De Sobremesa; crónicas, Segunda Parte (de 5) - 03

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á ofenderlas con un mal piropo. ¡Oh! Es un espectáculo edificante.
La vida parece haber suspendido todo el anhelo pecaminoso con que de
continuo nos solicita para perpetuidad de la especie y del pecado.
No es de extrañar que los extranjeros que en estos días solemnes
visiten principales ciudades de España: Madrid, Sevilla, Murcia,
Toledo, etcétera nos juzguen de una imponente austeridad religiosa,
que les hace más comprensible el legendario fanatismo que propagó las
hogueras inquisitoriales de España por medio mundo.
Y si en algo puede haber disculpa para tantas atrocidades cometidas
en nombre de la Religión, nuestra mejor disculpa está en eso, en la
sinceridad del sentimiento religioso de nuestro espíritu; el mismo
que sobrevive con la misma sinceridad y del cual pueden hacerse cargo
cuantos nos visitan en estos días solemnes de meditación y recogimiento.
* * * * *
Ningún ejercicio espiritual más propio del bondadoso escéptico en
estos días, que la lectura de un bonito libro, recientemente publicado
en París. Su autor, Salomón Reinach; su título «Orfeo». Historia de
las religiones. Un substancioso compendio, acaso despreciable para
los eruditos especialistas que sonríen desdeñosos á todo extracto de
ciencia: pero muy de agradecer para los «pica-platos» intelectuales,
deseosos de asomarnos á todas las ventanas y aun á todas las alacenas
de la inteligencia, sin tiempo para otra cosa que oler donde se guisa y
pellizcar donde se sirve. Y como bien guisado y bien servido, está el
manual en cuestión. En un perspicaz vistazo de pájaro sobre todas las
creencias religiosas que han inquietado al mundo.
Desde la altura todas parecen en el mismo plano y, cuando menos,
aprendemos á estimarlas lo mismo, como una necesidad universal del
humano espíritu: niño preguntón que quisiera saber el por qué de todo,
y á falta de verdades ciertas se contenta con suposiciones fantásticas.
En los más claros y habitables aposentos de nuestra inteligencia,
asentamos las pocas verdades que poseemos; allá, en los camaranchones
interiores y obscuros de nuestro cerebro, ó arrinconamos los trastos
inservibles que nos correspondieron por antiguas herencias, ó suponemos
duendes y fantasmas que justifican nuestro horror á penetrar en ellos y
la imposibilidad de habitarlos.
Cierto que, puestos á elegir fantasmas, debiéramos elegir los más
gratos, y es preferible imaginar duendes alegres y juguetones á trasgos
espantables. Pero ¡ay! que son los hombres los que hicieron á sus
dioses á su imagen y semejanza, y así hay dioses bondadosos, dioses
crueles, dioses vengativos, dioses indiferentes, dioses ridículos,
dioses respetables, dioses humanos y dioses divinos. Dioses para todos
los gustos y para todas las aspiraciones.
Somos el molde de nuestras creencias, y no ya cada pueblo, cada hombre,
llevamos á nuestro dios, hecho carne en nosotros. Por eso, entre todos,
ningún símbolo tan espiritualmente bello, como el de nuestro Dios,
hecho hombre, hijo del hombre, hombre como nosotros; que en nosotros
puede nacer, y en nosotros y por nosotros padecer pasión y muerte y en
nosotros resucitar y divinizarse.
* * * * *
Un distinguido pintor escenógrafo y dos populares y aplaudidas tiples
han tenido uno de sus más ruidosos éxitos... ¿En dónde, dirán ustedes?
En la parroquia de San Sebastián.
El Teatro y la Iglesia ó la Iglesia y el Teatro--las señoras
primero--aunque alguna vez hayan andado á la greña, en el fondo han
sido siempre buenos amigos. No es preciso remontarse á los orígenes
del teatro ni á la representación de los Autos Sacramentales para
demostrarlo. La capilla de la Virgen de la Novena, que el fervor de
nuestros actores costea y sostiene sin decaimiento de su original
esplendor, lo atestigua bien claramente hoy en día.
