De Sobremesa; crónicas, Segunda Parte (de 5) - 07

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dramático, presentación de obras, etc., no aceptara muy gustoso, sin
creer por eso que iba á estrechar lazos, á reconquistar América, ni
otras fantasías castelarinas.
En lo modesto de mi representación, sí procuré, mientras allí estuve,
considerarme como, según un escritor francés, debe considerarse todo el
que viaja por país extranjero, representante de mi propio país, y en
toda ocasión procuré cumplir mi deber de viajero.
Sabiendo muy bien que ni en sus correspondencias ni en sus
conversaciones, muchos me tratan del mismo modo, hablé bien de todos
los escritores españoles de quien me pidieron noticias. Por cierto que
nadie me preguntó por «Azorín», y esto debe servirle de satisfacción,
dado su desprecio por la popularidad.
Y este era el punto á discutir. «Azorín» sostiene que el mérito de todo
escritor está en razón inversa del número de sus admiradores. Un gran
escritor debe ser letra cerrada para el vulgo. Quisiera yo saber cuándo
lo fueron Homero, Dante, Shakespeare, Cervantes, etc. Si no es que por
vulgo entendemos al que ni de letras sabe. Entiéndase que hablo del
vulgo literario.
Y este, en verdad, es muy reducido, aun para esos grandes hombres.
¡Pero decir que en su tiempo ninguno fué estimado! Algunos, quizás,
más justamente y en su punto que lo habrán sido después; al través de
estudios críticos que los desfiguran.
Ya sé yo que hay ejemplos para todo, Wagner, Bizet, Ibsen... Pero nunca
fué el público el que los rechazó; si así hubiera sido en absoluto,
toda reparación hubiera sido imposible. ¿Quién iba á resucitar obras
de quien nadie se acordaba? No el público, la crítica, siempre más
conservadora que revolucionaria, fué la que ridiculizó, combatió y
retrasó el triunfo de muchos artistas. ¿El público? Sí... extraña, no
comprende tal vez del todo... pero algo queda, y, como dice Bernardo
Shaw: «El que ha visto una vez un drama de Ibsen, acaso se aburrió
durante su representación, acaso dice: «Esto no es teatro»; pero, á
pesar de ello, sigue pensando en él, y... acaso no le gusten los dramas
de Ibsen; pero lo cierto es que no vuelven á gustarle los de Sardou.»
No, no hay que maldecir del público y de las glorias populares.
«Azorín» es demasiado modesto. Acaso cree que él no puede ser popular.
Pues qué, ¿cree usted que si sólo le leyeran á usted en la tertulia de
D. Antonio Maura, iba usted á ser tan apreciado y tan conocido? Y si ya
cree usted que le lee toda la mayoría... ¡ahí es nada! Contar con una
mayoría. No cuenta con más el Sr. Maura, y nos gobierna á todos.
[Ilustración]


XXII

Es para que reflexionen los partidarios de la paz á todo trance; hasta
para pedir paz hay que armar guerra, y en verdad, sería muy triste que
para convencernos unos á otros de que no debemos pelear con el moro,
diéramos en pelearnos dentro de casa, sin que por eso el moro dejara de
pelear con nosotros.
Lo de cuando uno no quiere dos no riñen, no siempre es cierto entre
particulares; pero, en fin, siempre le queda al más prudente el recurso
de acudir á la policía ó á los jueces, si se ve atropellado y no quiere
responder al atropello en la misma forma brutal. Por desgracia, para
las agresiones colectivas no hay otra apelación que la fuerza, y eso
es lo que no han comprendido muchos en esta ocasión. ¡No queremos
guerra, no queremos guerra! Nadie la quiere; pero... ¿Vamos á llamar
á la pareja de la esquina ó vamos á querellarnos al juez de guardia?
¡Y que son de confianza los mirones que nos rodean para irles con el
cuento de que no queremos belenes! ¡Ah! ¿No quieren ustedes guerra?,
nos dirán. Pues ya están ustedes demás aquí... Y ¿qué dirán entonces
los pacíficos? Habría aquello de: ¡Gran vergüenza! ¡Estamos vendidos!
¡Lo último que nos quedaba!...
