De Sobremesa; crónicas, Segunda Parte (de 5) - 02

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* * * * *
Pérez Galdós, en mi opinión, nuestro primer autor dramático, no acaba
de serlo en opinión de todos, acaso por ser nuestro primer novelista
y haberse declarado en nuestro país incompatible el ejercicio de dos
soberanías.
Este es el país del encasillado y de las especialidades.
Se estima en más al que entiende poco de una sola cosa, que al que
entiende mucho de todas. La insistencia en un mismo asunto, basta
á darnos autoridad en la materia. Fulano pasó su vida hablándonos
de antigüedades fenicias ó asirias ó caldeas. ¿Quién duda que sabe
de ellas? Mengano pintó siempre los mismos borregos: para borregos,
Mengano. Á nadie que quiera tener unos borregos bien pintados se le
ocurrirá encargárselos más que á Mengano. El día en que se le ocurra
pintar una vaca, así este mugiendo de propia, todo el mundo dirá: Esto
no es lo suyo, que vuelva á pintar borregos... ¡En borregos, el único!
Somos poco amigos de trastornar nuestras ideas á cada paso; preferimos
creer por fe á meternos en averiguaciones. Sabiendo que cada cual no
hace más que una cosa, y siempre lo mismo, nos ahorramos el trabajo de
examinar lo que hace.
¡Y no se diga de nuestro agradecimiento á los que no hacen nada! Esos
sí que nos ahorran quebraderos de cabeza. Por supuesto, ellos sí que se
quitan de muchos. Para los ociosos y los vagos, la envidia es siempre
admiración, nunca censura. ¡Bienaventurados los que jamás trabajaron,
porque de ellos será el reino de España!
[Ilustración]


III

El año que, con tan buen éxito, hemos tenido el gusto de representar,
no ha querido despedirse sin dejar una memorable fecha en la historia
de las grandes catástrofes.
Estos cataclismos, superiores á todas las previsiones humanas, son los
únicos que tienen virtud para hacernos pensar en la muerte, como en
algo ineludible. Todos sabemos que hemos de morir; pero con dichoso
optimismo, todos nos creemos capaces de aplazar ilimitadamente el pago
de ese vencimiento. Todos nos creemos lo bastante listos y somos lo
suficiente desagradecidos, para estimar que son nuestra prudencia y
nuestro orden de vida lo que prolonga nuestra estancia sobre la tierra,
cuando en verdad, debiéramos agradecer como un indulto, cada hora de
nuestra vida.
Nótese, que en el fondo, sentimos cierto desprecio por los que
tienen la imprudencia de recordarnos con su muerte, que también
nosotros somos mortales. El que de puro viejo está ya con un pie
en la sepultura, como suele decirse, denigra y vilipendia á sus
contemporáneos, según van cayendo...
--Fulano murió ayer á los ochenta años.--¡Si no se cuidaba nada! ¡Si
no hacía más que disparates! Ya vé usted yo qué bueno estoy con mis
ochenta y cuatro. Pero es que yo me cuido...
Esto el que se cuida, que el descuidado, atribuye á su misma
despreocupación la buena salud de que disfruta.
Y así todos; el sobrio achacará la muerte del vicioso á los excesos y
el vicioso achacará la muerte del bien ordenado á su pazguatería. El
que de continuo callejea y pasea y trisca, se reirá del que no sale de
casa sin consultar barómetros y termómetros y disponer el abrigo de su
cuerpo en consecuencia. Éste dirá del otro: ¡Anda, anda, toma ejercicio
y aires de invierno y calores de verano!
No digamos si la causa de una muerte fué por enfermedad crónica,
accidente de viaje, ya sea en ferrocarril, automóvil ó aeroplano,
lance de honor ó asesinato. Entonces sobre el muerto se desatarán los
mayores denuestos: ¡Falta de higiene, imprudencia, locura, la vida
que llevaba, la que dejó de llevar!... Crean ustedes que vivir sin dar
lugar á murmuraciones es muy difícil, pero morir, sin exponernos á
ellas, es casi imposible.
Solo muriendo en uno de esos trastornos de la Naturaleza, podemos ir
relativamente seguros de que no dará qué decir nuestra muerte.
