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A.M.D.G. - 01

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  A. M. D. G.
  
  
  OBRAS DEL MISMO AUTOR
  
   LA PAZ DEL SENDERO (poesía).
   TINIEBLAS EN LAS CUMBRES (novela).
  
  EN PREPARACIÓN
   TROTERAS Y DANZADERAS.
   FE Y ENCARNACIÓN.
  
  
   A. M. D. G.
   POR
   RAMÓN PÉREZ DE AYALA
  
   Aucune secte, aucune société
   n’a jamais eu et ne peut avoir un
   dessein formé de corrompre les
   hommes.
   VOLTAIRE
   La lengua ha jurado; el alma no
   ha jurado.
   EURÍPIDES
  
   [Ilustración]
  
   MADRID
   BIBLIOTECA RENACIMIENTO
   V. PRIETO Y COMP.ª, EDITORES
   _Pontejos, núm. 8_
   1911
  
  
   Es propiedad.
   Queda hecho el depósito que
   previene la ley.
   IMPRENTA ARTÍSTICA ESPAÑOLA, SAN ROQUE, 7
  
  
  DEDICATORIA
  
  Á D. Benito Pérez Galdós
  _Venerado Maestro: La premura con que hube de realizar esta obra no era
  muy á propósito para lograrla en cumplida sazón y madurez, de manera
  que temo mucho adolecer de osadía poniendo tan menguado fruto á la
  sombra inmortal de tan alto nombre. Mi empeño era arduo: las fuerzas,
  pocas. Considero que si hay algo digno de estimación en mi libro no
  es sino pretendido reflejo de aquella admirable serenidad, decoro
  y nobleza con que, en obras de linaje semejante al de la presente,
  vistió usted de carne artística y de hermosura inmarcesible el austero
  principio de la justicia_: suum cuique tribuere. _Porque si atinamos á
  encarecer sin envidia y á censurar sin veneno, participando la alegría
  de hacer el bien de la pesadumbre de causar tristeza, nos será otorgado
  el equilibrio interior._
  _Le ruego acepte con benignidad esta muestra, harto profusa, de mi
  ingenio._
   RAMÓN PÉREZ DE AYALA
  Caldas de Reyes, 23 de Octubre de 1910.
  
  
  AB URBE CONDITA
  
  I
  Tierra adentro y cara al mar, asentado sobre una loma de los aledaños
  de Regium está el _Colegio de segunda enseñanza de la Inmaculada
  Concepción_. Lo regentan los Reverendos Padres de la Compañía de Jesús.
  Es una mole cuadrangular, cuyas terribles dimensiones hácenla medrosa;
  la desnudez de todo ornato, inhóspite, y la rojura viva del ladrillo
  de que está fabricada, insolente. No tiene estilo. Su fachada lisa,
  de meticulosa austeridad, abierta por tres ringlas de ventanales, se
  ofrece á la mirada inquisitiva del viandante con la tristeza sorda
  y hostil de los presidios, de los cuarteles y los establecimientos
  fabriles. Sábese que es casa de religión porque hay una gran puerta
  ojival rematada por una cruz, al extremo siniestro del frente, según
  se mira, á la cual conduce una escalinata de piedra; un campanario
  voladizo de hierro, á manera de jaulón de micos, en el tejado y á
  plomo sobre aquella puerta, y unas letras de oro contiguas al alar,
  promediando el casón: _A. M. D. G._
  El edificio está á cosa de un tiro de piedra de la carretera real,
  que conduce á tierras de Castilla. Entre el camino y el colegio, así
  como aislador de paz que aquiete y embote el tráfago del siglo y sus
  pecaminosas estridencias, hay pradezuelos mullidos, muy rapados y
  verdes; los cortan aquí y acullá unas veredas de arena pajiza, las
  cuales, reptando y curvándose con cierta blandura jesuítica, van á
  meterse en el convento, por debajo de las puertas. Véase cómo por medio
  de un sencillo expediente nos inculcan provechosa lección á tiempo
  que se nos pone al cabo del espíritu de la Orden; porque veredicas y
  pradezuelos, lo mismo que la propincuidad con la carretera, todo ello
  obedece á plan y concierto. Quiere decirse que no lejos del camino de
  perdición está el cobijo de la gracia, y que para entrar en el reino
  de S. M. Divina, de la cual son ministros tan irresponsables como el
  propio soberano los Reverendos Padres de la Compañía, es menester
  trocar las holgadas y prósperas vías del mundo por pequeños y tortuosos
  senderitos, abajarse, rastrear, humillarse.
  
