De Sobremesa; crónicas, Segunda Parte (de 5) - 06

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hora de ensayos ó de sección «vermouth»... ¡Vaya por Dios! ¿Para qué
mejor ocasión juzgarán las empresas que valía la pena de conceder un
día de asueto á sus artistas?
Y esto por Chueca, el popular, el glorioso entre todos. ¿Se entera
usted, señor don Nadie? Usted, el que cree haber conquistado el
derecho á la inmortalidad, con una crónica colorista ó con un soneto
cincelado; usted, el que apenas se digna saludar á los amigos, y va
usted, por esas calles, despreciando las baldosas que pisa; indigno
pedestal de su grandeza... ¿No le aprovechará á usted de nada esta
lección y tantas otras? ¡Cúrate vanidad!, como dice el Rey Lear.
Aprende que no es preciso salir de España para que el nombre de
Cervantes sea ignorado; que de Zorrilla, el popular poeta, no hay,
fuera del consabido círculo, quien sepa más allá del «Tenorio»; y yo sé
de personas bastante cultas, que confundieron al poeta con el político.
¡Cómo nos engañamos unos á otros con esto de la popularidad! Se
lamentaba un buen señor, indignamente puesto en ridículo por su
esposa... ¡Ya ve usted! ¡Todo Madrid lo sabe!--¡Bah!--le consolaba un
amigo;--¿todo Madrid? Váyase usted á Carabanchel.
¿Es usted popular? Pues pregunte, pregunte al primero que pase por la
calle... Y aun queda mucho mundo y otros mundos... y ¡aun hay vanidosos!
* * * * *
El reglamento del Teatro Español--por fin, es Español,--aun no esta
aprobado oficialmente, y claro está que cuanto de él se anticipe,
estará expuesto á rectificaciones. Mas, como una vez aprobado, sería
tarde para ponerle peros, es preferible pecar de anticipado, llamando
la atención sobre algunas ligeras enormidades anunciadas, que aun es
tiempo de rectificar.
Primeramente se anuncia que el cuadro de artistas se dividirá en dos,
uno dramático y otro cómico. ¿Á qué esa división? En el Teatro Francés
puede estar justificada, porque en Francia la tragedia clásica es un
género aparte, y es tragedia desde antes de levantarse el telón hasta
que termina, sin mezcla de comedia alguna. Pero en el Teatro Español,
aparte media docena de tragedias á lo clásico, de que vale mas no
acordarse, lo mismo en el teatro antiguo que en el moderno, lo trágico
y lo cómico se entremezclan de tal manera, no ya en cada obra, sino en
cada personaje, que esa división entre actores dramáticos y cómicos
sólo puede conducir á promover un conflicto por obra.
Se reparte «El alcalde de Zalamea». ¿Que cuadro debe representarlo? ¿El
dramático? ¿El cómico? El papel de Don Lope de Figueroa, ¿es trágico?
¿es cómico?
¡Así que nuestros actores necesitan mucho para clasificarse y rechazar
papeles que no creen de su cuerda! Yo soy del cuadro dramático--diría
alguno,--y en este papel que me han repartido hay dos chistes y una
situación cómica. Yo estoy aquí para hacer reir--diría el otro,--y al
personaje que represento se le muere un tío, que no le deja nada, en
el segundo acto. Suprima, suprima la comisión ese articulito. Compañía
una; dramática y cómica. Nada de clasificaciones. Jóvenes, los jóvenes;
actores de carácter, los veteranos; graciosos ó tristes, según pida
el carácter de los personajes. Nada de damitas con cuarenta años de
servicios, poniendo la boca chiquita para decir: ¡papá y mamá! Nada
de galanes jóvenes con bisoñé y dentadura postiza. Esto en cuanto se
refiere á la organización de la compañía.
La otra pequeña atrocidad es la siguiente: El criterio para retirar las
obras del cartel no será otro que el ingreso en taquilla. ¿Sí? Pues
¡vive Dios! que para eso no hacía falta teatro subvencionado, y ese
criterio es el de cualquier empresario negociante y aun no tan á punta
de perro chico. Según ese criterio, muy expuestos estarán Lope de Vega,
Calderón y el mismísimo Shakespeare, á tener que ceder el sitio más
que á paso á cualquier bufonada ó melodrama de público. Todos creíamos
que, justamente, la subvención sería para eso; para imponer una obra de
arte, cuando el dinero del público no bastara á sostenerla.
