A.M.D.G. - 08

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Su culpa confiesa;
Mil veces me pesa
De tanta maldad.
El silencio, durante los cuatro días, fué absoluto; la comida, escasa.
Al tercer día, los tiernos corazones é inteligencias habían caído en un
á manera de torpor y ofuscamiento continuo, originado por los hórridos
sobresaltos que les metían en el pecho. Á mitad de las meditaciones,
algunos niños daban en tierra, presa de síncopes y soponcios. Al
concluir la plática del infierno aullaban, con indecible espanto, más
que decían:
Alma de Cristo, santifícame.
Cuerpo de Cristo, sálvame.
Agua del costado de Cristo, lávame.
Pasión de Cristo, confórtame.
¡Oh! buen Jesús, óyeme.
Dentro de tus llagas, escóndeme.
No permitas que me separe de ti.
Del enemigo malo, defiéndeme.
En la hora de mi muerte, llámame.
Y manda que venga á ti,
Para que te alabe con los santos
Por infinitos siglos. Amén.
«¡Oh, Jesús mío! Yo no me quiero condenar... Me quiero salvar...
¡Cueste lo que costare!»
Bertuco padeció, todo el tiempo que duraron los ejercicios
espirituales, dolorosos desfallecimientos y agonías interiores. Dentro
de él despertábase un sentido crítico y de rebelión contra aquellas
verdades, pretendidamente inconcusas, que con tanto aparato escénico
intentaban inculcarle. Maravillábase de la burda estofa de un Dios
que cría al hombre como muñeco con que distraer infinito tedio, y lo
trae á la acerbidad de una vida miserable y breve por recibir de él
alabanzas, que, siendo Dios, no había de menester, no de otra suerte
que un monarca antojadizo y estólido forma cortesanos que lo recreen
con adulaciones y lisonjas. Pues si el hombre es cosa tan torpe y
hedionda, ¿cómo asegurar que Dios lo hizo á imagen y semejanza suya?
Cierto que es así, y no más perfecto, porque incurrió en el pecado del
paraíso; mas, ¿por qué se le amasó de barro tan frágil que al primer
soplo satánico hízose todo grietas y hendeduras? ¿Sabíalo Dios cuando
lo sacó del barro? Pues hizo mal en criar seres para el dolor. ¿No lo
sabía? Entonces, ¿dónde está la divina sapiencia y omnipresencia?
Bertuco se oprimía las sienes y trituraba los labios, murmurando:
«¡Jesús, Jesús bondadoso, ayúdame! Es Satanás que se introduce en
mi inteligencia. ¿Quién soy yo para desentrañar verdades tan altas?
¡Virgen mía, Virgencita blanca y guapina, madre de mi alma, no me
desampares! Ves que camino al infierno. ¡Dame la mano!» Pasó toda una
noche arrodillado en su camarilla. Fabricó á su modo unas disciplinas,
con la cuerda de hacer las palas de red para el juego de pelota, y
se azotaba hasta que los ojos se le anublaban y los sentidos se le
adormecían.
El Padre Sequeros, que por lo demacrado de la carita de Bertuco
adivinaba las cuitas y martirios del muchacho, le enviaba miradas
de ternura, dándole con esto algún alivio y fortaleza. ¡Oh, si él
pudiera conseguir algún día la seguridad interior de aquel varón santo
y sereno! Y, sin embargo, no era raro que se burlasen de Sequeros,
motejándolo de loco. ¡Cuánta injusticia! Bertuco entendía de claro modo
en aquellos momentos la rara virtud de su inspector, una virtud de
aplomo, por decirlo así, que le hacía caer del cielo perpendicularmente
hacia el centro de la vida temporal y médula de todas las virtudes,
como la plomada busca el centro de la tierra rigiéndose por la armonía
múltiple y unánime de las constelaciones. Y de esta suerte, el eje de
la vida de Bertuco, en lugar de correr á sumarse y entremecerse en el
gran curso de la humanidad, iba descentrándose, apartándose del cauce
hondo y materno, aspirando á huir aguas arriba, ó, no siendo esto
hacedero, á ser remanso.