Esas cosas sí, le ponen á uno serio. ¡Caramba! ¡Terremotos, volcanes,
la tierra que se abre, el cielo que se viene abajo!... Para eso no hay
prudencia, ni vida ordenada, ni preceptos higiénicos que valgan... Eso
nos puede suceder á todos y entonces no hay más remedio que morirse.
Por eso estas catástrofes nos conmueven á todos. Después de leer el
trágico relato, nadie se considera inmortal. Ni siquiera cabe el
consuelo de culpar á los gobiernos, como en caso de epidemias, guerras
y otras calamidades de tejas abajo.
No hay idea del trastorno moral producido en algunos espíritus ante
un «Morir tenemos», anunciado en tan expresiva forma. Durante tres ó
cuatro días, el avaro se siente capaz de inusitadas generosidades.
¡Es triste cosa morirse sin haber disfrutado de nada! Y se compra
su purito de quince ó se regala con su café con media tostada. El
malhumorado dulcifica su carácter: ¡No vale la pena de tomarse
disgustos! La novia pudorosa se muestra más propicia á ciertas
expansiones... ¡Mañana pudiera haber un terremoto!
Por fortuna, la idea de la muerte es pasajera y solo ante un cataclismo
de cielo y tierra, imprevisto, inevitable, consigue imprimirse
por algunos días en nuestro pensamiento.--¿Han visto ustedes, qué
horror?--Ya, ya... ¡una cosa horrible!...
Á los pocos días nadie se acuerda y todos volvemos á creernos
inmortales y á pensar que solo se mueren los que no viven como
nosotros, los que hacen locuras y cometen imprudencias.
* * * * *
Se habla de grandes fiestas de caridad, á beneficio de las víctimas
de Mesina. Es de esperar que el resultado sea brillante. El dinero de
nuestros potentados, y aun el de los que sin serlo, contribuyen á las
cargas del Estado español, tiene bien aprendido el camino de Italia;
pero nunca fué más allá de Roma. Justo es que en esta ocasión, ya que
de Roma misma viene el ejemplo, nuestra intransigente religiosidad
reconozca la unidad italiana; más que esto, la verdadera y católica
fraternidad.
El Sumo Pontífice sabrá agradecer esa ofrenda, tanto como las
destinadas al dinero de San Pedro, y al bendecirla, como padre de toda
la cristiandad, sin fronteras ni patrias, estad seguro de que Italia la
agradecerá con su corazón de patriota italiano. ¡Qué hermoso hubiera
sido sobre las ruinas de Mesina, el abrazo del Papa y del rey de
Italia! Nunca como en esta ocasión, al romper su prisión voluntaria del
Vaticano, hubiera podido creerse el Pontífice inspirado por el Espíritu
Santo. La infalibilidad del corazón es anterior á todos los dogmas
proclamados en los concilios.
* * * * *
Yo no sé cómo ha podido decirse que el Cristianismo es una religión
de tristeza y que el ejercicio de sus virtudes exige todo género
de mortificaciones. La Caridad, por lo menos, cuando con motivo de
alguna gran desdicha pública se manifiesta, reviste el aspecto más
regocijado. Funciones teatrales, fiestas de toros, bailes, rifas...
Los paganos, con su alegre religión, solían mostrarse más austeros y
entristecidos en estas ocasiones. Muy dormida debe de estar caridad
que ha menester de todo ese cosquilleo para avivarse; un severo duelo
y una noble tristeza sentarían mejor al ofrecer la dádiva. No es
esto murmurar, y siendo milagro tan dificultoso el de sacar dinero
y el dinero tan empecatado, sin duda es este de los milagros en que
puede estar más admitida la intervención diabólica. Pero, conste,
que no hemos adelantado mucho desde los tiempos--primeros años de la
Era Cristiana--en que los fariseos repartían sus limosnas á son de
trompetas. En fin, ya que la Caridad en todo tiempo es más eficaz
cuanto más sonada, quiera Dios que por esta vez, no sea más el ruido
que las nueces: que no sea todo el metal el de las trompetas.
* * * * *
El arte y la moda, por lo que tiene de arte, son el último refugio
de lo que está llamado á desaparecer ó ha desaparecido por completo.