Con ese criterio, el Museo de Pinturas ya debiera de estar cerrado ó
haberse sustituído por un «cine»; ¡si se fuera á juzgar del mérito de
Velázquez por el número de entradas vendidas para ver sus cuadros!
Claro es que no hay autor vivo que no crea sus obras del más soberano
arte, y todos pretenderían verlas perpetuarse en el cartel, á costa del
Estado. El criterio del ingreso es el más seguro... La obra de usted
es una obra de arte, pero no da tres pesetas... ¡Mal, muy mal van á
pasarlo nuestros clásicos, con Shakespeare, Molière, Ibsen, etc., en el
nuevo Teatro Español!
Los vivos, los verdaderos vivos, menos mal, ya se ingeniarán para
tomarle el aire al abono, al público y á la dirección artística; y el
teatro subvencionado será... un teatro más. Y es lo menos malo que
puede sucederle.
Conste que en nada de lo dicho, hay el menor deseo de destripar el
cuento. Muy pocos se habrán interesado, mejor dicho, desinteresado
tanto como yo, por el nuevo teatro. Por lo mismo, quisiera verle nacer
en las condiciones más viables y, si de mí dependiera, su vida sería
larga y próspera. ¿No es de agradecer todo esto? Porque, en fin, que
recen y practiquen los creyentes, que algo esperan, después de todo,
bien está... Pero, ¿los que no creemos y rezamos? Y eso me pasa á mí
con el Teatro Español... ¡Á ver si no es virtud!
[Ilustración]


XVIII

Si en casa del jugador poco dura la alegría, en casa del aficionado
á toreros aun suele durar menos. Es tan natural orden de la vida
una alternada distribución en los sucesos, que las rachas son algo
extraordinario, y el jugador prudente se atiene en sus combinaciones al
más probable «tierce á tout»; dejando lo de jugar á la repetida para el
jugador de fortuna, siempre en espera de lo inusitado y fuera del orden.
Del mismo modo los buenos aficionados saben de antiguo lo ocasionado
que es con toreros y toros jugar á la repetida; como saben las empresas
lo fácil de engañar al público, con anunciar el mismo juego.
En esta temporada los aficionados quieren distraer su aburrimiento,
dedicándose á la inocente ilusión de inventar toreros. ¡Para que
aprendan los eminentes! Ya en tiempos del Guerra fueron muchos los que
pusieron el mismo empeño en la misma empresa. ¡Pobres flores de una
tarde con suerte!; todo lo más de una temporada. Y menos mal, cuando
no dejándose «inventar», se resignan á volver al montón y no toman en
serio un papel superior á sus fuerzas y conocimientos, que, de otra
suerte, el desengaño suele llegar con una cornada, de las muchas que
los espectadores tienen á su cargo.
No es hora de predicar contra la sublime fiesta y no soy de los que
creen que ella tenga gran culpa en el atraso de España. De los toros,
como del clericalismo, creo que no son causa de nada, sino efecto de
mucho. No son unos ni otro los que tienen la culpa de nuestro atraso;
es nuestro atraso el que tiene la culpa de toros y de clericales.
El que no tiene inteligencia bastante para pensar por sí propio, si no
se dejara influir por un director espiritual, iría á consultar con la
sonámbula ó con la echadora de cartas ó con el primer embaucador que
se le presentara. El que no halla diversión más de su gusto que una
corrida de toros, si se las suprimieran, buscaría otra más bárbara, más
estúpida, y nada abríamos adelantado.
Cuantos han combatido las corridas de toros, han fundado siempre sus
invectivas en la parte menos vulnerable del espectáculo, lo peligroso
y lo sangriento. ¡Bah! Si á eso fuéramos... Todo el mundo es plaza y
toda la vida es lidia.
