A.M.D.G. - 03

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el instinto de lo grotesco y apayasado, que ejercitaba en cuanto veía
coyuntura, y muchas veces sin haberla. Con su cuerpecillo diminuto
y sus zancas exiguas, de manera que las asentaderas levantaban un
palmo escaso de la tierra, hubiera llegado á emular la gloria bufa de
Little-Tich, el celebrado _clown_, si en lugar de haberse adscrito á
la milicia ignaciana hubiera seguido el quebrado derrotero del títere.
Sentado, pasaba por persona, porque el cuerpo todo se le volvía torso,
si bien le mermaba prestancia la cortedad de los brazos, á modo de
fantoche. Sus dotes policíacas, su natural activo y diligente, su
ineptitud para la enseñanza y su carácter probo, que le hacía simpático
á los alumnos, todas estas circunstancias reunidas habían hecho que el
Padre Arostegui, Rector, le nombrase Prefecto de disciplina, ó sea jefe
de la jerarquía compuesta de inspectores, profesores é internos. Sobre
él, en lo atañedero á la vida de los alumnos, no había otra autoridad
de apelación que la del propio Rector. Los chicos llamaban al Padre
Prefecto Padre Ministro, impropiamente.

III
El Padre Francisco Xavier Arostegui, Superior ó Rector del Colegio
de la Inmaculada, tipificaba con toda netitud y precisión el jesuíta
vasco. Su cuna fué Azpeitia. Cenceño, aventajado de estatura, rígido,
sobrio ó más bien nulo en el ademán. Constante en un mismo gesto,
veíasele por primera vez y para siempre; perdurable y hermético como
un destino. Cejiapretado, por donde se adivinaba su tenacidad; la boca
muy sutil y contraída, componiendo una expresión en que complacencia
y desdén se entremecían confusamente. Fanático, pero con fanatismo
sordo y cauto, no con el bélico ardor de los corazones sencillos. Su
máxima era el dicho del estratega antiguo: Σπευδε βραδεως, apresúrate
lentamente. En palabras tan corto que de seguida quebrantaba
locuacidades ajenas. En sus hechos, incógnito. Mandaba raras veces;
pero se las componía de suerte que las cosas andaban conformes á
su voluntad. Gustábale extremadamente que sus jesuítas vinieran á
confiarle chismes y cuentos, unos de otros, si bien se guardaba de
agradecerles el servicio ó de inducirles claramente á ello, sino que
los alentaba con disimulo y por otros medios, estableciendo, por
ejemplo, distinciones y privanzas á favor de los más celosos en las
delaciones. Su valido era el Padre Mur, á quien exentaba de no flojos
deberes, y lo hubiera hecho Prefecto de disciplina si de su inclinación
se guiara; pero se lo impidieron, primero, los cortos años que Mur
llevaba en la orden, y, segundo, la odiosidad que este joven jesuíta
determinaba en los alumnos, razón ésta muy de pesar, que no va en
prestigio de la Compañía que los muchachos se duelan de los maestros,
ó que, andando el tiempo, guarden recuerdo esquivo de sus años de
internado.
Los jesuítas de Regium, antes que respetarle, temían á su Superior, con
ese temor mezcla de angustia que ocasionan las perspectivas vagas y de
arcana solución.
Tan sólo tres estaban libres de este sentimiento: el Padre Urgoiti,
aquel santo varón para quien no existía la realidad externa; el Padre
Atienza, aquel varón santo y desenvuelto, excelente en doctrina y en
virtud, en la elocuencia único y el más alto en talentos, que pagaba
con desprecio la envidia de sus hermanos y la malquerencia con el
alejamiento de su trato. Tampoco puede asegurarse que el Padre Sequeros
temiera á su Superior; tan perseguido como el Padre Atienza, pero de
ánimo más dúctil, había concluído por replegarse sobre sí propio en una
actitud resignada, aguardando á cada minuto el mal cierto que sobre su
cerviz había de caer; mas, no medrosamente.