  II
  En los alrededores de Regium está la aldea de Arriares, y en ella una
  casita de campo, flamante y de rusticidad arquitectónica adredemente
  rebuscada; ventanucas, tejadillos, cuerpos adosados al principal,
  á modo de establos, cuadras ó cubiles. Los huecos están siempre en
  ceguedad, obturados por cortinas inmóviles de tela blanca. Un jardín
  sombrío, húmedo, aprisiona á la casa, y una alta cerca, enrejada por
  uno de sus costados, guarda el jardín. Es una casita que vive de sí
  misma, que tiene un alma misteriosa y activa. Su dueño, constructor y
  habitante es Gonzalfáñez.
  Gonzalfáñez nació en Regium. De niño tuvo sólo un amigo, Dorín, el de
  Pedreña, garzón de cuna baja, paupérrima. Adolescente, Gonzalfáñez
  desapareció de Regium. Fueron cayendo los años en la sima de lo
  pretérito; murieron los padres de Gonzalfáñez; el pueblo olvidó al hijo.
  Cierto día llegó á Regium un señor cenceño, rasurado, con esclavina
  de capucha, gafas negras y un bastón tremendo de gordo. Preguntó por
  Dorín, el de Pedreña; fuése á Arriares, en su busca; se aposentó en
  casa del aldeano, que tal era Dorín; estúvose allí hasta que vió
  terminada la rústica casita de arbitraria apariencia, y, entonces,
  Gonzalfáñez y Dorín se acogieron al nuevo nido.
  Los dos amigos salían á vagar por el campo, preferentemente carretera
  adelante, rostro á Castilla, siempre que hubiese buen tiempo.
  Gonzalfáñez llevaba, en toda ocasión, colgando de sus hombros próceres
  y un poco claudicantes, aquella esclavina de capucha que era como el
  trasunto de un manto; lo mismo en invierno que en estío. Caminaban en
  silencio, de ordinario. Retenían el paso con frecuencia. Una vaca, un
  mirlo, un regato, una flor de genciana; todas las cosas y seres de
  Naturaleza ejercían tanto imperio sobre Gonzalfáñez que, reclamándole
  hacia sí, le hacían permanecer largo rato suspenso y como ajenado.
  En Regium se sustentaban diferentes hipótesis acerca de Gonzalfáñez.
  Quiénes aseguraban que era demente, habiendo sido su padre alcohólico.
  Cuáles que sufría de infortunios amorosos, habiéndose casado en
  Circasia con una princesa de extraordinario ardor é insaciable
  venustidad. Estos, que las complicaciones de cierto horroroso atentado
  le mantenían recoleto en su fortaleza agreste. Aquéllos, que era un
  idiota, atacado de misantropía. Lo cierto es que ninguno sabía nada
  y que Gonzalfáñez, después de su vuelta á Regium, no se había dignado
  cruzar la palabra con ninguno de sus convecinos y paisanos, como no
  fuera Dorín.
  Desde que se puso la primera piedra de los cimientos, Gonzalfáñez
  y Dorín seguían, día por día, la diligente erección del colegio
  jesuítico. El maestro de obras era un lego congestivo, agigantado, de
  pestorejo y cogullada inmensos, maneras de cómitre y empecatado acento
  vasco; el hermano Aurrecoechea.
  Aurrecoechea intentó en veces diferentes trabar plática con
  Gonzalfáñez; mas la pertinaz cerrazón de éste hizo desistir al
  vizcaíno. Afortunadamente, si el uno le negaba este parvo sustento de
  la palabra, otorgábanselo, con creces, mujeres que conducían la comida
