A.M.D.G. - 02

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Bertuco pegó el rostro á los vidrios de un ventanal. Pensaba en
Teodora: «¿Se habrá atrevido? ¿No se habrá atrevido?» Llovía
copiosamente. El paisaje era un cuadro brumoso, espolvoreado de ceniza.
--¿Qué haces? Paeces fato--advirtió el carrilludo Coste, con mal humor.
--De buena gana abría esta ventana.
--P’ro hombre, con lo que llueve...
Llegaron á la camarilla de Bertuco. Como todas las demás, era un
mechinal diminuto, con cabida para una cama infantil y una mesa de
noche, que hacía de lavabo en alzándole la tapa. Por toda techumbre,
una tela metálica. Á los pies, una percha; á la cabecera, estampas
y una pila; en un ángulo, una rinconera, en donde Bertuco depositó,
alineándolos, sus avíos de tocador.
Los dos niños se sentaron en el borde del lecho. Coste preguntó:
--Estás triste.
--¿Yo?... ¿Y tú?
--¡Psss!... Pienso escaparme en cuanto pueda. (Pausa.) ¿Te gozaste
mucho este verano?
--Hombre, la verdad: yo no me gozo nunca mucho. Ya ves, en la aldea...
Sin amigos... Tuve un seminarista de preceptor.
--¿Y de mozas?--Coste clavó sus ojos en Bertuco, el cual, muy
encendido, guardaba silencio--. ¡Anda, ea...! ¿Á que resulta que no
sabes gramática parda?
--Sí... ya... ya tengo malicia--balbuceó confuso.
--¿Y de mozas? ¿No estuviste con nenguna moza?
--Tú ya eres mayor...
--Sí, es verdad; yo soy mayor. Verás; un día fuimos desde Ribadeo á
Lugo. Estuvimos en una casa de mujeres... Andan desnudas y con cintas
de colores por aquí.
--¡Calla, calla...! Si nos oyeran...
--¡Bah! Se acababa antes todo. ¿Tú crees en el pecado?
--¿Oyes? Un ruido... ¡Dios mío, si nos oyesen!
Coste, que aunque se las daba de hombre terrible era en la entraña tan
infeliz como patrañuelo, empalideció densamente ante la posibilidad
de la expulsión ó de un castigo acerbo. En este punto sonó el pito de
una fábrica; á poco, la campana del regulador conventual, llamando á
la refección meridiana. Coste y Bertuco salieron corriendo. En cuatro
brincos se plantaron en el refectorio.

III
El refectorio es una pieza alongada, de aire ceniciento; el piso,
embaldosado de losetas grises; las paredes, grises y desnudas; al pie y
adosados á ellas, bancos de pino; delante de los bancos, largas mesas
con tablero de mármol gris; por fuera de las mesas, pequeños escabeles
de pino. En la cabecera del refectorio, un crucifijo grande. De una
banda, ventanales, y, promediándolos, un púlpito, desde donde el lector
complementa y ensalza la torpe función de la comida material derramando
sazonado y provechoso alimento para los espíritus.
Aquel día, como primero de curso, la refección se hacía sin el ritual y
solemnidad establecidos en el reglamento. No hubo lector, porque apenas
si había oyentes; Bertuco, Coste, Bárcenas y cuatro ó cinco nuevos, los
cuales, en las mesas destinadas á la última división, hundían la nariz
en el plato, emperrándose en no comer. Los demás alumnos, apurando los
postreros y perentorios instantes de libertad, aguardaban la caída del
día para venir á recluirse. De frente á frente del refectorio paseaban
los que habían de ser, durante todo el curso, vigilantes de comidas: el
nuevo Padre Ministro (Conejo) y el Padre Mur, segundo inspector de la
primera división.
Conejo concedió inmediatamente «Deo gratias», esto es, permiso para
hablar, y él mismo entabló, á seguida, conversación con sus amigos de
años anteriores, enderezándose preguntas chuscas y haciendo payasadas
y facecias, á que era muy inclinado. La carcajada muchachil, sincera
ó hipócrita, puesta á guisa de comentario á raíz de sus donosidades y
contorsiones, le originaba satisfacción tan plena como á un general
romano la ovación.
Coste trasladaba al estómago los colmados platos, y al plato las
colmadas fuentes. El Padre Mur lo aborrecía sin disimulo y lo asaeteaba
con ojos fríos, acerados. Conejo contentábase con burlarse de tanta
glotonería.
