De Sobremesa; crónicas, Segunda Parte (de 5) - 04

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prepararse para leer lo que escriba de ellos á su regreso! De menos
hizo Dios á Juana de Arco.
* * * * *
Á la distinguida señora que me escribe, indignada por algunas
apreciaciones mías referentes á los padres españoles, recomiendo
para mi disculpa y su consuelo, la lectura de un libro recientemente
publicado en Francia: «La educación en la familia», por Thomas.
Dice el autor: «Al tratar de la educación, y en particular de la
educación de los hijos en la familia burguesa, procuramos destacar los
pecados de los padres, persuadidos de que de ellos proviene la mayor
parte de los males que afligen á la sociedad. La tarea es ingrata,
porque pocas veces agradecemos las censuras.
¡Cuánto más agradable sería exaltar los méritos del padre y el de
la madre; disculpar sus errores y sus preocupaciones y cultivar con
engaños discretos sus ilusiones! Tarea ingrata por su misma vulgaridad.
¿No se ha dicho ya todo sobre este asunto y no llegamos demasiado
tarde? Todo se ha dicho, pero ya que parece que no se ha oído, ¿haremos
mal en decirlo otra vez? Es conveniente, dijo Voltaire, despertar á
menudo la conciencia de las modistas y la de los reyes con una moral
que puede causarles impresión. Lo mismo puede decirse de la conciencia
de los padres.»
Como vé mi ofendida comunicante, también en Francia hay padres
descuidados, y lo mismo podría decirse de todo el mundo, y si el autor
francés particulariza, como yo, por mi parte, es porque, además de que
cada uno habla de la feria según le va en ella, es natural que cada uno
hable de la feria que mejor conoce.
No es que yo no haya conocido excelentes y admirables madres é
inteligentísimos padres. Tal vez por haber conocido lo mejor, soy más
exigente con lo mediano y con lo malo.
Y si sólo á la salud física atendemos, ya no soy yo, es la estadística
implacable la que acusa á los padres españoles. Y nos quejamos de
Madrid, pero ¡cuando ve uno de cerca pueblos y aldeas!... Diga mi
amable, aunque airada comunicante, que, al juzgar por sí misma,
pretende igualar á todas las madres españolas: ¿no vió nunca en
apreturas y bullangas callejeras, en teatros y hasta en tendido de
sol en los toros mujeres con niños de muy corta edad, de pecho, en
los brazos, y no sintió indignación muy justificada? ¿Es por exceso
de cariño, es por lo que puedan gozar los angelitos á esa edad con el
espectáculo? ¿Que son pobres mujeres sin ilustración? No siempre; que
también en la clase media y en las más elevadas se cometen á diario,
como esos conatos de infanticidio, que alguna vez llega á consumación
y entonces es el acudir á los santos, porque al médico también suele
acudirse tarde.
De la educación en su parte moral no hablemos, y vuelvo á recomendar el
supradicho libro; pero ¿quién no ha presenciado, aun en familias muy
distinguidas, discusiones violentas entre marido y mujer, en presencia
de los hijos? ¿Quién no conoce padres de esos que tienen por sistema
desautorizarse mutuamente ante los hijos, por ridícula competencia
de cariño y basta que el uno reprenda para que el otro disculpe y
viceversa; de modo que los hijos, dueños de la situación, acaban por
provocar á cada paso estas disidencias paternales, sabiendo que al cabo
siempre han de resultar gananciosos?
De otros muchos errores y torpezas, no menos graves por ser hijas del
cariño, todos podemos catalogar por observación personal, un buen
número.
No vale, pues, ofenderse, señora mía. Los ejemplos hay que buscarlos
en singular; las razones en plural. Yo sé de algunos admirables
ejemplos de padres y de madres; pero tengo muchas razones para hablar
como he hablado de las madres y de los padres. Por algo soy hijo de
quien mereció el nombre de «Médico de los niños», y más que contra las
enfermedades tuvo que luchar en su vida profesional con la ignorancia
de muchas madres y de muchos padres. Recuerdo haberle oído decir á
una madre que no sabía cómo expresar su agradecimiento, por creer que
le había salvado la vida de su hijo, enfermo de difteria, entonces
de más complicada y difícil curación que ahora.--No tiene usted que
agradecerme nada. Su hijo se ha salvado por bien educado. No he visto
niño más dócil para dejarse curar.
