.
--Procuraremos que se divierta usted--repuso con intención Gracián.
Y, muy galante, quiso acompañarla, porque era ya de noche, y una mujer
bonita, sola por la calle en Madrid...
Aceptó Eva sin excusa la interesada oferta, y entonces á María se le
ocurrió decir:
--También va á _Las Palmeras_ Casilda Manrique.
La miró Gracián con fijeza y encono, replicando:
--Y hará una excursión á tu casa del valle; en honor suyo daremos una
fiesta.
La de Villamor, poco enterada de mundanas intrigas en aquel tiempo,
sintióse llena de curiosidad por descubrir aquélla, cuyo velo se alzaba
casualmente ante sus ojos.
María la preguntó, sin contestarle nada á su marido:
--¿Qué título le pone á su novela Diego?
--Uno muy triste: _Caminos de dolor..._
Ya en el vestíbulo, Rosita, un poco pálida, le presentó el sombrero al
señorito y abrió la rica puerta de bisagras de bronce y esmerilados
cristales.
Extremando los cumplidos con Eva, se la llevó del brazo el caballero.
Bajaban la elegante escalera muy alegres, en ovante coloquio; y sola en
su cuarto, María se acercó á la ventana abierta sobre un breve jardín
lleno de flores, y alzó al cielo los ojos, murmurando:
--¡Caminos de dolor... crueles caminos!


LIBRO TERCERO
EL HIERRO DEL ESCLAVO


I

Fuera del radio de la villa, huyendo hacia la hoz, la casa de Ensalmo
señoreaba el valle montañés, un valle triste y hermoso, acosado por
nieblas y montes, cruzado por el ferrocarril en trágica senda lograda
entre abismos y torrentes, que más parece alarde fantástico de la
imaginación que obra posible de ingeniería.
La población histórica y blasonada que llama suyo á este valle, quédase
á lo lejos tendida en más llano y espacioso terreno, con cimera de
torres y de cruces que en conventos y torres gallardean, dándole al
pueblo un carácter fuerte y vetusto, con algo de austeridad y mucho de
altivez clásica.
Esta villa ilustre que vejeta orgullosa de sus recuerdos, ufana de sus
escudos y blasones, nada quiso con el ferrocarril pregonero de modernas
industrias, y bien hallada con su quieta vida de antaño, le vió pasar
á la distancia sin importársele un ardite sus humos y sus silbidos,
mirándole de soslayo, con grave ceño, zigzaguear por las montañas como
un monstruo fugitivo que no hallase la salida en la cántabra cordillera.
Semejante á las que en la villa dormían solitarias esperando algún
fugaz veraneo de señores caprichosos, la casa de María daba la
impresión de haberse escapado del poblado recinto, curiosa de ver el
tren, de atisbar la carretera ó de asomarse al Besaya en sus cauces
tormentosos.
El azar ó el orgullo la pusieron como reina en el medio del valle,
y en su clase de solariega fué conocida en la comarca con el nombre
pomposo de «el palacio de arriba». Era antigua y severa como casona
hidalga, con muros de avellanadas piedras, robusta puerta de toscos
herrajes, grandes y recios balcones, volados aleros llenos de nidos de
golondrinas, blasón raído por la lluvia y comido por el musgo, ancho
zaguán y altiva portalada. En los callados aposentos del edificio
flotaba el gran espíritu de antaño, ese aroma del tiempo que perdura
en los vetustos muebles y en los gastados artesones como el soplo
inmaterial de un alma. Y aderezando aquellas estancias silenciosas,
mueblaje escaso y macizo de venerables tallas y oscuro color; antiguos
cueros y sedas marchitas; lienzos crepusculares donde emergían un
rostro pálido, unos ojos ardientes, una mano aristocrática; amén de
muchos libros en pergamino, algunas armas ociosas, y viejos paramentos
apolillados por cuyos desgarrones asomaban los hierros de un cofre ó
los marfiles de un bargueño.
A esta grave mansión le hacían la corte, puestas á respetuosa
distancia, algunas viviendas labradoras, y como dama de honor la
acompañaba, muchos años hacía, una casita burguesa cuyo jardín mediaba
con el parque de Ensalmo por un florido lindero. Era esta casa la única
hacienda que Diego Villamor había podido salvar de las voraces manos de
su esposa.
Por casualidad ó premeditación, las dos familias á quienes el campo
separaba con una linde en flor, llegaron á la Montaña con pocas horas
de diferencia, y desde luego los niños iniciaron tan íntimas y dulces
relaciones, que el trato entre ambos matrimonios quedó abierto bajo
los mejores auspicios. Eva lo procuraba así. Gracián, por su parte,
apercibióse á conquistar la voluntad de Diego, que nunca muy cordial
se la mostrara; y con la frecuencia de sus visitas é invitaciones, se
manifestó con los de Villamor solícito y amable en alto grado.
Pero este vulgar sistema de congraciar al marido cuya mujer se
persigue, pudo Gracián ponerle en juego muy pocos días, porque fué
el caso singular que, estando Diego avaricioso de su amada tierra y
contento con ver mejor que nunca al niño, dijo de pronto que tenía que
volverse á Madrid inmediatamente. Dispuso su maleta, y tomó el tren en
la estación que distaba un kilómetro apenas de la finca.
¿Por qué Diego se alejaba de aquel modo inesperado y brusco?... Iba
conmovido, agitado, ¿qué fuerza le ahuyentaba?
Que eran celos creyó Eva, feliz con inspirarlos y orgullosa.
Gracián supuso que era una atroz cobardía de rival, abandonando la
plaza apenas descubierto un enemigo formidable.
Algo decayó entonces su interés en conquistar á Eva, viéndose
incapacitado en el papel del «amigo traidor»; que aunque la hazaña no
era nueva ni airosa, á Gracián le sedujo como aventura jamás llevada
á cabo, porque tal vez ni en lances amorosos ni en otras lides, fuése
el portento aquel más que «un pobre hombre», afortunada parodia de
Rostchild y _Don Juan_.