IV
_Children are excellent physiognomists
and soon discover their real friends._
SIDNEY SMITH
El Padre Atienza vivía hundido en el misterio de su celda. En ella
comía; en ella explicaba su cátedra. Unos chicos aseguraban que lo
tenían preso los demás Padres; otros, que estaba así porque le daba
la gana; á casi todos asombraba que le hubieran hecho profesor de
_Psicología_ aquel curso, coincidiendo con la prisión ó lo que fuese.
Le recordaban de otros años, descendiendo á los recreos y mezclándose
en las diversiones de los alumnos, regalándoles confites y estampas
alemanas, dándoles cariñosos _capones_ y azotainas paternales. ¡Qué
gracioso y qué bueno era!
* * * * *
Si se hubiera convocado un plebiscito entre los muchachos, con el
fin de averiguar á qué Padre ó Padres preferían en sus cariños, es
indubitable que la unanimidad hubiera recaído sobre Atienza y Sequeros.
Y eso que los menores no los conocían sino de vista y por referencia.
¿Qué importa? Bien dijo Sidney Smith: «Los niños son excelentes
fisonomistas; al punto averiguan quiénes son sus verdaderos amigos».
Más aún: si entre las gentes de Regium y de la provincia se hubiera
hecho el propio ensayo que con los alumnos, el resultado hubiera sido
idéntico. ¿Por qué? Eso se preguntaban, sin dar con la respuesta, los
demás Padres y Hermanos del colegio al observar la muchedumbre de
visitas de toda índole que preguntaban por Atienza ó Sequeros, el gran
caudal de misas encomendadas con la voluntad expresa de que habían de
celebrarlas Sequeros ó Atienza, los continuos requerimientos que de
los pueblos venían solicitando un predicador para tal ó cual fiesta, y
añadiendo á guisa de _vale_, que se vería con placer fuese Atienza ó
Sequeros; las gustosas y abundantes golosinas que las beatas enviaban
á sus dos Padres favoritos; y esta caprichosa é insultante preferencia
fué la causa, que no otra, de que ninguna visita se realizase, cuándo
por estar delicados de salud Atienza y Sequeros, cuándo por estar de
oración Sequeros y Atienza; de que sus misas las dijeran siempre en la
capilla particular y no en la iglesia pública; de que no volvieran á
salir á predicar ni á misiones; de que las golosinas fuesen rechazadas
á pretexto de la endeblez estomacal de Atienza y Sequeros, y, en
suma, de que, al cabo de un tiempo, tanto Sequeros como Atienza, se
hallasen acordonados, desgajados por entero del orbe, como pestíferos
ó leprosos. Pasándose el uno de listo y no teniendo el otro nada de
tonto, claro está que no ignoraban la traidora labor de aislamiento
que sus dulces Hermanos ponían en práctica, sin cejar un momento.
Cierto día, á la hora del recreo, halláronse, solos y juntos, paseando
Sequeros y Atienza; muy raro en verdad, porque la Providencia quiso
siempre que no les faltasen testigos presenciales un solo minuto.
Paseaban por el tránsito de las celdas; era unos días antes de comenzar
el curso. Atienza, poniéndose de puntillas, como si pretendiera
colocarse á la par del gigantesco Sequeros, y procurando solemnizar la
voz, dijo:
--¡Estamos solos, Sequeros! ¿Qué te parece?--Primero alargó el morro de
una manera cómica, y luego rompió á reir abiertamente, mostrando sus
grandes dientes, blancos é iguales. Añadió:--¿Pero ves qué gaznápiros?
Sequeros se encogía de hombros y sacudía la cabeza tristemente.
--Pero hombre, Sequeros, eres un sangre gorda, voto al chápiro. ¡Cómo
te han cambiado!... Nunca dices nada...--continuó el impetuoso y vivaz
Atienza.