Lo que hay es que no se saca á los niños de casa, haciéndoles creer
que se les lleva de paseo, para meterlos en el colegio. Y no se lleva
á un pueblo á la guerra, haciéndole creer que no se trata de semejante
cosa. El funesto sistema de tratar al pueblo como á eterno niño, suele
traer malas consecuencias. «Honesty is the best policy», dicen los
ingleses. La verdad es la mayor habilidad en política. ¿Cuándo acabarán
de comprenderlo así nuestros gobernantes? ¡Gran lástima, cuando les
ha tocado gobernar un pueblo con tesoros inagotables de heroísmo y de
resignación!
* * * * *
No es por amor propio el insistir. Pero, contra todas las razones,
textos y ejemplos aportados por Azorín, sigo creyendo: que la
popularidad no está nunca en razón inversa del mérito; que han sido
pocos los talentos mal apreciados en su tiempo, y si alguno lo fué,
tal vez tuvieron más parte en ello motivos de presencia, carácter
antipático del artista, vida desordenada, etc.
Shakespeare fué apreciado en su tiempo y no sólo logró glorioso nombre
sino muy buen dinero, que le permitió retirarse á su lugar, «aprés
fortune faite», como un buen comerciante. La obra de Cervantes, ni
en cantidad ni en género, era para enriquecer á su autor, pero de su
relativa popularidad--la popularidad es siempre relativa,--en vida
misma del autor, ¿no existen numerosos testimonios? Azorín cita el
ejemplo del Greco. No sería tan menospreciado en su tiempo, cuando
nunca le faltaron encargos, que no le pagarían tan mal, cuando dejó
fama de hombre caprichoso y dado á lujosas fantasías.
¿Qué más? Yo creí halagar á mi contradictor en sus convicciones,
diciéndole que nadie me había preguntado por él en Buenos Aires, y él
me contesta que es allí muy conocido. Ya ve Azorín cómo se puede tener
talento y ser apreciado.
Y de mi, ¿qué voy á decirle? Soy el mismo que en el año 97; hasta mis
concesiones al sentimentalismo burgués, pudiera demostrar con textos
que no son de ahora... Y ¿por qué no? Tiene uno toda la obra para
decir lo que siente y lo que piensa; después, en el desenlace, puesto
que la vida no desenlaza nada, ¿por qué no complacer al público? Pero
si éste, con concesiones ó sin ellas, no hubiera estado de mi parte
desde mis comienzos como autor dramático, ¿hubiera yo podido continuar
estrenando? El público fué mi verdadero apoyo contra la crítica, casi
unánime en afirmar que aquello no era teatro. ¡Cuántas obras, con
asombro de empresarios y actores, cuando parecían enterradas por la
crítica revivían por el público! Créalo Azorín, no es el público, que
pudiéramos llamar vulgar, es el literario el que más resistencia opone
á toda novedad y á todo mérito. Son los intereses creados los que
protestan siempre. El mismo Azorín declara que no hay novedad absoluta
en ninguna forma, ni expresión de arte, que todo existía antes en el
ambiente. Si es así, si el ambiente es anterior á la obra, ¿cómo no ha
de caer bien la obra, que el público no puede por menos de conocer por
suya? Azorín sabe bien que los grandes artistas son quizás los menos
originales; su obra es de todos; alma de muchas almas.
Yo me explico perfectamente la convicción de Azorín. Alguna vez,
comparando en justicia méritos con glorias, habrá pensado que el ruido
de su nombre es menor que el de algún autor dramático, por ejemplo.
Esto ya es cuestión del género cultivado, no del mérito de los
escritores. Créalo Azorín; en vida y en muerte, al cabo del año todos
estamos en el sitio en que debemos estar; el vulgo no es tan vulgo como
creemos.
En fin, el mejor ejemplo, ¿no es el mismo Azorín? Según él, pocos
debieran apreciarle, supuesto que la popularidad está en razón inversa
del talento. Yo sé, aparte la broma de Buenos Aires, que son muchos
los que le admiran como se merece. Acaso él juzgue equivocadamente del
público, como tal vez juzga de mí: ¡Ese Benavente!--dirá,--siempre me
lleva la contraria; se ve que me quiere mal... Azorín dirá si prefiere
mi «malquerencia», que le lee siempre con atención y toma muy en cuenta
sus opiniones y juicios, á la buena amistad de los que le felicitan sin
discutirle por cada artículo... sin haberlo leído.