Ya ven los padres cuánto importa una buena educación, hasta para las
enfermedades de sus hijos.
* * * * *
Algernon Carlos Swinburne era, con Jorge Meredith, el único gran poeta
inglés viviente; últimos los dos de aquella serie de grandes poetas
ingleses del siglo XIX, que empezó con Byron, Wordsworth, Shelley y
Keats, para continuar con Tennyson, Browning, Rossetti, Morris y el
que, aunque menor, no menos «Thoug the last not least», como Cordelia;
entre todos pudo brillar y con los mayores competir.
Sus principios poéticos, de una escabrosidad que la Inglaterra oficial
no pudo perdonarle nunca, impidieron que, á la muerte de Tennyson--que
tan bien supo guardar todas las formas poéticas y sociales,--fuera
Swinburne nombrado poeta de cámara; que no otra cosa viene á ser el
título de «laureado poeta», concedido en Inglaterra.
Como Shelley, como Byron, ¡qué ingleses en esto! pretendió ser un
revolucionario social, sin conseguir ser más que un admirable poeta.
Nunca el verso inglés, tan perfecto desde sus orígenes, con Spencer,
con Shakespeare, con Milton, alcanzó la fluidez, la variedad, la
armonía de las estrofas de Swinburne, de imposible traducción á otro
idioma. ¿Cómo ni á qué lenguaje se traduce una sonata, una sinfonía de
Beethoven?
Fué el cantor de los mares y lo fué también de los niños, y al morir,
si no el aura popular de los contemporáneos, pudo sentir sobre su
frente el viento de los mares; el viento que él supo cantar y de quien
él dijo cómo sentía:
«The delight that his doom is forever
To seek and desire and rejoice.
And the sense that eternity never
Shall silence his voice.»
[Ilustración]


VIII

Cuando surge el héroe popular, ya sea héroe de un día, ya de los que
dan nombre y gloria á toda una época, criminal ó santo, víctima ó
triunfador, no importa estudiar la persona del héroe tanto como las
circunstancias, el ambiente social de que fué producto. Héroes causa
hay muy pocos; la mayor parte son héroes efecto.
El héroe de estos días estaba en el ambiente; en las conversaciones
familiares, en las tertulias de café, en las discusiones técnicas,
en los bastidores de la política. Murmuración que apunta á ciegas,
acusaciones injustas tal vez al particularizar, pero ¡qué lógicas al
ser castigo, aunque no castiguen la verdadera falta!
Y la falta no es de ahora, la falta es de origen; estuvo en aquella
memorable sesión, no lejana, que hizo vibrar las fibras más hondas del
patriotismo de aquellos, todo superficie, que lo echan todo en flores
más que en raíces.
Así se hubiera encargado de la construcción de la escuadra un gobierno
de ángeles y los barcos hubieran caído del cielo á punto de navegar por
esos mares, la voz popular hubiera tenido siempre que poner tilde en
ellos, desconfiada del divino milagro.
¿Por qué? Porque el país aun tiene la ropa en la orilla, tendida á
secar, como dijo el poeta; porque la herida aún no está cicatrizada;
porque quien una vez fué engañado en su confianza, tarda mucho en
volver á confiar, y acaso exagera su malicia por temor á caer otra
vez en confiado; porque el país sabe que dos ni cuatro barcos no son
una escuadra; porque había otras cosas más urgentes que recomponer,
y á ellas debió atenderse con preferencia, y la prisa en nuestros
directores por atender antes que todo á lo que el país no consideraba
tan apremiante hizo que el país desconfiara desde un principio. Aquí
hay negocio, se dijo. No lo habrá, no debe haberlo, la intención y los
hechos serán los más puros del mundo, pero los errores se pagan como
las culpas, y la acusación, las murmuraciones, la calumnia quizás,
si son injustas al señalar culpables, son justicieras al castigar la
culpa. No es hoy, fué el día de la memorable sesión, cuando alguien
debió levantarse y acusar muy alto. Aquel día fué cuando se engañó
al país, y eso es lo que el país no ha perdonado, y acusando hoy sin
pruebas, queremos creerlo, sin acertar en sus acusaciones, acusa con
justicia.
