A.M.D.G. - 09

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entre el deseo de descubrir algo y la dificultad de expresarlo en
términos convenientes. Bertuco se adelantó:
--Y... te empuñó el cetro, ¿eh?, lo mismo que á mí.
--¡Reconcho! Has acertado.
--Y á mí.
--Y á mí.
--¡Qué bárbaro!
Muequeaban de asombro y proferían risotadas.
Añadió Bertuco:
--Ahora viene lo bueno. Trátase del Padre Landazabal. El muy pícaro
quería sonsacarme si fumaba ó no. Hasta un pitillo llegó á pedirme...
Qué tal, si me dejo engañar...
--No te hubieras engañado, es decir, no te hubiera engañado.
--¿Qué quieres decir, Ricardín?
--Que el pobre jorobeta se perece por fumar. Los demás Padres lo
reputan idiota, no le hacen caso y lo dejan abandonado á su suerte. El
infeliz no se atreve á pedir de fumar al Rector, como hace el Padre
Iturria, y se sirve de estos medios, cuando no de otros. Un día salí
yo á _lugares_, en el estudio de la tarde. Pues bien, me encontré al
Padre Landazabal buscando por los retretes las colillas que nosotros
dejamos. Cuando lo sorprendí se echó á temblar y me rogó que no contara
nada á nadie. Luego me pidió, por amor de Dios, un pitillo. Yo le dí
los que tenía.
--¡Jesús!
--¡Jesús!
--¡Pobre corcovado!
Llegó en esto el Padre Sequeros.
--¿Qué concilios hacéis? ¡Á jugar, á jugar!
Y dispersó á los niños, dando palmadas, como se hace con las aves de
corral[3].


EL LIBRO DE RUTH

Quae respondit: ne adverseris mihi ut relinquam te et abeam;
quoqumque enim perrexeris, pergam: et ubi morata fueris, et ego
pariter morabor. Populus tuus populus meus, et Deus tuus Deus
meus.
(Libro de Ruth. Cap. I. v. XVI.)

I
Ruth Flowers había nacido en una de las islas del Canal, en Jersey.
Por la traza corpórea pertenecía al tipo angélico de la mujer inglesa:
figura espigada y fusiforme; equívoca sexualidad de efebo; el
continente, virginalmente tímido; la _complexión_ ó matiz del rostro,
según aquel terceto de Isabel Barret Browning:
_And her face is lily-clear,_
_Lily-shaped, and dropped in duty_
_To the law of its own beauty._
Un rostro embebido en luz, como la azucena, y en forma de azucena,
y rociado de una á manera de gravedad que no era sino la conciencia
del respeto debido á la propia hermosura; azules los ojos, dulce
oración bajo el relicario de la nevada frente; rubio lino cardado, la
cabellera. En lo espiritual, era soñadora, sensitiva y dócil á todo
linaje de quimeras. El mar múltiple y Shakespeare múltiple habían
envuelto su infancia. Su casita, sobre la playa de Saint Helier,
enfrentábase con la fortaleza, ya en ruinas, que la Reina Virgen
levantara, mar adentro. Desde su isla alcanzábase á ver, del lado
allá de las olas, en los días serenos, una mancha lechosa de tierra
francesa, en donde está la tumba de Chateaubriand. Y no lejos de su
cuna yérguese la mole bélica del castillo de Mont Orgueil, sobre el
acantilado rudo que multiplicó el canto de Childe Harold peregrino.
En Jersey conociera á Villamor, quien, reposándose de los estudios que
le habían llevado á la Gran Bretaña, veraneaba en Jersey. Á poco de
relacionarse contrajeron matrimonio.
Ruth pensaba en España como en una tierra encendida de rosas y poblada
de aventuras, el país de la novela cotidiana.