--¿Qué quieres que diga? Es la voluntad de Dios... No me hacen ningún
mal. Yo no deseaba otra cosa.
--¡Anda, qué cuerno! Y yo también. Si no, ¿crees que me callaba,
canario? Te digo que estaba de madreselvas hasta aquí--poniendo la
mano dos cuartas por encima del bonete--. Y luego, mira que son feas.
¡Chápiro, rechápiro!--y reía de nuevo con aquella cara miope que era
tesoro de alegría honesta y espejo de hombría de bien.
--Vamos, Atienza...--Sequeros hablaba blandamente, así como si quisiera
reprochar á su amigo, sin que en puridad hallase razón para hacerlo--.
Cualquiera que te oyera...
--¡Qué cuerno! Ya sabes que yo se las canto al más pintado. Y esto,
¿qué tiene de particular, hombre? Las madreselvas me estomagan.
Oyeron pasos á la espalda. No quisieron volver la cabeza. Sequeros
murmuró rápidamente:
--No deseaba otra cosa que dedicarme por entero á mis hijitos.
--Y yo á mis librazos, carape.
El Padre Mur se les emparejó. Atienza volvióse al intruso, y con tono
campanudo lo interpeló:
--¿Qué hay, mi querida doña Petra? ¿Cuándo se corta usted esa verruga?
Vaya, vaya, Petrita, no te enfurruñes, que por tu bien te lo digo. La
verruga te afea bastante.
--¡Qué chanzas, Padre Atienza...! Á su edad...--rezongó muy mohino Mur.
--Pero, Petrita, ¿qué te has creído? Cuando más, te aventajo en ocho ó
diez años. Pero, aun cuando fuera en cuarenta, ¿ignoras, Petrita, que
es más viejo un burro á los veinte que un hombre á los sesenta?
--Bueno, Padre; ya sé que no soy ningún Séneca, ni tampoco entré en
la Compañía para cubrirme de gloria mundana. La tiene usted tomada
conmigo y yo le digo que un poco de caridad no le estaría mal. Yo no me
defiendo; pero lo que usted hace es impropio de un hijo de la Compañía.
Si el Padre Superior entendiera en estas minucias...
--Anda, Petrita, ¡corre á decírselo á tu mamá! Vaya, me voy á mi cuarto
por no oir á este joven Catón.
Y se fué con mucho tejemaneje de sotana.
* * * * *
Atienza pasó toda aquella tarde encerrado en su celda, y tan zambullido
en la lectura que, cuando la campana sonó para la cena, el jesuíta dió
un salto de sorpresa. Estaba en mangas de camisa, con la sotana por
la cintura; vistiósela de prisa y se ciñó el fajín. La poca luz que
había marchábase raudamente. Desde la ventana de Atienza se avizoraba
la compacta espesura del parque de Regium, llamado los Campos Elíseos.
Había entonces fiestas en la villa; una banda de música latía bajo las
frondas lejanas; era un vals de Strauss. Atienza lo recordaba, y con
él sus diez y seis años de niño rico. Apagábanse las últimas brasas
del crepúsculo. Los ecos amortiguados del vals venían á hundirse en
el silencio del colegio sin alumnos. Atienza llevó el compás sobre
los cristales un minuto, maquinalmente: luego, suspiró. Salió, á buen
paso, á través de pasadizos y escaleras cargados de penumbra, hasta el
refectorio de los Padres. De camino iba tarareando, sin parar mientes
en ello, el vals de Strauss; los últimos peldaños los bajó haciendo
zapatetas al compás de la música. Llegaba muy cerca del refectorio
cuando se acordó de las gafas, olvidadas, entre libracos, en la celda.
