A.M.D.G. - 12

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hasta que se derrumbó, sin aliento ni sentido. Recobróse; tenía las
ropas embebidas en agua; tiritaba. La cerrazón era completa. La lluvia
azotaba y el viento se revolvía frenético. Aquel vago retumbo de antes
se exacerbaba, era ensordecedor.
Un lanzazo de luz hendió las negras entrañas de la noche tormentosa.
«Es un faro. Estoy al lado del mar. ¿Andará cerca Ribadeo? ¡Padre
Sequeros, Padre Sequeros, ayúdeme!
Divina Pastora,
Dulce, amada prenda,
Dirige los pasos
De estas tus ovejas.
¡No me dejes, Madre mía! ¡No me dejes, Madre mía!» Ante las pupilas del
niño, que el delirio dilataba, mil fugaces lucecillas urdían diabólica
zarabanda. En los oídos le retiñía un campanilleo mareante. Fantasmas
sutiles le rozaban, mosconeando, las sienes. Una voz cantó junto á su
oreja:
Lucifer tiene muermo,
Satanás sarna,
Y el diablillo Cojuelo
Tiene almorranas.
Almorranas y muermo,
Sarna y ladillas,
Su mujer se las quita
Con tenacillas.
Esto mismo lo había leído Coste, de escondite, en un libro que tenía el
Padre Estich, el literato.
La voz repitió la indecorosa copla. Coste sollozaba:
«Mírame con compasión.
No me dejes, Madre mía.»
Concentró las flacas fuerzas que conservaba; se puso en pie; dió dos
pasos... y caía desde el acantilado al embravecido mar. En un picacho
cortante se le partió la cabeza, haciéndole perder la vida, no sin
antes bisbisear, con débil y delgado soplo: «No me dejes, Madr...»


MIRABILE VISU

Uno que otro velón, de largo en largo, colocados de manera que el
postrero y más débil resplandor del uno se encadenaba con el del
siguiente, abrían por entre las sombras del tránsito de los Padres
una ruta equívoca y melancólica. El silencio era hondo, de infinita
vacuidad, como si habiendo perdido su vida el Criador, porque era
aquella noche la del Viernes Santo, el universo se hubiera desplomado
en sorda y definitiva inercia, y alumbraban los velones como expirantes
pavesas de un mundo pretérito.
Nació un rumor latebroso de la aparente nada; la sombra se espesó en un
punto, á modo de cuajarón de tinieblas, cauto y semoviente. Así como
se acercaba á la luz de un velón podía advertirse en que era un Padre,
arrebujado en el manteo, y como su alzada fuese poca y fachendease
mucho, ¿quién había de ser sino Conejo?
Germinaron nuevos bultos en las entrañas de la sombra. El resplandor
de las lámparas, aunque escaso, los definía. Envolvíanse todos en los
manteos. Y pasaron: el larguirucho y adamado Estich; el vivaracho
Ocaña; el jesuitófobo Atienza; el imponderable apéndice nasal de
Mur, de donde como de una percha pendían los arreos talares; el
valetudinario y expectorante é ijadeante Avellaneda; Arostegui,
tetinhiesto y solemne; Olano, oblongo y carnal; Landazabal, de las
nalgas en asidero; Numarte, vulgar y tosco; Sequeros, rígido y pausado;
toda la comunidad. Caminaban acuciosos, con pie desnudo é inaudible.
Los manteos revolaban á veces sobre los talones. Parecían bestias
negras y traidoras, hijas de la lobreguez y de la inmundicia, ratas ó
murciélagos enormes.
En las escaleras se adensó el negro torrente, porque á los Padres se
les incorporaron los legos; Santiesteban, de pútrida sonrisa; Calvo,
el cocinero, de imposible obesidad, en términos que, al igual de aquel
obispo francés, parecía haber venido al mundo á fin de demostrar hasta
qué punto puede dar de sí la piel humana; Echevarría, nostálgico del
cetro adolescente, y todos los otros.