  á canteros, carpinteros y albañiles, y las mozas labriegas. No era raro
  verle en apretada cháchara con alguna rapaza pulida y fresca, alongados
  un trecho de las obras y guardándose bajo los árboles. No tardó en
  señalarse evidente favoritismo. La preferida fué Teresa, de la aldea
  de Cabeñes, rubia de miel, encendida y gustosa como un fruto. ¡Cuán
  pronto hubo de marchitarse _su buena color_! Lo que perdió en carmín
  la neña, fué compensado en vientre. El bárbaro Aurrecoechea la rechazó
  entonces. Cierta tarde hubo una llantina de Teresa, con manifestaciones
  dramáticas; fueron testigos, á distancia, Gonzalfáñez y Dorín. El de la
  esclavina rezongaba: «¡Mala bestia! ¡Mala bestia!»
  Un día amaneció Aurrecoechea muerto, al pie de un muro en construcción.
  Tenía la cabeza hecha añicos, por obra de un garrotazo. Á la tarde, así
  que llegó Gonzalfáñez, por inspeccionar las obras como de costumbre,
  interrogó á un pinche:
  --¿Y el lego grande?
  --Matáronlo, señor, en la noche última.
  --¿Del todo?
  --Del todo, como á una rata.
  Se dijera que Gonzalfáñez sonreía.
  El colegio medraba por horas. En corto plazo quedó rematado y en su
  punto. El lóbrego enjambre ignaciano lo invadió, distribuyéndose por
  las celdas, á llenar arcanas actividades. Y luego otro enjambre más
  numeroso, el de la cándida infancia, brotes de futura humanidad.
  Y por la tarde, consintiéndolo el tiempo--á las horas postmeridianas
  en época de otoñada ó invernal, al levantarse la noche en verano
  y primavera--, Gonzalfáñez y Dorín hacían un alto en su paseo y
  contemplaban el colegio de la Concepción. Cuándo, tañía en la penumbra
  hermética de los claustros la campana del regulador, escandiendo la
  medida espaciada de la existencia comunal. Cuándo llegaban de patios
  y cobertizos la algarabía conmovedora de la infancia en asueto; el
  _chaschás_ seco de la pelota contra el frontón; el _bum_ cóncavo de
  los grandes balones de cuero, que á intervalos surgían en el aire, por
  encima de los muros...
  Y Gonzalfáñez interrogaba:
  --¿Te gustan los niños, Dorín?
  --Según; cuando son guapos...
  --¿Los quieres, Dorín, sean guapos ó feos?
  --Hom, querelos... claro. ¿Quién no los quier?
  --Los niños... Los niños... ¡Oh, puericia! ¡Oh, puericia! ¿Sabes lo que
  es un parque de puericultura, Dorín?
  --Mal rayo me parta...
  --Que no te parta, Dorín. Me quedaría yo solo.
  Dorín sonreía, con su rostro benévolo y bobalicón.
  ¡Nunca te olvidaré, Gonzalfáñez; hombre extraño y nombre de romance
  antiguo! En los paseos nos sorprendías á la vuelta de una calleja,
  en la linde de un bosque, en la margen de un río, donde menos lo
  pensáramos. Recuerdo tu esclavina, y tu capucha, y tu bastón enarbolado
  cual si fuera un báculo, y tu rostro ceñudo y bíblico, cuando repetías
  infinitas veces según pasábamos y á tiempo que hundías tu pupila
  torva en los inspectores: «¡Oh, puericia! ¡Oh, puericia santa!» Los
  inspectores bajaban los ojos y nosotros nos apelmazábamos en las
  ternas, como rebaño pusilánime, porque los padres nos habían dicho que
  eras ateo. ¿Qué habrá sido de ti, Gonzalfáñez, nombre alto y sonoro,
  deidad esquiva de las encrucijadas rústicas?
  