II

Nunca imaginara el poeta que aquel descanso apacible en el valle natal
hubiera de ser tan breve. Mientras luchó en la corte, en lucha mezquina
y triste, sostúvole la esperanza de dar reposo á su cuerpo y á su
espíritu con la vida sedante de la montaña. Mas, apenas llegado al
campesino hogar, vió deshecha la última ilusión, que ni aun entonces le
consintió sosiego su mala fortuna.
Sucedió hallándose una tarde en el jardín las familias vecinas gozando
la dulzura del ambiente.
--Yo no conozco el parque--dijo Eva.
Y Gracián, muy atento, la invitó á recorrerle.
--Quédate tú conmigo--rogó á Diego, María.
Él, un poco turbado y muy alegre, sentóse al lado suyo mientras la otra
pareja se alejaba.
Absortos en la plácida quietud del paisaje parecían estar los dos
amigos; pero no, que miraban fijamente, obstinados sin duda en una
idea, el camino que seguían Eva y Gracián.
Ya tocaron los paseantes el lindero del bosque; se internaron en él...
se borraron en la sombra.
--¡Qué silencio!--suspiró María.
--Sí; ¡qué paz y qué belleza la del valle!
--El valle tuyo y mío... ¿No te acuerdas cuando éramos aquí los dos
felices?
Ni ella puso en duda que Diego fuése ahora desgraciado, ni él trató
de negar que María fuera infeliz. La miró á los ojos mucho, mucho,
como aquella sola vez que en largo tiempo se acercó á mirarla, y dijo
únicamente:
--Siempre me acuerdo.
Sosteniendo la mirada del poeta se le llenaron á María los ojos de
lágrimas.
--¿Sufres mucho? ¿es de veras?--interrogó él, con anhelo piadoso.
--No cabe en las palabras lo que sufro...
--¿Por qué no me lo cuentas y te alivias?... Como hermanos hemos vivido
aquí; ten confianza en mi amistad; ya sabes cuánto te quiero.
--Tú también sufres...
--Pero soy hombre, y puedo con mi pena y la tuya.
--¿Y te vas á marchar lejos y solo, cargado con dos penas?... ¡Pobre
Diego!...
--Si tú me compadeces ya no seré tan pobre... ¿Tienes lástima para mí?
--¿Lástima sólo?... Y cariño también; y admiración; llorando he
aprendido á quererte... Ahora sé todo lo que vales...
--¡Qué alegría, que alegría tan loca!--exclamó Diego á solas con su
alma.
--Ya no me compadezcas--dijo en seguida con expresión radiante--, soy
dichoso.
Incrédula, María, replicóle:
--¿Dichoso?... No lo creo... Es que lo sueñas...
--¡Sueño divino del amor de un ángel!
--¿Amor?... ¿Amor?... ¡Ay, Diego, me da espanto esa palabra
hermosa!... Yo te quiero como una hermana tuya; como tu compañera de
infortunio...--Y en voz muy leve,--pero no con amor... de ese que
dices--añadió suspirando.
--Pues yo--dijo el poeta, con un ímpetu entre plácido y fiero--yo
te adoro desde que eras chiquita como Lali; creció mi amor contigo,
y tus desdenes dormido le dejaron en mi pecho durante algunos años;
ya despertó, María; está despierto, lozano como nunca, brota flores,
lágrimas y cantares... Perdona si soy poco valiente y te lo digo en
la primera hora bendita en que tus ojos me miran con piedad y con
ternura... Perdona y no rechaces mi confesión...
--Tal vez te engañas, Diego--murmuró ella temblando.
--He querido engañarme suponiendo que esto que yo sentía eran sólo
fuegos fatuos de la imaginación; el recuerdo personificado del valle
montañés; algo de romanticismo nebuloso, de espuma sentimental; pero