El Padre Mur se detuvo, cara á Coste. El muchacho, que en el instante
aquel hacía presa en un trozo de carne, se quedó paralizado.
--Pero, hombre--susurró el jesuíta, frunciendo la boca como si se
sintiese acometido de una náusea--, comes como un gorrino. Da asco
mirarte. ¿No te han dado de comer, durante el verano, en tu casa?
El mofletudo Coste miró al Padre Mur; primero, con la dolorida dulzura
de un can á quien sin razón maltratan; luego, con la agresividad
admonitoria de la bestia que se apercibe á hincar el diente en la mano
que la hiere.
--Si le molesta mirar, no mire--gruñó, y al punto devoró la carne.
El Padre Mur le volvió la espalda. Este fué el único incidente de la
comida. Terminada ésta, salieron á la recreación. Como llovía, se
acogieron al cobertizo. Los contados alumnos fueron divididos en
varios grupos, según la división á que pertenecían, y entregados á la
tutela de sus inspectores correspondientes. Habiéndose ido á comer Mur,
los de la primera división quedaron con el Padre Sequeros, su inspector
primero. El Padre Sequeros no parecía el mismo que había llegado
á Regium tiempo atrás, con el cráneo alto é imperativo, en son de
conquista religiosa. Su cabeza, ahora, propendía á la humillación, como
si el perseverante yugo de la adversidad la hubiera impreso una actitud
sumisa; había enmagrecido y perdido la turgencia juvenil del rostro,
bien á causa de una enfermedad, acaso por obra de morales sufrimientos,
quizá en virtud de penitencias excesivas; tal vez por las tres cosas
juntamente. Manifestábase con esa incertidumbre y timidez constantes
de los seres inofensivos que viven en un medio hostil, sometidos á
caprichosas vejaciones. Pero, cuando estaba á solas con sus chicos,
se afirmaba en sí propio, desentumeciánsele las alas del corazón y
comenzaba á esponjarse, á reir, á retozar... La cabeza tornaba, poco
á poco, á adquirir noble imperio; los ojos se caldeaban; la voz se
hacía tierna y velada; los brazos, larguísimos, según correspondía á su
aventajada estatura, se desplegaban como una gran cruz que cobijase la
infantil muchedumbre. En esto llegaba el Padre Mur, aquel drope gélido
y narigudo. Repentinamente, el Padre Sequeros perdía toda animación,
todo fervor, todo entusiasmo; volvía á ser el hombre ahuyentado,
receloso, encogido.
El Padre Sequeros paseaba bajo el cobertizo, llevando á sus lados á
Bertuco y á Bárcenas, segundón del marquesado del Santo Signo. Coste se
entretenía jugando á solas con el balón. El jesuíta apoyaba sus manos
en los hombros de los dos niños, atrayéndolos hacia sí al tiempo que
les dirigía dulces palabras de afecto y bienvenida, junto con preguntas
referentes al empleo del verano.
--Vamos á ver, ¿habéis conservado la devoción al venerable Padre
Crisóstomo Riscal?
Los niños asentían tibiamente.
--¿Habéis contribuído á propagar su devoción?
--Yo, la verdad, Padre... como estuve en la aldea y los aldeanos no
entienden mucho de eso...--dijo Bertuco.
--Yo, sí, Padre. Mis hermanas, sobre todo Amalia y Enriqueta, son ya
muy devotas--aseguró Bárcenas.
--¿Y la Piísima?--interrogó el jesuíta--. ¿La habéis hecho todos los
días?
Respondieron que sí. El Padre Sequeros se inclinó á mirarles, con
expresión dubitativa y severa. Los niños se ruborizaron, considerando
descubierto su embuste. Creían que el Padre Sequeros estaba dotado
de sobrenaturales dones adivinatorios, y que no hacía sino mirar á
una persona para leer en el más replegado y lóbrego rincón de su
pensamiento. Al cabo de unos minutos de silencio, el jesuíta indicó que
jugaran un rato, por bien hacer la digestión. Bárcenas fué á empeñarse
en singular y desaforado combate con el mofletudo Coste. Bertuco,
pretextando cansancio á causa del viaje y del madrugón, continuó
paseando con el jesuíta. Eran muy aficionados el uno al otro. El Padre
Sequeros gustaba de la riqueza sentimental y avispado juicio del
muchacho; le amaba entrañablemente, recelando que había de ser carne de
libertinaje y espíritu de impiedad en saliendo al mundo. ¡Pobre almita!