Volvió á buscarlas, corriendo y saltando inocentemente, como chicuelo
á quien dan suelta después de larga reclusión. Llegó al refectorio,
muy retrasado. La comunidad sorbía en aquel momento, moviendo fuerte
rumor, las últimas cucharadas de un puré de lentejas, y era tal y tan
sonora la aplicación de los Padres, que apenas si se oían los amplios y
castizos períodos latinos de la «_Historia Societatis Jesu_», _auctore
Cæsare Cordara_, que Ocaña, el jesuitilla quisquilloso y guapito, leía,
á pleno pulmón y casi congestionado, desde el púlpito.
El Padre Atienza fué á ocupar su sitio, entre el bienaventurado Urgoiti
y el valetudinario Avellaneda, el cual, con sus accesos de asma y
aquello de babear en el plato, era una tortura para sus vecinos. No
lejos, andaba Iturria, procurador del Colegio, con su cara aguda,
bermeja y alegre, siempre en alto, y también al disforme apéndice
nasal de Mur veíasele vibrar entre el vaho y husmillo de los manjares
presuntos.
El Superior recibió á Atienza con una mirada agria que el recipendiario
no advirtió, porque el buen apetito que traía le hizo lanzarse
vivamente al plato de puré que le presentó el abrutado fámulo
Zabalrazcoa. Atienza contempló el lóbrego caldo con deleitación
y sorpresa; después, volvióse á sus vecinos, como diciéndoles:
¿qué novedad es ésta? En efecto, era una novedad que á todos tenía
asombrados. Como el vapor del hervoroso puré le empañara las gafas,
Atienza las levantó hasta la frente, sin desasirlas de las orejas, y
dió comienzo á su refección, luego de haberse santiguado y orado en voz
baja.
El Padre Anabitarte, que era ministro, esto es, encargado del material
y de los Hermanos, conserje y _maître-d’hôtel_ en una pieza, paseaba
por el centro del refectorio, con ampuloso aire de hombre de cuya
pericia dependen grandes destinos; acuciaba á los fámulos, examinaba
las fuentes, en ocasiones penetraba sigilosamente en la cocina próxima,
á fin de activar el servicio.
Y he aquí que el Padre Arostegui susurra con su voz de silbo: _Deo
gratias_. La comunidad permanece un minuto suspensa y en silencio.
¿Habían oído bien? Ocaña absorbe una gran bocanada de aire y se enjuga
el sudor. Arostegui repite: _Deo gratias_. Y todos rompen á hablar á un
tiempo. Anabitarte se pasea triunfalmente, mirando á uno y otro lado.
--Pero, hombre--interroga Atienza, que ha ingurgitado ya su puré--, ¿á
qué obedece esto? ¿Cómo nos han servido hoy caldo espartano? ¿Por qué
han consentido que nuestras lenguas se desaten en dulces palabras?
Una voz corre de mesa en mesa: es el santo del Padre Anabitarte.
--¿Pues qué día es hoy?
--San Nicolás.
--¡Ah, sí! San Nicolás de Tolentino.
Y todos saludan á Anabitarte y le dan mil parabienes.
--Pero, ¿y el caldo espartano?--insiste Atienza, quien, como buen
navarro, es tozudo.
Se lo explican. Anabitarte ha estado en Pilares, alojándose en casa del
marqués de San Roque Fort, en donde le dieron caldo ó puré, que allí
llamaban _consommé_, antes de la cena; era la gran moda.
--¡Ave María Purísima!--exclama Atienza, santiguándose. Y luego á
Ocaña, frontero á él y, como él, de buena familia:--¿Tú ves, Ocañita?
Estos hermanos nuestros, que vienen directamente de la rusticidad á
la Compañía, son tremendos. Luego dirán por ahí afuera que todos los
jesuítas son hombres de mundo... ¡Vaya por Dios!
Hay santa alegría y hay vino y un postre más. Anabitarte se ha portado
con magnificencia; ha sabido recabar de Arostegui refinamientos
sardanapálicos.