he sentido en el alma el estremecimiento de unas hondas raíces, la
voz íntima y fuerte del verdadero amor, ese sublime arrebato de los
sentimientos, ese alimento sobrehumano ansioso de la eternidad...
--Me das miedo; no hables así... Acaso yo misma provoqué tu
confidencia... He sido una imprudente.
--No; mi secreto ha volado á buscarte no sé cómo, no te debe inquietar;
él te revela que por encima de todo dolor y de todo obstáculo hay quien
sigue con amor y respeto las huellas de tu vida, que hay un hombre en
el mundo á quien le duele en el alma la injusta suerte de una mujer tan
noble y tan hermosa...
Trastornada, con las manos cruzadas sobre el pecho, ella exclamó:
--¡Dios mío!...
--Díme que no te ofendo con amarte de esta manera delicada y pura.
--¿Ofenderme?... Si me obligas á una gratitud inmensa, á una devoción
constante... Pero temo que ofendamos á Dios.
--No temas nada. Este es un cariño amasado con todo lo más exquisito y
noble que puede haber en el fondo de mi naturaleza, y que tiene, para
mayor santidad, la levadura del dolor; es un desinteresado cariño que
nada quiere para sí, que sólo pide un poco de clemencia á cambio del
consuelo que te ofrece.
--Mis desgracias te atraen...
--Y tus virtudes; la hermosura admirable de tu alma; la gallardía con
que llevas la cruz que te atormenta...
--Es mi deber...
--Pero un deber en forma de suplicio; un deber que te oprime y
te maltrata... Tú me has dado un ejemplo de fortaleza y de valor,
tan grande, que me has cambiado en otro hombre útil y valeroso. La
desesperación que me consumía es arrogancia ahora; ya me siento capaz
de acometer las empresas más altas, de luchar y vencer en nobles lides.
--Calla, calla; parece que deliras...
--Mi elocuencia te parece un delirio. A mí también me asombra esta
divina fiebre de inspiración que late en mis palabras. Todo el tumulto
de mis sentimientos se me agolpa en el corazón, encendido en la eterna
llama del amor, y me siento feliz y poderoso.
--Estás alucinado, estás enfermo... Me vas á contagiar con tu
locura--balbució María, presa de ansiedad y emoción.
--Estoy redimido por ti; el aliento ideal de tu espíritu ha penetrado
en el mío, y esta comunión de nuestras almas me ha dado la fuerza.
Has despertado el profundo sentimiento religioso que en mí dormía,
el anhelo del sacrificio... Me has revelado mi propio corazón,
alumbrándole con la luz de la verdad.
--Y en tanto el mío, va quedando en tinieblas...
--¿En tinieblas el tuyo?... No, María, nunca la sombra te podrá
oscurecer.
--Pues tus palabras caen sobre mi vida como una niebla que me envuelve
toda.
--Puede ser una niebla que te oculte los abrojos fatales del sendero.
--O el abismo que me acecha traidor...
--¿Desconfías de mí?
--De esa pasión que cuentas desconfío... ¡y también de la mía!--clamó
ella con la voz amargada y sollozante.
Entonces Diego, con exaltado acento de ternura, exclamó:
--¡Tu pasión!... ¡Bendito sea este divino hallazgo de dos almas! No me
sorprende, yo le presentía; he venido á este valle tuyo y mío con la
ilusión celestial de quien acude á una cita de amor siempre esperada.
Alzóse María de su asiento, demudada y tremulante.
--Yo no te he dado cita... ¿Cuándo?... ¡nunca!... De veras que estás
loco...