Cruzó, en su viaje nupcial, la llanada francesa, amable y riente, y
desde San Sebastián, siguiendo la costa del Cantábrico, llegó á Regium,
húmedo y melancólico. Villamor había alquilado una casa en la calle de
Zubiaurre, frente al mar; un mar verdinegro y hosco, como el de Ruth.
¡Y ella que había soñado con un mar latino, color de añil, tachonado de
velas purpúreas...!
Al año de matrimonio llegó una niña, Grace, y dos años más tarde un
varón, Lionel.
Villamor amaba á Ruth con tan delicado rendimiento que no gustaba
ni atinaba á decírselo, experimentando cierto pudor de la palabra
como de cosa fútil, vestidura de ficciones y tosco remedo del amor.
Acordábase de sus breves aventuras con damas galantes, y la herida que
le hacían en el sentimiento con charlas mimosas de encarecido afecto,
moviéndole á apartarse de ellas con repugnancia. Muchas veces era tan
caudalosa la crecida de su pasión que se hubiera arrojado á los pies
de Ruth murmurando mil locuras que se le atropellaban en los labios y
pidiéndole caricias, como un niño; pero el temor de caer en liviandad
á los ojos de su esposa, le contenía. Ni aun osaba mirarla con amorosa
insistencia, por miedo al ridículo ó á que en sus ojos adivinara Ruth
alguna vislumbre de torpeza. Era de un exterior frío, reconcentrado,
impasible: como los líquidos bullidores y expansivos, necesitaba un
continente muy recio. Hasta con sus hijos parecía adusto.
El corazón de Ruth, tierno y nacido para el halago, no comprendía al
esposo, y juzgaba como desamor lo que no era sino amor acrecentado.
Esclavos los dos de la propia dignidad, una timidez y frialdad aparente
se había unido á otra timidez fría en la superficie, de suerte que en
el trato familiar se les interponía una terrible y opaca oquedad. Y así
vivían mano á mano, alejándose por momentos; ella cada vez más triste y
más ausente del hogar con el pensamiento; él cada vez más enamorado y
más triste, comprendiendo que su Ruth dejaba de quererlo.
Las continuas cavilaciones y melancolías de Ruth--tras de los vidrios
del mirador, cara al mar; el artístico volumen de Longfellow ó de
Shelley, caído en el regazo--trajeron por obra una gran alteración
nerviosa. La linda azucena del Norte se mustiaba. Observábala
cautelosamente Villamor, atribulado y sin saber cómo acudir con el
remedio. Al fin, temiendo serias complicaciones del mal, se atrevió á
decir:
--Querida, me parece que Regium no te sienta. Es preciso que pases una
temporada de campo, de montaña á ser posible. Si quieres ir á Jersey,
no te contrarío. Pero, en mi opinión, te conviene un clima de altura.
Mi madre vive en Agnudeña, ya sabes, una región abrupta y solitaria;
se parece á los _highlands_ escoceses. Te gustará. Mi madre aún no te
conoce; te querrá mucho. Creo que tú también la querrás. Es una mujer
sencilla... aldeana... pero...
--Eso ¿qué importa?
--Gracias, Ruth. ¿Te gustaría ir?
--¿Por qué no?
--Llevarás á los niños y á la _nurse_. Para todos será muy saludable.
Os acompañaré una corta temporada, porque las obras del puerto... ya
sabes...
--Como quieras.
--¡Ah! Perdóname. No quisiera ofender tus creencias; pero es preciso
que mi madre piense que eres católica, y hasta... No me atrevo.
--Habla.
--Hasta que asistas á misa. En este caso sólo podremos ir. De otra
suerte, imposible.
--Como quieras.
Se fueron al arriscado Agnudeña. Ruth, la niña y la _nurse_ hablaban
inglés, y contadas frases en castellano. El niño comenzaba á chapurrar
la lengua paterna. Villamor les sirvió de intérprete en la montaña.
Á Ruth le gustó la braveza del paraje y la buena gracia pastoral de
sus moradores. La vieja estaba encantada con su nuera y sus nietos.