Los Padres penetraron en el refectorio; los Hermanos permanecieron
junto á la puerta. Se verificaba una de las dos disciplinas en común
que hay durante el año (la víspera de San Ignacio y el Viernes Santo).
Sobre la mesa de la cabecera, en donde acostumbraba á comer el Rector,
había una vela encendida. Arostegui se arrodilló; todos siguieron su
ejemplo. Dejaron caer á tierra los manteos, manifestando, por las
trazas, el torso desnudo; mas no era así, sino que á favor de la poca
luz hacían pasar como propio pellejo (¡inocente fraude!) el tejido
de la camiseta, en lo cual no andaban muy errados, porque, además
de ser el color originario de un tono crudo y moreno, semejante al
de la carne, con la cochambre y exudaciones sebáceas que trasudaban
aquella prenda, había llegado á convertirse en algo consustantivo al
propio cuerpo. Anabitarte apagó la vela, de suerte que el refectorio
lobregueció por entero. El Rector dijo con acento jaculatorio:
--Reverendos Padres y carísimos hermanos; por orden de la santa
obediencia decimos nuestra culpa. Por todas las faltas[16] cometidas
durante el año. Por lo cual, y en honra de San Ignacio, tomamos esta
disciplina.
Oíase el manso y meticuloso _guitarreo_ de los padres previniendo muy
cuerdamente cualquier desperfecto de las respectivas camisetas, y el
vehemente zurrido de los legos aplicándose furiosos lapos en los lomos,
recios y rústicos, á propósito para la afrenta del látigo y de la
servidumbre.
Á los diez ó doce segundos, Anabitarte tocó en un vaso con un cuchillo.
Como por ensalmo cesó el rumor de penitencia. Tan sólo, junto al
postigo, algún lego montaraz se aplicaba unos zurriagazos de propina.
Y se fueron todos tan frescos á sus celdas. Avellaneda estornudaba. Los
legos llevaban las costillas largueadas de verdugones.
Aquella noche, Sequeros recibió otra esquelita azul:
«Desde mañana puede usted bajar á la división. Queda desobligado
del retiro.
P. AROSTEGUI, S. J.»


HORTUS SICCUS

Estos son retazos de unas memorias íntimas de Bertuco. Los
transcribimos tal como aparecen de mano del niño.

Noviembre.
_Sicut cinamomo._
Yo no soy congregante, porque, al parecer, soy bastante enredoso. Lo
fuí una vez, y en seguida me echaron. Me acuerdo del oficio de la
Virgen, que cantábamos. ¡Qué hermoso es! La música da mucha tristeza.
La letra no la entiendo toda, porque está en latín; pero hay dos
versículos que no los puedo apartar de la cabeza. Uno sobre todo.
_Sicut cinamomo._
Verdaderamente, yo no sé si es cinamomo ó cinamomus. ¿Qué más da? Lo
tengo pegado á la memoria, y el repetirlo con el pensamiento me produce
mucha alegría y me emociona; vamos, no sé explicármelo. ¿Por qué será?
Como el cinamomo... La Virgen es como el cinamomo. En el parque de
San Francisco, mi tío Alberto me enseñó una vez una mata de cinamomo.
Las flores eran muy blancas, muy ligeras, olían muy bien y tenían el
corazón de oro... ¡Qué guapa debía de ser la Virgen!... Y la señora
Ruth, de seguro, es también como el cinamomo. Desde que se mató el
marido, no hemos vuelto á verla en los paseos. Si yo no fuera un niño,
me casaba con ella, ahora que está viuda. ¡Cómo llorará la pobre!...
Hoy, que es lunes, han salido los congregantes para hacer sus oficios.