Por la moda resucitan el Directorio, el Imperio; hasta la época
del buen rey Dagoberto, evocada recientemente en bellos trajes por
hermosas actrices del Teatro Francés. Á medida que los últimos pueblos
conservadores de sus trajes tradicionales, los van desechando para
adoptar las modas de los más civilizados, éstos recogen piadosamente
lo que aquéllos abandonan. Del Japón vinieron los kimonos; de Turquía
llegan los turbantes; de Rusia los gorros de cosaco. Cuando las
elegantes de estos países encarguen las nuevas modas á París, ¡cuál no
será su sorpresa al ver como vuelve lo que ellas despreciaron!
La moda actual es una completa mascarada histórica cosmopolita y
zoológica. Trajes de todas las épocas, tocados de todos los países,
plumas y pieles de toda la fauna conocida. Pieles, sobre todo. Debe de
haber sido un invierno horrible para los gatos. Nunca se ha conocido
un mes de Enero tan tranquilo en los tejados. Están todos haciendo de
nutria, de armiño y de marta sobre nuestras señoras. Á su influencia se
atribuye algunos recientes disgustos matrimoniales y algunas fugas de
enamorados.
* * * * *
Todo vendrá á parar en que suban el vino, solía decirse; pero en esta
ocasión nos vemos más apurados, pues todo ha venido á parar en que
suben el agua; como si desde tiempo inmemorial no estuviéramos con el
agua al cuello. Ya que por la supresión del impuesto de consumos sobre
el vino y el cierre dominical de las tabernas, es el vino lo que se ha
abaratado, tal vez nuestros gobernantes quieran parodiar la ingeniosa
«boutade» de María Antonieta cuando el pueblo de París, hambriento,
clamaba por pan, amotinado: No tienen pan, que coman bizcochos. El agua
está cara... que beban vino. Lo malo será si con el cambio de precio
hay también cambio de propiedades y es el agua la que se sube á la
cabeza. Á quien no parodian nuestros directores es á Luis XV, y si él
dijo: Detrás de mí, el diluvio; ellos dicen: Detrás de nosotros... la
sequía.
El caso es que, con este estira y afloja en la mejora de las
costumbres, ya no nos van á quedar ni costumbres. Cuando empezábamos á
tomar el gusto al agua y ya eran muchos los que se bañaban y algunos
los que habían caído en la cuenta de que el agua hasta podía usarse
como bebida, el encarecimiento de su consumo viene á dar al traste con
tan buenos propósitos.
Y que no sabe uno á quién compadecer. Si oye usted á la empresa del
Canal, la razón está de su parte, y poco menos que le convence á usted
de que el suyo no es un negocio industrial, sino un apostolado. Si oye
usted al Ayuntamiento... El Ayuntamiento se lava las manos. ¡Feliz él,
que puede permitirse ese lujo! Si oye usted á los caseros, ¡infelices
caseros! Ser propietario hoy día es otro apostolado: ¡La contribución,
los reparos, los inquilinos morosos, impuestos por aquí, impuestos por
allá!... Las mejores fincas no rentan más de un cuatro por ciento. ¡Una
miseria! Hasta los usureros, con lo mal que se ha puesto el negocio,
rechazan ya despreciativamente las hipotecas sobre fincas.
¡Si oye usted á los simples vecinos, no propietarios!...
Aunque en verdad, á éstos es á los que menos se oye, debiendo ser los
que pusieran el grito en el cielo. Saben por experiencia que si no
es el agua, será otra cosa la que se encarezca y que todo es variar
de dolor. Pero, cuando ni la tierra que pisamos es nuestra, ¿qué de
particular que tampoco sea nuestra el agua que bebemos? ¡Ay! El mundo,
como la isla de Caliban, es un sitio en que se encuentra todo lo
necesario para la vida; excepto el modo de vivir. Y Caliban campa por
sus respetos. Próspero lee en sus libros que el dolor es eterno y es
inútil buscar alivio á los males fuera del espiritual de la lectura.
Ariel proyecta la invención de un aeroplano, y cuando lo haya inventado
dirá que el aire le pertenece, y ni el aire que respiramos será
nuestro. ¿Quién sabe?
