De Sobremesa; crónicas, Segunda Parte (de 5) - 11
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chulería del género chico, donde nada bueno pueden oir los muchachos,
siempre sería preferible que existiera un teatro en que, aunque por
sistema no se moralice, nada se oiga al menos que pueda manchar, esta
es la palabra, el espíritu de los niños.
No es que yo considere ese teatro como remedio de todos los males;
supongamos que es un mal menor: ya será algo. Pero, francamente, de eso
á que unos cuantos señores, á quienes nunca se les ocurrió protestar
por ver á los niños en otros teatros, nos vengan ahora con la monserga
del campo y del aire puro, á propósito del Teatro para los niños, hay
la distancia del criticarlo todo al hacer algo, aunque sea poco. Yo
no me considero un héroe ni un bienhechor de la humanidad por haber
patrocinado ese teatro, pero tampoco es para que se me considere como
un malhechor. Con menos trabajo y menos entusiasmo, un par de piezas
sicalípticas me dejarían más en limpio. ¡Bello país! ¡Cuántas veces
hubiera uno emigrado si no hubiera uno aprendido á despreciar desde muy
joven!
* * * * *
¡Vaya si está vidriosa nuestra moralidad! La gente se ha indignado
mucho con un torero que fué ídolo de una tarde--¡cómo le gustan á
Madrid los ídolos de un día!--por creerle culpable del suicidio de una
señorita mejicana. Nunca he creído en el poder de seducción de los
hombres, que, por lo regular, siempre predican á convencidas; pero en
este caso, y según referencias, mucho menos. La señorita había mostrado
grandes deseos de conocer al torero; la señorita aceptó una invitación
para asistir á una juerga, y la señorita... se llamó después á engaño.
¡Caramba con la señorita!
Siempre es bueno recordar aquellos versos del maestro Tirso de Molina:
«Yo aseguro,
si como echa á galeras la justicia
los forzados, echara las forzadas...
que hubiera menos, y esas más honradas.»
* * * * *
El que ha ido bien despachado en las oraciones fúnebres ha sido el rey
Leopoldo de Bélgica. Si por historia puede tenerse el juicio apasionado
de los contemporáneos, no ha sido tardío para él el fallo de la
historia.
Y ¿por qué tanto rigor? Por enamorado. ¡Bah! Hubo muchos grandes
reyes que lo fueron mucho más y con mayor escándalo. ¿Por explotador
del Congo? ¡Ah! ¿Será Inglaterra la que pueda arrojarle la primera
piedra? ¿Por administrador prudente de su capital? Pues qué, ¿no hemos
censurado mil veces á los reyes pródigos y dilapidadores? ¿En qué
quedamos? El papel de rey se va poniendo muy difícil. Lo cierto es
que Bélgica ha prosperado bajo su reinado en industria, en comercio,
en arte, y que el buen Leopoldo no merecía tanta severidad de los
contemporáneos. Por fortuna, la historia tiene sus modas, y ya se sabe
que cada cinco años las grandes figuras pasan á ser insignificantes,
y viceversa. Hoy es moda presentar á Nerón como un monstruo, y mañana
como á un excelente hombre. Un día escribe Voltaire su «Pucelle
d'Orleans» con regocijo de todos, y á la vuelta de unos años se la
canoniza. Todos hemos conocido estas alternativas de la historia con
Don Pedro el Cruel, con Felipe II, con Isabel la Católica y otras
grandes figuras, tan pronto admirables como despreciadas. En algo
han de entretenerse los historiadores. Siempre hay nuevos documentos
para la historia. Es natural. Pregunten ustedes por cualquiera de sus
más íntimos amigos á su portero, á su criado, á otros amigos, á sus
acreedores, etc. ¡Verán ustedes qué distintas versiones de su vida y
costumbres! Somos una serie de imágenes falsas y ridículas, como las
múltiples fotografías de una vista cinematográfica. El pasar rápido por
una luz poderosa es lo que puede darnos unidad y verosimilitud. ¡El
cielo depare á los grandes hombres un buen manipulador!