Nos hemos quedado aquí en el estudio unos pocos, los informales. El
Padre Sequeros nos ha dicho que, de todos los que quedamos aquí, sólo
se salvará uno. Cuando él lo dice... ¿Quién será? ¿Ricardín? ¿Yo? Y
como llegan los ecos de los cánticos, _sicut cinamomo_, me han entrado
ganas de llorar.
* * * * *
Diciembre.
_El temor de Dios._
Yo quiero á la Virgen porque es muy buena y hace milagros con los que
son sus devotos. En cambio, Dios, tal como nos lo pintan los Padres,
es muy malo. ¡Perdón, Dios mío! Quiero decir que castiga mucho y no
perdona nunca. ¡Qué horror! Ya veis, la Virgen sólo quiere que se
la quiera; Dios quiere que se le tema, que uno se maltrate y haga
penitencias para salvar el alma. Yo quiero salvarme. Al parecer, ningún
jesuíta se ha condenado. Seré jesuíta. Vamos, me asusta el que suelen
ser muy sucios. Ese Padre Olano... Pues ¿y Conejo? No digamos Mur.
Yo hago muchas mortificaciones, para que Dios se apiade de mis pecados,
y porque me lo ordena el Padre Espiritual.
Anoche me dijo Conejo que por qué me arrodillaba en los tránsitos y
besaba el suelo, lo que le parecía una majadería. Yo no supe explicar
por qué lo hacía, y me dijo que me iba á prohibir que confesara y
comulgara. ¡Virgen mía; yo no sé qué pensar ni qué hacer! Tú eres guapa
y buena...
Ayer, el papá de Pelayo lo sacó del colegio. Un día vi á Marujina, su
hermana; cómo me gusta...
* * * * *
Marzo.
_Solo._
Cuando me acuerdo de mi papá creo volverme loco. No me quiere, ni me ha
querido nunca. ¿Por qué será? Yo soy bueno. El único que me quiere es
mi tío Alberto y la pobre Teodora...
Hoy me escribe el tío: la infeliz Teodora, después de pasar muy mal
invierno con sus achaques reumáticos, ha fallecido. Como de tu padre no
se sabe nada y se acercan las vacaciones, lo más probable es que las
tengas que pasar en mi compañía. ¿No te alegras?
Pues, sí, señor; me alegré, y no sentí remordimiento por haber matado
á Teodora, que yo fuí quien la mató. Pero después, sin saber cómo, me
sentí muy solo, muy solo.
No conocí á mi madre, Virgen mía.
En su regazo nunca me dormí,
Ni su mirada se posó en la mía.
¡Sé tú mi madre; ten piedad de mí!
No he conocido maternal regazo,
Ni un cantar amoroso me acunó,
Ni he gustado su beso, ni su abrazo.
Sin ti, Virgen guapina, ¿qué haré yo?
Mira qué triste ha sido mi fortuna
Y cómo el vendaval secó la flor,
Que fuese aroma y luz sobre mi cuna
Huérfana. Yo no sé lo que es amor.
Ve que lloro perdido y al tirano
Yugo de la tiniebla me rendí.
Tiéndeme tu divina y blanca mano.
Muera ya y vaya al cielo en pos de ti.
* * * * *
Marzo.
_La estampa y la lenteja._
Yo tengo una estampa alemana de la litografía de Benziger, y representa
á San Estanislao de Kostka. También tengo una planta muy pequeñina de
lenteja. La lenteja la encontré en un patio; llené de tierra un pote
vacío de pasta para los dientes y planté la lenteja. Prendió. La llevé
á la camarilla. Ya tiene unas hojitas muy delgadas. Algunas noches
escarbo la tierra y veo las raíces. Son blancas como lombrices. ¡Qué
cosa!
Pajolero es el que tiene más fuerza de la división. Me robó la estampa,
así, porque le dió la gana, y cuando se la pedí se rió de mí. Me entró
una rabia que me hice sangre en los labios. ¿Es que porque tiene más
fuerza puede hacer lo que quiere? Me quejé al Padre Mur y no me hizo
caso; al Padre Sequeros, pero Pajolero negó. Me quedé sin la estampa.
