A.M.D.G. - 10

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acercó Sequeros conversaban precisamente de las intrigas y favoritismos
con que se elegían, contra justicia y caridad, los individuos que
habían de hacer el último voto, ideal supremo de todo el que ingresa en
la Orden.
--Y usted, Padre--preguntó Ocañita á Sequeros--, ¿por qué no llegó á
hacer el cuarto voto?
--Sin duda porque después de mi tercera aprobación los superiores
hallaron que yo no era eminente en ciencia ó virtud, como quiere San
Ignacio. Pero desde todas las partes se puede servir á Dios.
--Ya lo creo; y mucho más desde nuestro sitio--afirmó Landazabal,
deforme.
Pasáronse á hablar del dinero de la Compañía. Las aseveraciones de
Numarte, muy amigo del Padre Iturria, procurador, tenían gran fuerza:
--Iturria me aseguró que este colegio es un negocio excelente. Hechas
las tres partes de los ingresos, una para el General, en Roma, y otra
para el Provincial, queda mucho dinero aún en la tercera, para los
gastos de la casa. Según me dice Iturria, lo sobrante lo tiene el
Rector, y dispone de ello á su manera, en labores de propaganda, etc.
Creo que se piensa hacer un periódico en Pilares y varias reformas en
el colegio.
--La verdad es que--interviene Estich--cuando nuestros adversarios
propalan que somos ricos, no se equivocan. Y vamos á ver, ¿qué hacen
del dinero, tanto en Roma, como en la provincia? ¿Dónde lo guardan?
--Mira este bobo...--replica Numarte--. En un banco de Londres. Eso lo
sabemos todos. Según parece, Inglaterra es un país en donde hay cierta
seguridad. Es curioso, ¿verdad? Entre protestantes... Ya veis, aquella
condenada Isabel...
Y expone Landazabal:
--Sí; porque mira tú que aquí, á cada paso, ¡zas! Hay una algarada de
verduleras y terminan apedreando nuestras casas.
--La culpa la tiene el liberalismo--interpone Numarte.
--Pss... ¿Qué más da que la canalla, la hez, la cloaca nos odie?--se
pregunta Estich, con inflexiones oratorias--. Con nosotros están los
buenos, las clases acomodadas y los ricos. Es fuerza reconocer que,
en esto, nuestros Superiores han demostrado siempre una rara habilidad
para captarse las voluntades de los que mandan.
El coloquio era perfectamente pueril; los interlocutores exteriorizaban
su prurito de opinar á la manera de atolondrados mancebos que ignoran
por entero las cosas de la realidad.
Á las nueve y media terminóse el recreo. La comunidad acudió á la
capilla. Cada Padre hizo su examen de conciencia y breve oración,
retornando individualmente á sus celdas, según iban concluyendo.
Sequeros, luego de quedar en ropas menores, apagó su quinqué y,
á tientas, se orientó hacia el lecho. Arrebujábase en las ropas,
dispuesto á dormir, cuando, al introducir la mano debajo del cabezal
buscando fácil postura, halló un papel, cuidadosamente doblado. Saltó á
tierra, encendió el quinqué, leyó:
«Aun cuando nunca logré favorecerle con mi confianza, por
sospechar que usted transige harto fácilmente con flaquezas de
la carne, nunca pude imaginar que se dejara corromper con tanta
prontitud por las pasiones, y mucho menos que las expresara con
escándalo de sus Hermanos y del mundo. Se conocen de público
muchos de sus pecaminosos diálogos con la señora inglesa. ¡Dios
le perdone! Las gentes generalizan su desenfreno atribuyéndolo
á todos los hijos de la Compañía. Así, he resuelto disponer que
desde mañana no salga usted para nada de su celda. Para nada. El
aislamiento le es necesario; labrará usted en su pasado y quizá
Dios le toque de arrepentimiento. Por no dar más que decir no
suprimimos la ceremonia de mañana, y el Padre Olano bautizará á
esa señora, la cual me temo mucho que no esté en disposición por
culpa de usted. Repito que no salga usted de la celda para nada.
Obedezca la voluntad de su Rector, que en este caso es la de Dios
mismo.