¡Tan sonora! ¡Tan apta para que los dedos capciosos del enemigo malo le
arrancasen una música de infernal fascinación! Bertuco, á su vez, amaba
al Padre Sequeros con un amor que participaba del respeto que nos
inspiran las cosas grandes y misteriosas.
Paseando, Bertuco, en cuantas coyunturas se le presentaban, escudriñaba
la fisonomía del amigo y maestro; ahora, con el rabillo del ojo; ahora,
franca y descubiertamente, aprovechando que el Padre Sequeros caminaba
abstraído. Era patente, en opinión de Bertuco, que el jesuíta recibía
á sus alumnos con alegría dolorosa, así como aquel á quien devuelven
prendas queridas, las cuales, con la ausencia, han sufrido detrimento y
mal daño.
Detuviéronse á mirar cómo caía el agua en los grandes patios de
recreación, vacíos y fangosos. Luego, el Padre Sequeros tomó á Bertuco
dulcemente por las sienes, elevándole un poco el rostro, de manera que
lo podía contemplar á su sabor, como lo hizo.
--Estás más delgado, Bertuco. Y algo pálido. ¿Por qué no levantas los
ojos? ¡Ay, Bertuco! ¡Has perdido la pureza: estás en pecado mortal!
--No, padre. Por esta vez se equivoca--. Pero no lograba reirse, como
pretendía.
--Calla, calla, Bertuco. No agraves tus faltas con la mentira--. En sus
palabras no había acritud, sino infinita amargura.
Comenzaron á llegar los alumnos, lentamente. Los nuevos, de la tercera
división, lloraban casi todos. Los antiguos se saludaban y abrazaban,
con cierta timidez y encogimiento, como si los tres meses de separación
les hubiera extrañado á unos de otros. Á las seis de la tarde estaba el
hato completo, en la majada jesuítica.

IV
Las divisiones se encaminaron, en dos filas, á sus respectivas salas de
estudio ó _estudios_, á secas, según el estilo vernacular del colegio.
Son los estudios grandes salas, de muros blancos y desguarnecidos;
mesas de pino barnizado, cada una con cuatro pupitres ó _cajones_,
que así se llaman, los cuales se abren en dos hojas laterales, de
suerte que al ser usados no oculten la cabeza del alumno; miran todas
las mesas en un sentido, y están repartidas en dos bandas, dejando
en el medio angosto pasadizo; dominándolas, se levanta el púlpito
del inspector, con acceso de uno y otro lado; en la pared, sobre el
púlpito, un doselete y la Inmaculada Concepción.
Se rezó el rosario, se hizo lectura espiritual... Llegó el Padre
Eraña, interrumpiendo la lectura, y fué á colocarse en la mesa de
cabecera, vuelto hacia la división. El alto cargo que le habían
conferido le tenía lleno de inocente orgullo, que se traicionaba en
la sonrisa satisfecha y en cierta arrogancia pretendida, incompatible
con la desmedrada humanidad del buen Conejo. Era hombre sencillo, de
cortísimas luces y su rostro plebeyo. Usaba, como todos sus compañeros,
bonete sin borla, de puntas desmesuradas, que á media luz y algo á lo
lejos remedaban las erectas orejas de un asno. Se ignora la génesis
del remoquete con que era caracterizado el Padre Eraña; veníale ya de
Carrión de los Condes.
Conejo paseó su mirada sobre los muchachos; le bailaba siempre en
los ojos la alegría de vivir, y ahora con harta razón. Hubo un gran
silencio, que el Padre Ministro prolongó adredemente, gozándose en él
como en una lisonja. Un hipo descomunal resonó en el estudio.
--¿Quién es el marrano?--preguntó Conejo, aparentando severidad.
Los vecinos del culpable, con esa baja intención característica de la
infancia, y que los jesuítas cultivan con mucho esmero, en fuerza de
miradas y gestos, lo colocaron en tanta turbación, que ella misma hubo
de delatarle. Era Marcialito, hijo del heroico general Pandolfo.
--¿Es esa la educación que te dan en tu casa? ¿Te parece éste sitio
para regoldar?--y Conejo fruncía las cejas de una manera tan ridícula,
que todos rompieron en una gran carcajada.