* * * * *
La gente anda por las calles como de costumbre; unos á sus ocupaciones,
otros á sus ocios, nadie piensa en asonadas ni en revoluciones; la
mayor parte de las calles tienen piso de asfalto y las barricadas no
son posibles sin adoquines.
Pero, ante el alarde de fuerzas, el ir y venir de la policía, los
preparativos bélicos de enarenar las calles, la gente se detuvo
curiosa, los curiosos aumentan, se empieza á temer algo. ¿Qué va
á pasar aquí? Los comerciantes se alarman, entornan sus puertas y
resguardan sus vidrieras; la circulación de coches se dificulta, los
guardias pretenden despejar la calle, se discute, se protesta; un
guardia, malhumorado por el exceso de horas de servicio, increpa al más
pacífico curioso, que al verse increpado tan á destiempo se insolenta
con el guardia; un grupo toma partido por el transeúnte, increpa á su
vez al guardia, otros guardias intervienen á favor de su compañero,
salen los sables, gritos, carreras, atropellos.
Al otro día el gobierno anuncia en nota oficiosa que no está dispuesto
á consentir que nadie altere el orden público con ningún pretexto,
y que tomará las más rigurosas medidas, y vuelve á desplegar gran
aparato bélico y vuelven los curiosos á curiosear, y vuelve á repetirse
la misma escena. Y yo pienso: ¿Quién altera el orden? Si la gente
no viera guardias, ni arena, ni parejas de la Guardia civil... ¿con
quién discutiría? ¿Por qué se formarían grupos á ver lo que pasaba?
Y ¿qué pasaría? Probablemente, que la gente iría tranquilamente por
las calles, como de costumbre, unos á sus ocupaciones, otros á sus
ocios. Si cuando uno no quiere, dos no riñen, ¿qué será cuando, aunque
uno quiera reñir, no tiene con quién? Pues en este procedimiento tan
sencillo, todavía no ha caído ningún gobierno, y esta medida de sentido
común es la única que no se le ocurre tomar para que nadie, con ningún
pretexto pueda alterar el orden público. Y, el orden público no se
alteraría si los del orden público no se alteraran tanto.
Los detenidos ingresan por docenas en la cárcel. Si la detención se
prolonga, mal principio van á tener las primeras elecciones con voto
obligatorio, y si antes de ese día les dan suelta... votos seguros para
la candidatura ministerial, ó no hay gratitud en el mundo.
[Ilustración]


IX

Basta que el señor obispo de Orense lo afirme, para creer que
el baldaquino famoso, amenazando ruina, el peor día, se hubiera
desprendido sobre los devotos y causado mayor número de víctimas que
las ocasionadas ahora por unos disparos de fusil, de mas inminente
efecto que el baldaquino. La letra, aunque sea episcopal, con sangre
entra y con sangre están regadas las páginas del Evangelio y las
páginas más gloriosas de la historia de la Iglesia; pero bueno
hubiera sido que el señor obispo, antes de la efectiva persuasión
de los fusiles, hubiera empleado algo de persuasión pastoral, hasta
convencer á sus borregos de la necesaria obra. No es de creer, por
muy duros de mollera que fuesen, capaces de resistir sobre ellas todo
el peso del baldaquino; ni por muy recelosos, como buenos aldeanos
gallegos, de que alguien tratara de lucrarse, como tantas veces en
casos semejantes; á poco que el Espíritu Santo hubiera inspirado á su
Ilustrísima, y mostrándoles además con razones la verdad del peligro,
hubieran desatendido á su buen pastor, obligándole á valerse del brazo
secular, como en los mejores tiempos del feudalismo episcopal; aquellos
buenos tiempos, más recordados en Galicia que en región alguna, por la
dramática leyenda del obispo D. Suero.