De la una decía que Dios no hace cuerpos tan _guapos_ si no es para
infundirles un alma buena, y que parecía _talmente_ un querubín. De los
nenes que eran _pintiparaos_ los angelotes de las estampas. La que no
le entraba enteramente era la _nurse_, á causa de lo acecinado de su
semblante y de lo doctoral de sus lentes.
Ruth asistía los domingos á misa. El santuario era una ermita
montañesa, rodeada de castaños patriarcas, y con un esquilón de acento
inocente y díscolo. Los santos, toscamente entallados en madera, tenían
esa rigidez bizantina que sin duda conviene á la bienaventuranza.
Dentro del recinto olía á monte y á fortaleza. Y Ruth comprendió que
aquella sed que alteraba sin tregua su alma podía satisfacerse en las
aguas de la religión católica. La fiesta del patrono acaeció estando
Ruth en Agnudeña. Sobre el pavimento de la ermita los montañeses
amontonaron un tapiz de espadaña, juncia, romero y rosas carmíneas.
Los incensarios borbollaban fragancias de Oriente. En el coro, seis
cornamusas vertían sin reposo guturales y halagadoras canturrias. Ruth
sintió á modo de una ebriedad; era su tierra de promisión, lo emotivo
y lo pintoresco de la novela cotidiana que había soñado frente á la
fortaleza de la Reina Virgen.
Allí mismo, sin salir de Agnudeña, hubiera entablado conversaciones
piadosas con el párroco; pero éste, aparte la agria cerrazón de su
dialecto, era un bárbaro que vivía sólo para la caza y otros ejercicios
violentos y crueles.
De vuelta en Regium, Villamor buscó un preceptor que enseñase correcto
castellano á sus hijos.
--Es un amigo íntimo mío, Ruth, que por especial favor accede á mi
deseo. Ha viajado mucho, hasta el Japón, y habla correctamente el
inglés y el francés; de suerte que contigo puede entenderse en tu
propio idioma, y, hasta si lo deseas, darte lecciones de castellano.
Tiene gran talento y elocuencia; no será raro que lo elijan diputado en
la próxima legislatura. Se llama Luciano Pirracas. Espero que, por su
educación y particularidades, no te cause enojo, antes te sirva para
conversar y distraerte.
Don Luciano Pirracas apareció en casa del ingeniero. De primera
intención, á Ruth no le fué simpático. Andaba por la treintena y era
adiposo y locuaz. Su charla, como la atmósfera, envolvía todas las
cosas existentes sobre la haz de la tierra. Dijérase que nada podía
vivir como no fuera alentando en su palabra profusa. Á fuerza de
perspicacia daba en superficial; tocaba los asuntos en la costra y los
creía ya resueltos. Describiendo tierras exóticas lograba poner en sus
frases vivos colores y evocaciones repentinas. En tal caso, Ruth le
escuchaba con atención. Era anticlerical furibundo, é induciendo de la
religión de Ruth que ésta le prestaría aquiescencia, disparábase en
vituperios contra la clerecía y muy particularmente contra la Sociedad
de Jesús. Pero Ruth, que vivía en crisis religiosa, le vedó con
delicadeza que la hablara de este extremo.
Insensiblemente, Pirracas se fué enamorando de Ruth, y como no era
hombre de vida profunda, la mujer del ingeniero lo comprendió en
seguida, agradeciéndole la nobleza con que procedía esforzándose en
acallar aquel fuego, por respeto al amigo y á su esposa.
Cada vez que en sus paseos dominicales pasaba el matrimonio por delante
del colegio de la Inmaculada, á Ruth se le iban los ojos hacia el
caserón. Deseaba entrar y desentrañar su vida oculta. Conocía á todos
los Padres, habiéndose cruzado con ellos tantas veces; pero ignoraba
sus nombres. Los conceptuaba eminentes en santidad y únicos en ciencia
divina. Comprendía que sólo ellos eran á propósito para otorgarla la
luz de la gracia y un cabezal de sosiego en que adormecer el espíritu.