Esto es una injusticia. Yo no sabía, no entendía bien lo que era
injusticia. No sé lo que pasa por mí. Si hubiera tenido un cuchillo
se lo hubiera clavado á Pajolero en el corazón. Estoy rabioso. ¿Cómo
consiente Dios esto? ¿Por qué inventó él la injusticia, una cosa tan
horrible? Porque claro está que todo viene de Dios. Eso está muy mal.
Á mí no se me hubiera ocurrido nunca que en el mundo cupieran estas
atrocidades habiendo providencia. No, no puede ser.
Hoy he mirado de nuevo la lenteja, sus hojitas y sus raíces. Me entró
una ternura muy grande, que casi me hizo llorar, y me acordé de que
había tenido pensamientos blasfemos. Los Padres hablan de milagros.
¿Qué mayor milagro que esta planta que yo tengo en el pote de pasta
dentífrica? ¡Perdón, Dios mío!
* * * * *
Abril.
_El Papa á los infiernos._
Hoy, en la plática, el Padre Numarte nos ha referido una cosa que me
ha dejado asustado. Predicaba un jesuíta en una iglesia; de pronto se
calló; luego dijo: «En este momento, Su Santidad Clemente XIII acaba
de descender á los infiernos.» Después se comprobó que á la misma hora
que lo dijo el jesuíta había muerto el Papa, que fué precisamente quien
suprimió la orden. Me parece demasiado. Es decir, que en la Iglesia, lo
único importante, son los jesuítas. Á veces creo que son unos farsantes.
* * * * *
Abril.
_La bandera misteriosa._
No tenemos clases. Estamos muertos de miedo y los Padres más todavía.
Ayer apedrearon el colegio y tiraron cohetes contra las ventanas. ¿Por
qué quieren tan mal á los jesuítas? Son los impíos.
Los soldados están paseando por los pasillos y colocados á las
entradas. Yo les he oído decir palabrotas y blasfemias. Según parece
vienen á protegernos por si atacan otra vez el colegio.
Á los niños nos dejan hacer en estos días lo que queremos. Esta mañana,
Bárcenas me llevó á uno de los desvanes. Fuímos á cencerros tapados y
llegamos á un cuarto obscuro. Estaba lleno de fusiles y otras cosas que
no sé lo que son. Luego abrió un envoltorio Bárcenas y me enseñó un
trapo que parecía una bandera, colorada y azul con rayas cruzadas. Me
aseguró que era el pabellón inglés y que poniéndolo en el tejado de los
Padres no tenían nada que temer. Se me figura que Bárcenas no sabe lo
que dice.
* * * * *
Mayo.
_El grillo._
Anoche oí un grillo cantando en las camarillas. ¿Quién lo habrá cazado?
Si lo averiguan buena la tiene.
Cri, cri, cri; cómo me gustaba oirlo.
La parra de mi casa en Cenciella está por el verano llena de cigarras
que chillan. ¡Ay, el sol del verano...! Á los grillos les gusta más
el prado liso que donde hay pomares. Los pomares de mi casa parecen
personas viejas, y las manzanas tienen todos los colores y son lisas
como de cera. Pero los grillos buscan el prado.
Cri, cri, cri; cómo me gustaba oirlo.
En el verano suenan tantos, tantos... hasta los montes de lejos. Por
los prados corre el río, aquel río tan quieto á donde van á lavar las
mujeres de Cenciella. Nuestra criada, la _Palomba_, era muy guapa. No
llevaba corsé y se le marcaba el pecho.
Cri, cri, cri; cómo me gusta el canto del grillo.
En los prados hay á veces amapolas, con hojas de raso. Soplábamos
Rosaura y yo y volaban las hojas. ¡Qué ganas tengo de irme á casa! Me
bañaré en el albercón y perderé de vista este colegio.