  III
  ¿Cómo y con qué recursos se edificó el colegio?
  Dios, que viste de piedra, cuando no de ladrillo, las buenas
  intenciones, y de hermosura el lirio de los valles, y da alimento al
  pajarillo, y pajarillos al milano, dispuso la marcha de los días de
  manera que en Regium se alzase un cuartel de su amada milicia.
  La Compañía de Jesús tiene por norma indeclinable no comenzar la
  construcción de una nueva casa si no se cuenta de antemano con todo el
  dinero preciso para darla fin. Lo contrario redundaría en deshonra del
  instituto, poniéndole quizá en pie de pedigüeñerías y mendigueces.
  Las primeras avanzadas de batidores, en este fornido ejército
  ignaciano, llámanse residencias. Son las residencias pequeñas
  delegaciones que andan desparramadas por capitales de provincia y
  pueblos ricos, viviendo de la misa y de la predicación y explorando
  el terreno por si fuera á propósito para hacer una magna sementera de
  gracia.
  En las últimas décadas del pasado siglo llegó á Regium una de estas
  delegaciones. La componían los Padres Anabitarte, Olano, Lafont y Cleto
  Cueto, con el Hermano Mancilla. Los enviaba el cacique de la región,
  don Nicolás Sol é Il, aquel célebre y ridículo político de la barba
  enmarañada y esponjosa, de la elocuencia enmarañada y esponjosa, del
  intelecto enmarañado y esponjoso. Alojáronse en un segundo piso de la
  plaza de Sol é Il, improvisaron una capillita, y con esto rompieron ya
  el avance hacia la conquista de la _madreselva_, que es como ellos, en
  la intimidad, llaman á la beata.
  Las primeras jornadas fueron duras. Hubo noche en que los cinco
  religiosos se acostaron con las tripas horras.
  Apenas si se decían misas, á causa del estipendio de cinco pesetas
  que la Compañía tiene señalado. Las gentes de Regium murmuraban: «¡Mi
  alma, cinco pesetas! Están locos. ¿Si pagamos una á don Rebustiano,
  y cuando muncho dos?» En su nesciencia teológica olvidaban que las
  misas oficiadas por jesuítas logran mayor eficacia que ninguna otra
  misa. Abundan razones que lo abonan. El Eterno nos ha patentizado,
  en el curso de lo temporal, su afición á la lengua del Latio. El
  arameo no lo eligió, ni el griego, ni el sanscrito, ni el hebreo,
  ni el catalán--nobilísimas lenguas todas--, para lengua litúrgica,
  sino el latín; infundió en Virgilio el soplo profético y en Ovidio
  la complejidad y sutileza amatorias que, andando el tiempo, habían
  de ostentar los casuístas. La prosodia latina de los jesuítas es más
  pura que la de todos esos infelices curas de chicha y nabo; bien lo
  saben y no se recatan para decirlo. Claro está que en el Cielo, así
  que celebra misa un Padre de la Compañía, el Eterno y su Estado mayor
  central se vuelven locos de contentos, porque le entienden todo lo
  que dice, y, naturalmente, le hacen caso. Además, los jesuítas tienen
  muy buenas formas. Esto es, no que resplandezcan en urbanidad ó que
  sus miembros se caractericen por cierta turgencia escultórica, sino
  que las partículas que emplean para consagrar son de clase _extra_
  y de mucho tamaño, con lo cual, en el punto curioso y sublime de la