Á seguida comenzó el reparto de libros de texto. Los niños pasaban, uno
por uno, recogiendo los que le correspondían. Á Bertuco le entregaron
la «Psicología, lógica y ética», de Ortí y Lara; la «Geometría»,
de Rubio, y el segundo de Francés, de Goicoechea. Concluída la
distribución, Conejo preguntó quiénes querían inscribirse en las clases
de adorno. Bertuco se matriculó en violín y dibujo. Coste, aterrorizado
ante el hastío tremebundo de las interminables horas de estudio que
tenía por delante, juzgó cómodo expediente solicitar alguna clase de
adorno, ya que éstas se seguían hurtando el tiempo al estudio.
--Padre, yo quisiera...
--¡Bravo! El señor Coste quisiera... ¿Qué quisiera el señor Coste?
Un poco cortado ya, el mofletudo Coste continuó:
--Pues yo quisiera tocar algo...
--Pero, hombre, si parece que lo estás tocando siempre...
Carcajada unánime.
--No, si digo... vamos, algún instrumento.
--¿De viento?
--Bueno; tocar algo.
--Ya estás tocando el violón.
Nueva carcajada, sobre la cual salía la voz aguda de Manolo Trinidad,
el hipócrita alfeñicado y casi femenino que se pasaba el curso haciendo
la pelotilla, adulando y llevando chismes á los Padres. Coste se sentó
furioso, y con disimulo hizo señas á Trinidad, dándole á entender que
pensaba romperle algo, hacia la cabeza.
Conejo salió del estudio con aire marcial y exagerado contoneo.
El inspector, desde lo alto del púlpito, enderezó breves frases de
salutación á los alumnos, y terminó diciéndoles que podían hojear los
libros de texto en tanto llegaba la hora de la cena. Levantóse entonces
un revuelo sordo, y, á poco, la muchedumbre de cabecitas se inclinaba
atentamente sobre el pupitre.

V
Unos pasaban y repasaban con afán las páginas; otros meditaban, la
cabeza hundida entre las manos; algunos cayeron dormidos. Había un
religioso silencio. El Padre Sequeros derramaba una turbia mirada de
misericordia sobre todos ellos; los escrutaba luego con ahinco, como si
se esforzase en descifrar vagos enigmas. «¿Qué ha sido de ellos? ¿Qué
será de ellos?», se decía. Su destino humano no le inquietaba, sino la
eterna solución de aquellas vidas. «¿Cuántos se salvarán? ¿Cuántos se
condenarán?» Y le tomaba un temblor de espanto.
La solución de ultratumba no queremos aventurarla. Pero como de esto
han corrido muchos años, algo podemos decir del destino terrenal que
pesaba ya sobre aquellos cráneos candorosos.
Sumidos en el triste recogimiento del estudio estaban: Luis Felipe
Ríos, que había de morir frenético, de parálisis general; Rielas,
que había de morir alcohólico; Lezama y Menéndez, á quienes habían
de recluir en sendos manicomios; Macías Guarino, su hermano Enrique,
Celedonio Pérez, Caztán y Borromeo Gusano, que habían de morir
tuberculosos; Manolo Trinidad, que había de llegar á ser bardaje;
Forjador, jesuíta, y Ricardín, alcalde de Regium. Nada queremos
adelantar de Bertuco y Coste.
Entretanto, el Padre Sequeros seguía planteándose el para él magno
problema: «¿Quiénes se salvarán? ¿Quiénes se condenarán?»
Á las ocho menos cuarto asomó por la puerta del estudio el temible
morro del Padre Mur, un morro puntiagudo y vibrátil como el de las
ratas de alcantarilla. El Padre Sequeros le dejó el púlpito y salió del
estudio, á fin de tomar su refección vespertina.
El Padre Mur creyóse también en la obligación de pronunciar unas
palabras. Hízolo muy secamente, mirando á los alumnos con manifiesto
desdén y agrura. Insistió repetidas veces en lo saludable y provechoso
de los castigos para quien los recibe, y, á guisa de epílogo,
advirtióles que lamentables benevolencias de otros Padres tendrían
necesaria compensación en su justa severidad (la de Mur). Los niños
vieron en sus últimas frases una clara alusión al Padre Sequeros, á
quien odiaba, y no era preciso ser muy listo para echarlo de ver.
Luego de terminar tan sucinta y rotunda plática, les conminó á que
inmediatamente le fueran entregando relojes, monedas, cortaplumas y
cualesquiera otros objetos prohibidos, por ser ocasión de distracciones
en clases y estudios. Así lo hicieron todos.