* * * * *
Mayo.
_La tuna de Coimbra._
Hoy nos ha dado un concierto la tuna de Coimbra. Lo que me ha
entusiasmado son los panderetólogos. Cómo brincan, y se revuelcan por
el suelo, y se retuercen, sonando la pandereta contra el codo, contra
el pie, contra la cabeza... Les aplaudimos á rabiar. Yo siempre quise
ser un gran poeta; pero hoy he comprendido que es mejor ser un gran
panderetólogo.
Voy á hacer el examen de conciencia para confesarme, que mañana es
primer viernes de mes.


MANU FORTI

El Padre Mur perseguía la oportunidad de satisfacer su venganza en
Bertuco, el cual, en cierta ocasión, había repelido coléricamente las
asiduidades cariciosas y pegajosas del jesuíta.
Mur inspeccionaba las filas de alumnos que á la puerta de los
confesores aguardaban, cruzados de brazos, la vez de ir descargando
la conciencia. Á la puerta del Padre Arroyo había ocho niños. Bertuco
estaba el séptimo, y, aun cuando apercibía sus potencias espirituales
para postrarse ante el santo tribunal con el recogimiento debido,
no lograba impedir que en su memoria bullesen danzantes imágenes
de panderetólogos: la impresión había sido muy intensa y estaba
demasiado reciente. Entre las muchas artimañas y máculas ladinas con
que Mur cazaba á los enredadores, una de ellas consistía en volverles
la espalda, con lo cual ellos, juzgándose libres por el momento,
verificaban sin disimulo su travesura; mas, siendo luenga la nariz de
Mur, y descansando las gafas en lo más avanzado del apéndice nasal,
bastábale subir, como al desgaire, la mano hasta el rostro, poniéndola
detrás de los vidrios para tener un espejo en donde se retrataba todo
lo que detrás de él acontecía. Por no traicionarse y prolongar en lo
posible la astucia, no daba á entender por el momento los resultados de
su espionaje, sino al cabo de algún tiempo, con lo cual, los díscolos,
creían haber sido acusados por algún compañero fuelle.
Volvióse de espaldas Mur; Bertuco, á quien le sonaban en los oídos las
sonajas de mil panderetas, y en cuyos nervios parecía infundirse la
energía y agilidad de una falange de panderetólogos, como se viese á
salvo de la mirada rapaz de Mur, sopló al oído de su vecino en la fila:
--Mira tú que aquel pequeño, el rubio... ¡canario!--Y comenzó á
retorcerse y descoyuntarse, remedando al artista del pandero, y con los
ojos pendientes de Mur, en previsión de que se pudiera volver de pronto.
Mur, en aquel punto, hacía espejo de sus gafas; pero no supo
interpretar los movimientos del niño en derecho sentido, sino que dió
por averiguado que le hacía burla y muecas de odio con todo desembarazo
y desvergüenza. Arrebatado de iracundia, giró sobre los talones y
puso en las mejillas de Bertuco una sonora y recia bofetada. En las
infantiles pupilas había una mezcla de estupor y de odio. Á seguida,
Mur se aferró con su diestra, huesuda y truculenta, á la oreja de
Bertuco, arrastrándolo por el tránsito, y luego escaleras abajo,
después de haber ordenado á los otros siete niños que vinieran de
testigos, hasta un estrecho y breve pasadizo, enladrillado de rojo,
que abre una comunicación entre el claustro central y los patios
exteriores, por la parte de los lugares excusados.
Los niños hicieron corro; Mur y Bertuco en el dentro.
--¡Arrodíllate!
Bertuco obedeció.
--Vete haciendo una cruz con la lengua en el suelo. Primeramente, desde
aquí hasta aquí--. Señalaba con el pie una extensión como de tres
palmos.
Bertuco permaneció inmóvil. Sus ojitos azules parecían de acero,
bruñido en la piedra de afilar. Los tiernos espectadores estaban
consternados.