--¡Bravamente! ¡Bravamente, Anabitarte!--clama Atienza cuando el
ministro pasa cerca--. Nadie lo esperaría de tu reducida cholla.
Ocaña celebra el desparpajo.
--Este Padre Atienza tiene el hablar escita--. Porque, como influido de
Atienza, sumo helenista, es él también algo helenizante, recuerda que
la libertad de Anacarsis en el decir dió motivo, en Atenas, á la frase
_hablar escita_, según aseguran historiadores graves.
Mur y algunos otros reprueban con el gesto la procacidad del Padre
Atienza. De chancero, lo convierten en cruel y orgulloso.
Sobrevienen unas chuletas empanadas, fritura en que ha logrado renombre
el obeso Hermano Calvo, cocinero. Mas ¡ay!, que las indecorosas
chuletas abrigan, bajo la ternura del pan, un seno correoso y de
invencible dureza específica. Vanamente y en repetidas ocasiones,
el bienhumorado Atienza determina hincarlas el diente con redoblado
ahinco, á fin de deglutirlas. Las chuletas manifiestan la pasividad
heroica de los mártires de la fe. Atienza traduce su contrariedad en
palabras someras:
--Este cocinero se ha empeñado en ponernos suelas de zapato y
estragarnos los estómagos.
La voz es suave; pero Mur tuerce la luenga nariz á la parte de Atienza,
como si todos sus sentidos radicaran en el olfato.
Conejo, á la diestra del Rector en razón de su nuevo cargo, se refocila
discretamente y ensaya tímidas payasadas, que algunos Padres comentan
con risas.
Á los postres hay unas copas de Jerez generoso. Se reza la acción
de gracias y todos suben al pasillo de las celdas. Se distribuyen
en grupos, según sus inclinaciones personales. Comienzan á pasear:
los unos, hacia delante, conforme á lógica racional; los otros, de
espalda, haciéndoles frente á los anteriores. Es preciso recabar café
de la condescendencia del Superior. Un buen golpe de Padres pone
cerco á Arostegui; lo envuelven en anfibologías y circunloquios, no
atreviéndose á pedir derechamente el café, que los legos ya tienen
apercibido.
Landazabal, el deforme, misionero que fué en tierras de América,
desviado de la espina en términos que para andar ha de sujetarse las
posaderas con entrambas manos, inicia el asalto.
--Veamos, Padre Superior: San Nicolás de Tolentino es un hermoso
nombre. Tolentino... Tolentino es asonante de caracolillo, ¿verdad?
--Indudablemente--responde Arostegui, desentendiéndose de la indirecta,
por dar vaya á sus amados hijos--. Digo, me parece á mí. ¿Estoy
equivocado, Padre Estich?
El dulce Padre Estich, profesor de Retórica, poetastro de la comunidad
y tan larguirucho y angosto que, como á doña Madama Roanza, pudiera
enterrársele en una lanza, aprueba sonriendo al Superior.
Landazabal toca con el codo á Ocaña y le murmura al oído: «Anda tú,
hombre, que á ti te ve bien.» Ocaña acude al paño.
--Caracolillo es una clase de café. Me parece entender que es el que
tenemos en el colegio...
--No sé, no sé. Es cosa que no me va ni me viene--exclama el Superior,
dilatoriamente, enarcando los ojos.
Landazabal se ensombrece. Piensa para su sotana: «¡Á que nos quedamos
hoy sin café!» Da un traspié; recobra el equilibrio afianzándose en
las propias nalgas. Se había aficionado extraordinariamente al café en
Puerto Rico. Entonces mira con ojos suplicantes á Mur, al favorito. Lo
que á él se le niegue no lo consigue ningún otro. Pero Mur no le presta
atención. El infeliz y deforme jesuíta pone en libertad un sollozo. Al
llegar aquí, Olano se planta de por medio.