La necesidad de la confesión general llegó á hostigar al niño con la
violencia de una comezón física. Pero el rubor de sus deshonestidades
le mantuvieron largo tiempo indeciso en la elección de Padre con quien
confesarse. Resolvióse por el valetudinario Avellaneda, conjeturando
que la propincuidad en que se hallaba de la tumba y los muchos años de
experiencia le ladearían á la indulgencia. En esto, la erró de medio á
medio. Cuando el anciano oyó la historia menuda y prolija de Bertuco y
Rosaura, encrespóse coléricamente; babeando, y con voz tartajosa, de
mandíbulas desdentadas, profería frases amenazadoras.
--¡Mereces morir aquí mismo, sin absolución, miserable! ¡Tentado estoy
de no absolverte, bestia maligna!
Bertuco se arrastraba por tierra, implorando:
--¡Absolución! ¡Absolución! ¡Por Dios, tenga caridad!
Y sus bellos ojos azules manifestaban el espanto de un cielo en donde
se apagase el sol para siempre. Aquella mano temblona de senectud le
absolvió. Bertuco salió de la celda con el alma leve y ágil; creía
llevar alas en los talones, como un dios pagano. Al día siguiente,
recibiendo la comunión, temió derretirse en un deliquio.


AMARI ALIQUID

I
Á LA...
Verificábase la _Distribución de premios y reparto de dignidades_,
junto con una _Concertación_ ó certamen científico de la clase de
Física, y declamación de odas. Los alumnos vestían el uniforme por
primera vez en el curso: un uniforme de traza militar, con gorra y
calzones galoneados, luenga y entallada levita de botones metálicos y
fajín de seda azul. Á los nuevos, el uniforme les traía extraordinario
contentamiento. Los antiguos, mayorcicos ya, avergonzábanse de él
como de una librea vilipendiosa, testimonio de esclavitud, y los días
señalados para vestirlo procuraban arreglárselas de suerte que sus
inspectores no los llevaran de paseo á la ciudad, sino al campo.
La ceremonia se celebraba en el gran salón de actos del colegio.
Comenzó á las diez y media de la mañana. Los alumnos de Física y los
recitadores ocupaban el estrado. Al pie de éste, y á su derecha, detrás
de amplísima mesa, aderezada con rico tapiz, donde se apilaban rimeros
de cartulinas, entorchados, cruces y otros objetos varios, enhiestábase
el seco torso del Padre Rector, entre dos Padres graves.
La orquesta del colegio ejecutó, en el riguroso sentido de la palabra,
la marcha de _Tannhäuser_. Don Manuel, profesor de música, cuyo rostro
era como una masa informe de _pudding_ de sémola, tal le habían roído
las viruelas, llevaba la batuta, entregándose á las más desatentadas
contorsiones, con lo cual daba á entender que sentía mucho la música.
Los alumnos de Física ostentaron su conocimiento en la materia é
hicieron diferentes experimentos, entre otros el de asfixiar en la
máquina neumática á un gorrioncillo.
Entremesó la orquesta con la serenata de Schubert, que cantó Lezama,
alardeando de aquella cristalina voz asexual con que Naturaleza le
había compensado de otras deficiencias.
Luego, uno por uno, los recitadores fueron adelantándose al proscenio.
Bertuco declamó una oda á _la Estrella Polar_, parto doloroso y
frigidísimo del Padre Estich. Comenzaba:
Reluciente lucero que sobre el Polo
Estás inmóvil, triste, plateado y solo.
Á tu lumbre, en tormentas rudas y graves,
La proa hacia la ruta ponen las naves...
Se le congratuló con aplausos repetidos. Los niños murmuraban: «La
escribió el Padre Estich», profundamente admirados, y el esquelético
jesuíta, autor de los versos, sentía como si la satisfacción se le
hiciese carne y cubriéndole los huesos le otorgara más espesor y
corpulencia.
Á seguida, se pasó á la imposición de _dignidades_, ó sea jerarquías
nominales con que se galardona la buena conducta. Duraban todo el
curso, como el dignatario no incurriera en demasías, y consistían en
entorchados y galones que se aplicaban á la bocamanga del uniforme.
Conejo, en pie, leía la proclamación:
--Brigadier: Don Segismundo Bárcenas de Toledo y Fernández Portal.
El niño se acercaba á la mesa del Rector, el cual prendía con alfileres
los entorchados, que después habían de coser los fámulos, y enderezaba
unos cuantos plácemes al recipendiario.
--Regulador: Don José Forjador y Caicoya.
Esta _dignidad_ era muy envidiada; su misión consistía en tañer la
campana que escande la distribución de horas, y, consecuentemente,
junto con los galones se le entregaba... ¡un reloj!