--¡Á la una! ¡Á las dos...! ¡Á las tres!--Y dió al niño vehemente
puñetazo en la nuca, con intención decidida de derribarlo de bruces,
y lo hubiera logrado si las manos alertas de Bertuco no se hubieran
apoyado en tierra.
--¡Haz la cruz con la lengua!
Bertuco, que había vuelto á colocarse de rodillas, no hizo movimiento
alguno.
--Á la una, á las dos... ¡á las tres!--Segundo golpe, con redoblado
vigor.
Juanito Prendes, de pusilánime corazón, se echó á llorar, y entre
acongojados hipos balbucía:
--Por Dios, Bertuco, obedece. ¿Qué más te da?
Á Bertuco no le repugnaba lo repugnante del castigo, sino la
humillación que entrañaba. Adivinaba confusamente que aquello que
sentía dentro de sí como espina dorsal de su espíritu, la dignidad,
en siendo violada y partida, no era posible rehacerla y enderezarla.
Hendíasele el corazón de espanto.
--¡Máteme, máteme por Dios!
--La muerte merecías, infame. Haz la cruz, arrástrate, asqueroso
reptil--. Y de un puntapié lo envió rodando contra el muro.
Y ya, no Juanito Prendes, que también los seis restantes le suplicaban
que se doblegara, sabiendo que el Padre Mur no perdonaría nunca.
Y en un momento de suprema desesperanza y abrumadora vergüenza y asco
de sí propio, casi aniquilado por el temor y la amargura, Bertuco
se dispuso á obedecer, y sacando la lengua la aplicó al suelo. Dos
lágrimas ardientes como la punta de un puñal enrojecido en la lumbre le
taladraron los ojos, anublándolos. Dentro del pecho experimentaba el
furor de una garra que le rebañase las entrañas.
--¡Lame la tierra!--rugió Mur, con voz estrangulada de ira y torpe
fruición.
El paso continuo de centenares de pies había desgastado el ladrillo,
formando un polvo terroso y sucio. De otra parte, las fauces de Bertuco
estaban resecas. Así que por las tres veces que puso la lengua sobre el
suelo convirtiósele en un objeto extraño y asqueroso, como petrificado,
que le ocasionaba fuertes torturas y le impedía hablar.
--¡No puedo más...!--articuló con esfuerzo.
Mur le puso el tosco zapato sobre la nuca. El niño, en una convulsión,
quedóse rígido, yacente, bañado el rostro en sangre.
--Marchaos ahora mismo de aquí. Y como digáis algo á alguien os hago lo
mismo á vosotros.
Los niños huyeron, aterrorizados. Y en estando á solas, el jesuíta
arrastró el cuerpo exánime de Bertuco hasta un grifo que hay contiguo á
los lugares excusados, y chapuzándole la cabeza le devolvió el sentido.
--Lávate bien esas narices. Cuidado con que nadie entienda nada de
esto, porque te arranco el alma negra que tienes, canalla. Hoy no te
confiesas, porque eres un sacrílego, ni cenas. Te pondrás en el centro
del refectorio, en donde todos vean tu cara maldita de criminal, y no
probarás bocado hasta que me repitas de memoria la elegía triste de
Ovidio. Por la noche, no cerrarás la puerta de la camarilla; te pones
de rodillas en el umbral hasta que yo vaya. ¡Ea! Ya estás listo. Al
estudio.
Á la hora de la cena, convergiendo á él las miradas de todos los
alumnos que le abochornaban, procuró desentenderse de todo y aprender
cuanto antes la elegía. Su cabeza estaba débil y dolorida; las mallas
de la memoria, tan sueltas que dejaban escapar los versos á ellas
confiados. Al final de la cena sabía tan sólo una pequeña parte:
Cum subit illius tristisima noctis imago
quae mihi supremum tempus in urbe fuit,
cum repeto noctem quae tot mihi cara reliquit,
labitur ex oculis nunc quoque guta meis.