--Realmente, hoy ha sido un día muy caluroso. El café tiene la virtud,
virtud pagana, llamémosla así, de proporcionar á quien lo toma lo
mismo el calor que el refresco apetecido. Creo, Padre Superior, que no
incurriríamos en sensualidad si usted nos proporcionase sendos pocillos
de esta grata mixtura--. Y luego, volviéndose al Padre Atienza, que
cruza á corta distancia:--¡Qué pena que no me hayas oído este párrafo!
¡Me ha salido perfecto!
Á lo cual replica el navarro, garbosamente:
--Lo dudo. Como dice un autor de cuya existencia no han llegado
noticias hasta aquí, tienes los retorcimientos de la sibila, pero sin
su inspiración.
--Pues vaya que tu lengua no se mueve si no es para herir.
--No seas mameluco, Olano, que nadie trata de herirte.
El Padre Arostegui corta la disputa.
--No haya discordias entre hermanos por tan liviano empeño como es el
café ó la elocuencia. ¡Venga el café, si así lo desean!
Y como á un conjuro, surgen el abrutado fámulo Zabalrazcoa y el fámulo
Azurmendi, de faz lasciva, conduciendo bandejas con tazas de café.
--¡Ah, ah! Había conspiración...--dice el Rector, como si le tomara de
sorpresa.
Esto ocurría un día sí y otro no.
Se trasiega el café con reposada voluptuosidad. El valetudinario
Avellaneda toma un sofoco que le pone en trance de expirar. Atienza
insinúa que acaso en el café infunden poca de la substancia
característica de esta poción y que sin esfuerzo se le pudiera creer
agua de fregar. Se reanudan los grupos, hasta terminar el recreo, y
la conversación corre más animada que antes. Atienza expone ante sus
amigos una alegría ruidosa, que los discretos toman como envoltura de
una tristeza disimulada.
--¿Qué tal va esa moral, Ocañita? ¿Estudias mucho? ¡Aprovéchate!
Supongo que desearás recibir las órdenes prontamente. Á no ser que
quieras hacer lo del Padre Valderrábano... Siete suspensos lleva en
Moral, y no hay quien le haga cura. Ahí le tienes, en San José, de
Valladolid, explicando Historia Natural; nadie lo mueva. Claro, con
esto se ahorra rezos, y cuando quiera salir no está comprometido.
--¡Qué cosas tiene, Padre Atienza...!--Al responder, el joven Padre
Ocaña hace señas á Atienza, esforzándose en hacerle entender que Mur
los puede oir. Atienza se encoge de hombros.
Á la vuelta siguiente descubren á Mur, en cháchara bajita con el
Superior.
--¿Lo ve usted, Padre Atienza? Es usted demasiado bueno y demasiado
franco. No quieren entenderle--susurra Ocaña.
--Sí, ya veo á ese mariquita insuflándole chismes al Superior. ¿Á mí
qué se me da?
Sonó el toque de retiro. El Padre Atienza tomó el derrotero de
su cuarto, dispuesto á hacer el examen de conciencia, cuando,
acercándosele el Hermano Ortega, le indicó con gran mansedumbre que el
Padre Superior le aguardaba.
--¿Á mí?--preguntó con las cejas arrugadas, estupefacto--. Vamos á ver
qué tripa se le ha roto.
El Hermano Ortega no quiso oir lo de la tripa. Atienza llegó á
los umbrales del Superior y se detuvo unos segundos, contemplando
amorosamente la negra cruz clavada sobre el dintel. Dió con los
nudillos en la puerta. Una voz incisiva silbó dentro: _Adelante_.
Atienza penetró, llanamente. Sus ojos tenían un resplandor
interrogante. El Padre Superior le aguardaba sentado detrás de la mesa.
Atienza permaneció en pie, al otro lado, frente á él.
--Le extrañará que le haya llamado á estas horas.
Atienza asintió con la cabeza.
--En realidad de verdad, no tengo queja de usted en materia grave...