Por algo el obispo de Jaca quiere, ante todo, contar con sus buenos
órganos en la prensa; así, en casos semejantes podrá llevar la palabra
persuasiva á sus feligreses, sin necesidad de convencerlos á tiro
limpio. Quizás con un buen periódico se hubiera evitado el sangriento
conflicto y muy desacertados están cuantos censuran al señor obispo de
Jaca por su propaganda. Compárese un procedimiento con otro. Siempre
será mejor poner periódicos que fusiles á disposición de los señores
obispos.
* * * * *
¡Valiente mico! ó mejor ¡valiente «lapin»! como allá se dice, le ha
colocado á su dulce amiga la República francesa, su aliado el Imperio
ruso. ¡Para que veas Marianita con quien te gastas los cuartos! Por
esta vez tu soberano amigo se ha mostrado digno de la «casquette á
trois ponts», distintivo clásico del «souteneur» parisiense.
Después de haber sido su «marmita» apresurándote á cubrirle sus
empréstitos, en la primera ocasión que se le presenta de corresponder,
al muy cosaco, sale con que se niega á pagarte derechos de traducción
y representación por tus obras, fundado en que la pobreza de su país
no le permite esos lujos; aunque le permite el de sostener á sus
grandes duques; algo más pródigos en pagar, sin traducir, á las grandes
«cocottes» que á los grandes escritores franceses. Estos, aparentan no
darse por sentidos; altas razones patrióticas les obligan á ello, pero
otras les queda dentro y la alianza franco-rusa, ya muy resquebrajada,
quedará con esto para el divorcio; tema preferente de los escritores
franceses.
El pueblo francés, tan amante de sus artistas, no tolera desdenes ni
ofensas para los gloriosos representantes de su intelectualidad.
En cambio no sabrán agradecernos á nosotros, aunque no les debemos
las atenciones ni el dinero que los rusos; á más de los derechos
de traducción y de representación, nunca escatimamos, la oficial
oficiosidad de no molestarles en lo más mínimo con el recuerdo del Dos
de Mayo; cuya conmemoración, según rumores, quedará suprimida este año.
No hay bien ni mal que cien años dure, y este recuerdo, que cumplió los
cien años en el pasado, no era justo que durase uno más en memoria tan
olvidadiza como la española.
En vez de estas fiestas nacionales, podemos ir celebrando por
regiones, por pueblecitos y hasta por barrios, una porción de fiestas
conmemorativas de nuestras guerras civiles, pronunciamientos y motines.
Así, todo quedará en casa sin molestia para los de fuera. Cada uno
lo suyo, y á lo suyo. Por eso, ya que el Dos de Mayo no se celebre
como fiesta nacional, en recuerdo de una gloriosa guerra por la
Independencia española, ¿no será permitido á los madrileños celebrarla,
siquiera como recuerdo de un motín madrileño, un modesto motincito sin
importancia? Siquiera en el barrio de Maravillas, con mucha modestia,
no vayan á molestarse en Francia y paguemos nosotros el enfado que no
se han atrevido á mostrar á Rusia.
* * * * *
El honor de las mujeres hemos convenido desde muy antiguo, en
localizarlo. Por fortuna para ellas y aun para nosotros, la bondad
no es lo mismo que el honor y no tiene tan frágil asiento. El honor
de los hombres... ya anda más repartido; por la inteligencia, por el
corazón, por los brazos, por los bolsillos; por regiones materiales
y espirituales. Por lo mismo es más opinable y por lo mismo no debe
opinarse de él con tan ligera facilidad como ha dado en opinarse
ahora, de un modo definitivo é inapelable, por medio de los llamados
tribunales de honor. Bastaba con los tribunales de justicia, sólo
llamados á juzgar de los hechos, único juicio que en lo humano, puede
presumir de acercarse á la verdadera justicia. ¡Juzgar del honor! ¿Quién
sabe de eso? ¿Quién sabe en dónde está nuestro deber más cercano, más
imperativo?