--Primera división. Subrigadier: Don...
Y así con los _bedeles de estudio_, _bedeles de juegos_ y _jefes de
filas_, para cada división.
Bertuco nunca había obtenido una _dignidad_, ni por ellas se le
daba una higa. Buena conducta y talento son incompatibles, pensaba.
_Dignidades_ eran siempre muchachos de inteligencia roma y prematuro
apersonamiento, para quienes las abundantes horas de estudio resultaban
escasas aún, y así, tras de voluntarioso machaqueo, llegaban al
aula con las lecciones á medio saber. Además, la buena conducta,
la quietud sin reproche durante todo el día suponía un esfuerzo,
y Bertuco consideraba que el esfuerzo estigmatiza con caracteres
asinarios. Á Bertuco bastábale y sobrábale, para ir á la cabeza de
sus compañeros, con la explicación previa que el profesor hacía
después de haber señalado la lección. Aun la demostración de los más
inextricables teoremas y fórmulas algebraicas, en oyéndola una vez,
la repetía seguidamente, con gentil desahogo y firmeza. En virtud de
esta vivacidad de su inteligencia las horas de estudio, siéndole
superfluas, le pesaban en términos que, por llevarlas más levemente,
no había travesura que no inventase. De ordinario le colocaban en
el último banco, por que no distrajera á los demás, y le consentían
satisfacer libremente sus inclinaciones: hacía versos, dibujaba, leía
libros de literatura que subrepticiamente el Padre Estich le daba.
Después de la imposición de _dignidades_ se otorgaron los premios de
aplicación. Bertuco ganó la _excelencia primera_, la cual acredita
el mejor aprovechamiento en un grupo genérico de asignaturas, y tres
primeros premios en las mismas. De consiguiente, le colgaron en el
pecho la cruz de _emperador_. Cuando el Padre Arostegui se la prendía,
le dijo:
--Bien está, Alberto; pero no olvides que el infierno está empedrado
de cabezas de hombres de genio. Por mucho que sepas, más tienes que
aprender de tus compañeros á quienes hemos hecho dignidades.
¡Bah! La dignidad... Harto adivinaba Bertuco que la dignidad no la da
el empleo, sino el mérito; no la otorga la voluntad ajena, sino que es
virtud inmanente: se tiene ó no se tiene; nunca se recibe.
El acto terminaba. Don Manuel conducía desaforadamente la desmedrada
orquesta en un himno final. Eran las doce menos cuarto.
Las divisiones bajaron á los patios de recreación. Antes de romper
filas, á la señal de unas palmadas de los inspectores, desglosábanse
los que sintieran necesidad de evacuarse, é iban á los lugares
excusados, los cuales, en el uso del colegio, se acostumbran llamar
_lugares_, á secas. Bertuco fué, entre otros. Bajo el brazo llevaba las
cartulinas. ¿Para qué las quería él? Su padre... Dios conocía por dónde
andaba... En todo el curso no había recibido noticias suyas. La vieja
Teodora no sabía leer. Años anteriores había enviado sus premios con
gran entusiasmo, y luego, en las vacaciones, había tropezado con ellos
en un desván, desdeñados, sucios, rugosos. ¡Puaf! Hizo un rollo y los
arrojó desdeñosamente por el agujero, al depósito excrementicio.

II
EL HOMBRE DE LAS CAVERNAS
Coste dijo á Pajolero, el alumno más aventajado en años, en cuerpo y en
fuerzas físicas:
--Tú podrás ganarme á todo, pero lo que es comiendo...
--Y comiendo también, Coste; no seas mazcayo.
--Quita pa allá, hom.
--Quítate tú.
--Pues á verlo.
--Cuando quieras.
--¿Qué apostamos?
--¿Esta pala contra esa pelota?
--Apostao. ¿Á chuletas? ¿Á huevos? ¿Á cocletas? ¿Á tortilla?
--Á lo que se presente.
Coste y Pajolero comían en la misma mesa y frente á frente. De esta
manera, el singular y cavernario desafío podía celebrarse con algún
rito, oculares testimonios de jueces íntegros y garantías de probidad.