Por esa parte, el espectáculo hasta es beneficioso; un derivativo
muy atenuado para nuestro espíritu inquisitoral, atormentador... El
fogueo de toros nos compensa del fogueo de herejes; cada gritería al
presidente, acaso evita un motín popular, y cada cincuenta corridas,
por lo menos, suponen un desgaste de ferocidad que hace imposible una
guerra civil.
No es por lo cruel, ni por lo sangriento, por donde hay que atacar al
espectáculo, es sencillamente... por tonto.
El toro bravo, verdaderamente de lidia, es un producto artificial, cada
vez más raro y más difícil de obtener. La natural condición del toro es
pacífica; por algo el ornamento cornamental fué siempre símbolo de la
más apacible conformidad conyugal. Así, bien puede asegurarse que de
cien toros, los noventa y nueve salen al coso más dispuestos á mugir
saudades dehesiles que á meterse en pelea. Y ¡es de ver el lastimoso
espectáculo del acoso, en torno al triste animalito! Se le persigue, se
le azuza, se estrecha el círculo de tortura... Por fin, se consigue
enfurecerle, empuja, derriba á ciegas... ¡Un triunfo de arte y de
gracia!
¿Qué diremos de la elegante suerte de varas? ¿Qué diremos del forzado
valor, todo para la galería; el chulesco valor de los lidiadores? La
palidez de los rostros, distendidos los músculos en rictus, que bien
quisiera aparentar una sonrisa... ¡Ah, la sonrisita del torero! Un buen
anatómico ó buen pintor pueden dar razón de ella...
Y ¿qué diremos de la alegría del espectáculo? Alegre un espectáculo en
que el espectador se pasa la tarde rabiando. Rabieta si rajaron al toro
de un puyazo y le quitaron facultades; rabieta si no le castigaron lo
bastante y conserva demasiado poder; rabieta si le recortan; rabieta
si no le paran los pies; rabieta si el torero de las simpatías no
estuvo muy afortunado, y rabieta si lo estuvo el de las antipatías...
Rabietas regionales, si quedó Córdoba mejor que Sevilla ó Sevilla mejor
que Madrid... Rabieta con el presidente; rabieta con el matador de las
6.000 pesetas; rabieta y discusión acalorada con el espectador de al
lado y con el de detrás y con los de delante... ¡Si les digo á ustedes
que no hay diversión que se le parezca! Y después de proferir toda
clase de insultos, de injurias, contra los toreros sobrado prudentes,
de echarles en cara sus ganancias y sus glorias, cuando la desgracia
ocurre y el torero es entre los cuernos y las patas del toro un
andrajo humano... la compasión más sensiblera; una compasión que, no
diremos mal empleada en este caso, pero sí que debiera repartirse más
equitativamente entre el obrero víctima de un accidente en su trabajo,
la costurera enferma de tuberculosis, de tanto darle á la aguja y
tantas otras víctimas de un trabajo sin luz, sin aire y sin aplausos.
¿Que hay exageración en todo esto? Prueben, prueben los aficionados á
dejar de asistir á las corridas durante una temporada, y si después de
algún tiempo, al volver á presenciar una, no sienten como yo toda la
estupidez del ridículo espectáculo, será... ¡Triste sería! porque la
verdad no tiene para ellos ningún camino; ni el del aburrimiento.
Solo el valor de un Frascuelo, superior á las cobardías del público,
ó el arte primoroso de un Lagartijo y su frescura y despreocupación,
superior á los insultos de ese mismo público, ó la maestría suprema de
un Guerra, superior á los toros, al público y al espectáculo, pueden
dar un aire de grandeza á las corridas. Pero la excepción confirma la
regla, y el genio es superior á todo, á la misma esfera social en que
emplea su actividad. Han existido ladrones y asesinos de genio, que no
disculpan por eso el robo ni el asesinato.
Algo hay en los toros, no obstante, que les hace ser digno espectáculo
de un filósofo. Si en la vida fuera todo bondad; si los hombres fueran
siempre dignos y justos y razonables, la idea de la muerte sería
tormento insoportable para el espíritu... ¡Dejar un mundo de delicias;
separarse para siempre de una humanidad tan perfecta!
Conviene de cuando en cuando asomarse á donde toda la estupidez y la
bajeza humanas se muestran en toda su desnudez, para que la idea de la
muerte no nos parezca tan triste y hasta nos sea apetecible. Y hay que
confesar que nada para esto como una corrida de toros.