Sin saber cómo, sus ansias iban hacia aquel jesuíta alto, fuerte y
austero que regía á los niños mayores. No le había visto nunca los
ojos, y, sin embargo, sabía que eran pardos y penetrativos, de esos
ojos desnudos, tristes y castos que saben leer en las almas.
Otro individuo que le atraía singularmente era Gonzalfáñez, del
cual Villamor le había hecho breve relato acerca del misterio en
que se arrebozaba. Los dos esposos lo habían sorprendido en guisas
extravagantes: una vez, conversando con las hierbas, tumbado en el
prado; otra, encaramado en un pomar, cebando los bichejos de un nido.
La única relación que en Regium mantenía Ruth era con la señora
del vista de aduanas, Aurora Blas. Visitábanse de tarde en tarde y
con mucha etiqueta. Aurora andaba muy metida por los jesuítas y no
perdonaba ocasión de pronunciar un ardoroso elogio de los benditos
Padres. Y así fué cómo Ruth confió un día á Aurora sus inquietudes
espirituales y su resolución de acogerse á una religión que la
satisficiera.
--_Mais, alors vous devez aller tout de suite au couvent des Jésuites.
Oh, combien ça me plait! Vous êtes un ange._
--_Ma chère Aurora: ça c’est bien difficile. Comment pourrais-je aller
moi toute seule? Je n’y connais personne_[4].
Aurora se prestó, al proviso, á servir de correveidile. No faltaba más.
Fué á visitar al Padre Olano, su confesor; éste acudió á Arostegui;
Arostegui manifestó que le placía mucho el caso, y á los dos días,
Aurora y Ruth entraban en el colegio, un domingo, al caer la tarde.
Olano las aguardaba en el salón de visitas. La primera dificultad con
que tropezaron fué que Olano no sabía inglés, ni francés, y Ruth no se
enteraba cumplidamente del castellano. Aurora sintióse perpleja:
--Padre, yo creí que todos ustedes sabían al dedillo el francés.
--¿Para qué, hija mía?--respondió el Padre Olano, ruborizándose--. Lo
estudian los que tienen necesidad de él. En los otros sería vanidad.
Pero, en fin, esto no es un impedimento absoluto. La señora, por lo
que veo, entiende español. Yo la hablaré despacio, y cuando no me
comprendiera, le repetiré lo que sea cuantas veces sea preciso. De
este modo las verdades se le inculcarán con mayor fuerza. De aquí en
adelante puede venir á la hora que mejor le convenga, y hablaremos aquí.
--_Six heures du soir, si ça vous plait._
--¿Qué dice?
--Que á las seis de la tarde, si no le molesta.
--Muy bien. ¿Quedamos en eso?
Así se hizo.
Ruth acudió puntualmente, aun cuando le repelía el aspecto del Padre
Olano y cierta manera crasa y adherente que tenía de mirarla.
Convencida á la postre de que no avanzaba nada en el camino de
perfección, escribió un billete al Padre Olano despidiéndose, y
achacando su determinación á la dificultad insuperable del idioma. Con
la esquela en la mano y sombrío abatimiento en el rostro, el catequista
encaminóse á la celda del Rector.
--Pero, hombre, ¿por qué no me ha dicho usted el primer día que esa
señora no sabía castellano?
--Yo creía...
--Usted creía que el Espíritu Santo le iba á soplar á usted el don de
lenguas, ¿no es eso?
Aquel mismo día, la señora de Villamor recibió una carta, en correcto
francés, rogándola que tuviera á bien continuar por el camino
emprendido, y que volviera al colegio, en donde hallaría un Padre con
quien poder entenderse á su gusto. El Padre resultó ser Conejo, que
además de Prefecto de disciplina era profesor de francés, primer curso.