P. AROSTEGUI, S. J.»
El Padre Sequeros empalideció atrozmente. Estrujó la esquelita azul,
la arrojó al suelo y la escupió. En el formidable biceps de su brazo
derecho un nerviecillo comenzó á palpitar. Sin acordarse de que estaba
casi desnudo, se lanzó á la puerta, con ánimo de asaltar al Superior y
saciar en él su furia; pero le tomó un desfallecimiento de la voluntad
y se detuvo secamente en el centro de la estancia. Era la segunda vez
que le acometía una iracundia homicida. La primera fué en Loyola,
siendo muy mozo, contra el ayudante del maestro de novicios.
--Me viene una tentación, Padre--había dicho Sequeros.
--¿Cuál, hijo mío?--respondió el ayudante, sonriendo fríamente.
Y Sequeros, frenético, arrebatado:
--La de tirarle ahora mismo por el balcón y que le salten los sesos
contra las piedras.
El ayudante, inmóvil, con sonrisa gélida, había exclamado:
--¡Ah! ¡Cosas del demonio!
--El demonio es usted. Yo soy generoso y abierto, no puedo con ese
carácter de usted, torcido, hipócrita, malicioso, cruel, empedernido...
¿Es usted representante de Dios? ¿Son como usted los hijos de San
Ignacio? ¡Dios mío, Dios mío! No puedo más...
Ahora, Sequeros reanimaba aquella triste escena. Volvió los
extraviados ojos hacia una estampa del venerable Riscal. El rostro se
le fué empurpurando. Rompió á llorar y á sollozar, y, arrodillándose,
besó el suelo:
--_¡Fiat voluntas tua!_

III
Á Ruth, el día de su bautizo, la dijeron que el Padre Sequeros había
enfermado repentinamente la noche antes. Lo creyó, y se dejó bautizar
por el casposo Olano. Ruth acudió ávidamente al colegio, interesándose
por la salud de su catequista. El Padre Sequeros no mejoraba; Ruth
sintióse invadida de melancolía y zozobra. Al tercer día escribió una
carta al jesuíta; los trazos temblaban de solicitud. No hubo respuesta.
Sucediéronse las cartas, aumentando el quejumbroso desconsuelo de
ellas conforme la mudez del confesor permanecía inquebrantable. «Le
necesito--llegó á escribir, con angustia--. Mi espíritu no está aún
plenamente fortificado en la nueva fe. Tengo desmayos y pensamientos
horribles. No sosiego. ¡Ayúdeme, por Dios! Póngame siquiera una línea
por donde vea que no debo desesperar de que el Señor se apiade de mis
sufrimientos.» Y, en verdad, Ruth sufría de continuo; la fiebre de
sus cavilaciones la iba devorando, poco á poco, y empañando aquella
tersura translúcida--leche y rosas--de su tez. Apartábase del curso
del tiempo, durante largas horas, recostada en un sillón, ó vagaba
fantasmagóricamente por sus habitaciones, sin contacto con el mundo
sensible. Villamor y Pirracas espiaban atribulados los progresos
del mal; creían entender, pero no hallaban la medicina. La creciente
consunción de Ruth consumía igualmente al esposo.
Una noche, la _nurse_ hubo de restituir á Ruth á la realidad. Villamor
acababa de pegarse un tiro, bien asestado. Murió al instante. Ruth se
precipitó sobre el cuerpo, caliente aún, de su marido, amortajándolo
con delirantes besos. Había dejado dos cartas, una para Ruth, otra
para Pirracas. La _nurse_, después de vestir, en silencio, á Gracia y
Lionel, los condujo á casa de la señora de Blas, llevando al propio
tiempo la epístola de Pirracas. La de Ruth era rotunda y misteriosa:
«_¡Farewell for ever! I loved you, Ruth, above all. ¡I loved you, my
sweet, my sweetest heart!_»[11].