--Espero que no, Padre Superior. Bien sabe Dios que me conduzco lo
mejor que se me alcanza, y si yerro no será por negligencia, sino por
ignorancia. Dígame para qué me llama.
--Yo pienso que es fuera del caso recordarle que al ingresar en la
Compañía aspiramos á la perfección. De tal manera, que aquello que
fuera de nuestra casa es leve, ó aun indiferente, entre nosotros,
indica el germen de un mal que debemos extirpar en seguida.
Atienza se impacientaba. «Este hombre tan seco de palabras--se
decía--¿por qué no me pone las cosas claramente?» Y luego, en voz alta
y serena:
--Cuanto usted me dice, Padre, es cordura por excelencia. Pero yo
quisiera saber para qué me llama.
--¿Y aún me lo pregunta? ¿No tiene nada de qué acusarse?
--De qué acusarme al Superior, nada. Ahora que, como no soy un
prodigio, como lo fué San Roque, que ya en mantillas era devoto y no
había quien le hiciera mamar los viernes, digo que como yo no soy
un prodigio, claro está que tendré muchas cosas de qué acusarme en
penitencia, ante Dios. ¿Y quién tira la primera piedra?
--¿Y le parece bien perseguir con cuchufletas de mal gusto y hasta
crueldad á un hermano que es la timidez y la inocencia misma? ¿Y le
parece bien pregonar á los cuatro vientos que aquí se le mata de
hambre? ¿Y le parece bien no encontrar nada que merezca su aprobación ó
su respeto dentro de la Compañía, é ir derramando desprecios en torno
suyo? Que es usted muy sabio... Peor para usted si lo acompaña de
diabólico orgullo. No está mal la ciencia humana, pero siempre arropada
en humildad.
Atienza se llevó la mano al pecho. Era la gota que derrama el vaso,
la paja precisa que quiebra el espinazo del camello, abrumado bajo la
carga. Recogió su energía y con aquella llaneza bondadosa que era su
cualidad preponderante, contestó al Padre Arostegui:
--Todo eso son niñadas, Padre Superior. Yo no desprecio á mis hermanos,
que los amo muy de veras, y por eso no puedo llevar con bien ciertas
cosas. Cuchufletas... ¿Es que yo me ofendo si me las dicen? Usted
mismo las califica: _cuchufletas_. No es herir, no enojar, sino
reprender levemente bajo la encubierta del regocijo. Nuestros santos,
los castizos, han sido siempre alegres y aun mordaces. Luego, lo del
orgullo... ¡Anda, morena!
--¿Qué es eso de anda, morena?--El Superior dió un puñetazo en la mesa
y se puso en pie--. Y además, ¿qué autoridad tiene para reprender?
Atienza se puso pálido.
--¿Me consiente retirarme, Padre Superior?
--Retírese cuando le plazca. Y no olvide que esto se terminó, se
terminó, se terminó. ¿Estamos?
Al día siguiente el Padre Atienza escribió una carta al Provincial,
poniendo de claro su propósito de salir de la Compañía.
El negocio era difícil. El Padre Atienza era conocido por sus obras de
ciencia en todo el mundo; estaba emparentado con personas nobilísimas y
había cebado los tesoros de la Compañía con un peculio de quinientas
mil pesetas. ¿Cómo apechugar con el escándalo? Fueron y vinieron
cartas. Atienza se ablandaba. Afirmó, en todo momento, que era jesuíta
por vocación; pero declaraba al propio tiempo que le era imposible
convivir con la mayor parte de sus compañeros. «Permaneceré--escribía
al Padre Provincial--en la Compañía, y aun en este colegio, si usted
lo juzga necesario, para evitar tantos males de que me habla y que yo
alcanzo cumplidamente; pero, ¡por Dios Santo, Padre mío!, déjeseme
solo, consiéntaseme permanecer en mi celda sin mezclarme con nadie, á
no ser que yo lo juzgue oportuno.» Suplicaba, luego estaba entregado.