XXIII

En la más que intrincada, pintoresca selva de nuestra política, hay
más murmullos que en la de Sigfredo, cuando nada sucede ó cuando ha
sucedido ya todo, en cambio, cuando sucede algo, reina el silencio más
absoluto; que, á pesar de lo absoluto, es el rey más constitucional,
por lo irresponsable.
Apenas suenan cuatro tiros, material ó moralmente, ya se sabe, silencio
sepulcral en la selva; sus más canoras aves enmudecen y antes que en
los valores públicos, con ser de suyo apocaditos, hay una baja sensible
de elocuencia en nuestros mas notorios y fluidos oradores. ¡Valientes
pájaros! ¡Y estos son los que miran de sobrehombro á la gente de pluma,
de otra pluma!
El escritor, aun sin estar amparado, en muchos casos, por la inmunidad
parlamentaria, arrostra el peligro de la suspensión de garantías y se
atreve á opinar, en las circunstancias más difíciles, comprometiendo
tal vez su popularidad. ¡Pero los otros, á casita, que llueve! Y
tenemos aquello de: Callaremos hasta que llegue el día de exigir
responsabilidades... ¿Exigir responsabilidades? No lo dirán ustedes de
veras. Si ese día llegara, ¿quién escaparía de ser ahorcado?, como le
decía Hamlet á Polonio, aconsejándole tratara á los comediantes mejor
de lo que se merecían.
También justifica muy bien el mutismo aquello de: Es preciso prescindir
de toda idea política mientras se hallan comprometidos más altos
intereses... ¿Dónde está la verdad? ¿Dónde estarán los más altos
intereses? Y ¿qué ideas políticas serán esas que estorban precisamente
cuando de altos intereses se trata?
En los sucesos de Barcelona, por ejemplo, todos, como en Cristo,
pusieron sus manos. ¿Quién no ha dejado caer su gota de agua ó su
salivita para contribuir en algo á la disolución y desmoronamiento de
lo que debiera ser más firme que roca viva, la idea de la patria? Y
ahora... todos son á lavarse sus manos...
No, no ha sido el anarquismo; ha sido el sanchopancismo burgués,
el bien sesudo, que de un caso particular quiere deducir una regla
de conducta para toda la vida. El mismo que dice cuando sucede un
descarrilamiento: No se puede viajar en ferrocarril; el mismo que al
ser una vez engañado, proclama: No puede uno fiarse de nadie. Ese buen
sentido de gato escaldado, era el que había decidido para siempre no
volver á meterse en aventuras. ¡Qué rica paz!--¡No queremos guerra, no
queremos guerra! Pero al ver cómo cuatro locos--los locos, como los
héroes, el éxito los diferencia, son los que van siempre en línea recta
del pensamiento á la acción,--les armaban la guerra en su misma casa,
volvieron los ojos acongojados á todo lo que ellos habían tratado de
desprestigiar: poder del Estado, fuerza... Y los cuatro locos pagaron
por todos, y los muchos cuerdos dicen ahora:--¡Caramba! ¡Si fuera á
hacerse todo lo que se piensa, no se podría vivir en el mundo!
* * * * *
El dolor es el gran desinfectante moral. Tanto como el heroísmo
de nuestros soldados, conforta el espíritu ver cómo de todas
partes--¡olvidemos á los cuatro locos!--se acude y se atiende á los que
pelean y á los que sucumben. El ambiente nacional tal vez necesitaba
esta sacudida para purificarse.
Ahora, yo desearía que esta vez, se acudiera á todo con severa
dignidad. Nada de fiestas, nada de espectáculos benéficos. El que
buenamente quiera divertirse, ¿por qué no?--todavía no es el fin del
mundo,--que no invoque el pretexto del socorro, y el que no hubiese de
dar nada, sino á cambio de una localidad de teatro ó de plaza de toros,
más vale que no dé nada. ¡Mezquina dádiva la que necesita mejor ocasión
que la verdadera para ofrecerse!