Ruth no lloraba; sus ojos estaban áridos; el corazón, yermo, amenazaba
quebrarse. Arrodillóse junto al cadáver de Villamor, y le miraba con
desvarío, los finos brazos en cruz. Así pasó un tiempo, hasta que
Pirracas se precipitó en el despacho, con gesto soez, lanzando al
rostro de Ruth un papel arrugado. Ordenó á la mujer que leyese. Esta,
maquinalmente, le obedeció:
«Amigo de mi alma: no puedo más. Tú comprendes, como yo
comprendo; quizá sabes. De tus torturas de amigo fiel deduce las
mías de marido engañado. No he querido enterarme. ¿Para qué? ¿Me
robó la honra ese jesuíta y luego abandonó á Ruth? ¿Qué más da?
Lo cierto es que ella está enamorada de otro, y yo sin el amor de
Ruth no puedo vivir. Cuida de ella y de mis pobres hijos. ¡Adiós!
CÉSAR.»
Ruth exclamó embravecida:
--_¡Oh, no! That is not true. ¡Tremendous Thing!_--Y luego,
derritiéndose en llanto, sobre la frente del marido--. _I was faithfull
with you. I loved you. Forgive me, dearest_[12].
En la frente de Pirracas se inflaban dos lóbregas venas; estaba
congestionado; sanguíneos los ojos y la mano derecha en el bolsillo
de la americana. Intentó hablar y rugió. Violentos escalofríos le
sacudían, de arriba á abajo. Asiendo á Ruth por un hombro la zarandeó
brutalmente. La mujer se puso en pie á tiempo que Pirracas enarbolaba
un revólver.
Ruth empuñó las muñecas de Pirracas, obligándole á permanecer con los
brazos en alto. La mujer parecía endeble y el hombre nervudo; los
brazos de Ruth, como de espuma; los de Pirracas, roblizos; la carita
de ella, de un blanco irreprochable; la de él, púrpura. Pero aquel
cuerpo sutil no se doblegaba, y sus manecitas apresaban aceradamente
las muñecas del agresor, y éste, fuera de sí, la escupía, la pataleaba,
desollándola los tobillos, bramando:
--_¡Whore, damned whore!_[13].
Al rumor, acudieron los domésticos, y entre ellos Celestino el
delineante. Sujetaron al energúmeno. Ruth se envolvió la cabeza en un
chal y salió á la calle.
Eran las ocho de la noche. Los transeuntes de Regium vieron con
asombro la silueta rauda y fina de Ruth atravesando calles con rumbo
al colegio de los Padres jesuítas. Algunos la siguieron. Curiosearon
cuando zarandeó vertiginosamente el alambre de la campana. En viéndola
entrar, volviéronse, forjando historias picarescas.
Ruth se adentró por la portería, sin decir nada; apoyóse un momento
contra un muro, sorbiendo aire, la mano sobre el corazón. Luego, con
voz ahilada y moribunda, suspiró:
--El Padre Sequeros... Yo necesito ver... ¡por Dios!
Santiesteban, de la sonrisa pútrida, estaba boquiabierto. Respondió, á
gritos, de manera que su castellano fuera inteligible:
--Padre Sequeros, enfermo. Demás Padres, refectorio. Imposible
ver--. Con esta construcción telegráfica suponía llegar más derecho
á las entendederas de Ruth, la cual, comprendiendo la negativa,
levantó el busto arrogantemente y penetró al patio con decisión.
Quiso interponerse el lego, mas Ruth, de un manotazo, le constriñó
á apartarse, haciéndole bailar de camino un aurresku rudimentario.
Santiesteban salió, dándose con los zancajos en la rabadilla de tanto
correr, disparado, hacia el refectorio de los Padres; fué á la vera del
Superior y le puso al tanto de la insolencia femenina. Arostegui llamó
á Olano; le dijo al oído:
--Vaya á ver la tripa que se le ha roto á esa individua y procure
hacerla tomar las de Villadiego cuanto antes.
Olano dispúsose á obedecer las órdenes del Rector, repapilándose de
placer y quizá un algo nerviosillo. Desde el patio oyó gritos en el
tránsito del piso primero; era Ruth, clamando por el Padre Sequeros.
Subió Olano las escaleras con cuanta agilidad le consentían sus fofas
facultades, llegando al tránsito jadeante, sin resuello. Á los pocos
pasos topóse con Ruth.
--Padre Sequeros... ¡Yo necesito ver!
--Vamos, tranquilícese, hija mía. Acompáñeme á la celda.
--¡Padre Sequeros!