--No me la dió tu boca, ni tu mano, ni tus ojos siquiera. Me la dió
tu alma, no lo niegues; la mía te buscaba por voluntad de Dios, por
impulso irresistible y santo; y la tuya, piadosa y obediente al supremo
designio, me citó en este huerto memorable á la luz de la luna... ¿No
te acuerdas?
Como evocado por el devoto acento del artista, un haz de luna espació
en el paisaje su reflejo, heraldo de la noche.
Tendióse en las montañas la tristeza infinita del atardecer cántabro,
esa lenta y profunda declinación del día, que produce en las almas
sentimentales un sacudimiento de lágrimas y oraciones.
Señalándole á María el astro que bajaba por el cielo, Diego murmuró:
--Ya acude como testigo.
Y ella, seducida por la aparición encantandora, vacilante, repuso:
--Me haces perder el juicio. Eso que dices, ¿ha sucedido acaso, ó es un
romance de los que tú inventas?
--Es un trozo de poesía palpitante que arranco de nuestra existencia,
y te le ofrezco... Un romance parece por lo hermoso, y tú y yo le
vivimos.
Sacudió la señora su cabeza rubia como para librarse de aquella
fascinación, y afirmó luego:
--No se vive en romance; estamos hablando muchos desatinos... La vida
es un tormento que hay que resistir con firmeza.
--¿Y si Dios nos envía el inefable consuelo del amor?
--Amor culpable Dios no le bendice.
--Yo no te ofrezco un amor condicional y transitorio, fiado á la hora
presente, un amor de ocasión y de venganza que Dios no puede consentir;
te estoy hablando de nuestra boda espiritual, del santo desposorio de
nuestros corazones. El sufrimiento une las almas con lazos mucho más
firmes que los de la dicha... ¡Deja que nos enlacen nuestras penas!
Sentada otra vez en el banco junto á Diego, con una voz adelgazada y
lenta, María murmuró:
--¡Es imposible!
Y él, henchido de gozo al verla conmovida y vibrante.
--No tiembles--le decía--, no te asustes de mí; yo soy tu amigo y tu
hermano, además de adorarte con toda mi alma de hombre y de poeta,
con todo cuanto hay en ella de eterno y de divino... Estábamos
predestinados el uno para el otro, y hemos peregrinado entre dolores
para amarnos mejor y ser más buenos... Ya el destino se cumple y aquí
estamos en la cita de amor, cita de boda...
María, con los ojos errantes en el cielo, abismada en deliquio
sentimental, confirmó:
--Sí, se cumple el destino...
Ebrio de felicidad quiso el poeta besar las lindas manos de la dama,
pero ella, volviendo de su éxtasis, le dijo con entereza y con dulzura:
--Ni siquiera la punta de los dedos.
Él entonces, humilde y reverente, se arrodilló á besarle el borde del
vestido.
Hacia el lado del bosque se oyó rumor de risas y palabras, y María
inquietóse murmurando:
--¡Ya vuelven!...
--¡Así nunca volvieran!--profirió Diego, y se levantó con el semblante
húmedo, de lágrimas quizá, ó del rocío de algunas florecillas que al
inclinarse acarició en la hierba.
Un suspiro de la noche se deslizó sobre los campos y aromó la vida.
En el celaje sereno se extendieron las estrellas con mansedumbre de
bendición sacerdotal.


III

Horas intensas y milagrosas fueron para María las que siguieron á su
«cita de amor» con el poeta.
Toda la noche la pasó celando sus sentimientos, en desafío con una
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