En la camarilla se arrodilló como le habían ordenado. El dolor y el
cansancio le rendían. Pasaba el tiempo; oíase el suave ronquido de
algún alumno. La luz era escasa y medrosa, á propósito para poblarse
de aquellas formas infernales con que los Padres aterrorizaban el
cándido corazón de los niños. Aunque la frente le abrasaba, sus
miembros estaban ateridos y sus mandíbulas trepidaban de miedo. Cada
ruido ó susurro le detenía la circulación; cerraba los ojos, por no
ver la cabra ó el cerdo endiablados. Allá, muy avanzada la noche, se
le apareció Mur de pronto. Venía envuelto en una manta de Palencia
y descalzo. Sin decir palabra, arremetió sobre Bertuco á puñadas y
rodillazos, estrujándolo contra los hierros de la cama. Con el furor
de la arremetida, la manta se le desprendió de los hombros, dejándolo
en ropas muy menores y descuidadas, á través de las cuales mostraba
velludas lobregueces, y las vergüenzas, enhiestas. Cuando tuvo al niño
bien molido, se fué, cerrando la portezuela de golpe.
Bregaba aún Bertuco, antes de conciliar un reposado sueño, entre la
vigilia y un sopor plúmbeo, henchido de incoherencias y desatinos,
cuando la frigidez de un chorro de agua y unos sañudos pellizcos,
aplicados con mano férrea, le hicieron lanzar un grito y abrir los
ojos. Mur estaba en pie, junto al lecho, envuelto en la manta.
--Vístete de prisa, y ponte de rodillas.
Era noche aún. Bertuco siguió el curso del tiempo, por el reloj del
observatorio. Le habían hecho levantarse hora y media antes que los
demás.
Cuando bajó á la capilla, con sus compañeros, sentía el cráneo lleno de
humo turbio y ardiente; los miembros le obedecían apenas; la tierra era
muelle y se balanceaba en un vaivén amplio. En el estudio de la mañana
temió caer desplomado en dos ocasiones. No desayunó, porque Mur le hizo
continuar estudiando á Ovidio. Al fin, en la clase del Padre Ocaña,
prorrumpiendo en un alarido desgarrador, escurrióse entre el banco y
la mesa y fué á dar en tierra, poseído de frenesí. Sus compañeros se
apartaban, sobrecogidos. Ocaña descendió ágil del púlpito y acudió en
auxilio de Bertuco.
--Rielas, Benavides, vosotros que sois fuertes; ayudadme á sujetarlo.
Benavides, de rostro de chimpancé, solapado enemigo por envidia de
Bertuco, se excusaba.
--No me atrevo... Parece un endemoniado.
--Te digo que vengas; no seas cernícalo. Es un ataque de nervios.
En esto, Bertuco recobró la calma. Yacía sobre el piso, de cemento,
sin dar señales de vida. Mirábanse unos á otros, sin osar acercársele,
cuando el niño se incorporó, sentándose. Emitía profundos, trágicos
gritos de terror; adelantaba los brazos, como deteniendo invisibles
agresiones; sus ojos se abrían desmesurados, casi blancos, á causa de
la extremada contracción de la pupila, como la máscara antigua del
espanto. Cayó de nuevo; cerró los ojos; conducía las pálidas manecitas
tan pronto al corazón como á la cabeza, suspirando con leve y desolada
quejumbre.
El Padre Ocaña trajo su sillón, del púlpito á la parte baja del aula, y
en él acomodó al enfermo.
--Ahora, ayudadme vosotros dos: vamos á subirlo á la enfermería.
Allí, lo tendieron sobre una cama, desmayado aún. Acudió el Hermano
Echevarría y se avisó á Conejo.
El caso era alarmante. Temerosos de la nesciencia del enfermero, los
Padres acordaron llamar al doctor Cachano con toda urgencia.