Aceptaré todavía los tribunales de honor y sus juicios, en cuerpos que
por tener sus deberes bien definidos, al cumplimiento de ellos han de
ajustar sus resoluciones. Pero en un círculo de sociedad, de recreo,
fuera de las incorrecciones cometidas en él, ¿en nombre de qué justicia
va á juzgarse?
No han tenido confirmación determinaciones apuntadas con maliciosa
intención, y la verdadera justicia y el buen gusto deben celebrarlo. El
honor no se gana en un día, para que en un día pueda perderse. Quien
en una hora puede dejar de ser honrado es que no lo fué nunca. Todos
los que somos amigos del Sr. Macías sabemos que no es este su caso.
Podríamos dudar de sus razones, hasta de su razón, nunca de su honradez.
[Ilustración]


X

¡Oh, el «sport» de París! En una revista representada en
«Folies-Bergère»--el que no haya visto una de estas revistas no
tiene idea del ingenio parisiense; es para elevar un monumento al peor
de nuestros currinches,--se ha introducido una escena: «El presidente
Castro en París», y ¿qué dirán ustedes que se les ha ocurrido? Hacerla
representar por Cónsul Peter; un chimpancé inteligentísimo; superior,
seguramente, en inteligencia al autor de la escena, al público que la
ríe y al que sin reírse la tolera.
No es ocasión de juzgar la figura política del presidente Castro, y
mucho menos su figura particular; pero, habría de ser muy despreciable
y siempre merecería siquiera por ciudadano de un noble país, algo más
de consideración que la simiesca caricatura. No será por tirano por lo
que merezca de los franceses un desprecio que no han merecido de ellos
el zar de Rusia ni el sultán de Turquía. Ni por especulador de mal
género, suponiendo que lo hubiera sido; cuando ellos están á partir
un piñón con el buen Leopoldo de Bélgica y del Congo. ¿Qué espíritu
de moral justiciera es ese, tan severo con un presidente caído, como
tolerante con majestades encumbradas? Es que los franceses le hubieran
perdonado todo al presidente Castro; lo que no pueden perdonarle es la
oposición á dejar explotar su país por los especuladores franceses.
Aprendan, aprendan los buenos americanos, lo que significan para
esa Francia y su París, al que ellos adoran y á donde ellos acuden
inocentes á copiar todos los figurines materiales y espirituales.
París que inventó por ellos y para ellos las palabras «rastaquere» y
«rastaquerisme»; París, que los arruina y se ríe de ellos.
Por si la escena del mono, por ser en tal lugar y de tal arte, no
mereciera tomarse en cuenta como síntoma característico, ahí está
flamante y literaria la obra de Abel Hermant: «Trenes de lujo»; en
donde los americanos hacen también un papel ridículo. ¡Y tan contentos!
¿Qué dirían si en España, donde siempre se les ha tratado con respeto,
los escritores nos permitiéramos esas desconsideraciones? Pero en
París... ¡Ah, en París! ¡Son tan ingeniosos, tan espirituales! En
cualquier parte un chimpancé sería un chimpancé; pero allí no; es el
presidente de una nación americana; es todo un símbolo... ¡Ni los de
Ibsen!
* * * * *
La masa neutra ha demostrado en su primera presentación y á pesar de la
falta de ensayos, que no es tan neutra como algunos creían. ¡Gran error
pensar que los que no están con nadie no están en contra de uno!
No ha sido el despertar de ningún león, seguramente, el pacífico salir
de sus casillas, aunque no del encasillado--todo se andará,--de los
retraídos electores. Pero vamos, como despertar de gato doméstico,
que duerme sosegado y vienen á molestarle, no ha estado mal el primer
arañazo.