[Ilustración]


XIX

El verano es la estación de las grandes crisis en las compañías
teatrales. Se comprende; después de toda una larga temporada de
invierno, los artistas con los empresarios, éstos con los artistas, y
los artistas unos con otros, están que no pueden ya aguantarse. Tiene
la vida del teatro algo de la vida á bordo; los primeros días todos
los pasajeros simpatizan, todos parecen encantadores, se organiza
toda clase de fiestas en que todos toman parte; poco á poco se van
separando en grupos, cada día mas reducidos; en cada uno se murmura de
los otros; al final de la travesía, ya no hay ni grupos; cada pasajero
pasea solitario ó lee apartado de los demás, y en su interior piensa
que en su vida ha tratado con gente más antipática y desagradable. Unos
días más, y acabarían todos arrojándose unos á otros por las bordas en
descomunal pelea.
El teatro es lo mismo. Á principios de temporada todos se adoran, se
recibe con efusión á los recién llegados.--Aquí, aquí es donde tiene
usted su puesto.--¡Qué gusto verme entre ustedes!--Las actrices se
hacen confidencias de todo género. Los actores se muestran galantes con
todas ellas. Aquello es un paraíso... Pero no va mediada la temporada,
cuando ya sólo se juntan unos para murmurar de los otros, y viceversa;
y si se juntan todos es para conspirar contra el empresario ó hablar
mal de una obra. Y al terminar la temporada, ni para eso.--«Ciascun per
se»--como cantan en «Los Hugonotes».
No hay que pensar por esto que los actores sean de peor condición que
los demás humanos. Si en todas las profesiones el trabajo hubiera de
ser en comunidad y las relaciones tan constantes, también veríamos
cosas. Más separados viven unos de otros pintores, escritores,
médicos, abogados, y no se quieren más ni mejor por eso. No hablemos
de la fraternidad periodística... Y los chismes de bastidores no
son nada, comparados con los de sacristía. ¡Hay cada párroco y cada
teniente cura, que... ríanse ustedes de las primeras tiples en lo de
despellejarse unos á otros!
En fin, que la temporada próxima promete, y lo único de lamentar por mi
parte es... que me cogerá sin dinero...
Porque en el teatro, como en todo, ¡es tan agradable el papel de
espectador!
* * * * *
Son muchas las personas que me escriben, unas para felicitarme, otras
para increparme, por mis ligeras consideraciones sobre las corridas de
toros; otras, sencillamente, para mostrarme su extrañeza.
--¡Hombre, usted tan aficionado antes!...
--¿Aficionado? Le diré á usted. Á no ser en los tiempos del Guerra á
mi juicio el torero más asombroso, la verdad es que siempre me han
aburrido las corridas de toros. Esto, en cuanto al espectáculo; que
de los espectadores, ¡no se diga! Siempre he buscado la localidad más
tranquila de la plaza. Me han indignado siempre esos energúmenos que no
se divierten si no pasan la tarde gritando, molestando á todo el mundo;
que si ¡Ladrón!, que si ¡Criminal!, que si ¡Por derecho!, que si ¡Á la
cárcel!, que si la madre, que si toda la familia... todo un «specimen»
de educación nacional. Esos energúmenos son los mismos que en el
teatro no se contentarían con menos que ver ahorcado al autor que tuvo
la desgracia de equivocarse; los mismos para quienes no hay político
honrado, ni escritor que no se venda; los mismos que piden desde la
mesa del café heroísmos sobrenaturales en la guerra, para poder decir
ellos:--¡Qué valientes somos! ¡No hay quien pueda con nosotros!--Los
mismos que van por esas calles perdonando honras á las mujeres... Y
como este es el espectador, no diré más frecuente, pero sí el que da
tono al espectáculo, él por sí solo se basta para hacer de una fiesta,
que podía ser una de tantas como andan por esos mundos civilizados, la
de apariencia más salvaje.