Presentóse el doctor, un hombre enjuto, cetrino y alto, cuyas patillas
piramidales y rucias eran como claudicantes orejas de borrico. Se armó
de doradas gafas, apoyó la oreja sobre la caja torácica de Bertuco y
auscultó recogidamente, frunciendo las cejas de manera sombría.
En aquel punto, á Bertuco le atacó una gran convulsión epileptiforme;
agitaba desesperadamente brazos y piernas, arqueaba el cuerpo,
apoyándose en los talones y en la nuca, ó pretendía arrojarse del
lecho. Á la postre quedó postrado, inerte.
Ya en el pasillo, el doctor Cachano comunicó á Echevarría el plan
terapéutico que había de seguir: baños templados, infusión de tila con
azahar, bromuro y cloral.
--¿Es grave la cosa, doctor?
--Como puede que sí, puede que no. Á mí me inspira serios temores.
Á este niño han debido darle un susto muy grande. Conviene que no
le dejen solo un momento, y, sobre todo, yo, en el caso de ustedes,
querido Padre Ministro, avisaba á la familia para sacudirme de encima
responsabilidades--; y al sacudir, acordadamente, la cabeza, ondulaban
las patillas, espolvoreadas de rapé que le había ofrecido Conejo.
Así que don Alberto recibió la carta con las tristes nuevas del mal de
su sobrino, emprendió la marcha acompañándose de Trelles, un médico
joven, inteligente y clerófobo furibundo. Llegaron á Regium en el tren
de la tarde; á la media hora estaban en el colegio. Encontraron á
Bertuco animoso y sonriente; viendo á su tío se sorprendió. Conejo dijo:
--Gracias á Dios, ya está bien. Pero nos ha dado un susto...
--¿Cuándo ha caído enfermo?--preguntó don Alberto, y acariciaba al niño
en la mejilla.
--Ayer, en la clase de la mañana. No damos con la causa, porque él no
dice nada. Ha sido un ataque nervioso muy violento. Sin duda, como
están próximos los exámenes, el estudio excesivo...
--¿Podrá salir del colegio para reponerse? Lo encuentro muy pálido y
flacucho.
--Como usted guste; pero no lo creo necesario.
--Sí, mejor será que me lo lleve mañana.
Bertuco oprimió alborozadamente la mano de su tío.
--Supongo que no habrá inconveniente en que el señor Trelles y yo nos
quedemos esta noche velándolo aquí.
--¡Oh! ¿Inconveniente? Ninguno. Pero, ¿para qué?
--Sí, nos quedaremos.
--Como usted determine.
En estando á solas, pretendieron sonsacar á Bertuco la verdad de lo
ocurrido; pero el muchacho no confesó nada.
Á las diez de la noche, Bertuco cayó en intenso sopor; su respiración
era muy lenta y apenas perceptible; el pulso irregular, los ojos se
iban hundiendo y sus extremidades enfriando.
--¡Trelles, Trelles, que se nos muere!--exclamó don Alberto, con la faz
desencajada.
--No hay tiempo que perder... Frótele fuerte con el puño sobre el
corazón, en tanto yo busco á ese idiota de enfermero.--Gritó á la
puerta:--¡Enfermero, enfermero de los demonios!
--¿Qué quiere, pues?
--Éter, ¿hay éter?
--Ya, ya hay.
--De prisa, papanatas. Y botellas de agua caliente; de prisa, de
prisa... ¡caracho!
Gracias á la inyección de éter, al calor del agua y á los masajes
precordiales, el niño se reanimó.
--No puedo más, tío: hace dos días que no como.
--¡Ave María Purísima! Enfermero, una copa de Jerez y bizcochos;
corriendo, hombre--. Y de que hubo salido el lego:
--Bertuco, á ti te han dado una paliza tremenda. No lo niegues, porque
acabo de verte todo el cuerpo magullado.
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