En esta Semana Santa, con su decoración teatral y la presencia de
nuestras más bellas actrices, la capilla de la Novena ha conseguido
la mejor entrada. Los devotos tal vez se escandalicen; pero, nada
importaría que los templos tuvieran algo de teatro, si los teatros
alguna vez tuvieran algo de templo.
[Ilustración]


V

La capa, la española capa, prenda inseparable de la mantilla, en todo
canto al españolismo, parecía desmentir hasta ahora, el mayor apego
en la mujer á lo tradicional y castizo; pues mientras sobre femeniles
cabezas pasaron mil hechuras de sombreros, relegada la mantilla á
fiestas de religión ó de tauromaquia--los extremos se tocan y las
tradiciones se semejan,--la capa persistía con firmeza, gallardeando
sobre varoniles hombros, en amistosa alternativa con toda clase de
abrigos, nobles y plebeyos; desde el gabán aforrado en nutrias ó martas
cibelinas, á la bufanda con honores de manta.
Y, en este invierno, sin prescripciones de la moda, ni de la higiene,
la hemos visto de pronto desaparecida; tan de pronto, que mal puede
decirse que la hemos visto desaparecer.
Y el pueblo; el último baluarte siempre del casticismo pintoresco, en
lenguaje, vestidos y costumbres, ha sido el primero en desecharla,
sustituyéndola por la zamarra; prenda sin carácter, sin gracia, sin
historia, sin nacionalidad.
¿Habrán influído las recientes disposiciones sobre las casas de
préstamos, con la menor facilidad en la pignoración, al desprestigio
y abandono de la clásica prenda, considerada antes como un billete de
Banco, valor al portador?
¿Será que todas las capas madrileñas padecían cautividad, y el negarse
los prestamistas á la renovación de papeletas, ha hecho imposible el
rescate en esta temporada de invierno?
Si así fuera, esperemos el saldo del año próximo, que volverá á
ponerlas al alcance de todas las fortunas, sin menoscabo de la de sus
actuales poseedores. ¡Habrá capa que pudiera estar bordada en oro, si á
enriquecerla con tal adorno se hubiera aplicado el interés cobrado en
tantas renovaciones!
Pero, si la causa no fuera esta y la zamarra triunfara en definitiva,
como prenda de abrigo popular, entonces la capa no tardaría en ser el
abrigo aristocrático, y por imitación volvería á serlo de la clase
media, y por fin volvería á ser el de las clases populares, deseosas
siempre de igualarse con los de arriba, mientras éstos quisieran
diferenciarse de todos.
¿No están recientes las luchas y protestas de los camareros de café,
hasta conseguir les fuera permitido el uso del bigote, por considerar
como signo deprimente de servilismo la cara rasurada? Y he aquí, al
poco tiempo, que ya son los mozos de café los únicos que llevan bigote,
y todo pelo en la cara es anatematizado por la distinción y por la
higiene. Ni una ni otra son señoras muy de fiar, por lo veleidosas.
Ahora nos dicen las dos, puestas de acuerdo, que barbas y bigotes son
terribles nidos de microbios y, aun cuando vaya uno para viejo, no hará
muchos años, «leía yo, en los libros que tenía»--como dice Segismundo,
el de «La vida es sueño», no confundirle con el de «El sueño es
vida»,--leía yo, como iba diciendo, en mis buenos libros de higiene,
cómo era menor la mortalidad y el peligro de la tuberculosis, entre los
obreros que, empleados en industrias, como la fabricación de hilados
y otras similares, dejaban crecer barbas y bigotes, que entre los
afeitados ó barbilampiños; pues barbas y bigotes eran como red cazadora
de partículas que, sin ese natural obstáculo, penetrarían directamente
en los pulmones. Toda esta explicación venía muy cimentada sobre
sólidas estadísticas y lo mismo vendrán éstas de ahora, que afirman
todo lo contrario.
Yo no sé si ahora será cuando la higiene está en la fija; de la moda,
sé decir que, para rostros de pura cepa castellana, no puede ser más
desfavorable. Para bien parecer un rostro varonil afeitado, necesita
ser de buen color y armonizar con rubios cabellos que den claridad y
juventud á la fisonomía. Pero el ceñudo castellano, de negro pelo,
color verdinegro ó amarillento, cobra un aspecto duro de presidiario ó
cura de facción, con el rostro afeitado, más sombrío sin el contraste
de bigote ó barba.