Á las ocho comenzó la cena. Á las ocho y media había terminado. Después
de una breve oración en la capilla particular, los colegiales subieron
al dormitorio, yendo cada cual á guardarse en su respectiva camarilla.

VI
Bertuco fué despojándose pausadamente de sus vestidos. Contempló algún
tiempo el camastro, pequeñuelo y blanquísimo, amable ensenada á donde
se recogía después de los diurnos afanes, entregando su espíritu
en brazos de los ángeles por que lo recreasen con dulces ensueños
y anticipaciones de la gloria venidera. Había sido el lecho de su
virginal candor; ya no podía volver á serlo. No se atrevía á acostarse,
cual si fuese una profanación. Cruzó los brazos y abatió la cabeza.
Estábase así cuando el Padre Sequeros le sacó de su ensimismamiento
tocándole el hombro con blandura.
--¿Por qué no te acuestas, Bertuco? Vamos, acuéstate.
Obedeció el niño. El jesuíta le acarició la frente.
--Duerme, Bertuco. El Señor sea contigo--. Salió, cerrando por fuera la
portezuela.
Bertuco hundió el rostro entre la almohada, solicitando el sueño
ahincadamente, por huir de sus propios pensamientos.
Oíase el susurro de la lluvia contra los ventanales y algunos sollozos,
saliendo ahogadamente de camarillas remotas.
Bertuco se acordó de que iba ya para dos meses que no hacía sus
oraciones antes de dormirse; comenzó á bisbisear sin lograr aplicarse
á infundirlas un sentido. Una sola idea se alojaba en su mente,
expandiéndose, expandiéndose como si amenazase quebrarle el cráneo. Era
la idea de tener que confesarse y descorrer ante un sacerdote el velo
de sus pudores mostrándole aquella vergüenza. ¡Tenía ya malicia! El
demonio le había iniciado en el gran secreto que rige al mundo.
Se le hacía presente la escena y el supremo minuto en que su infame
preceptor le había sugerido inmundas verdades, induciéndole á
pecaminosos actos con la hija del jardinero. Bertuco no quería oir;
huyó aterrorizado. El seminarista, riéndose, corrió á darle alcance.
Luego, había remachado sobre lo ya dicho. Bertuco protestó. ¡No,
no podía ser tal monstruosidad! Le asaltó el recuerdo de su madre.
«Entonces... mi madre... ¿Y la Virgen?» había suspirado roncamente.
Acudió el seminarista con textos de la doctrina, los cuales en el
instante adquirieron cabal sentido.
Fué un cataclismo. El edificio de su piedad y fe cayó, y entre la
confusión ruinosa corrían los lagartos de los malos pensamientos
y deseos, calentándose al sol interno de una lujuria meditativa,
creciente, avasalladora, porque lo presunto érale incentivo y
alimento. Se retrajo á los parajes esquivos de la aldea y á los
rincones apartados de la casa. Su espíritu modelaba en todo punto
fantasmagóricas esculturas de carne femenina y rectificaba las formas,
aspirando á la realidad desconocida. Bertuco devoraba á las mujeres con
ojos ardorosos, imaginando la desnudez plena por las sugestiones que
le ofrecían pliegues, caídas y adherencias del ropaje; acechaba una
pierna que en fugitivo movimiento se mostrase, un brazo arremangado,
la hendedura y suave henchimiento de un descote... Comenzó á dudar de
la sabiduría del omnipotente, que había dispuesto para la propagación
de la especie acto tan torpe y puerco, y no un arbitrio más decoroso
y amable. Sintió repugnancia de sus progenitores y desprecio de sí
propio, considerando su bajo y vergonzoso origen. Llegó á mirar con
odio á sus semejantes. Cada vez que tropezaba con una madre amamantando
al pequeñuelo, con una señora encinta, con un matrimonio, volvía
el rostro, asqueándose y reconstruyendo, á pesar suyo, hipotéticas
intimidades é inmundas complacencias. Pero todo su ser aspiraba hacia
la hembra. Una mano soberana é ígnea le asía por la nuca, lanzándole
vertiginosamente al amor. Cayó. ¡Oh, aturdimiento y rabia de los
primeros tanteos, en los cuales una ignorancia frenética se ayuntaba
con otra ignorancia pasiva, incapaces de consumar el incógnito acto!