Algunos disgustos está llamada á dar esta masa neutra, que una vez
despierta, ha de avisparse más cada día. Malo para los gobernantes
si lo toman en serio, y peor si lo toman á broma y las elecciones
se convierten en «sport» á la moda. Por lo pronto, en estas
elecciones, las señoras se han movido como nunca... ¡No sean ustedes
maliciosos! Muy pronto habrá tés electorales y «soirees» de señoras
compromisarias. En las reuniones cursis se jugará á sacar diputados,
como antes á la lotería y á los estrechos. El clásico pucherazo,
reservado para interventores traviesos y secretarios de Ayuntamiento
marrulleros, correrá ahora á cargo de femeninas manos: más propias para
manejar pucheros. Con el voto obligatorio, la intervención electoral de
las mujeres será decisiva. Con cada varón votarán su esposa, su novia,
sus amigas. Será el voto neutro. Pero la masa será lo menos neutra
posible. Nada de medias tintas. Las mujeres son extremosas en todo; con
Dios ó con el diablo. Por eso, con la intervención de la masa neutra
en las votaciones, los que deben decidirse pronto por uno de estos
extremos, son los partidos neutros. Hay que decidirse; el país ya se ha
visto que esta decidido.
* * * * *
D. Enrique Vargas, en la redondez del mundo; Minuto, en la redondez
de las plazas, publica un reglamento de apuestas, con aplicación á
las corridas de toros, que vendrían á competir de esta suerte con los
frontones, hipódromos, casinos veraniegos y círculos aristocráticos.
Los verdaderos aficionados pondrán el grito en el cielo, al saber cómo
intenta desnaturalizarse nuestro castizo espectáculo; el más típico
ejemplar de arte por el arte mismo; estética pura.
Mal síntoma es, en verdad, que ya sea preciso aderezar el filete,
como si lo sangrante no le bastara, con esta salsilla picante. Y peor
síntoma que haya sido un lidiador el primero que lo proponga; porque
indica cierta desconfianza en los propios recursos para amenizar la
fiesta.
No es decir que ya no se haya puesto en práctica lo que ahora se
pretende. Recuerdo haber jugado varias «poules» en corridas de toros,
en que había de ganar el agraciado con el toro que más caballos
destripase. Recuerdo también, que para mayor aliciente, jugábamos
alguna vez una «poule» ilustrada, en las que un picador cogido valía
por un caballo, un banderillero por dos y un matador por cuatro.
La equivalencia, como puede juzgarse, era por sueldos. Esta última
combinación en las apuestas hubo de suprimirse á ruegos de una
distinguida señora, abonada á delantera de grada; porque, según nos
dijo aquello le parecía una barbaridad, porque cuando el toro que
se jugaba no había matado ningún caballo, no podía uno evitar el
mal pensamiento de desear que cogiera á alguien, aunque no fuera más
que un rasguñito, claro está... Todos los jugadores convinimos en
que, efectivamente, se sentía uno bárbaro, y suprimimos la «poule»
ilustrada. Nos sentíamos compasivos y era de ver cómo, en nuestro toro
increpábamos á los monos sabios porque no daban la puntilla en el acto
á los pobres caballos heridos... ¡Era una crueldad verlos padecer! El
corazón humano guarda tesoros de bondad incalculables; todo está en
saber llegar á su fibra sensible.
[Ilustración]


XI

Por mi parte, no sé cómo corresponder á la atención del nuevo jefe
superior de policía. Su reciente circular, encaminada á la represión de
la blasfemia, trae, á modo de brindis, ofrecimiento ó envío, como en
balada antigua ó modernista--los extremos se tocan,--los nombres de D.
Mariano de Cávia, el mayor maestro, y el de este su menor discípulo.
Y ya quisiéramos ¡pardiez! á tan poca costa, ser siempre atendidos en
empresas de mayor empeño; porque, en verdad, si no da muy buena idea de
la cultura de un pueblo, ese verdadero derroche de torpes vocablos y
groseras frases y, repetidas veces, en cuanto al teatro se refiere, he
censurado el abuso de chulerías; de eso á pedir la intervención de la
autoridad, hay un abismo; temible siempre, como lo es toda intervención
de la autoridad en España.
La grosería en el lenguaje, es sólo síntoma de la grosería espiritual,
que podrá taparse, pero no desaparecer con cataplasmas y parchecitos.
Buenos reconstituyentes y depurativos á cargo de padres, maestros y
educadores, han de ser más eficaces y procedentes.