--Sí, ya entiendo. Un momento de calma. Acompáñeme.
Exhausta de energías y casi inconsciente, la viuda de Villamor siguió
al jesuíta, el cual la había tomado de la mano, y de esta suerte la
condujo á su celda, dejándola en la habitación, en tanto él se ocultaba
detrás de la cortineja que hay á la entrada de la camarilla. El Padre
Olano tenía la boca seca, el corazón acelerado y las manos temblonas,
por obra de la emoción é incertidumbre, á tiempo que se desceñía el
fajín y se desvestía la sotana porque era muy cuidadoso de no incurrir
en necias infracciones, cuya manera de burlar conocía al dedillo.
Así, Olano no ignoraba que el religioso que se despoja de sus hábitos
se hace _ipso facto_ reo de excomunión; pero, el mismo aligeramiento
indumentario se trueca en acto meritorio cuando, por no profanar
las santas vestiduras, se realiza para fornicar, por ejemplo, ó ir
de incógnito á un prostíbulo, según concretamente se asegura en los
_Veinticuatro Padres_, en la _Praxis ex Societatis Jesu scola_, y en el
Padre Diana: _Si habitum dimitat ut furetur occulte, vel fornicetur. Ut
eat incognitus ad lupanar._
Ruth Flowers, en una butaca de enea, permanecía con la cabeza caída
sobre las manos y los codos en las rodillas. Olano asomó en la puerta
de la camarilla; avanzó con sigilo hasta sentarse á la izquierda de
Ruth. La señora murmuró, sin alzar los ojos:
--¡Padre Sequeros! ¡Padre Sequeros!
--Por ahora... es imposible... hija mía--. La concupiscencia le
quebraba la voz.
Ruth se puso en pie y Olano hizo lo propio, aprisionándola entrambas
manos. Hasta aquel instante, la cuitada mujer no había parado atención
en la traza inconveniente del jesuíta: el plebeyo rostro, torturado de
furor venusto; el bovino pestorejo, de color cárdeno; la camisa, burda
y con mugre, abierta por el pecho y mostrando una elástica fuerte y
áspera pelambre; los calzones azules, remendados, con fuelles y sin
botones en la pretina; las pantorras, de extraordinario desarrollo,
embutidas en toscas medias, agujereadas á trechos; sin zapatos. En
cualquier otro trance hubiera sido grotesco, risible sobre toda
ponderación. En aquel caso resultaba terrible, como un sátiro brutal,
embriagado de mosto y de lujuria. Ruth creyó perder el sentido y con él
la razón. El dolor de los tobillos, que aumentaba por momentos, apenas
la consentía sustentarse sobre los pies. Deseaba la muerte. Los ojos se
le nublaban.
Mas he aquí que, como entre sueños, advierte que la torpe y embotada
mano del jesuíta explora sus senos, aquellos dulcísimos senos cuya
delicadeza eréctil la maternidad había respetado, y, luego unos labios
calientes y blanduchos sobre su boca casi exangüe, que el terror
helaba. Por un prodigio de fortaleza, nacida de tanto horror, Ruth
pudo sacudirse de encima aquel fardel de libidinosidades furiosas.
Olano retomó á la presa; Ruth le contuvo aplicándole un puñetazo sobre
un ojo, y aprovechando el aturdimiento del hombre, huyó de aquella
estancia maldita, y luego de aquellos tránsitos penumbrosos y hostiles,
y luego de aquella casona negra, alucinante. Y salió á las veredicas y
pradezuelos que hay tendidos al pie del colegio; sus pasos vacilaban;
su razón se ensombrecía. Cayó sobre la hierba, exhalando un lamento:
--_¡My God!_[14].
Unos brazos tímidos y afectuosos se posaron sobre sus hombros; luego la
ayudaron á que se incorporase. Una voz buena, dijo:
--_¡Poor beautiful creature! ¡Come to me!_
--_You... Gonzalfáñez. Let me see the children, and die._
--_Not yet. Come to me_[15].
* * * * *
Desde aquella noche, Ruth, con sus hijos y la _nurse_, se instalaron en
casa de Gonzalfáñez.