Rosaura, la hija del jardinero, aquella _rapacina_ pelirroja y tímida,
fué la compañera de pecado: era una adolescente informe y glabra aún.
Después, las torturas de ver cómo el curso se le echaba encima,
su despego de los deberes religiosos, su horror al tribunal de la
penitencia, la aridez y tenebrosidad de corazón...
Y la lluvia batía contra los vidrios. Una voz angustiada hendía la paz
del dormitorio: «¡Mamá! ¡Mamá!» De fuera del colegio llegó, apagado y
suspirante, un canto campesino:
_Á mí me gusta lo blanco._
_¡Viva lo blanco! ¡Muera lo negro!_
_Á mí me gusta la niña_
_Con zapatitos de terciopelo._
Zapatitos de terciopelo... Jamás los había visto Bertuco. Imaginólos
en el acto, á manera de cimientos de una rica hembra desnuda, más
rellenica que Rosaura y con penumbrosos recodos en alguna parte. Por
evitar la tentación abrió los ojos. La luz era mortecina y amodorrante.
Volvió la pupila llorosa hacia las estampas de la cabecera, y con
determinada dilección la puso en la imagen de San José, aquel varón
manso que había sido puro y sencillo. Incorporóse y besó la florecida
vara del santo.
El sereno, con pie inaudible, se acercó á la camarilla de Bertuco,
habiendo oído dentro algún rumor. Espió á través de la mirilla y
penetró repentinamente en el mechinal, sorprendiendo al niño cuando
besaba el cromo. Era el Hermano Mancilla, y habló malhumorado:
--¿Qué te haces, pues, ahí, mastuerso? ¡Ah! Tú, Bertuco, que te eres...
Dispensa. ¿Qué majadería es esa? Duérmete, pues, de seguida.


A MAXIMIS AD MINIMA

I
Y empezó el curso.
Comenzó á funcionar aquel ingente y delicado mecanismo, cuya operación
consiste en tejer la hilaza de la historia humana, de manera que
Dios se gloríe de ella en la mayor medida posible, gracias á los
hijos de San Ignacio. La infancia, levadura del pan de lo futuro,
aportaba abundante é informe materia que bregar en las innumerables
y quebradizas ruedas y engranes del maravilloso mecanismo. Comenzó
á funcionar; pero marchaba torpemente aún, con rémora y pesadumbre,
á causa del desuso é inacción de los meses estivales. Hacíale falta
un pronto lubrificante, y ninguno más á propósito que el suavísimo
aceite de la _gracia_, del cual son representantes sobre la haz de
la tierra los jesuítas, como se sabe, y apercibían ya las aceiteras,
desobstruyendo el pitorro, á fin de ablandar toda superficie de
frotación.

II
Y empezó el curso.
Comenzó el celo jesuítico á pulir y adestrar á su modo inteligencias
infantiles y á enderezar almas al fin de la gloria divina. Los
primeros pasos eran difíciles. Las vacaciones habían destruído en
gran parte la cauta edificación espiritual de otros cursos. Volvían
los niños disipados, tibios, melancólicos, con la frente tostada de
sol y libertad, el corazón lleno de añoranza y la voluntad rendida
al desmayo. Á las horas de recreación volvían á ser fácilmente los
antiguos alumnos; empeñábanse en duras partidas de balón y pelota, ó
medían en la maroma el esfuerzo del brazo. Con el afán de la lucha y
el entusiasmo del ejercicio, purpúreo el rostro y la mirada tranquila,
eran de nuevo criaturas dóciles para quienes el pasado no existe. Pero
llegaban á los estudios, á las clases... hundíanse en recogimiento...
Entonces, á tiempo que el cansancio iba cediendo y el sofoco de la
cara apagándose, el inspector, desde la atalaya de su púlpito, podía
observar cómo aquellas pupilas se iban poblando de visiones lejanas
y las cejas se fruncían con ahinco, como solicitando más energía
y vivacidad en la imagen que se intentaba evocar, y las frentes,
pensativas, apoyábanse con desaliento en las palmas, y el mundo--toda
su claridad infinita, todo su armonioso bullir y sus sabrosísimos
señuelos y sus halagüeñas futilidades--venía á alojarse en las tiernas
mentes, y, aunque invisible, estaba allí, allí dentro.