Agradézcase á los toreros su generosidad; ofrecen su vida, pero nada
de corridas patrióticas. Aparte el que suele traer «mala pata», no hay
espectáculo más lastimoso. Allá, hombres que arriesgan, que pierden
su vida; en la plaza, hombres también que la exponen y también pueden
perderla... Y una multitud que se divierte con todo esto y cree estar
haciendo por la patria con aplaudir á una hembra que se adorna con los
colores nacionales ó rugir de entusiasmo por un brindis torero: ¡porque
el toro fuera uno de esos rifeños!... Es cuestión de seriedad, de buen
gusto. Guardemos las fiestas para el día--¡quiéralo Dios cercano!--de
verdadera fiesta. Pongamos dignidad en nuestra dádiva. Dé cada uno
lo que pueda, sin más estímulo. Crispa los nervios, después de leer
hazañas y trabajos de nuestros soldados, tropezar más abajo con la
relación de una «kermesse» en Pantanillo ó en Lagunilla, organizada por
la colonia veraniega y las señoritas más distinguidas de la localidad.
Tiempo habrá para todo, hasta para ser cursis.
[Ilustración]


XXIV

La opinión general, tan reacia á toda empresa guerrera en un principio,
se halla al fin poseída de tan belicoso entusiasmo, que sería
defraudarla no terminar, por lo menos, con la conquista del imperio
de Marruecos. Con menos entusiasmo, pero más constancia, años ha que
esa conquista debiera haberse llevado á cabo lo más pacíficamente del
mundo. Pero ¡ay! el dinero de nuestros capitalistas no es tan valiente
como nuestros soldados, y cuesta más encontrar hombres de voluntad que
de corazón.
Hemos convenido en que á ciertos pueblos sólo es posible civilizarlos
á cañonazos. Sin duda es el medio más cómodo, aunque no sea el más
eficaz. Yo creo que no hay pueblo tan salvaje en el mundo que se
resista á las ventajas de la civilización, cuando los civilizadores le
permiten disfrutar de esas ventajas. Á lo que se resiste todo el mundo
no es á que la civilización se le entre por las puertas, sino á que
le pase por encima. Civilización automóvil; atropella con todos los
adelantos modernos, pero, ¡mal consuelo para el atropellado!
Nada de esto es pretender quitar hierro. Aunque otra cosa afirme
Metternich, en su admirable libro «La prudencia y el destino», no hay
prudencia, suficiencia ó sabiduría, como quiera traducirse, «sagesse»,
capaz de oponerse al destino de los pueblos ó de las personas. Y mucho
menos cuando el destino tiene ya la palabra. En aquellos días de la
Conferencia de Algeciras, gloria de nuestra diplomacia... Entonces,
sí; entonces acaso hubiera podido escucharse la voz del prudente.
Una nación poderosa, rival de otra no menos fuerte, sólo procuraba
aislar á su enemiga y halagando á otras dos naciones, rivales á su
vez en intereses, procuró conciliarlas por eso mismo. ¡Como si dos
intereses iguales pudieran conciliarse nunca! No era preciso ser un
Maquiavelo ni un Metternich para pensar que entre una nación interesada
en dominar por completo á Marruecos y otra interesada en oponerse á
esa dominación, nuestro interés, aparte simpatías de raza tan mal
correspondidas en ocasión, estaba en inclinarnos al lado del contrapeso.
Ahora sólo podemos desear que se enmiende con gloria un nuevo error
de nuestros estadistas, hombres de pocos libros y de menos mundo. ¡Á
Dios sean dadas! Que la gloria se logre á costa de la menor cantidad de
sangre posible, y que la opinión, sin desmayar en sus entusiasmos, no
llegue á exaltarse tanto que sea bien recordar aquello de «El gaitero
de Bujalance»: un maravedí porque empiece y dos porque acabe.
* * * * *
Sabido es que á todos los padres les parece siempre que están muy mal
educados los hijos... de los demás, y á los que no tienen hijos, ¡no
se diga! Por lo que no sería mal acuerdo que cada padre se encargara
de los hijos del vecino, y á su vez le confiara los propios, y los
solterones ó matrimonios sin prole se hicieran cargo de los más
rebeldes y empecatados. Y aplicando á todos los órdenes de la vida el
sistema, acaso todo andaría mejor con este procedimiento. En España,
por lo menos, es admirable cómo los que nunca dieron pie con bola en
asunto propio, se echan á discurrir y disponer por los más ajenos á su
profesión y conocimientos.