Y ¿qué diremos de los que deciden el afeitado sin contar con los
veinticinco céntimos necesarios para la diaria operación? Entre éstos
figuran muchos jóvenes artistas, que estarían mejor con su buena
melena y todo lo que buenamente quisiera crecerles. Todo, mejor que
verles con la pelusa de una semana, como quincenarios, y oirles decir
todavía:--¿Sabe usted? No llevo nada en la cara porque es mucho más
limpio y más higiénico.--¡Vaya con la limpieza y con la higiene!
* * * * *
De las famosas turbias del Lozoya, ninguna tan turbia como esta de
ahora, tan de color de chocolate, que pasa de castaño obscuro. El
Manzanares, por otra parte, celoso al cabo de los años del injusto
predominio sobre Madrid, que su rival le usurpaba, y de las clásicas
burlas á su pobre caudal, quiere probarnos que, si no en agua, en lodo,
tiene fuerza bastante para alcanzar á respetables alturas. Por suerte,
aquí todos sabemos nadar entre dos aguas, y aun entre agua y lodo,
que no siempre el ser animal anfibio tiene sus inconvenientes, como
aseguran en popular zarzuela.
El Señor nos libre de juicios temerarios, pero es desgracia nacional
que todo negocio y toda industria emprendidos en tierra española, aun
los que mas beneficiosos parecen para el interés general, lleven mancha
de origen por la pícara intervención política en todos los asuntos.
Así el trabajo honrado y el dinero, nunca más honrado, que cuando
al servicio del trabajador se pone, andan siempre tan desconfiados
de emplearse en nuestra industria y en nuestros negocios. Apenas se
proyecta algo provechoso, todo el mundo se escama: ¡Chanchullo! ¡Manos
puercas! ¿Escuadra? un momio. ¿Gran Vía? otro momio. ¿Teatro Nacional?
momio de ambos sexos; si ha de venir á ser refugio hospitalario de
ruinas artísticas y literarias. De toda empresa española puede decirse,
como de aquellas famosas Cortes: ¡deshonradas antes que nacidas!
De aquí proviene que el celoso de su buena opinión huya, como el
diablo, de intervenir en todo negocio, y vienen á parar todos ellos
en manos de gente despreocupada, á la que, al fin y al cabo, hay que
agradecer su despreocupación, que ya es una prueba de valentía, y tan
necesitados estamos de emprendedores, que bien podemos decir: Hágase el
milagro y hágalo el diablo. Hágase el negocio, aunque saliere un poco
sucio.
Todas estas desconfianzas y recelos, más son señales de nuestra
pobretería que de nuestra moralidad. Hay tanta escasez de dinero que no
se comprende cómo nadie puede manejarlo sin resistir á la tentación de
quedarse con algo entre las uñas. Para juzgar de los demás no solemos
tener más norma que nosotros mismos; lo que haríamos en su caso.
Nunca he oído á ningún gran señor quejarse de que le sise su cocinero,
ni su jefe de cuadra, ni su administrador. Verdad es que su mesa está
bien servida, sus trenes bien presentados y á él nada le falta.
Esto es lo que no nos sucede á los españoles. Á poco que nos sisen, ya
se nota en todo, particularmente en la mesa, falta que no se disimula.
Y no es que nuestros cocineros tengan menos conciencia que los de otras
partes, es que damos menos dinero para la compra, y para comer bien hay
que contar con la sisa.
Somos, además, tan apegados á rancias hidalguías que, aunque tan
necesitados de dinero, seguimos considerando como despreciables los
medios para su adquisición; así es que preferimos buscarle ocultamente
por caminos subterráneos, como si fuera un crimen buscarle á la luz,
abiertamente. Aquí es todavía la mayor gloria de un político, de un
artista, de un hombre de ciencia, decir: Murió pobre. ¿Por qué? ¿Han
de ser solo el dinero y la independencia que da el dinero, de los que
explotaron la influencia del político, la gloria del artista y la
ciencia del sabio?