Á los pocos días, Conejo renunciaba á la empresa de adicionar un alma á
los rebaños del romano pontífice.
--Reverendo Padre Rector, lo lamento mucho, pero no me es posible hacer
nada, porque... ó yo no sé francés ó es la señora esa quien no lo sabe.
No podemos interpretarnos recíprocamente.
--Lo más probable, Padre Eraña, es que usted lo ignore, y en esto no
hay ofensa.
--¡Por Dios, Padre Rector! Ni por pienso...
--Acaso el Padre Sequeros... ¿Usted qué opina?
--Yo...
--Sí, usted; puesto que le pregunto...
--Que lo habla como Fenelón, eso ya se sabe.
--Pues dígale esta tarde á esa señora que desde mañana bajará á
recibirla otro Padre. Y como no estaría bien hacer esta distinción
á favor de una solamente, bueno es que, con cautela, vayan ustedes
informando á otras beatas de que el Padre Sequeros vuelve á los
ministerios.
Cuando Sequeros recibió la orden, no pudo celar la alegría que le
daban. Vió el dedo de Dios eligiéndole, y por la noche se revolcó sobre
la tarima de su celda, humedeciéndola de llanto y besándola, y luego se
zurraba los lomos con las disciplinas, y murmuraba:
--¡Corazón santo, yo no soy digno! ¡Amado Padre Riscal, yo no
merezco...!
En las recreaciones de los Padres hubo comidilla abundosa. La nueva
llegó hasta la manida de Atienza, el cual, en la primera ocasión, le
sopló á Ocaña en el oído:
--¿Qué te he dicho yo, Ocañita? Que echarían mano de Sequeros cuando
lo necesitasen. ¿No te lo he dicho yo? Mira, lo tengo muy bien
organizado--. Y daba un golpecito con el índice en la carnosa nariz.

II
Un repique de nudillos en la puerta le despertó. Levantóse en paños
menores y salió á la celda. Encendió el quinqué, miró instintivamente
el reloj, que había dejado sobre la mesa, al acostarse. Eran las cinco
de la matinada.
Sequeros volvió con el quinqué en la mano al camaranchón en donde
estaba su yacija, y lo colocó en el suelo. Enderezó los ojos hacia
el crucifijo, colgado del muro, sobre la cabecera del lecho,
santiguándose. Calzóse luego las medias, de lana y hasta más arriba de
la rodilla, se vistió los calzones, de mahón azul, desteñido ya, no
más largos de la corva y acuchillados de remiendos, insistentemente
en la culera; se puso los zapatos; arremangó los puños de la camiseta
y comenzó á lavotearse en un cacharro que había sobre un sillete. En
habiéndose enjutado, tal como estaba y sin ponerse más prendas de
vestir, hizo la limpieza del cuarto. Con una escobilla fué barriendo
la suciedad del entarimado y la apiló en un montoncito, á la puerta.
Sacudió violentamente el fementido colchón; aireó un momento las
sábanas luego que hubo abierto el ventanal; batió el cabezal, y con
mucha destreza, dejó lista la cama. Se le ocurrió: «¡Vamos, que si Ruth
me sorprendiera en esta traza...!» Avergonzado, se llevó las manos al
rostro; en seguida se empinó y golpeó el tillado con el pie, como si
espantase un gato, diciendo: _Fugite, Satana_, y trazó una cruz en el
vacío. Vistióse la camisa, la sotana, única que tenía, y se encasquetó
el bonete. Giró la vista en torno, contemplando su ajuar indigente;
después de vestido no le quedaban otras prendas que el balandrán, el
manteo, una teja despeluchada, raída, lamentable, y luego un rosario,
el crucifijo que le habían entregado al hacer los votos y con el cual
le enterrarían, _El Tesoro_ y el breviario.
Sonrió, envanecido de lo que él creía tanta pobreza. Marchábase ya,
cuando, arrepintiéndose de camino, penetró en el zaquizamí nuevamente y
salió con el balandrán puesto.