Á estas horas tenemos un Napoleón ó un Moltke en cualquier ciudadano,
antes de paz y hoy tan de guerra que no deja vivir á nadie. ¿Quién no
tiene su plan estratégico? ¿Quién no ha tomado algo á estas horas? ¡Oh,
país admirable en que todos entendemos de todo sin haber estudiado de
nada!
Cuentan de un zapatero remendón, de cierto pueblo, que era el más
severo crítico de sermones. Predicador que se presentara en la fiesta
del Santo patrono ó cualquier otra solemnidad, podía darse por perdido
si al zapatero no le caía en gracia. El pueblo no tenía más opinión
que la emitida con inapelable autoridad por el crítico. Sucedió que
un predicador, advertido de antemano, al observar durante un bien
estudiado sermón, el gesto desdeñoso del zapatero y en consecuencia
el de todos los oyentes, se apresuró, apenas bajó del púlpito á
preguntarle los motivos de su disgusto. ¿Qué le ha parecido á usted el
sermón?--¡Phs! No está mal... pero poca teología.--¿Pero, usted sabe
de teología?, preguntó el predicador asombrado.--¡Anda!, replicó el
zapatero. ¡Pues si yo supiera de leer y escribir lo que sé de teología!
¿No es este un poco el caso de todos los españoles?
¡El Señor nos libre de los «teólogos» militares que andan desatados en
estos días y no son la menor calamidad, con ser tantas las calamidades
de la guerra!
* * * * *
Dice Bernardo Shaw que los ejércitos se pasan la vida preparándose
para una guerra que, ó no sucede nunca ó cuando sucede, sucede del
modo contrario á como se había previsto. Bueno fuera, no obstante, á
pesar de que lo imprevisto está sobre todo, alguna mayor discreción
en apuntar planes y posibles acciones. Hay siempre entre los rifeños
quien se entera de todo. No hay que fiarse en esa aparente indiferencia
salvaje, que no es tan salvaje como parece. Yo conocí en Tánger á un
moro de la última condición; acarreaba equipajes y fregaba los suelos
en el hotel; pues cualquiera de nuestros ministros de Estado no está
tan enterado como él de asuntos internacionales. Hablaba, aparte del
árabe vulgar y el hebreo, inglés, francés, español; conocía los nombres
de todos los ministros del gobierno español entonces, sabía historias
muy sabrosas de muchos personajes españoles, y hasta de los amantes
de algunas damas empingorotadas, como cualquier cronista de salones.
Era extraordinario, sin ser excepcional. Claro es, que el Rif no es la
Cosmópolis de Tánger; pero la natural sagacidad del moro es la misma.
¡Raza inferior, raza de salvajes! Se dice muy pronto, cuando hablan el
odio ó la conveniencia. Acercándose con simpatía, con verdadero amor de
civilización, en todas partes hay hombres buenos y malos, pero no hay
razas inferiores, no hay razas de salvajes. La bondad del corazón, la
perspicacia del entendimiento florecen en todas las tierras; aun en las
que solo se ha sembrado odio, con pretexto de civilizarlas.
[Ilustración]


XXV

No tendrá queja el señor presidente de la Sociedad de Conciertos, en el
mundo ministro de la Gobernación. Su soberana batuta se impone á todos.
Que «allegro vivace», pues «allegro»; que andante «maestoso» y con
sordina, pues ya se percibe el aleteo de una mosca. Verdad es que su
tiempo preferido es «forte che forte», y el del país sería un «largo»
que no tuviera fin.
Que hoy podremos decirles á ustedes algo, pues todo el mundo á esperar
noticias, con la más justificada ansiedad; que tengan ustedes un poco
de paciencia; pues á esperar en calma: quizá, recordando aquellos
alambicados versos, que tanto sublevaban el buen gusto de Alcestes
el Misántropo de Molière: «Phyllis, on desespere alors q'on espere
toujours!»