  transubstanciación, Jesucristo encuentra holgado alojamiento, y lo
  agradece mucho. Todo lo que antecede ha sido revelado á un venerable
  de la Compañía, y como se supone, fué revelándose con toda cautela,
  á las personas piadosas de Regium, las cuales, habiéndose iniciado,
  satisficieron fervorosamente las cinco del estipendio.
  Y, sin embargo, la residencia no prosperaba. El Padre Olano había
  llegado á formar frondoso cerco de _madreselvas_ en torno á la viña
  del Señor; de ellas, carcamales y fétidas momias; de ellas, también,
  lindísimas muchachas y muy bellas casadas. El Padre Cleto Cueto
  mantenía comercio cotidiano con los politicastros católicos del pueblo;
  logró fundar un periódico nocedalino, _La Reconquista_. Anabitarte y
  Lafont cultivaban de su parte sendos círculos de relaciones masculinas
  y femeninas. Ninguno de los cuatro daba paz al zapato, recorriendo de
  continuo la provincia. Pero el dulcísimo y fecundísimo dinero acudía
  con parquedad y dolorosas intermitencias. En vano asediaban la casa
  de los ricachos santurrones de Pilares, la capital, insinuándoseles
  con dulzura oleaginosa y sahumerios de palabras suaves; cuándo, cerca
  de don Anacarsis Forjador, el multimillonario de semítica traza,
  bandolero de asalto en guarida, que no era otra cosa su banca; cuándo,
  sobre el marqués de San Roque Fort, por la gracia de Su Santidad León
  XIII, forajido sacristanesco más que marqués, que de lo uno llevaba
  cuatro meses mal contados y de lo otro algunos lustros poniendo á
  parir caudales ajenos, en amorosa complicidad con un su hermano,
  canónigo, incurso en simonía. Se les acogía bien, se les proporcionaba
  lastre para la andorga, hasta se les socorría, á pretexto de ciertas
  devociones; pero ¡con cuánta miseria! ¡con qué torpe y mal celada
  avaricia!
  Recibióse en la residencia una carta del provincial. Decía: «Miren que,
  á lo que entiendo y por lo que se me dice, esa tierra es rica y va para
  más; que se abren nuevas minas y muchas fábricas cada día; que los
  tiempos son de impiedad, de peligro para la Compañía y para la Iglesia
  de Cristo; que toda esa parte la tenemos en barbecho, porque si se
  quitan las Provincias, puede asegurarse que el Norte nos ignora; que
  un colegio ahí paréceme que urge, etcétera, etc.» Luego: «Dícenme que
  hay una viuda de un tal señor Zancarro, mujer delicada de salud, pero
  de mucha fortuna. Infórmense con discreción, amadísimos Padres, que el
  asunto es de mucha monta para el servicio de Dios. Probablemente les
  enviaremos al Padre Sequeros. A. M. D. G.»
  Al leer el anuncio del envío, siquiera fuese de un hermano en religión,
  los de la residencia arrugaron el morro, vejados y hostiles. Luego
  cambiaron una ojeada, en silencio. Sequeros gozaba de mucho renombre
  dentro de la Compañía por haber socaliñado, en París, unos millones de
  pesetas á la vieja duquesa de Villabella, hallándose la dama en trance
  de muerte.
  Llegó Sequeros á Regium. Era un mozarrón de erguida testa y modesto
  ademán; sanguíneo, hermoso, abierto de corazón y de carácter, candoroso