Cuando el dinero lo compra todo, ¿no habrá algo que pueda comprar el
dinero?
Hacer valer dinero á nuestra inteligencia no es envilecerse, es
ennoblecer al dinero.
Cuando los hombres inteligentes dan en no venderse, por escrúpulos de
conciencia, entonces es peor; porque todos los negocios van á parar á
los tontos, que para la circunstancia, se meten á pillos: ya se sabe
que nada imita mejor á la inteligencia que la pillería.
* * * * *
Se anuncia en Madrid y para fecha próxima una Exposición, la más
simpática y la más conveniente para ejemplo y estímulo de todos: la
Exposición de la Infancia.
De todos los dicterios con que el mayor enemigo de España pudiera
ofendernos, el de infanticidas sería, quizás, el más merecido.
No será Malthus nuestro previsor apóstol; pero es, en cambio, Herodes,
el buen reparador de nuestra prolífica imprevisión. Tan descuidados
sembradores como descuidados cultivadores y recolectores. Al celo
previo, en que cualquier hombre se iguala al animal, no corresponde el
celo ulterior por la prole, en que cualquier animal puede dar lecciones
al hombre.
Y no haya ofensa para las madres y los padres españoles. ¿Cómo
suponerlos menos amantes de sus hijos que en otros países? Los aman
con ceguedad; pero ¡ay! con ceguedad de ignorancia, que es la peor de
las ceguedades.
Dos tristes suertes hay en el mundo; verse pájaro en manos de niño;
verse niño en manos de padres españoles.
Dijérase que la fe cristiana, en la seguridad de verlos al morir
niños, trasplántalos ángeles al cielo; ó las inseguridades de nuestro
vivir nacional azaroso, consuelan y hasta estimulan á los padres en la
temprana muerte de sus hijos.
No es que no los amemos mucho; es que amamos tan poco la vida, que
acaso el haberlos traído á ella nos pesa como un remordimiento, de
que sólo su muerte prematura puede aliviarnos...--¡Para él ha sido un
bien!... ¡Angelitos al cielo!--¡Se ha quitado de penas!--¡Quién sabe lo
que hubiera tenido que pasar en este mundo!--Hay en todas estas frases
vulgares, al morir un niño, una resignación que, siendo amor, más
parece feroz egoísmo.
Y es el espíritu español, seco para el niño, y esta sequedad se refleja
en nuestro arte, apenas esclarecido por gracias infantiles, en los
cuadros de Murillo y en alguna imagen del Niño Jesús del escultor
murciano Salcillo.
No hay en España una literatura, un arte para los niños. Nos
preocupamos poco de higienizar ni de alegrar su vida.--¿Hay mejor
higiene que la alegría?--Aun los niños ricos son aquí más desgraciados
que los niños pobres de otros países.
La Exposición puede ser una buena obra, si á ella acuden con la mejor
voluntad todos los que, sin haber perdido la fe en otra vida con su
cielo saben que ya es bastante antesala para esperarla ésta nuestra
tierra, tal como ella será siempre, por mucho que procuremos mejorarla
entre todos, y no hay necesidad de hacer de ella un infierno, único
lugar que no admite mejora; porque nada puede mejorarse en lugar donde
no se ama, que es también lugar donde no se trabaja.
[Ilustración]


VI

Paréceme que, en la admiración de nuestros jóvenes por Larra, entra
por mucho el atractivo de su fin prematuro. Hay quien juzga que fué
mejor así; pues acaso la vida, con su roce desgastador de energías
y suavizador de asperezas hubiera subyugado altiveces en el rebelde
espíritu de «Fígaro», y una vez más hubiéramos asistido á la abdicación
de una inteligencia vencida por algún interés.
¿Qué importaba? ¡Hubiera sido tan interesante! De un alto entendimiento
es tan admirable la sumisión como la rebeldía. ¿No fué admirable
la aparente conformidad de un Campoamor, de un Valera, por todo lo
establecido? Y después, cuando la aparente sumisión, efectiva para el
vulgo oficial, nos ha dado autoridad y respeto, ¿no podremos con mayor
eficacia volver á decir la verdad, á los que antes no quisieron oirla?