Lo primero que se presentó fueron huevos fritos, los cuales hinchan
harto rápidamente el bandullo y oponen tenaz indiferencia á los ácidos
estomacales. El espectro de la indigestión, denominada familiarmente en
el colegio _triponcio_, se cernía en el refectorio. Pajolero y Coste
pensaban en los aprietos de la noche, dentro de la camarilla; y en el
inexorable Mur, realizando investigaciones estercolarias y arrojándoles
el peso de la ley. No embargante esto, entrambos contendientes se
desplomaron sobre los indefensos huevos fritos, y, par por par,
deglutieron cinco cada uno. En lo engallado del cráneo y lo insolente
de la pupila echábase de ver que se hallaban en buena disposición
para ingerir otros tantos pares. Pero el abrutado fámulo Zabalrazcoa,
con malos modos y añadiendo una expresión torpe, les manifestó que se
habían acabado los huevos. El tribunal, atendida la carencia de armas
de combate, declaró tablas.
Presentáronse los huevos por segunda vez, á la vuelta de tres días.
Pala y pelota pasaron á poder de Pajolero. Después, con ocasión de unas
chuletas, pala y pelota retornaron á Coste. Á la cuarta vez surgieron
croquetas, una de las pasiones más ardientes del mofletudo gallego,
quien, contemplando con sorna á su adversario, parecía decirle: «¿Para
mí tú, con las _cocletas_ delante? Tendría que ver...» Y, en efecto,
tuvo que ver. Los vecinos estaban deslumbrados ante la delirante
celeridad con que Coste obligaba á las croquetas á escabullírsele,
gaznate adentro. Ya iba por las dos docenas, cuando Mur, atraído por la
expectación que se advertía en aquella parte del refectorio, acudió,
interrogó, y logró noticias cabales del heroico hecho. Á la salida,
llamó aparte á Coste, y luego á Bertuco, en calidad de ejecutor de
la _vindicta_ que meditaba; los condujo á una clase y allí les hizo
esperar unos momentos. Coste, abarrotado de croquetas, no osaba moverse
por temor de que se le extravasase el estómago. Reapareció Mur con un
libro abierto en las manos; dióselo á Bertuco. El niño conocía bien el
volumen: era la _Diferencia entre lo temporal y lo eterno, por el Padre
Juan Eusebio Nieremberg_.
--¿Sabes de qué se componen las croquetas, guarro, glotón?
Coste, congestionado, defendiéndose del sopor que le invadía, no
prestaba atención á Mur.
--Y tú, Bertuco, ¿lo sabes?
--Yo creo que de gallina, cuando son buenas...
--Como lo son las que os dan en el colegio. ¿Lo oyes, gorrino? Pues
bien; Bertuco, lee. Por aquí.
Las ventanas estaban entornadas. En el recinto había penumbra. Bertuco
se acercó á una rendija, de donde manaba la luz. Y leyó:
«Los regalos, ¿qué son sino cosas viles y sucísimas? Por cierto, que
si se considera lo que es un capón ó gallina, que es el pasto más
ordinario de los ricos y regalados, que se había de hacer mil ascos de
ellos; porque si cociéndose la olla echaran dentro gusanos, lombrices
y estiércol de la caballeriza, nadie comiera de ella; pues la gallina,
¿qué es sino un vaso lleno de estiércol, gusanos, lombrices y otras
cosas asquerosísimas que come, como son flemones, excrementos de las
narices, y otras más asquerosas del cuerpo humano? Y si sólo el sonarse
el cocinero ó escupir un flemón en el guisado...»
En llegando á este punto, el pobre lector, lívido, estomagado,
desfalleciente, se dejó caer, arrojando cuanto había comido. Coste
roncaba, sentado en actitud canónica y profunda.

III
EL SISTEMA DEMOCRÁTICO
El Padre Urgoiti tenía á su cargo las clases de Historia de España é
Historia Universal. Su bondad y candidez eran tantas, que así que un
alumno, sorprendido absolutamente _in albis_ acerca de la lección del
día sacaba el morrito simulando sollozar por salir con bien del trance,
ya estaba el Padre Urgoiti atribuladísimo, dispuesto á encontrar
disculpable y hasta meritoria la ignorancia, y pasaba á otro alumno, y
luego á otro, hasta uno que atinase á urdir cuatro paparruchas, y si no
daba con ninguno no se encolerizaba ni repartía denuestos y amenazas,
pero volvía á explicarles la lección, y en viendo gestos distraídos
ó de cansancio, les leía versos del duque de Rivas ó de Zorrilla,
y libros amenos. Se le burlaban en las narices, campaban por sus
respetos, ideaban los más caprichosos abusos, prostituían la austera
dignidad histórica; y el Padre Urgoiti, en su bienaventuranza perennal,
dulce y casi sonriente con aquel su rostro correcto de piel mate, como
tallado en marfil.