  y leal; sus ojos miraban siempre al suelo ó al cielo; la voz, clara
  y masculina, ignorante de inflexiones capciosas é hipócritas; en el
  espíritu, voraz fuego apostólico y amor divino sin medida.
  Á poco de llegar á Regium se le tenía por santo. La mayoría de las
  _madreselvas_ se pasaron á Sequeros; le besaban la sotana y el fajín, y
  le decían: «¡_Santín de Dios_!» Á lo cual, el joven religioso sonreía,
  apartándolas dulcemente de su camino, porque él tenía una alta misión
  que cumplir: buscar los materiales para la ciudad de Dios.
  Los vecinos de Regium echaron de ver muy pronto la ventaja que Sequeros
  hacía á sus hermanos. Por lo pronto, no llevaba los hombros constelados
  de caspa, como Olano y Anabitarte; ni tenía los dientes podridos,
  como Lafont; ni se dejaba la barba de cinco días, como Cleto Cueto.
  Se puede ser santo sin ser puerco. Sequeros era un _jesuíta verdad_,
  según la leyenda que el vulgo de ellos ha creado. Las _madreselvas_
  daban por descontada la aristocracia de su cuna. Todas las puertas se
  le abrían. Se le abrió, por ende, la de la viuda de Zancarro. Había
  sido el tal un desapoderado bandido que, con ocasión de las guerras
  coloniales, apilara su fortuna en la administración militar. Negáronle
  el trato los de Regium, lo persiguieron y afrentaron con tanta saña
  que él, acorralado, determinó suicidarse. Su viuda cayó en maniática
  religiosidad; no tenían descendencia.
  Los jesuítas, con caritativo desinterés, se aplicaron á consolarla.
  La viuda rehuyó semejantes consuelos. Cuando Sequeros apareció fué
  otra cosa. Á poco de conocerlo, no podía pasar la vida sin requerir su
  presencia una vez cada dos días, por lo menos. Fiaba en él y creía en
  su santidad. Sequeros repartía sus horas entre la oración y la viuda.
  Habiéndose agravado la enfermedad de la señora, las visitas pasaron á
  ser diarias.
  Una mañana llegó Sequeros á la residencia atropellando con todo y las
  pupilas en ignición. Se precipitó en la capilla y cayó de hinojos ante
  un cromo de San Ignacio. Sus compañeros curioseaban desde la puerta del
  oratorio; pellizcábanse y se hacían guiños. Salió el Padre Sequeros.
  La lumbre de los ojos se había atenuado. El Padre Cleto preguntó,
  balbuciendo:
  --Bueno, ¿qué?
  --Ha fallecido.
  --¿Testamento?
  --Hecha una santa.
  --¿Testamento?
  --Testamento.
  --¿Cuánto?
  --Seis millones de reales.
  --Collegium habemus.
  Y se abrazaron todos.
  Á la hora de comer, hubo pollo, de extraordinario. Terminados los
  postres, sorbían plácidamente el café, cuando el Padre Lafont arremete
  contra el Padre Anabitarte, superior provisional.
  --¡_Ah, mon Père_! ¡_C’est un grand jour_![1]. Yo creo que sería bien
  oportuno una pequeña copa de ron.
  --Sí, Padre. Yo también creo que merece la pena celebrar el día con
  honesto regocijo.
  --Sea. Mancilla, danos acá la botella de ron.
  Sequeros se niega á beber. Los demás porfían. Al fin, accede. Levántase
  con la copita en alto. Síguenle los otros; chocan las copas. Sequeros
  tiene el rostro bañado en luz interior:
  --¡Ad Majorem Dei Gloriam!
  