En Barcelona se ha celebrado, ó va á celebrarse, una manifestación
contra las corridas de toros. En esto ya no estoy conforme; creo que
todo eso es contraproducente. Los toros, como tantas otras cosas,
caerán por sí solas, cuando deban caer. Encomendemos la tarea á los
educadores. El maestro es el que ha de acabar con los «maestros».
Ha de notarse que la Iglesia, tan intransigente en ocasiones con
el teatro, con el libro y con la prensa, dispensa la más benévola
tolerancia á las corridas de toros. Las señoras, tan influídas por la
Iglesia, no ponen tampoco todo el empeño que debieran en combatirlas.
Nada de esto habla muy en favor de la delicadeza de sus sentimientos.
En cuanto á la Iglesia, ya es sabido que todo lo que no sea pensar le
ha preocupado siempre poco.
* * * * *
El más cordial saludo al boletín «Pro Infantia», publicado por el
Ministerio de la Gobernación. Todo en él es buenas intenciones, que
debemos desear no vayan á empedrar el infierno, á cuya pavimentación ya
han contribuído no poco los legisladores españoles. Los hombres tienen
mal gobernar; acariciemos la ilusión de que estarán mejor empleados
nuestros desvelos en los pequeños. No olvidemos, como dijo el admirable
poeta Wordsworth, que «el niño es el padre del hombre».
[Ilustración]


XX

Moral del último--esperemos que aun sea el último--crimen. Los
periódicos se recriminan unos á otros por sus indiscreciones y juicios
temerarios; naturalmente, los más clamorosos en lamentarlas son los que
siempre están más dispuestos á recoger cualquier especie del arroyo.
Una vez más salen á relucir las deficiencias de nuestras leyes
procesales, en cuanto se refiere á supuestas culpabilidades y prisión
preventiva. Y una vez más, nadie será osado á poner remedio. Lo de
considerar á todo sospechoso como criminal es antiguo achaque de la
Señora Justicia. Y aun peor al sospechoso que al verdadero criminal,
que á éste, en fin, cuando ya está convicto y confeso, siempre se
le agradece el descanso de tanta molestia como ocasionó su captura,
y al otro, en cambio, á cada negativa se le pone peor gesto y se le
considera como criminal más empedernido.
Y es de notar, también, el mayor respeto que inspira todo delincuente
cuanto mayor sea la fechoría cometida. Así, tal vez el raterillo
primerizo no escape de una buena solfa, como primera diligencia; pero
á un feroz asesino nunca le faltará un admirador que le obsequie con
un suculento «beefsteak», para que reponga sus fuerzas, después de una
declaración emocionante.
El buen burgués, por su parte, también moraliza á cada crimen de
estos sensacionales; habla de la corrupción de costumbres, se promete
mayor cuidado en la selección de sus relaciones y más severidad
con el pariente derrotado, que de vez en cuando suele pedirle dos
pesetas:--Cuando venga el señorito Fulano, dicen á la criada, dígale
usted que no estamos en casa, y no abra usted la puerta.
Las criadas ven á un posible asesino en toda persona regularmente
trajeada; no se arriesgan á franquear la puerta sin minuciosa
inspección por el ventanillo, y en resumen, las casas estarán mejor
guardadas por unos días y los parientes pobres se morirán de hambre
más pronto. Y esta es toda la moral de estos crímenes, en que todo el
mundo sólo atiende á los hechos, los hechos brutales, unánimemente
reprobados por los buenos burgueses, á la hora de la digestión,
ligeramente entorpecida por algo así, entre indignación y miedo.
* * * * *
Los congresistas de la Paz, los creyentes en la eficacia de los
tribunales arbitrales, para dirimir pacíficamente toda cuestión
internacional, estarán encantados con el feliz éxito del arbitraje
argentino, entre el Perú y Bolivia. Ambas modernas y civilizadas
repúblicas, acudieron muy humildemente y bien dispuestas á respetar
el fallo del presidente de la República Argentina. ¡Para que vea el
viejo mundo europeo cómo arreglamos estos asuntos los del nuevo!
Pero, apenas se enteraron los de Bolivia de que el fallo no les era
todo lo favorable que ellos apetecían, ¡adiós mi árbitro y adiós mis
procedimientos modernos!