En los tránsitos, otros Padres caminaban en la misma dirección,
silenciosamente. Estich se estrujaba las manos, haciendo sonar los
huesos, por ahuyentar el frescor de la madrugada. Penetraron en la
capilla reservada, en donde hicieron las oraciones en común. Oíase, de
vez en vez, el canto de un gallo campesino. Sequeros celebró su misa y
se restituyó á la celda, para hacer la oración y meditación matinales.
Sacó el crucifijo de sobre la cabecera al cuarto exterior, suspendiólo
en un clavo é hincóse de rodillas, orando vocalmente. Púsose en pie y
trajo á la memoria el punto elegido la noche anterior en el libro del
Padre Luis de la Puente, durante el penúltimo cuarto de hora antes
de acostarse: _Del primer milagro que hizo Cristo nuestro Señor en
las bodas de Caná, de Galilea_. Imaginóse en la presencia de Dios,
trayendo en ayuda de sus propósitos la interpretación que San Bernardo
da del pasaje bíblico aquel en que Abraham, subiendo á sacrificar su
hijo, deja en la falda del monte impedimenta y servidumbre; una y otra
representan cuidados y pensamientos terrenales. Por recogerse en el
punto de la meditación se esforzó en que sus potencias contribuyeran,
como quiere San Ignacio, de manera que trabajando el entendimiento en
las varias circunstancias que encierra el conocido versículo _quis_,
_quid_, _ubi_, _cui_, _quoties_, _cur_, _quomodo_, _quando_[5], se le
inflamase la voluntad, y, enfervorizada el alma, luego de cavar, rumiar
y ahondar en la meditación, entrarse por el coloquio. Aderezaba con
meticulosa solicitud la composición de lugar. Su imaginación plasmaba
prestamente realidades apetecidas. _Hubo unas bodas en Caná de Galilea,
en las cuales se halló la madre de Jesús, y él fué convidado con sus
discípulos; y como faltase el vino, díjole su madre: No tienen vino._
Sequeros veía la gran cuadra del festín; columnas de alabastro, al
fondo; fragancias espesas; colgaduras, y á través de una que la brisa
alzaba, colinas de oro, palmeras y un lago terso; los comensales, con
túnicas abigarradas; vasijas de plata bruñida; manjares condimentados
con especias; la desposada, embellecida por el rubor; el marido, con
ojos como tizones; Cristo, corpulento y dulce, la cabeza inclinada
sobre la túnica inconsútil de lino blanco; la Virgen... con el propio
rostro de Ruth.
«¡Oh, Jesús mío!», sollozaba Sequeros, «apartad de mi mente imágenes
temporales.» Pero la Virgen permanecía con el rostro ebúrneo y angélico
de Ruth.
«_Ponderaré la confianza tan amorosa y resignada con que hizo la Virgen
aquella brevísima petición_: VINUM NON HABENT, _no tienen vino, como
quien estaba certificada de las entrañas de piedad de su Hijo. Á esta
demanda respondió Cristo nuestro Señor: ¿Qué tienes que ver conmigo,
mujer? No ha llegado mi hora. Ponderemos las causas de esta respuesta,
al parecer tan desabrida..._»
Y Sequeros, arrastrado enteramente por la existencia imaginativa que
había provocado, continuó en voz alta:
«Ves, Ruth, que á las veces te hablo con dureza, lo cual te mueve á
desconsolación. ¿Qué otra cosa persigo si no es tu bien? ¡Ay, que las
veredas del bien son ásperas, Ruth! ¿Piensas que no te amo? ¿Cómo no
he de amar tu alma de armiño, alma blanca y suave en la cual la mía se
recrea? ¡Ruth, Ruth, corderilla mimada de mi rebañuelo, la más linda,
la más graciosica y débil, la que más amo, por habérseme extraviado!