  
  IANUIS CLAUSIS
  
  I
  El 21 de Septiembre comenzaba el curso en el colegio de Regium; era el
  cuarto, desde su apertura á la enseñanza.
  El niño Alberto Díaz de Guzmán, conocido familiarmente por un
  diminutivo, Bertuco, salió de Pilares en el primer tren de la mañana.
  Acompañábale la vieja sirvienta Teodora, mujer de extremada sencillez,
  la cual había llenado cumplidamente para con Bertuco maternales
  menesteres desde la prematura orfandad del muchacho. Teodora iba
  aderezada con sus más ricos arreos y prendas; monumentales arracadas de
  aljófar, que le pendían hasta la base del cuello; pañuelo de seda recia
  y gayos colorines, anudado debajo de la barbeta; gran mantón negro,
  de seda también, con muchos bordados y luengos flecos torzales; falda
  muy fruncida, de merino; una docena de enaguas que abombasen y diesen
  buen aire al cuerpo andando, porque en esto consiste el toque del
  vestir de lujo y á lo señor; almadreñas, y un paraguas rojo. Bertuco,
  que comenzaba á prever atisbos del arte indumentario, consideraba
  que semejante acompañamiento le ponía en ridículo. Intentó ir solo á
  Regium, á lo cual Teodora acudió espantada:
  --¿Tú qué dices, mi nenú?
  --Voy para catorce años.
  --¿Yo dejate solo?... ¡Non lo premita Dios!
  Teodora pretendía tomar billetes de primera clase; mas Bertuco se
  obstinó en que habían de ser de tercera, y, á lo sumo, á lo sumo, de
  segunda. Asustábale pensar que las gentes de su propia condición le
  sorprendieran sometido á tan extravagante tutela.
  En las calles de Regium los miraban con asombro, mofándose
  discretamente de aquella vieja, ataviada á usanza de tiempos remotos.
  Visitaron el bazar de Badila, en donde Bertuco se proveyó de lo
  necesario para el aseo personal durante el curso; llegaron hasta el
  puerto, por contemplar el mar, que andaba muy enfurruñado en aquella
  ocasión, y, poco antes del mediodía, tomaron el camino del colegio.
  --¡Ay, Bertuco! ¿Por qué no vamos á comer á una fonda? Tiempo tienes de
  encerrate. Otros años, cuando venías con tu padre, ¿entrabas también pa
  comer? ¡Ay, Joasús!
  Bertuco apretaba el paso; Teodora, siguiéndole malamente, enjugaba los
  ojos en un pañuelo á cuadros. Poco antes de llegar al colegio, Bertuco
  se plantó delante de la anciana.
  --Oye, Teodora: no quiero que vayas con madreñas y con paraguas. Ya lo
  sabes. Tendrían risa los compañeros para todo el curso; no quiero que
  me tomen el pelo.
  Teodora, sin atinar á decir cosa con cosa, exclamaba, haciéndose cruces:
  --¡Joasús, Joasús!
  Su consternación era tanta, que Bertuco sintió remordimiento de haber
  sido cruel.
  --No seas boba. Es que los niños son muy malos; no me gusta que digan
  cosas de ti.
  --Pero, ¿dónde los tó dejar, neñín de mío alma?
  Bertuco la condujo, á campo traviesa, hasta la espalda del colegio, al
  pie de cuyas tapias había unas tupidas matucas.
  --Escóndelos aquí.
  Teodora dudaba.
  --¿Y si me los arroban? ¡Ay! Y cómo están los praos, pingando
  mismamente. Tó coger un ruma con estos zapatos de satén; Dios m’ampare.
  Volvieron á las vereditas que se hacen al frente del edificio. La
  aldeana detúvose y contempló recogidamente la grave y cejijunta mole.
  --¡Joasús! Paez un maricomio.
  --Teodora, se dice manicomio.
  Penetraron en el portalillo, angosto y desnudo, como cosa inútil que
  es, pues los jesuítas saben no perder espacio ni tiempo en futilidades.
  Les abrió un fámulo de aborregado semblante. Desde el vestíbulo se
  columbra, á través de la puerta del fondo, el patio de la tercera
  división, preso en un claustro de arcos de medio punto, por donde
  discurrían, con paso presto, cuándo un pelotón de niños, cuándo una
  pareja de Padres. Teodora se mantenía inmóvil, tomada de religioso
  terror. De la ropería, que está, según se entra, al costado derecho
  del vestíbulo, salió el Hermano ropero, Santiesteban de apellido,
  esmirriado y amarillento; sonreía con expresión epicena, mostrando la
  sima lóbrega de una boca letrinal. Saludó á Teodora y Bertuco, acarició
  al niño y les condujo al salón de visitas, frontero á la ropería. Es el
  salón una pieza rectangular, muy vasta y severa, amueblada con sillas y
  sillones de enea; en las paredes penden fementidas copias de Murillo,
  pintadas por el Hermano Urbina, aquel prevaricador de insolente brocha