¡Ah, si en tiempos de paz y de continuo todos nos preocupáramos tanto
del avance como ahora! ¡Aquí, donde por el contrario, son tantos los
que en todo quieren á cada paso hallar motivo, ocasión ó pretexto para
un retroceso, y hay gente que no se hallaría á gusto con menos de
«recular» hasta la Edad Media!
¿Sucesos de Barcelona? ¡Ah! Todo es por haber fracasado la ley del
terrorismo, y si se restableciera la Inquisición... nada habría que
temer en lo futuro.
¡El avance! ¡Santa palabra! ¡Que ella sea siempre nuestro santo y seña!
Hoy por hoy no se oye otra cosa. Yo sé de algunos maridos que
sintiéndose gubernamentales, han prohibido á su mujer hablar de
esto. No hay idea de los horizontes que abren á la imaginación estas
palabras, pronunciadas por labios femeninos: ¿Cuándo es el avance?
* * * * *
Los autores dramáticos franceses están que trinan con sus colegas de
Italia, porque éstos pretenden defenderse no de la invasión de obras
francesas, sino de la exclusión de las propias, por las facilidades
que los empresarios y directores de compañía hallan en los autores
franceses y en sus traductores para pagar derechos convencionales.
Recuérdese el atracón de obras francesas con que suelen obsequiarnos
las compañías italianas. ¿Preferencias artísticas? Nada de eso.
Baratura y rico saldo. Es como el amor al teatro antiguo de algunos de
nuestros directores artísticos... Que no hubiera facilidad de cobrar
las refundiciones, muchas veces refundición de refundición, como una
obra original y nuevecita, y veríamos quién se acordaba de Lope ni de
Calderón.
Por cierto que en una gacetilla del periódico «Comedia», que trasciende
á conferencia con alguien de casa, se asegura que también algunos
empresarios españoles piensan prescindir de las traducciones, á pesar
de que cuentan con pocas obras originales, para evitar el disgusto de
los autores, aunque algunos, refractarios á las traducciones, no lo
sean tanto á los plagios. Es posible. Eso de los plagios puede probarse
siempre. Y de los plagios de los actores, ¿no se dice nada? Porque hay
eminencias que no viven de otra cosa. ¡Si Sarah y la Duse y la Réjane,
Le Bargy ó Guitry cobraran derechos de traducción y reproducción!
* * * * *
El teatro de los Niños es una de tantas ilusiones mías; pero nada de
monopolizar ideas; no es mía solo: son muchos los autores dispuestos
á realizarla. Uno de ellos, el simpático López Marín, se propuso nada
menos que edificar un teatro de nueva planta, para este especial
objeto. Echóse á buscar capitalistas con el mayor optimismo. No le
acompaño en él, no tratándose de consagrar como primera tiple á una
corista distinguida por algún ricacho de aluvión ó de abrir una nueva
tablajería escénica de carnes averiadas, bases de los más sólidos
negocios teatrales. Ignoro el resultado de sus gestiones. Pero, en fin,
con dinero ó sin él, con nuevo teatro ó en cualquiera de los muchos
existentes, el Teatro de los Niños empezará en la próxima temporada,
modestamente, como un ensayo. Como los empresarios grandes tienen
bastante en qué pensar con su gran público, preferiremos un pequeño
empresario y un pequeño teatro. Fernando Porredón y el Príncipe Alfonso.
No es tan fácil como parece divertir á los niños, sin aburrir demasiado
á los grandes. Los niños modernos nacen enseñados. ¡Oyen unas cosas
en casa! El numeroso repertorio de obras infantiles con que cuenta
el teatro inglés, no es aprovechable. Demasiado inocente. No por lo
fantástico de sus asuntos, casi siempre basados en los cuentos de
hadas más populares; no soy de los que abominan de la fantasía en la
educación, como el maestro de «Los tiempos difíciles» de Dickens, con
su muletilla: ¡Hechos, hechos! Al contrario, es preciso huir de toda
pretensión docente, y mucho más, utilitaria. Lamartine abominaba de las
fábulas de Lafontaine, como obra educadora. Tenía razón; su moralidad,
mejor dicho, inmoralidad practicona, desengañada, toda malicias y
desconfianzas de rústico, es deplorable para el espíritu de los niños,
abierto siempre á la generosidad y á la esperanza.