No es el primer caso en las repúblicas americanas, y en alguno de
estos enojosos arbitrajes anduvo la vieja madre España de por medio y
como ahora, la república que se creyó perjudicada puso el grito en el
cielo. Por donde, si el árbitro toma su divino papel en serio, en vez
de un disgusto y de una guerra, pueden resultar dos guerras y muchos
disgustos.
Pasarán muchos años hasta que el cañón deje de ser el gran pacificador
y el supremo árbitro. Para ello será preciso ante todo que las naciones
no se preocupen tanto de añadir unas leguas de tierra á su territorio;
como si la nación más floreciente no tuviera ya bastantes incultas y
despobladas.
* * * * *
Muy moderno también, muy europeo, muy culto y muy lindo, el bando de
nuestro señor alcalde; enderezado, con la mejor intención, á proteger á
los animales. Muy bien está el bando, que los animales deben agradecer
tanto como debiera ofendernos á las personas. Porque, ¿quién duda
que si bien está el bando, mucho mejor estaría que no hubiera habido
necesidad de dictarlo? Por eso mismo creo muy poco en su eficacia.
¿Buenos sentimientos por ordeno y mando? Á otra puerta. Fué siempre la
nuestra de las más cerradas á toda blandura con los animales. Y cuanto
más cerca el hombre de la Naturaleza, cuando más parece que debiera
sentir la simpatía por sus compañeros de trabajo, más duro se muestra
con ellos. Parece que ya no debiera tratarse de compasión sino de
interés propio. ¡Pues hay que ver cómo trata el labriego á su yunta y
el carretero á sus mulas y el traficante á su infeliz borrico! Pero,
lo que ellos dirán en su disculpa: ¿Estamos nosotros mejor tratados?
¿Cuándo la misma Naturaleza, con sus rigores, siempre en contra del
logro de nuestro trabajo; cuando los demás hombres son tan crueles con
nosotros, vamos á ser nosotros más piadosos con los animales?
Para la pobre gente, esto del amor á los animales, es un lujo de
afectividad imposible para ella, como todo lujo. Para la gente rica
suele ser una dulce forma de misantropía. Se ama á los animales...
porque los animales no suelen ser ingratos, porque no dan malas
contestaciones, porque los manejamos mejor que á los hombres y los
tenemos más sujetos á nuestra voluntad. No hay que fiar mucho en la
bondad de estos ricos que aman demasiado á los animales.
Amarlos en justa proporción, tratarlos, no tan mal como á los criados
ni mejor que á tantos niños desvalidos, sería lo justo, lo natural, lo
que debiera hacer innecesario ese bando, en todo país digno de llamarse
cristiano y civilizado. Pero... con la excepción de San Francisco
de Asís, nuestra religión no fué nunca muy dulce con los animales.
Recuérdese cómo en la Biblia, casi siempre les toca á ellos pagar el
pato en los sacrificios. Isaac se salva; pero en su lugar se sacrifica
á un pobre corderillo. En el mismo Evangelio, de más suave doctrina,
Jesús lanza á la legión de demonios, expulsada de un poseído, sobre una
piara de cerdos, que corre á arrojarse al mar, alocada por los malos
espíritus. ¡Pobres cochinos! ¿Qué culpa tenían ellos?
El origen superior atribuído al hombre por nuestra católica doctrina,
limita el sentimiento de fraternidad universal entre el hombre y los
demás seres de la creación. No hay en la religión cristiana ninguna
plegaria tan hermosa como aquella del Budha: ¡Dios mío, librad del
dolor á cuanto existe!