¡Si supieras, Ruth, cuánto te amo, cuánto, cuánto...!»
En esto, el astuto Hermano Cervino, lego visitador, esto es, encargado
de ir espiando de celda en celda á la hora de meditación, abrió la
puerta súbitamente, insinuó la cabezota en el cuarto de Sequeros y
cazó al vuelo las últimas frases del soliloquio. Cuando Sequeros
volvió los ojos á la entrada, atraído por el ruido audible del mundo
efectivo, el visitador había desaparecido ya. Á través del ventanal se
infundía la bruma argentífera de la matinada. Los muebles de la celda
se concretaban en la naciente luz de Dios. Fuera, la campiña empezaba á
manifestarse entre tules de suma levidad. Sequeros consultó el reloj.
--¡Dios me valga! Van á dar las seis y media. No he sacado el fruto de
la meditación ni he hecho examen de conciencia. ¡Jesús! ¡Jesús, ayúdame!
Besó el crucifijo y subió raudamente á las camarillas de los alumnos.
Los acompañó, según era su deber, durante la misa, hasta las siete
y cuarto; durante el estudio de la mañana, hasta las ocho, hora de
desayunar.
Desayunó en el refectorio de los Padres y volvió á la recreación de los
niños, hasta las ocho y media, en que comenzaban las clases. Subió á su
celda y distrajo el tiempo, hasta las nueve, leyendo libros devotos.
Bajó á su confesonario, en la iglesia pública del colegio. Desde el
comienzo de la catequización de Ruth, el Padre Arostegui le había
ordenado reanudar su ministerio penitenciario, lo cual le originaba
estúpidas molestias que Sequeros ofrecía á cambio de culpas veniales.
Las _madreselvas_ bloqueaban su confesonario y hasta se enredaban
en querellas ruidosas, disputándose la vez que habían de seguir en
el turno. Luego, en habiéndose adherido á la rejilla, en fuerza de
escrúpulos y sandias menudencias que traían para desembuchar, no había
expedienté fácil y piadoso con que dar por terminada la confesión.
Á las diez y media, Sequeros daba su clase de francés, segundo curso,
hasta las once. Eran discípulos suyos, Bertuco, Campomanes, Rielas
y Rodríguez. Á las once salían los niños á recreo, acompañados de
Sequeros, hasta las once y media. Entonces, los alumnos iban al
estudio, con el inspector segundo. Sequeros subió á su habitación,
en donde hizo examen de conciencia, durante quince minutos. Á las
doce menos cuarto asistió á las letanías de los Padres, rezadas en
la capilla íntima. La comida era á las doce, y se prolongaba hasta
la una menos cuarto. Los Padres subían á los tránsitos, á solazarse
platicando, y los alumnos á los patios de recreación. El Padre
Sequeros, con los alumnos. Duraba el recreo de los niños hasta la una y
media, y á continuación venía un estudio de media hora, preparatorio
de las clases de la tarde, presidido por Sequeros. Al final de este
estudio Sequeros quedó libre; consentíasele dormir hasta media hora de
siesta. Se tendió en la cama; elevó la mirada al cielo raso; sobre la
tediosa tersura de la techumbre dióse arte con que esbozar visiones é
ilusiones. Dentro de unos instantes llegaría Ruth al salón de visitas.
Quizá venía ya de camino. ¡Cuán dócil y bondadoso el espíritu de Ruth!
¡Con qué santa celeridad se alimentaba de las verdades fundamentales
de la religión católica, convirtiéndolas en sustancia de su sustancia!