Entre tanto, sería de lamentar para nosotros, de reir para todos, que,
los mal supuestos inspiradores de la circular, fuéramos los primeros
en caer bajo su peso. ¿Quién puede responder de su pícara lengua en
cualquier momento? Y que, hay días, la verdad, en que sin dos ó tres
palabrotas bien colocadas, reventaría uno. Los fisiólogos saben que
esto de blasfemar y palabrotear, no tiene muchas veces más importancia
que la de cualquier otra necesidad fisiológica: una expansión de los
nervios, un escape de energías en palabras rimbombantes que acaso no
tienen más valor que el puramente onomatopéyico.
Sabido es el cuento de aquel marinero que, desde la punta del palo
mayor, sintió escurrírsele pies y manos, y al prorrumpir en horrible
blasfemia, con desesperada contracción, logró asirse á una escala, casi
en el aire y salvó su vida. El cura del barco, espectador y oyente de
todo, le reprendió después muy severo: ¡Desdichado! ¡En tan horrible
peligro y no encontrar otras palabras que esa infernal blasfemia! ¿No
pensaste que Dios pudo haberte castigado? Ya puedes darle gracias.
--Sí, padre; tiene usted razón... Fué una barbaridad lo que dije; pero,
mire usted, padre, como en vez de decir eso, me hubiera entretenido en
decir: ¡Jesús mío, Virgencita mía, salvadme!... Entonces es cuando no
agarro la cuerda y me descrismo...
* * * * *
Otra aplicación del sistema tan nacional, de preocuparse por lo
sintomático, es lo de andar pensando en festejos para remediar la
llamada crisis del comercio madrileño. ¡Pobre ciudad y pobre comercio
los que no cuenten para atraer viajeros y compradores con otros
recursos que unos malos festejos de feria!
La gente sabe ya lo bastante, para haber aprendido que, justamente en
días de fiestas y jolgorios, es cuando se hace más insoportable la
estancia en cualquier parte. Esos señores comerciantes y fondistas,
tan interesados ahora en el atractivo de las fiestas, son después
los primeros en contribuir á que los pobres forasteros salgan de
Madrid como gatos escaldados. No hay en Madrid un solo hotel en
justa proporción de sus precios con sus comodidades. Hoteles que, en
cualquier capital del mundo, se considerarían como de tercer orden,
tienen aquí pretensiones como de primero. Del estado de calles, paseos,
coches de alquiler, servicio de tranvía, de la novedad y buen gusto
en los espectáculos públicos; de todo, en fin, lo que contribuye de
un modo permanente á la atracción de viajeros en otras capitales, no
hay para qué hablar, porque ya es milagroso, en estas condiciones, que
Madrid no se despueble á toda prisa para pensar en que vengan los de
fuera á gozar de sus encantos.
Antes de pensar en fiestas, pensemos en barrer y en fregar la casa. Ya
que no vengan los de fuera, que estemos más á gusto los de dentro.
Y cuando se piense en fiestas, sea en verdaderas fiestas de arte.
Bayreuth, ahora Munich, llaman gentes de todo el mundo, con sus ciclos
wagnerianos; Dresde con su teatro de arte; Strafford-sur Avon con sus
representaciones de obras de Shakespeare. Contamos nosotros con un
teatro clásico que es admiración de los extranjeros; representaciones
artísticas de sus obras más famosas atraerían, seguramente, á muchos
de sus admiradores, franceses, ingleses, alemanes particularmente.
Exposiciones arqueológicas, música y bailes nacionales; cabalgatas
históricas, en que no se desdeñaran de tomar parte activa, como
en otros países se acostumbra, sin el ridículo temor al ridículo,
nuestros aristócratas y nuestros artistas. Mucho puede hacerse con
buena voluntad y verdadero patriotismo, del grande; el que consiste en
hacer cada uno lo suyo, en vez de irle pidiendo al vecino que haga por
nosotros.
[Ilustración]


XII

El piropo supone amabilidad y galantería; cuando era verdadero piropo
no era lo peor que las mujeres podían oir al pasar por las calles. Con
prohibirlo, ¿dejarán de oir groserías? El respeto á la calle que, por
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