Una mañana empezaba el Padre Urgoiti á referir por lo menudo curiosas
particularidades de la vida espartana, cuando á las pocas frases se
detiene, algo pálido, y recorre la casta y elevada frente con la
diestra mano, así como si pretendiera ahuyentar un desvanecimiento del
sentido. Al reanudar la plática, se advierte que la voz le tiembla un
poco. Nueva pausa, acompañada de más intensa palidez. Es evidente que
el Padre Urgoiti hace esfuerzos por seguir hablando de manera que no se
trasluzca cierta inquietud que le acosa. Tercer alto en el discurso.
Ahora se enjuga el sudor que constela su ebúrnea frente.
--¿No creéis sentir que la tierra oscila, hijos míos?
Los niños se ríen.
--Sí, sí; oscila, sin duda alguna. Quizá un terremoto. No; más bien es
el púlpito, que se mueve. Fijad la atención.
Los niños miran de hito en hito. Sí, el púlpito se estremece. Los
ensamblados tablones hacen: _crac, crac_. Desciende el Padre Urgoiti, y
abriendo la portezuela que hay en la base, descubre á Alfonso Menéndez,
_Patón_ de apodo, con los miembros ensortijados, cadavérica la faz. El
Padre Urgoiti retrocede dos pasos, santiguándose. Luego extrae al niño
de aquella cavidad poliédrica en donde lo habían vaciado, tomándolo
por el pestorejo, á la manera maternal con que la gata transporta sus
cachorrillos, y lo deposita sobre el pavimento. El niño permanece algún
tiempo enmadejado, inhábil para la moción. Algunos compañeros comentan
con vayas la extravagante estructura á que el tormento lo constriñó:
como manifiesta un perspicuo psicólogo: «La crueldad es connatural del
hombre; los niños son crueles, los salvajes son crueles.»
--¿Quién te ha metido aquí, infortunado?
--El Padre Mur.
--No puede ser.
--Pues es, sin embargo, Padre Urgoiti.
--¿En qué tremendo pecado has podido caer, Patón?
--Eso sí que ya no lo puedo decir.
--Tan vergonzoso es...
--No. Es que yo mismo lo ignoro.
--Imposible, Patón, imposible.
Entonces los niños desarrollan ante los espantados ojos de Urgoiti el
repertorio de temas penales inventado por Mur, sus infinitas variantes
y las innumerables infracciones leves á pretexto de las cuales
sobrevenían.
El Padre Urgoiti quedó aterrado. Al salir de la clase corrió en busca
de su amigo Ocaña.
--¿Sabes, Ocaña, lo que ocurre? El Padre Rector lo ignora, de seguro--.
Y le traslada, ce por be, las noticias que de sus alumnos ha recibido.
--Conocía algo--le respondió el Padre Ocaña--, sospechaba más aún,
pero nunca creí que llegase á tanto. Es indecoroso, no encuentro otra
palabra.
--Fuerza es que nos resolvamos á hacer algo.
--¿El qué?
--Decírselo al Rector.
--Y ¿quién le pone el cascabel al gato? Mur es su ojito derecho.
--También á ti te mira bien...
--Yo no me atrevo.
--Una idea. Al recreo hablaré con algunos otros; de esta suerte nos
presentamos varios.
--¿Quién ha de hablar?
--Viniendo ustedes, yo mismo. Su presencia me prestará alientos.
--Pues entonces, á ello.
En el recreo reclutaron á Estich, Numarte y al deforme Landazabal.
Convinieron en reunirse á la caída de la tarde é ir conjuntamente á
la celda de Arostegui. Mas, habiéndose traslucido algún síntoma de la
conspiración, adelantóseles Mur, y, cuando daban unos golpecitos en la
puerta del Rector, ya estaba éste al cabo de que un grupo de Padres
venía á él en son de queja, y en cuanto á los hechos y razones en que
la asentaban Arostegui aceptó como óptimos aquellos que su valido le
ofreciera.
--Tan, tatatán, tan...--los golpecitos.
En el silencio, los corazones batían sonoramente. Y el silbo, desde el
fondo de la guarida:
--Adelantee...