¡Cómo aderezaba con imágenes preñadas de divina luz los místicos
arrebatos de su corazón! Los adelantos conseguidos eran sorprendentes:
estaba adoctrinada ya en todos los extremos que importan, porque á las
veces viene el Señor muy tarde; pero paga tan bien y tan por junto como
en un punto da á otros. «¡Oh, mi Jesús y venerable Riscal; qué regalo
tan sabroso me hacéis!» Al día siguiente se bautizaría Ruth en la
iglesia pública del colegio. Los alumnos en pleno asistirían. El Padre
Sequeros iba á verter las aguas lustrales del simbólico Jordán sobre la
aurina cabeza de Ruth... «¡Qué regalo tan sabroso me hacéis!» Descendió
del lecho y dióse á pasear. De minuto en minuto, sacaba el reloj. «Las
tres menos cuarto. No me explico...» Púdole la impaciencia y bajó al
recibimiento. Santiesteban, de la sonrisa pútrida, salió á su encuentro.
--Subía á llamarle, Padre Sequeros. La señora está en el locutorio.
Vestía de negro, lo cual sutilizaba su natural sutilidad. Á través del
velo, flotante y translúcido, la cabellera tomaba reflejos de metal.
Levantóse, así que vió asomar á Sequeros, y corrió hacia él.
--_Mon Père, mon Père._
--_Ma sœur, ma chère sœur, ma petite sœur..._[6].
Se estrecharon las manos, contemplándose con regocijo infantil.
La obligó á sentarse luego y se acomodó al lado de ella. «Hoy,
verdaderamente, no tenemos de qué hablar; es día de callar...» decía
Sequeros.
--_De chanter plutôt_[7].
«De rezar, hermanita.» «No, no de cantar. Soy feliz.»
--_Donc, ¡Aleluya!_[8].
Rieron, alborozados. Tenían los ojos resplandecientes. Ruth refirió que
ya tenía terminado el traje, blanco y muy elegante. «Siempre le dije
á usted, Ruth, que el blanco y el negro es lo que mejor le va. Mañana
parecerá usted un ángel. Y lo es...»
--_Mais non, mais non. Que vous êtes gentil_[9].
«Repito que sí. Soy su padre espiritual, y no hay pecado de orgullo en
creer lo que digo.» Luego, meditabundo: «¡Qué lástima que no puedan
bautizarse mañana los niños! Sería un espectáculo conmovedor. Y su
marido, ¿vendrá?» «¡Ay! No lo sé. Ya sabe, Padre mío, lo fríamente que
vivimos. ¡Padezco mucho!» «¡Pobre hermanita!» Platicaron sin tasa.
Santiesteban vino á dar la hora: las cinco y media.
--_Pas possible_[10]--exclamó Ruth.
¡Cómo había volado el tiempo...! Despidiéronse tiernamente hasta el
siguiente día.
Los alumnos salían de las clases. En el claustro unióseles el Padre
Sequeros; merendaron; salieron á la recreación, en donde, rodeado de
un pequeño grupo de adictos y devotos, el inspector les hizo menuda
cuenta de varias circunstancias edificantes que habían concurrido
en Ruth para ser elegida de la gracia, ponderando la extraordinaria
virtud, candor y belleza de esta señora y otras muchas curiosidades que
deleitaban á los niños; siguióse el estudio, entreverado de rosario y
lectura espiritual; á las ocho, la cena, y Sequeros fué al refectorio
de los Padres; condujo luego á los muchachos al dormitorio y retornó
al pasillo del piso principal. Los jesuítas paseaban en pequeños
grupos, quiénes de frente, quiénes de espalda, platicando sobre nonadas
y baladíes rencillas, de muros adentro. Sequeros se sumó al primer
pelotón que halló al paso. Lo formaban Landazabal, titubeante y con las
manos clavadas en lo mollar del trasero; Estich, ajirafado y redicho;
Numarte, panzudo y estólido como un trompo, y Ocañita, minúsculo y
murmurador. No había entre ellos ningún profeso, ó jesuíta propiamente
dicho, esto es, que además de los tres votos simples hubieran hecho el
cuarto, de obediencia al Papa. Numarte y Landazabal eran coadjutores
espirituales, Padres graves; Estich y Ocaña, maestrillos. Cuando se les
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