Contra la opinión de Lombroso, que ve en el niño á un pequeño salvaje
y casi á un criminal en germen, y asegura que todo niño es egoísta,
embustero y ladronzuelo, menos uno que era un encanto; uno que se le
murió al doctor... ¡Oh, bancarrota de la ciencia en esta página de
uno de sus libros, que contradice con lágrimas la afirmación rotunda!
Yo creo que todos los niños son buenos... hasta que los padres y los
educadores los hacen malos.
Cuando se oye á algunos padres decir: ¡Qué niño este! ¡Es muy malo,
muy malo!, pensad siempre: Y ustedes, ¿son ustedes buenos? Lo que hay
es que el niño manifiesta sin fingimiento las malas cualidades que los
padres encubren con la hipocresía que da la experiencia. Cuando ellos
se lamentan de que el niño les pone en ridículo, sacando á relucir los
defectos de alguna visita, ¿no será que el niño les oyó murmurar en su
presencia de todos los conocidos y amigos?
Sucede muchas veces que el niño es quien no puede explicarse por qué
sus padres y los mayores de la casa, hablan siempre mal de alguna
visita que él no encuentra antipática por ningún estilo. Claro es,
que en fuerza de oir cómo los mayores la ridiculizan y menosprecian,
él acabará también por retirarle su simpatía, aun sin explicarse las
razones.
Cuando reprendéis á un niño porque trata con altanería á un criado,
¿estáis seguros de que no imita vuestro tono, al reprenderle cuando
cayó en vuestro desagrado? Por lo regular, muchos padres sólo reprenden
á sus hijos cuando les molestan á ellos, aun con juegos ó travesuras
propias de niños; en cambio, son de una lenidad punible, cuando
molestan á los demás, con cosas que suelen ser aprendidas de los
padres.
Entonces, dirán ustedes: más que un teatro para divertir á los niños,
hacía falta uno para educar á los grandes... Sería inútil. Habría que
cerrarlo. Parecería inmoral.
[Ilustración]


XXVI

Me preguntan, unos de buena fe, otros, acaso con la misma intención
con que el cura del cuento preguntaba al muchacho si, puesto que Dios
estaba en todas partes, estaría también en el corral de su casa; para
poder decir: ¡Cogíte!, si en el futuro teatro de los niños tomarán
parte principal actores infantiles. No, señores, no; no hay cogíte,
que en casa no hay corral. Y si el teatro de los niños á divertirlos
ha de estar dedicado, mal cumpliría, si para divertir á unos había de
mortificar á otros. Cuando alguna obra exija algún personaje infantil,
niña ó niño, no faltarán zangolotinos de ambos sexos que sepan dar al
público la ilusión de la infancia.
Garridos muchachotes fueron Ofelia y Julieta, en tiempos de
Shakespeare--sin que el autor de _Un drama nuevo_ se hubiera
enterado.--Y después de todo, de la juventud á la niñez no es tanta
la distancia como de la juventud á la madurez bien madura, y todos
los días vemos en esos teatros galanes y damas polleando--sobre todo,
damas, que ya eran gallos, con sus patas de lo mismo y todo, cuando uno
estaba en plena edad del pavo. Como que al verlos suspirando amores,
más ó menos contrariados le dan á uno ganas de vestirse de marinero y
rodar una naranjita, si no fuera el temor, que ellos no tienen, á la
voz implacable que oyó en semejante caso, el famoso Sr. Patiño.
No quiere esto decir que, el estudiar y representar comedias, no
sea conveniente para los niños. Es un buen ejercicio de memoria, de
entendimiento y de pulmones; se adquiere, además, soltura y elegancia
en la dicción y en los modales. Para niños están escritas y para ser
representadas por ellos, numerosas comedias inglesas y ¿quién duda que
los ingleses saben educar á sus niños? Pero una cosa es representar
particularmente para recreo propio y de los amigos, y otra la profesión
teatral, más agradable en apariencia, pero no menos nociva que otras
para la salud de los niños.
Tranquilícense, pues, los que quisieran verle á uno cogerse los dedos
á cada paso. En el teatro de los niños no habrá más niños que los
espectadores.
* * * * *
Algo de bizantinismo puede parecer en las presentes circunstancias,
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