Á los pequeñuelos, á los recién llegados, no era empresa ardua
saturarlos presto de espíritu religioso, moviéndolos, á voluntad,
por el asa del temor de Dios, cultivado sabiamente con narraciones
de interés sumo y tales aciertos trágicos, que las carnes de los
chiquitines se estremeciesen y el cuero cabelludo se les erizase. Los
pipiolos de la tercera división, la mayor parte de ellos en los albores
de la vida consciente, no ofrecían dificultad alguna pedagógica ni de
otro linaje. Sus profesores é inspectores eran los Padres de más pobre
inteligencia y breve ilustración.
En la segunda división, compuesta de niños de diez á doce años, no era
tampoco difícil imbuir la resignación claustral, al propio tiempo que
se cercenaban leves reliquias de los pretéritos meses de vacaciones. Al
fin y al cabo, eran todos aún almas pasivas y ligeras como la arcilla
en manos del alfarero.
El hueso estaba en la primera división. En ella había mozalbetes,
había hombrecillos, los más eran púberes ya. Los primeros brotes del
carácter, de la personalidad, se levantaban impetuosamente á la vida,
en cada individuo. La poda de estas vegetaciones espontáneas no era muy
hacedera, antes al contrario, faena de tacto y parsimonia exquisitos.
De la forma de realizarla dependía el fruto que, andando el tiempo,
habían de rendir aquellos arbolitos en flor. Para alguno de ellos era
el último año de invernadero, de plantel, de calor artificioso y de
cultivo amañado. Los troncos habían adquirido cierta reciedumbre y
fortaleza; aspiraban á explayarse en giros fantásticos, y ya no cedían
blandamente á la mano del jardinero que pretendía enderecharlos al
cielo, perpendiculares, monótonos y adustos, como cipreses.
Á las horas de estudio eran contadísimos los que estudiaban. Unos, con
exterior muy formal y los ojos fijos en el libro de texto, paladeaban
memorias, vencidos de nostalgia. No era posible castigarlos, porque
guardaban la debida compostura y aparentemente se aplicaban. Otros,
aprovechando un descuido del Padre Sequeros, bisbiseaban con los
vecinos, ó les transmitían recados escritos, ó hacían telégrafos de
señales. Estos, aspirantes al laurel de Apeles, á pretexto de resolver
cálculos algebraicos ó delinear figuras geométricas, componían
minuciosos dibujos, con escenas de la vida de colegio. Bertuco
era el más hábil en las artes del dibujo, así como en la poesía.
Porque también había en la división unos cuantos poetas en canuto,
que mantenían enconadísima lucha de rivalidades, como si ya fueran
literatos hechos y derechos. Con todo, la opinión muchachil, casi en
pleno, concedía la supremacía á Bertuco, en lo serio, y á Ricardín
Campomanes, en lo jocoso. Entrambos tenían fácil vena; pero el carácter
de las musas respectivas era opuesto. Así, con ocasión del santo del
Padre Sequeros, uno y otro tañeron la lira. La oda de Bertuco comenzaba
de esta suerte:.
¡Santo varón á quien la gracia ungiera
por la virtud propicia de Riscal...!
Las estrofas de Campomanes concluían con esta deprecación:
Pido al Padre Sequeros, que es gran petate,
nos regale pastillas de chocolate.
También había quienes _enredaban_ en el estudio, sin disimulo ni
cautela, especialmente estando presente el Padre Sequeros, cuya
tolerancia y benevolencia eran proverbiales; no así en cuanto el odioso
Mur asomaba por la puerta del salón la rubicunda nariz, inquisitiva
y husmeante, que, en lo más avanzado de su punta, se complicaba
manifestando turgente y sanguinolenta verruga. Conejo, desde que era
ministro, tenía en jaque también á los alumnos. Inopinadamente y con
pie tácito se filtraba en los estudios, y, andando de puntillas, iba
de un lado á otro escudriñando lo que se hacía, metiendo el morro
por encima del hombro de los chicos, afanoso de sorprender alguna
acción punible, más que por castigarla por darse el gustazo de haberla
descubierto, por dar á entender que era hombre á quien nadie engañaba,
y, á última hora, por mostrarse, magnánimo y perdonar. Envidiaba á
Argos, á causa de su centenar de ojos, y aun á la espléndida cola
del pavón, á donde, luego de haber sido asesinado por Mercurio, Juno
trasladó las cien pupilas metálicas del hijo de Arestor, porque Conejo
era también muy fanfarrón, pero perfectamente ingenuo. Tenía, además,
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