FIN
siempre sería preferible que existiera un teatro en que, aunque por
sistema no se moralice, nada se oiga al menos que pueda manchar, esta
es la palabra, el espíritu de los niños.
No es que yo considere ese teatro como remedio de todos los males;
supongamos que es un mal menor: ya será algo. Pero, francamente, de eso
á que unos cuantos señores, á quienes nunca se les ocurrió protestar
por ver á los niños en otros teatros, nos vengan ahora con la monserga
del campo y del aire puro, á propósito del Teatro para los niños, hay
la distancia del criticarlo todo al hacer algo, aunque sea poco. Yo
no me considero un héroe ni un bienhechor de la humanidad por haber
patrocinado ese teatro, pero tampoco es para que se me considere como
un malhechor. Con menos trabajo y menos entusiasmo, un par de piezas
sicalípticas me dejarían más en limpio. ¡Bello país! ¡Cuántas veces
hubiera uno emigrado si no hubiera uno aprendido á despreciar desde muy
joven!
* * * * *
¡Vaya si está vidriosa nuestra moralidad! La gente se ha indignado
mucho con un torero que fué ídolo de una tarde--¡cómo le gustan á
Madrid los ídolos de un día!--por creerle culpable del suicidio de una
señorita mejicana. Nunca he creído en el poder de seducción de los
hombres, que, por lo regular, siempre predican á convencidas; pero en
este caso, y según referencias, mucho menos. La señorita había mostrado
grandes deseos de conocer al torero; la señorita aceptó una invitación
para asistir á una juerga, y la señorita... se llamó después á engaño.
¡Caramba con la señorita!
Siempre es bueno recordar aquellos versos del maestro Tirso de Molina:
«Yo aseguro,
si como echa á galeras la justicia
los forzados, echara las forzadas...
que hubiera menos, y esas más honradas.»
* * * * *
El que ha ido bien despachado en las oraciones fúnebres ha sido el rey
Leopoldo de Bélgica. Si por historia puede tenerse el juicio apasionado
de los contemporáneos, no ha sido tardío para él el fallo de la
historia.
Y ¿por qué tanto rigor? Por enamorado. ¡Bah! Hubo muchos grandes
reyes que lo fueron mucho más y con mayor escándalo. ¿Por explotador
del Congo? ¡Ah! ¿Será Inglaterra la que pueda arrojarle la primera
piedra? ¿Por administrador prudente de su capital? Pues qué, ¿no hemos
censurado mil veces á los reyes pródigos y dilapidadores? ¿En qué
quedamos? El papel de rey se va poniendo muy difícil. Lo cierto es
que Bélgica ha prosperado bajo su reinado en industria, en comercio,
en arte, y que el buen Leopoldo no merecía tanta severidad de los
contemporáneos. Por fortuna, la historia tiene sus modas, y ya se sabe
que cada cinco años las grandes figuras pasan á ser insignificantes,
y viceversa. Hoy es moda presentar á Nerón como un monstruo, y mañana
como á un excelente hombre. Un día escribe Voltaire su «Pucelle
d'Orleans» con regocijo de todos, y á la vuelta de unos años se la
canoniza. Todos hemos conocido estas alternativas de la historia con
Don Pedro el Cruel, con Felipe II, con Isabel la Católica y otras
grandes figuras, tan pronto admirables como despreciadas. En algo
han de entretenerse los historiadores. Siempre hay nuevos documentos
para la historia. Es natural. Pregunten ustedes por cualquiera de sus
más íntimos amigos á su portero, á su criado, á otros amigos, á sus
acreedores, etc. ¡Verán ustedes qué distintas versiones de su vida y
costumbres! Somos una serie de imágenes falsas y ridículas, como las
múltiples fotografías de una vista cinematográfica. El pasar rápido por
una luz poderosa es lo que puede darnos unidad y verosimilitud. ¡El
cielo depare á los grandes hombres un buen manipulador!
FIN
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