Acaso debemos desear que el mal sea insoportable. Entonces estaremos
más cerca de buscar el remedio.
* * * * *
Antes, si no en murmuraciones privadas, que éstas son responso obligado
en el mismo cortejo funerario, por lo menos, en discursos y artículos
necrológicos, solía respetarse la memoria de cualquier muerto ilustre,
siquiera durante el novenario. Ahora lo hemos arreglado de otra manera,
y como de la hora de la muerte se dijo siempre que era la hora de la
verdad, hemos decidido no retrasarla un solo instante y que la verdad,
como el llanto, sea sobre el difunto.
Excelente determinación me parece; de este modo andara todo el mundo
más derecho, sin confiar para nada en esa tregua de impunidad que
parecía asegurarnos la muerte con el respeto de los vivos. ¿Qué se
creían ustedes, señores cadáveres, que con quitarse para siempre de
delante nos dábamos por satisfechos? ¿Que íbamos á dejarles á ustedes
esperar muy tranquilos la hora del juicio final inapelable ó del juicio
mas reposado de la Historia? ¡Nada, nada: respetables muertos, no sirve
dárselas de ricos! Todo lo que puede concedérseles á ustedes es la
satisfacción de no verse obligados á volver en demanda de explicaciones
por las injurias, ofensas, calumnias y demás oraciones, piadoso
recordatorio de los supervivientes. Los muertos están dispensados de
tener honor. Ya lo dicen las papeletas de entierro: el duelo se despide
en el cementerio.
Digo, si el pobre Catulle Mende, duelista empedernido, capaz de
batirse, como un artista del Renacimiento, por la belleza de un
endecasílabo ó por la gracia de un madrigal, hubiera concedido
importancia, desde el inmortal seguro á donde asiste, á los mil
injuriosos, despectivos y desagradables comentarios á que ha dado
ocasión su desdichada muerte...
Nada se ha respetado; desde su obra literaria, á la que todo puede
negarse, menos amenidad y sincero amor al arte, sospechoso de
apasionada parcialidad á veces, por ser tan sincero; hasta su vida
privada, solo culpable también de sinceridad y de amor tan ferviente á
la vida que, por amarla demasiado, pretendió prolongar la juventud con
amable despreocupación del ridículo.
Estos fueron tus pecados y no merecías por ello tan pronta
desconsideración. Si una severa crítica, acaso no ofrenda á tu memoria,
las inmortales siemprevivas, razón de más para no apresurarnos tus
contemporáneos á pisotear tan pronto las rosas que aun cubren tu
cadáver, y aun son frescura y aroma en tus poesías, en tus cuentos, en
tu obra toda de artista gentilísimo.
Por tu amor al arte, amaste también á nuestra España, y si en tu
«Santa Teresa» venció la fantasía francesa á la severidad española,
como en Víctor Hugo, ¿cuál será de nuestros poetas románticos el
que pueda arrojarte la primera piedra? No serán Lope ni Calderón,
que á sus anchas y para su gloria, fantasearon con la Historia y la
vida españolas; no será Zorrilla, que hoy te saludará como hermano;
hermano en todo, hasta en lo de ver cernirse como tú, sobre su
tumba, siniestras aves de rapiña. Por fortuna, ¡oh, poetas!, si estos
pajarracos, con su pico, pueden roer sobre vuestros huesos la carne
muerta, no pueden con sus parduzcas alas obscurecer la luz de vuestra
gloria.
[Ilustración]


IV

Poco sabrá de la vida quien no haya vivido por edades, las edades
todas de la humanidad. Es el hombre en sus primeros años un pequeño
salvaje, más parecido por sus instintos al hombre primitivo que al
ciudadano civilizado de cualquier gran nación moderna. Si la educación
no acudiera al reparo--y no en todas partes acude,--tendríamos
perfectos ejemplares de trogloditas, contemporáneos nuestros. No es
preciso salir de España para encontrar pueblos enteros de ellos. La
vida es el mejor libro de historia, abierto á todas horas, y ella nos
ofrece continuamente vivientes ejemplares de todos los hombres, desde
el primitivo de las cavernas, al anticipo del superhombre futuro. Con
salvar espacios podemos retroceder en el tiempo. Hay hombres y pueblos
enteros medioevales, los hay del siglo XVI y del XVII. Existen en
medio de las metrópolis mas civilizadas, verdaderos salvajes. Ya dijo
Zola, que nada puede darnos tan cabal idea de las homéricas luchas de
la Iliada como las peleas entre jayanes de dos aldeas rivales. No en
documentos empolvados, en textos vivientes ha de hallar el verdadero
historiador artista, los más fieles datos para reconstruir la vida de
los tiempos pasados.