«Fígaro» sometido, acaso nos hubiera dicho algo más profundo que
«Fígaro» rebelde. Sobre la verdad de nuestra vida, que él creyó afirmar
dándose muerte, está la verdad de la vida; sobre la que, acaso, podemos
triunfar cuando más abdicamos de nuestra voluntad.
Cuando hemos renunciado á nuestra dicha y nos contentamos con ver
dichosos á los que nos rodean, es quizás cuando empezamos á serlo.
¡Qué inaccesible ideal si pensamos al escribir una obra en la gloria
sin término! ¡Qué fácil, si pensamos en comprar con su producto
inmediato el juguete que alegre á un niño querido! ¡Vender la gloria
remota por sonrisas cercanas! Si la gloria tiene algún camino, ¿no es
el amor quien por él ha de llevarnos?
Poner muy alto y muy lejos el ideal, tal vez es airoso pretexto para
la caída al alcanzarle. Acerquémonos, aunque se empequeñezcan nuestros
ideales.
Fingió la fábula que el águila volaba por llegar al sol, y en realidad
sólo vuela por traer alimento á su nido. Y por eso no es menos
arrogante su vuelo.
¡Jóvenes admiradores del fin prematuro de «Fígaro», no pretendáis volar
tan alto por el aire, que olvidéis deberes de la tierra! El también os
lo hubiera dicho si hubiera vuelto de su volar altivo.
* * * * *
_El Teatro en España_, interesante libro publicado por Francos
Rodríguez, á mas de muy atinados juicios sobre muchas de las obras
estrenadas en el año de 1908, contiene una parte de estadística,
reveladora de la desproporción alarmante entre la cantidad y la calidad
en el producto dramático. Asusta lo que devora el público en un año, y
no será de extrañar que, por no exponerse á morir de empacho, prefiera
ponerse á dieta rigurosa, de más rigurosa repercusión en estómagos de
autores y comediantes.
Á bien que el público toma el prudente partido de no interesarse por
nada y ha delegado su misión de juzgador en manos de la «claque» y de
los amigos del autor, pródigos en aplausos que ya nada significan ni á
nada comprometen, ni siquiera á que la obra permanezca en el cartel los
tres días de reglamento. Se ha conseguido con esto, que ya no haya más
opinión valedera que la de la taquilla, y que los empresarios después
del buen éxito, más ruidoso, en vez de regocijarse, digan desconfiados:
Mañana veremos... Y lo que ven mañana es... tres pesetas.
No ha de pedirse á la crítica mayor severidad que al público, y si
éste adoptó por sistema el muy cómodo de «Dejad hacer, dejar pasar»,
¿qué ha de decir la crítica? Por mí que hagan, y por mí que pasen.
La indiferencia, tal vez cruel del público, es en la crítica más
compasiva. Aquella obra es acaso el pan de una familia ó la felicidad
de un ilusionado, ó la satisfacción vanidosa de un majadero. ¿Para qué
privarles de esos goces materiales ó espirituales? ¿No es injusticia
toda justicia innecesaria? ¿Pesan más los agravios al arte que la
miseria ó la pena de un autor desdichado?
Como decía aquella dama, dadivosa de suyo, para justificar sus
prodigalidades: ¡Á una le cuesta tan poco, y ellos se quedan tan
contentos!...
Es hoy el teatro rama de la Beneficencia. Y no está mal así; que es
tan dura la vida, que en nada puede emplearse mejor todo templo, sea
artístico ó religioso, que en asilo benéfico del dolor y de la miseria.
El Arte como la Divinidad es bondadoso, y sonríe sin ofenderse al que
llega en nombre del Arte á pedir á su puerta una limosna, ya de pan,
ya de aplauso.
* * * * *
Tan poco acostumbrada está la Gloria á coronar en vida frentes
españolas y tan hecha á no llegarse á las más excelsas, si no es traída
por mano de la muerte, que, cuando por no poder menos, la hora gloriosa
llega en vida, no es de extrañar que la muerte crea también su hora
llegada y sólo por ver al luchador triunfante, con razón crea que ya le
pertenece.