  que infestó de mamarrachos los colegios de la Orden.
  En el salón estaba Coste, mocete desmadejado y bermejo, de ojos
  montaraces, carrillos tan rotundos y boca tan fruncida, que se dijera
  estaba tañendo de continuo un invisible instrumento de viento.
  Acompañábale su padre, un marino de sotabarba á la británica, hirsuta
  y entrecana, boca breve y ojos de lejanía. Llevaba un traje nuevo, de
  paño tan rígido que le embarazaba todo movimiento. Tenía la pipa en la
  boca; sin rechistar, seguía atentamente el discurso del Padre Eraña,
  Conejo de remoquete entre la grey de los alumnos.
  En entrando Bertuco, los dos chicos corrieron á abrazarse. Coste traía
  ya la blusa puesta, un mandilón de dril agarbanzado, con orillas
  blancas. Conejo acudió también.
  --Vienes más delgado, Bertuco. Vamos á ver, ¿se te han olvidado las
  progresiones aritméticas y geométricas? ¿Sabes que soy Padre Ministro
  este año?--y le halagaba con suaves toquecitos en las mejillas.
  Teodora, haciendo extraordinario acopio de energía, se decidió á besar
  la mano de Conejo. Mas éste se la apartó con ademán campechano y risa
  franca. El marino continuaba en su puesto, como clavado en tierra.
  Aportó Santiesteban una blusa, que se vistió Bertuco. Luego pidió los
  envoltorios á Teodora.
  --Padre, ¿me permite que lleve á la camarilla las cosas del aseo?
  --¿Qué camarilla tiene, Santiesteban?--preguntó el Padre Ministro.
  --La del año pasado.
  --¿Ya no vuelves?--se atrevió á decir Teodora, con la voz quebrada.
  --¿Es tu madre?--añadió Conejo.
  Y Bertuco, secamente:
  --Es una criada vieja.
  Teodora, sin haber oído á su Bertuco, murmuraba entre sollozos:
  --¡Probín! ¡No tien madre!
  --Cierto, cierto, no recordaba--repuso el jesuíta--. Y bien, señor
  Coste, ¿quiere usted que el niño continúe aquí ó que vaya á preparar
  sus cosas?
  El marino extendió el brazo en dirección á los senos misteriosos de la
  santa casa, como indicando que estaba dispuesto á la separación.
  --Despídete, Romualdo. Despídete, Bertuco--ordenó Conejo.
  Pero todos continuaban quietos, cortados, sin saber cómo afrontar
  el trance. Teodora fué la primera en precipitarse sobre Bertuco,
  estrujándolo, besuqueándolo, chillando é hipando con infinito
  desconsuelo. Bertuco se desasió en dos tirones, se arregló la ropa,
  apretó el entrecejo y refunfuñó, poseído de cólera:
  --¡Vaya, vaya! Es ya mucho.
  El señor Coste besó á su hijo en la frente.
  --Adiós, Romualdo; sé formal, rec...--(Conejo bajó la cabeza)--siquiera
  un año. Adiós, Padre.
  Era cosa de ver aquel hombre tieso y sarmentoso, con los ojos empañados
  y la voz femenina en fuerza de emoción. Echó á andar hacia la puerta,
  pero como tropezase con Teodora, se detuvo.
  --¿Viene usted sin paraguas, señora? Salga conmigo, que yo la
  acompañaré hasta donde sea.
  Y aquí de los apuros de la anciana. ¿Cómo recogería sus adminículos
  yendo en compañía de aquel señor tan serio? La pobre mujer interrogaba
  angustiosamente con los ojos á Bertuco. Este, adivinando el aprieto, no
  pudo disimular la gracia que le hacía.
  --Vete ya. ¿Qué aguardas? ¿Piensas que el papá de Coste va á comerte?
  Vaya, ¡adiós!
  Retozándole la risa en el cuerpo y á impulsos del cariño que allá en el
  fondo le inspiraba aquella cándida criatura, fué á abrazar á Teodora
  por última vez.
  --No se atribule usted, señora--manifestaba el marino, por hacerse el
  fuerte, y, tomando del brazo á Teodora, salieron los dos al mundo.
  Coste frunció los labios más que de ordinario, como si se esforzara en
  dar una nota aguda, y los ojos azules de Bertuco adquirieron helado
  fulgor.
  
  II
  Bertuco subió á las camarillas. Coste iba con él, por especial permiso
  de Conejo. Tomaron la escalera del torreón.
  Los dormitorios ocupan un ala entera del piso tercero, la del Mediodía,
  y una buena parte de las de Levante y Poniente. Es una sala profunda,
  en cuya lontananza los ojos se extraviaban entre penumbra. Altas como
  cosa de dos metros y á lo largo de la sala, van en cuatro filas las
  camarillas, haciendo dos cuerpos, de manera que, de sus portezuelas, la
  mitad da á un pasillo central y la otra mitad á otros dos pasillos más
  angostos, los cuales corren siguiendo los muros laterales del recinto.
  
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