FRONTI NULLA FIDES

I
Secuestrado en su celda el Padre Sequeros, desgajado de su prole
infantil y de su prole espiritual, del estudio y del confesonario,
¿quién había de ser el pastor preferido de las damas devotas, sino el
dulcísimo, casposo y oleaginoso Padre Olano? Veíasele de continuo en
juntas femeninas, de visiteo y conferencia con mujeres, enredado de
_madreselvas_ temblorosas, á la manera de un bravo roble antiguo, y,
sin embargo, ¡cuán entera su reputación! ¡Cuán pulquérrima su fama!
¡Su prestigio, cuán en creciente! Cierto que era muy madurico de años,
poco agraciado de rostro y nada aseado de su persona; mas, no por
estas nimias circunstancias se ha de entender que se mermase en un
ápice su virtud y fortaleza, que para la opinión de sus confesadas y
amigas no le cedía en belleza y encanto á un querubín. Habiendo hembra
próxima, el Padre Olano se transfiguraba. Un hombre de mundo y poco
versado en achaques de cosas santas quizá dijese que los ojos se le
inflamaban, que la boca le rezumaba lascivamente y que las mejillas
se le congestionaban. ¡Oh, qué dañoso error! Ello es que nadie osó
decir semejante dislate é impiedad. ¡Celo, puro celo de las almas! No
había sino verle predicando. ¡Cuánta energía interior! ¡Qué manera
de doblegarse á las insinuaciones del Espíritu Santo, que bajaba á
infundírsele! Las contorsiones que hacía, ¡qué inspiradas! Los gritos,
¡qué patéticos! Los lloriqueos, ¡qué hondos y contagiosos! Seguíanle al
punto las beatas, lagrimeciendo y moqueando, que no había cuadro más
edificante y gustoso á los ojos de nuestro Señor y del santo Padre San
Ignacio.
Pues ¿y en obras de caridad, de labor social, propaganda y
beneficencia? Innumerables son las cofradías, archicofradías,
congregaciones, sociedades y centros que en Regium nacieron gracias
á la diligencia del Padre Olano, todos los cuales existen todavía,
á pesar de vicisitudes largas, como si un especial favor divino las
rigiera.
Por entonces, una proxeneta de ínfima estofa que había apilado algún
caudal en pecaminosos tratos de tercería, estableció una casa de mal
vivir en un sitio céntrico; una morada de construcción reciente, y á lo
que se decía, con mucha decencia, entendiendo por decencia ¡oh, pícara
elasticidad del vocablo! lujo indecoroso. En los círculos canallescos y
entre gente libertina, se conocía á la proxeneta referida por el apodo
de _Telva les burres_. Esta mujer implantó el negocio sin perdonar
sacrificio. Era voz pública que sus pupilas ostentaban provocativa
belleza, que hacían dulcísimo el pecado, exornándolo con no pocas
complicaciones de gran novedad en Regium; que acostumbraban bañarse á
diario, ó cuando menos un día sí y otro no, y, en suma, que estaban
reclutadas entre la flor y nata de las falanges del vicio. Las había
andaluzas, madrileñas, catalanas, ¡hasta una portuguesa! Con esto, los
umbrales de Telva se elevaron en dignidad. Á los antiguos visitantes
(mozarrones zafios y cazurros, chalanes, obreros, marinerazos de toda
laya y procedencia) se les dió con el postigo en las narices. Ahora,
los contertulios y parroquianos pertenecían á las clases acomodadas
de la sociedad: tenderos, consignatarios de buques, empleados de
fábricas y almacenes, propietarios, etcétera, etc. Con lo cual, Telva
se enorgulleció grandemente. Hízose vestidos de rica tela y severo
colorido, compró una mantilla negra, y así ataviada, á lo señor, salía
á ostentar su cinismo, paseando las calles más concurridas, visitando
iglesias y poniendo en un brete á las señoras honradas.
Las orgías de la casa nueva fueron tan frecuentes y locas, que todo
Regium murmuró del asunto, manifestando púdico estupor. Andando el
tiempo, las orgías degeneraron en violencias y báquicas necedades.