Era, para el músico insigne, un descanso en la lucha incesante, era el
triunfo, concedido por los más rehacios en otorgar honores de vencedor
á quien todavía pelea en pie con denuedo; era la gloria: pero era
gloria española... ¡Tenía que ser la muerte!
Mezquina concepción de la divinidad es considerarla como á maestro de
párvulos, distribuyendo vales de buen comportamiento para un premio
futuro; pero, ante el rudo corte de una noble vida, toda honrado
trabajo y fecunda lucha, que no pudo hallar aquí justa recompensa, ¿no
hemos de pensar en una satisfacción suprema, en una gloria sobrehumana
de luz y de armonía?
¡Ah, los que juzgáis escepticismo la ironía, no sabéis cómo el irónico
guarda la sinceridad de su sentimiento para cuando es bien emplearlo,
más entero cuanto menos gastado!
Porque sabe de la verdadera bondad, burla de apariencias virtuosas;
porque sabe del esfuerzo y de los sacrificios que impone el verdadero
arte, burla de esos simuladores, bien hallados con la fácil «gloriola»,
más contentos con aparentar que con ser. Esos que pueden reposar
satisfechos al decir: Hemos llegado; cuando llegaron á una posición
oficial, obtenida á fuerza de intrigas y de concesiones.
Pero ante un nombre como el de Chapí, ante una vida de trabajo digno,
en que todo se debe al propio esfuerzo, la admiración es culto y el
respeto obliga al ejemplo... Y el cronista llora con limpio llanto,
porque nunca lloró con llanto inútil por farsantes ni por malvados.
* * * * *
Sobremesa es esta de espiritual convite, de mística comunión, como en
la última Cena de Cristo, como en torno al Santo Grial, la de sus
caballeros guardadores, los hermanos de Percival y de Lohengrín.
Sobre la vulgaridad cotidiana de nuestra vida, resplandeció la gloria
del Arte y sus alas de luz nos elevaron, aliviados de toda terrenal
pesadumbre, y la caricia de lo sublime estremeció nuestras almas
transfiguradas por el divino milagro del Arte.
Y cuanto hay de divino en nosotros nos habló de inmortalidad. ¿No es
esta la verdadera, la única moralidad que debemos pedir al Arte?
Después de oir «El Ocaso de los Dioses», yo no creo sinceros los
aplausos; esa vulgar aclamación no es digna de tanta grandeza. Nadie
palmotea ante el mar, nadie palmotea ante las tempestades, nadie ante
la serenidad armoniosa del cielo en una noche de verano. El espíritu
se recoge como en oración, y un silencio solemne de llanto contenido,
el llanto bueno que purifica como fuego sagrado, es la mejor acción de
gracias de nuestras almas.
El único aplauso digno sería caer de rodillas, prosternados como ante
la elevación eucarística.
* * * * *
¿Qué nos dirán ahora para justificar su desdén por el público, los
inmaculados castellanos de las marfileñas torres? ¿Es inútil pretender
llegar á la multitud, como ellos aseguran? ¿Solo ignorancia y grosería
encontraremos en ella? El público madrileño respondió el domingo pasado
y en noches sucesivas, como acaso no esperaban muchos, á cuantos
quieren disculpar su vagancia ó su impotencia con la falta de sentido
artístico en el público.
Con ser todo admirable--pasemos por alto deficiencias en la
interpretación y presentación de la obra,--lo más admirable, sin
duda, lo mejor de la gloriosa jornada, fué la actitud del público;
este admirable público madrileño, tan calumniado, pero de un instinto
artístico tan seguro, que, al contrario que en otros países, antes
que en la crítica sabia, hallan en el sostén y aliento los luchadores
sinceros por nuevas formas de Arte.
* * * * *
Y, en el triunfo del genio, ¿será justo olvidar á su compañera
inseparable la locura--según los modernos, algo ya anticuados
antropólogos,--personificada en el caso de Wagner, por aquel rey Luis
de Baviera; Nerón de poquito, Nerón todo dulzura, solo tirano en el
Imperio del Arte?
¿Hubiera triunfado el genio sin el loco? ¡Gran asunto para nueva
trilogía! El emperador Guillermo, el rey Luis de Baviera y Wagner. La
fuerza, la locura y el genio, unidos para gloria del imperio grande y
fuerte.