Á la cabeza de los quejosos caminaba el bienaventurado Urgoiti, todo
candor y mansedumbre. Como el pasadizo que la camarilla hace no
consentía otra cosa, fueron penetrando de uno en uno, de modo que el
Superior pudo elevar su mueca de asombro hasta la quinta potencia, é
ir apartando en cinco veces las posaderas del asiento, según aparecía
un jesuíta más, hasta quedar en pie. Y ya cuando los tuvo á todos
presentes, afilando los sutiles labios, les envió estas someras
palabras, antes de que ellos pudieran hablar:
--¡Una comisión...! ¡Una comisión...! En la milicia de Ignacio nacen
los retoños primeros del sistema democrático... Y á ustedes cinco
corresponde la honrosa empresa... Retírense, retírense por Dios vivo,
y hagan por aliviarme de esta pesadumbre que me imponen. ¡El sistema
democrático!
En el tránsito no osaron cruzar una palabra, sino que huyeron á su
rincón, ruborosos, abochornados.

IV
EL COLILLERO, EMPUÑANDO EL CETRO
Bertuco llevaba quince días de malestar, disimulando. Estaba
inapetente, insomne, laxo y con fuertes jaquecas. Ahiló y empalideció.
Una noche, después de la cena, Conejo le ordenó que no se levantara al
día siguiente.
--Estás enfermo, Bertuco.
--No me encuentro bien.
--¿Por qué no lo has dicho?
--Creí que pasaría.
Á las seis de la mañana oyó cómo sus compañeros salían de la cama,
se lavoteaban, partíanse á las faenas habituales. Á poco de quedarse
solo llegó el Hermano Echevarría, enfermero, el cual le hizo varias
preguntas, inquiriendo los síntomas de la dolencia; le pulsó, le tocó
las sienes, por ver si tenía calentura, y, á la postre, introduciendo
la mano por debajo del embozo, le tanteaba con dos dedos el vientre,
punto por punto, é interrogaba: «¿Te duele aquí? ¿y aquí?», bajando
siempre, con tendencia á la coyuntura de los muslos, hasta llegar á lo
que _Celestina_ denominó graciosamente el rabillo de la barriga, al
cual tomó por la base, así como al descuido y á manera de accidente en
el examen facultativo; entretúvose con él un buen espacio de tiempo,
que fuera de cierto más largo si la manifiesta inquietud y turbación
del muchacho no le hubieran obligado á abandonar la débil presa.
Dieta, purgantes, lavativas, y á los tres días ya estaba Bertuco en la
sala de convalecencia, una habitación clara, con dos luces y diferentes
juegos en que pasar distraídamente las horas los enfermitos. De los
muros pendían carteles en colores, explicando la nutrida variedad de
hongos y setas, comestibles y venenosos. El deforme Padre Landazabal
solía acompañar á los niños convalecientes; era uno de sus mayores
placeres. Les narraba historias curiosas y milagreras de sus años de
misiones; describíales ridículas costumbres de los países salvajes
y mil amenas curiosidades. Otras veces jugaba con ellos al asalto,
á las damas ó al billar romano. No era raro tampoco que se hiciera
servir sus modestas refecciones junto con sus amiguitos. Á eso de las
once llegaba á la enfermería, después de muchas peripecias, porque á
tal hora los fámulos barrían los tránsitos y el Padre Landazabal no
pisaba las barreduras por nada del mundo. Era una reliquia de su vida
de misionero; él evangelizaba á los salvajes, y los salvajes, á trueque
de esto, le infundían innumerables supersticiones. En el colegio
barrían con aserrín húmedo, y Landazabal había aprendido en el Perú
que pisar aserrín ó despojos de madera es causa de desgracia. Saltaba
por encima de las barreduras; mas, como según sabemos, este excelente
jesuíta no se sostenía en pie si no era afianzándose en las propias
nalgas, acontecía que por el aire olvidaba el equilibrio y venía á
tierra sonoramente. Era un espíritu débil y candoroso. Los demás
Padres no se cuidaban de él; vivía vagando por la casona inmensa con
la timidez y el apocamiento de una criatura de tres años. Cuando había
algún niño convaleciente Landazabal se consideraba feliz. Á Bertuco
le inició en varios curiosos enigmas de la Naturaleza; por ejemplo:
matando una golondrina se originan lluvias durante cuatro semanas; los
huevos de gallina puestos los días de Jueves y Viernes Santo extinguen
el incendio en donde se arrojen; cuando un grano de polvo entra en el
ojo, sale por sí mismo, escupiendo tres veces en el brazo derecho; no
se deben romper á la mesa cáscaras de huevo, daría fiebre; no se debe
señalar con el dedo al cielo, á la luna ó á las estrellas, es ponerlo
en los ojos de los ángeles.