Debemos ser tolerantes con las fiestas de Carnaval, que á tantos
espíritus superiores disgustan y escandalizan, como con una niñería
de la humanidad, por la que han de pasar sucesivamente todos los que
nacen. Sería muy triste que todos naciéramos sabiendo que hemos de
aburrirnos en un baile de máscaras. Es, además, acaso por primitiva,
esta fiesta de los disfraces, la única fiesta de la verdad. Nunca
sigue tanto el hombre sus naturales inclinaciones como al intentar
travestirse en estos días. Vemos con faldas y moños femeninos á los
que debieran llevarlos todo el año; con caretas de animales á muchos,
que ese día sólo no engañan á nadie; de bebés á otros que, solo con
vestirse de ese modo, muestran que están en lo cierto. Y de las
mujeres, ¿qué diremos? La que sin careta tardaría dos ó tres días en
darse á conocer, ya está conocida apenas aparece en el baile. Dinero
podrá no ahorrarse con una belleza encubierta, ¡pero, tiempo!...
¡Si todos los negocios de este mundo pudieran tratarse con mascara,
cuanto enojoso trámite nos ahorraríamos del mismo modo! ¡Ah, la cara,
la cara! Mascara imperfecta que el más hábil no llegó á dominar y á
pesar nuestro enrojece de vergüenza ó palidece de espanto, y llora ó
ríe inoportuna, y es sensible, por curtida que esté, á escrúpulos de
conciencia, á preceptos de educación, á preocupaciones sociales... Solo
el que haya logrado completo dominio sobre su rostro, logrará completo
dominio sobre los hombres. Por algo la glorificación de la belleza
corporal ó espiritual del hombre es su escultura: la plenitud de la
mascara.
* * * * *
¿Por qué cerrar en estos días las Cortes y no permitir en ellas una
mascarada que sería también su única verdad? Los más conspicuos
parlamentarios, tal vez bajo el incógnito de la careta se atreverían
por una vez á decir lo que sienten. Este liberal, mal disfrazado todo
el año hablaría como conservador; tal otro, forzado por compromisos
electorales á oponerse á todo negocio dudoso, pediría participación
en él, sin empacho, y tal cual, metido por complacencia, en algún
callejón sin salida, podría hallarla con muy gentil despejo, al amparo
de un buen disfraz. Con careta de ministeriales, los conservadores
podrían cantar las glorias de Cataluña, y los catalanistas, con careta
de conservadores, podrían desenmascararse del todo. Los republicanos
podrían decir la verdad disfrazados de monárquicos, y los carlistas no
dirían nada, porque entre conservadores y solidarios les darían dicho
todo lo que ellos pudieran decir. Los periodistas, con achaque de no
conocer á ninguno, suprimirían adjetivos personales y la presidencia
no se atrevería á llamar al orden á nadie, por temor á graves
equivocaciones. Los maceros podrían actuar á guisa de bastoneros, para
impedir, como en los bailes, aproximaciones demasiado deshonestas.
Serían memorables estas sesiones de Carnaval. ¡Y si se aprovechara
para «confettis» algunas de las leyes discutidas durante el año!
Hecha «confettis» quedó la famosa del terrorismo. En cambio, la de
administración local es una serpentina que entre Maura y Cambó se
arrojan jugueteando y graciosamente se enrosca sobre otras cabezas,
como debió enroscarse la serpiente diabólica del Paraíso en el árbol
del bien y del mal, al ofrecer á nuestra incauta madre la fruta de
perdición.