La crítica histórica minuciosa distribuirá razonablemente alabanzas y
censuras. Todas éstas para el noble rey loco. ¿Qué importa? Él también
fué necesario para la grande obra, y en la universal armonía, el fuerte
y el genio llaman hermano al loco.
* * * * *
Después de una representación del «Ocaso de los Dioses», pensaba yo,
cómo yerran los sintetizadores rotundos que para mayor comodidad,
clasifican á todo pueblo del Norte, como razonador y positivista, y á
todo pueblo meridional como idealista y soñador. Y he aquí, cómo en el
arte germánico, perduran los mitos heroicos y legendarios, y cómo entre
nosotros, apenas si concedemos un modesto lugar en la tradición; muy
desposeída de leyendas, á nuestros héroes. ¡Nosotros sí que sabemos
del Ocaso de los Dioses! Aquel gran socarrón de Cervantes fué el gran
enterrador de España. Verdad es que el entierro fué suntuoso, con gran
asistencia de monjas y frailes. No se puede morir más devotamente. Toda
la herencia se nos fué en fundaciones piadosas. Esperémoslo todo de
la desesperación de los desheredados. Cuando falte toda esperanza, la
desesperación puede ser también madre del heroísmo.
¡Triste Rocinante, triste rucio de Sancho Panza, que vais tardos y
fatigosos por áridas llanuras, no hemos de trocaros por el caballo de
Brunilda, que galopó sobre nubes y en carrera loca fué conducido al
fuego, para que sobre la muerte del héroe y el perecer de los dioses,
triunfara el amor ideal de dos almas heroicas!
¡Qué impropiamente llamado «Marcha fúnebre» el mas sublime pasaje
musical y dramático del Ocaso! Marcha al combate, al triunfo, á la
inmortalidad, debiera llamarse.
Hay en la música de Wagner más filosofía que en todos los filósofos
alemanes. La que despierta en lo más íntimo y en lo más hondo de
nuestro espíritu el sentimiento de inmortalidad.
La Vida es un enigma, el Arte es su revelación. ¿Nos dice la verdad?
No. ¿Para qué? Nos hace olvidarla.
[Ilustración]


VII

La coincidencia en el arribo á Buenos Aires de dos gloriosos
escritores, de tan opuesto carácter y tendencias, como Anatole France y
Blasco Ibáñez, es comidilla en círculos literarios, donde se discute en
pro y en contra del efecto que cada uno podrá lograr con sus anunciadas
conferencias.
Cuentan, los mantenedores por el gallo francés, con el «snobismo»
porteño, tan afecto á cuanto proceda de París, sean figurines de
modisto, sean figurines de literatura. Confiamos, los que ponemos por
el nuestro, fuera de méritos, que no es ocasión de parangonar, con la
indudable supremacía que la literatura española va logrando en aquellas
tierras, lenta, pero seguramente con el mayor entusiasmo que aportará
nuestro Blasco Ibáñez, y el mayor conocimiento del terreno que pisa,
con el espíritu español, más efusivo que el francés para entregarse al
extranjero; no digamos á lo que nosotros no podemos llamar extranjero,
por ser tan nuestro, hasta en eso de haberse entregado al francés
incautamente.
Anatole France irá, de seguro, muy poseído de su superioridad, que es
la superioridad francesa; más dispuesto á ser admirado que á admirarse;
irá con la misma displicencia que los grandes actores franceses en sus
«tournées» por América, que suelen presentarse con lo más ramplón de su
repertorio y de su equipaje; muy convencidos de que les basta con su
nombre de París, para ser aplaudidos. Á esto se debe algunos fracasos
muy sonados y el que hoy sean preferidas las compañías españolas é
italianas.
Yo deseo un viaje triunfal á Blasco Ibáñez, y desde ahora me atrevo á
pronosticar que lo será seguramente; sin desconocer que para Anatole
France serán los mayores éxtasis de los exquisitos. Lo mejor que
pueden desear los argentinos es que el sutil ironista francés quede
tan satisfecho de su viaje, que pretenda volver por allá, más tarde ó
más temprano; porque si no entra en sus planes el volver... ¡ya pueden
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