Landazabal era singularmente dado á hacer la apología del tabaco,
viniera ó no en oportunidad.
Una tarde de domingo hablaban Bertuco y el deforme jesuíta, apoyados
en el alféizar de una ventana. Caía el sol, dorado y melancólico. Los
alumnos estaban de paseo. Veíanse al pie de la ventana los senderitos
que conducen al colegio. Iban y venían devotas enlutadas.
--Tú no sabes, Bertuco... Aquello es gloria. Cuba ha sido el país que
más me gustó. ¡Qué cigarros! Si vieras... Aquellas mulatazas se dan un
arte para hacerlos... Te advierto que andan desnudas.
--Ave María Purísima. ¿Usted qué dice, Padre?
--Son como demonios: no te exagero.
--¡Calla! ¿Usted ve?
--¿El qué?
--Ruth.
--¿Ruth?
--Sí, señor.
--¿Quién es Ruth?
--Aquella señora que viene hacia el colegio... Ahora entra.
--Bueno, ¿qué?
--Pero ¿usted no sabe?
--¡Yo qué he de saber, Bertuco!
--Es una señora guapísima, inglesa, no se sabe si protestante ó judía,
casada con Villamor, el ingeniero. El Padre Sequeros nos profetizó que
se convertiría...
--Eso son cuentos.
--Entonces, ¿á qué viene?
--¡Yo qué sé!
Un silencio.
--Á propósito, Bertuco: ¿no fumas?
Bertuco oprimió instintivamente con el codo una cajetilla que guardaba
oculta.
--Vamos, Padre... ¡Qué bromas! Tan prohibido como está...
--Vaya... vaya... Si yo no te he de reñir... Confiesa...--El jesuíta
amabilizaba la voz, una voz extraña, vacilante.
Bertuco pensaba: «Quiere tenderme una añagaza. ¡Pobre hombre!»
--¿Por qué callas? ¿No tienes confianza conmigo? ¿Crees que soy malo?
Me gustaría que dijeses la verdad. De seguro tienes pitillos. Y si no
los tuvieras y yo sí, te los ofrecería de buen grado...
Bertuco pensaba: «Para quien te crea, viejo.»
--Vaya, Bertuco: dame esa prueba de que eres mi amigo. Supón que yo
te pido un pitillo, que quiero fumar...--La voz era por momentos más
vacilante.
Bertuco pensaba: «Nunca pude imaginar que fuera tan astuto este Padre.»
--Mire usted, Padre Landazabal: no fumo fuera del colegio ¿y quiere que
fume dentro?
--¡Qué lástima! El tabaco es lo mejor que hay. El tabaco y el café.
El deforme jesuíta fué á sentarse, abatido y evidentemente triste.
Bertuco enviaba volando el pensamiento hacia Ruth. ¿Qué haría? ¿Á qué
vendría? ¿En dónde la habrían recibido?
El lunes, Bertuco, restablecido ya, ingresó de nuevo en la monótona
disciplina escolar. En la recreación, sus amigos acudieron á saludarle.
--Una semanita así nunca viene mal--dijo Ricardín Campomanes.
--¿Fué maula?--preguntó el carrilludo Coste.
--Maula... Anda allá. Me mandó Conejo. Voy á daros una noticia
tremenda. La señora de Villamor estuvo ayer en el colegio.
--¡Bah! Noticia fresca--exclamó Ricardín--. Ayer, cuando volvimos del
paseo, nos la encontramos en la portería. El Padre Sequeros asegura que
viene á convertirse.
Formaban grupo Campomanes, Coste, Rielas y Bertuco, apartados un trecho
de la división.
--Y el Hermano Echevarría, ¿qué tal?--Rielas guiñaba el ojo, afanándose
en apicarar el gesto.
--Es un gran médico. Examina con mucho cuidado á los enfermos--afirmó
Campomanes, socarronamente.
Coste acudió á opinar.
--Yo nunca os hablé de ello; pero, vamos que, cuando me disloqué el
pie, empezó á palparme la barriga y...--Los carrillos se le arrebolaron.
Los mancebos enmudecieron unos minutos. Estaban cohibidos luchando
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