* * * * *
Ningún arte tan espiritual como la música, y ninguno tan propio de
estos días del año consagrados á la meditación y al recogimiento
espirituales. La devoción de nuestros buenos aficionados á la música
bien ha tenido en donde escoger en esta temporada. El cuarteto checo
en la Filarmónica, Wagner á toda hora, y por fortuna el arte nacional,
sin llegar todavía á «preferido», algo salió de su condición de
«ceniciento», gracias á muy laudables empresas de nuestros músicos.
Chapí, con su ópera, mas apreciada á cada representación, el cuarteto
Francés, el cuarteto Vela, el quinteto de instrumentos de viento,
nueva sociedad, de inteligentes y modestos artistas, dignos de todo
encomio y de mayor atención por quien pueda dispensársela, sobre todo
para mejorar su instrumental, cuyas deficiencias, vencidas en fuerza
de arte, bastarían para obligar á la admiración. Labor es toda esta
de inteligencia y de entusiasmo que nunca agradeceremos bastante, ya
que nunca pagaremos lo suficiente. De todo podrá acusarse á estos
nuestros artistas menos de interesados. Estudian y trabajan por puro
amor al arte; tal vez por esto trabajan con preferencia en Cuaresma.
Justo es que, después de los ayunos y penitencias, llegue la Pascua
de Resurrección para la música nacional. No quiero ser injusto ni
egoísta; soy el primero en reconocer que el autor dramático no está
tan necesitado de protección oficial en España, como el compositor de
obras musicales, que no sean género chico. La obra del Teatro Nacional,
no será completa, si la fundación de un teatro de comedia española, no
coincide con otro de ópera y zarzuela. Para éste cuenta el Estado con
un edificio inmejorable; contamos con músicos y artistas en calidad y
en cantidad importantes. ¿Qué falta?... ¡Por vida de los inconvenientes!
* * * * *
Como tanto se ha discutido la sinceridad del «wagnerismo» de muchos
que dicen ser wagneristas, sin duda, la empresa del teatro Real ha
querido ponerla á prueba, y al mismo tiempo la resistencia física de
músicos y cantantes. Para ayer domingo estaban anunciados: «El Ocaso
de los Dioses», por la tarde, y «Lohengrín», por la noche. No creo que
el programa se haya cumplido, pero si así fuera, leeré hoy lunes con
interés, las noticias, para saber cuántos profesores de la orquesta
hubieron de ser conducidos en camilla á su domicilio al final de tan
ruda jornada. Si solo el asistir de espectador tarde y noche supondría
un vigor extraordinario y por ello merecería cualquiera mención
especial, ascenso inmediato y condecoración pensionada en el cuerpo de
«wagneristas» denodados, ¿qué decir de los ejecutantes? Para éstos sí
que será día de prueba su fervor artístico y admirativo por el genio
de Wagner. Vamos, que si al caer el telón y caer ellos desfallecidos,
no reniegan de tres generaciones anteriores, por lo menos, del sublime
músico y de las posteriores, hasta la cuarta, como una maldición
bíblica, ya pueden dar fe de su wagnerismo.
* * * * *
Algo quisiera decir de la nueva ópera española «Margarita la Tornera»;
algo de su autor tan maltratado, tan discutido, tan injuriado antes
de ahora, que siendo estas las señales más ciertas de ser glorioso en
España, no necesitaba de mayor triunfo, ni para satisfacción propia,
ni para nuevos desahogos de sus enemigos. ¿Enemigos? No. Enemigos son
los que usan nobles armas y combaten con ellas. Los que solo usan de
su natural veneno, no pueden ser considerados como enemigos. Tienen su
clasificación en las últimas escalas zoológicas.
¿No parece ya á algunos que hemos hablado bastante de «Margarita la
Tornera»? ¿No dicen otros que se ha abusado del bombo? ¿Del bombo?
Y días antes del estreno nos tenían afligidos á los constantes
admiradores del maestro Chapí, los agoreros de un fracaso...
¿Que se ha hablado bastante? No tanto como de esta ópera italiana ó
de tal otra francesa ó de aquella otra rusa, que fatigan sin cesar
las columnas de los periódicos en todo el mundo. No tanto como del
«Chantecler» de Rostand, ni como del Vivillo ni la Juaneca...