[Ilustración]


XXI

No podemos quejarnos del actual verano; él ha sido tardío en calor
y en sucesos, pero bien quiere desquitarse en pocos días, y el
calor aprieta y los sucesos se precipitan, sin tiempo apenas para
solicitar la atención ni el par de días que se concede de comentarios
á la actualidad más pasajera. ¿Dónde está ya la romántica boda del
infante? ¿Dónde está ya la muerte de Don Carlos? Cualquiera de estas
actualidades hubiera bastado en otro verano para abastecer periódicos
y tertulias. Pero baza mayor quita menor, y nuestra baza, la que nos
hemos creído en el caso de meter en los asuntos de Marruecos, es de tal
importancia, que ella sola se impone á nuestra consideración, con todos
sus prestigios seculares. Porque desde los tiempos de D. Rodrigo y la
Cava, ¿cuándo ha dejado de ser actualidad para los españoles alguna
cuestión africana? Dividida España en regiones, guerreando unas con
otras muchas veces, sólo al combatir contra el agareno y en ponerse á
su avance solían estar de acuerdo las más enemigas; y ahora que somos,
ó parecemos, una nación unida, no hay dos... no digamos regiones,
personas que parezcan animadas del mismo espíritu, y mientras unos
gritan: ¡Arma, arma! ¡Guerra, guerra! como en los mejores tiempos del
romancero y de nuestras comedias de moros y cristianos, otros claman
por la paz á todo trance, y no diremos á toda costa, porque la paz es
mucho más barata.
Difícil es decidirse por unos ó por otros. Los que piensan más
razonablemente... no saben qué pensar en este caso. Ni vale refugiarse
en las serenas regiones idealistas porque... el ideal está en todo, en
la paz y en la guerra; en la evangélica resignación á perderlo todo
y en la fuerte voluntad de ganar algo... Lo peor, lo más triste para
los pueblos como para las personas, es la indecisión... Fluctuar, como
Hamlet, resistirse á ser instrumentos conscientes del destino, para
que, al fin, el destino se imponga brutalmente, inexorablemente, á
nuestra indecisión.
Fortimbrás, inventando pretextos pequeños para grandes acciones, es de
mejor ejemplo que Hamlet, quien, con grandes motivos, no supo decidirse
á la acción nunca.
Por fortuna para los pueblos y para los gobiernos, en estos casos de
incertidumbres, de desalientos, de indecisión nacional, están banderas,
trompetas y tambores; está el marchar de las tropas juveniles, y... á
su paso todo se olvida, es uno el sentimiento y una la aspiración. El
mismo Pablo Iglesias daría un ¡Viva! Y decir vivir, es decir pelear.
* * * * *
El papel de rey destronado es siempre algo ridículo. El de rey
aspirante, idealizado con aureolas de esperanzas que nunca nubló la
realidad, es, en cambio, de tan romántica poesía, que una regular
presencia y una regular discreción bastan á sostenerle con decoro. Y
así supo sostenerle Don Carlos, muy á gusto de todos. En España muchos
le amaban, y... á pesar de todo, nadie le odiaba. Supo salvar la
majestad de su figura, del vencimiento y de la difamación. No fué nunca
ridículo, cosa que no consiguen siempre muchos reyes reinantes. Dicen
que amaba mucho á España. Era más de agradecer ese cariño, por lo mismo
que había de expresarlo con acento extranjero.
* * * * *
«Azorín» ha aprovechado la ocasión de haberse publicado en el periódico
en que él dogmatiza, ó mejor dicho, «esceptiza» á lo Montaigne,
la fantástica noticia de mi viaje á Buenos Aires, á servir unas
conferencias á cien mil pesetas... ¡Cincuenta mil más que Anatole
France! Muchas gracias por la tasación, querido compañero, para
significar su displicencia por estas idas y venidas, al mismo tiempo su
desprecio por las glorias populares... ¡Ah! ¡La popularidad!...
Claro es que yo no puedo darme por aludido. Yo estuve ya en Buenos
Aires, y no fuí en clase de popular, ni me recibieron con músicas, ni
pronuncié discursos, ni nos volvimos nadie loco, ni ellos conmigo, ni
yo con ellos. Fuí... por viajar, por ver; sin darle más importancia
que á otro viaje cualquiera. Ni me creí en el caso de publicar, á mi
regreso, «Impresiones», «Mi viaje á la Argentina», ó cualquier otro
libro por el estilo, porque no creo que un mes ni dos sean lo bastante
para conocer nada, ni perorar del porvenir de la Argentina, de su
intelectualidad, industria, etc... Lo que ví, para mí lo guardo, y lo
que aprendiera... ya irá saliendo. Conste solamente que yo no fuí allá
en clase de conferenciante. Sin que esto quiera decir que si alguna
vez se me propusiera, y sobre materias de que pudiera tratar, como arte
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