Concediéronle muy presto lo de vivir en su celda, que allí era menos
peligroso. Intentaron rebajarlo haciéndole profesor de «Psicología,
Lógica y Ética». ¡Ligera y secundaria labor de _maestrillo_ impuesta á
una lumbrera de la orden! Mas él recibió la nueva con alegría y buen
humor.
--Me parece que lo haré con más provecho que el pobre Padre Numarte,
ese paquidermo filosófico--exclamó.
Por eso vivía recoleto en su cuarto; en él comía; en él daba la clase,
y desde él oía, de tarde en tarde, ecos remotos de un vals de Strauss.
* * * * *
Á raíz de confinarse el Padre Atienza en su rincón, ningún jesuíta
pensaba que el arrechucho durase largo tiempo. Conocían lo expansivo
de su carácter y su locuacidad impenitente. ¿Qué se va á hacer á
solas--preguntaban--, sin blanco cerca á donde enderezar las saetas
de su malignidad burlona? Contados eran los que se aventuraban á
visitarle, por no atraerse la ojeriza del Superior. Pero los días
pasaban, y el turbulento navarro no salía de la covacha como no fuera
para ir á la biblioteca, de donde volvía cargado de volúmenes.
Encerrado en su celda, rey de sus acciones, se encontraba á las mil
maravillas y extraía de la caduca amarillez de los libros viejos un
goce inenarrable y tranquilo.
Comenzó el curso. Los seis alumnos, que no eran más, de Psicología,
Lógica y Ética, subían á su celda á recibir sus enseñanzas, las
cuales de ordinario no eran materia relacionada con la asignatura,
sino porción de cosas varias y amenas á propósito para robustecer
el temperamento antes que para apesadumbrar la inteligencia con
noticias inútiles. Se conversaba no pocas veces, en tono familiar,
de los asuntos interiores del colegio; se hacían comentarios á las
noticias que desde fuera llegaban; se reía y se decían chancetas, y, en
resolución, para los niños eran unas horas de cordialidad y saludable
frescura. Adoraban al maestro.
Los demás Padres se hallaban muy á gusto sin la enojosa presencia del
desenvuelto Atienza. Aun cuando no se ignorase que la reclusión era
voluntaria, considerábase como un triunfo del Superior y prueba patente
de la habilidad política de Arostegui, porque ésta no es otra cosa
que maña y astucia con que se coloca á los demás en ocasión de hacer
de grado lo que uno desea que se haga. Claro está que el que más y el
que menos, mirando para su fuero interno, se veía como sujeto posible
de esa misma habilidad política y por lo tanto juguete de una fuerza
muda que nunca daba el rostro claramente, y de aquí la punta de odio,
casi siempre vago é inconsciente, que unos jesuítas, los nacidos para
ser mandados, sentían contra otros, aquellos que, sin proferir la voz
de mando, mandaban de hecho, moviendo sin plan conocido y arcanamente
las figuras del retablo. El Padre Arostegui estaba al cabo de este
odio latente; pero se le daba un ardite. Como Calígula, él también lo
reputaba por señal cierta de su soberanía; ódienme en tanto me teman,
_oderint dum metuant_. Aquel temor, arraigado y permanente, porque lo
infundía el misterio, era la fuerza de cohesión de la comunidad, y
merced á su eficacia Arostegui mantenía organizadas sus huestes con
suma disciplina.
Se ha dicho de la Compañía de Jesús _épée dont la poignée est à Rome et
la pointe partout_; por lo que se refiere á aquellos parajes en donde
radica el Colegio de la Inmaculada, puede asegurarse de la influencia
jesuítica que era una espada cuyo puño estaba en la diestra del Padre
Arostegui, y su punta donde menos se pensase.
El Padre Arostegui había diferenciado netamente las funciones de cada
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