¡Oh admirable y extraño patriotismo el nuestro, que quisiéramos una
España grande, pero en la que todos los españoles fueran pequeños! Mal
país de sembradores, pero excelente de tijereteros, dedicados á cimar
cuanto amenace ser árbol en tierra de arbustos.
Hay, por dicha para todos, un público, el público que no es de
literatos ni de músicos, que tal vez no entiende de letras ni de notas,
pero entiende con el corazón, como pedía San Pablo, al artista y á todo
el que le habla con la honradez desinteresada del amor al arte y á la
verdad.
Ese público no ha regateado su aplauso ni su admiración al insigne
músico español; ese público sabe cuánta generosidad supone el habernos
ofrecido ese regalo de arte. «Margarita la tornera» le producirá á
su autor... treinta ó cuarenta mil pesetas de menos, que dejará de
percibir en esta temporada, por haber desatendido los trabajos del
género chico.
De modo que, en efecto, no debe hablarse más de «Margarita la Tornera».
¡Un hombre que va á hacerse rico con una ópera! ¡Y encima un poco de
gloria!... No, no es posible. ¡Ni que fuéramos tontos!
* * * * *
Lujosos trenes, coches y automóviles, forman fila, después círculo,
después caracol, por fin masa compacta á la puerta de la humilde
iglesia. ¿Qué sucede? ¿No sabéis? Es la devoción á la moda. La imagen
milagrosa que, de tres peticiones, concede una. Pero una sola, y no
puede hacérsele más de tres. De tres cosas, una. ¡Dios mío! ¿Cómo
pueden conformarse á tal mezquindad esas bellas y elegantes damas,
acostumbradas á conseguir todo lo que piden? Sin duda piden cosas muy
difíciles ó imposibles, cuando se dan por muy contentas con obtener
una. Secretos serán entre el cielo y ellas, porque en asuntos de la
tierra, todos sabemos que si ellas desearan tres cosas, no tendrían
para empezar con una sola.
¡Quién pudiera penetrar el misterio de vuestras peticiones, y quién
tuviera poder para exaudir todos vuestros deseos! Cierto que á
la divinidad no es posible engañarla, pero ¡es tanto el arte de
seducción en las mujeres! que la divinidad sonreirá bondadosa cuando
ellas oculten entre dos peticiones insignificantes la de verdadera
importancia. Ó, cuando las peticiones en aparente forma distinta,
sean en realidad una misma. Yo pienso acudir uno de estos días á la
devoción milagrosa y haré muy humilde mis tres peticiones. Un millón
de pesetas, un millón de francos ó un millón de liras. Veremos si es
verdad que de las tres cosas se consigue una. Con cualquiera de las
tres me contentaría y todas las tardes verían ustedes un automóvil
más á la puerta de la humilde iglesia, cuyo nombre y sitio no diré á
ustedes, porque los anuncios son asunto de la administración. Y ¡qué
mejor anuncio que tanto coche blasonado y tanta distinguida dama en la
plazoleta antigua del Madrid viejo; este Madrid que tantos rincones
guarda de siglos pasados en sus calles y no menos en el espíritu de sus
nobles y bellas damas!
* * * * *
Si alguien dudara de los sentimientos religiosos de este país católico
por excelencia, de la honda preocupación religiosa de nuestro espíritu,
de lo importante que es para los gobiernos el no ofender ni menoscabar
en nada nuestras venerandas creencias, bastaría con la más superficial
observación de lo que significan para nosotros estos días solemnes en
que la Iglesia, nuestra madre, conmemora la Pasión y Muerte de Jesús.
En calles y templos las más expresivas muestras de verdadero fervor
cristiano. Severidad en el adorno y en las ceremonias de iglesia;
raudales, cuando no de arrebatada elocuencia, de sencillez evangélica,
en los púlpitos; los pocos lugares de esparcimiento ofrecidos al
público, como cafés, pastelerías, etc., abandonados de su habitual
parroquia masculina, no digamos de señoras y señoritas; todas
fidelisísimas observantes del riguroso ayuno. Las mujeres desdeñosas
de solicitar la atención de los hombres, en estos días consagrados á
la meditación y al recogimiento, con la mayor sencillez en su persona;
los hombres, respetuosos con la actitud severa de ellas, sin atreverse
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