Señoritos y horterillas, así que se embriagaban, acudían en horda á
casa de Telva, tomaban el edificio por asalto si se les negaba permiso
para entrar, y ya dentro, daban al traste con personas y cosas,
convencidos de que con esto conseguían heroico renombre. Y así fué como
una pandilla de bárbaros sacaron á rastras á la portuguesa desnuda,
tirándole de la cabellera, y con tan poca cortesanía, que le desollaron
las nalgas, le magullaron un seno, la acardenalaron y la dejaron con
vida por inexplicable antojo de la providencia.
Aquella morada de escándalo y abominación tenía consternadas á las
almas sencillas de Regium. Intentaron influir cerca de los poderes
públicos, por ver de suprimirla y hasta derruirla; pero fracasaron tan
santos propósitos.
Una mañanita, la señora del vista de aduanas, Aurora Blas de Enríquez,
hija de confesión del Padre Olano, se presentó en la portería del
colegio. La acompañaba Maruja Pelayo, hija también del mismo Padre
espiritual, y, en cuanto á la carne, de un reputado ortopédico.
Venían de oir la misa del Padre Anabitarte, muy ligerita y simpática.
El traje que traían era sencillo; el rostro, empenumbrado bajo la
flotante mantilla. Las dos lindas, las dos rubias, las dos gazmoñas;
más gordezuela la casada. Recibiólas el hermano Santiesteban, con su
pútrida sonrisa.
--Venimos á ver al Padre Olano. Tenemos precisión de hablarle hoy
mismo--manifestó con mucho garbo Aurora.
--Ay, señoras mías; no sé si estará ó no. Pasen, pasen al salón de
visitas entretanto--. Y se fué.
No tardó en aparecer el Padre Olano, grande y sencillo como una
montaña, como la montaña nevado también en la cumbre, pero de caspa.
--Siéntense, hijas mías. Vamos, vamos, ¿qué ocurre?--Estaba con las
manos escondidas dentro de las mangas del balandrán. Aguzaba la mirada
por desentrañar el misterio y penumbra de las mantillas.
--Venimos á concluir esa enojosa cuestión de la congregación para el
alivio de la trata de blancas, ó como se llame. Le juro, Padre Olano,
que yo no sirvo para esto--. Con la mano se arreglaba los ricillos de
la sien derecha, levantando la mantilla y mostrando la lechosa frente.
--Ni yo tampoco--agregó Maruja.
El Padre Olano reía con benevolencia, echando atrás la cabeza. Aurora
continuó:
--Así que terminemos con esa... esa...
--Sí, _Telva les burres_. Bonito nombre--. El Padre Olano dijo estas
palabras impregnando de severidad el acento.
--Precioso--continuó Aurora--. Pues bueno; así que demos este primer
paso, yo no doy otro. Vaya, que no lo doy, Padre. La idea es muy santa
y muy buena, como de usted; pero yo no doy otro paso. Este sí, ya lo
creo, porque nada se puede hacer más grato al Señor, me parece.
--Así es, hija mía.
--¡Buen trabajo me cuesta, Padrecito! Imagine: tener que hablar, que
oir, que rozarme con una mujerota de esas...
--¡Ay, es horrible!--suspiró Marujina, frunciendo el morrito
deliciosamente--. Pero el Sagrado Corazón nos lo premiará. Por
supuesto, papá no sabe nada.
--Ni mi marido.
--Ni falta que hace, hijas mías. Esta es una gestión que hemos de
llevar á cabo con absoluta reserva. Sor Florentina ha convencido á la
superiora, que está ya en ello. Así, pues, el jueves, de anochecida,
nos veremos en el locutorio del convento.
--¿Y usted cree que acudirá esa mujerona, Padre Olano?--preguntó la
señora, con ansiedad.
--¿Por qué no, Aurora?
--¿Y se dejará tocar de la gracia?
El Padre Olano apartó los ojos que tan gratamente se hallaban apoyados
en las lindas interlocutoras y los elevó hacia el cielo raso.
--¡En Dios confío! Además, según mis referencias, es mujer que no tiene
abandonados sus deberes religiosos...
--Insolencia, Padre, insolencia.
--En Dios confío, hijas.

II
El día señalado y á la hora convenida, se hallaban en el locutorio
de las Siervas de Jesús, el Padre Olano, la señora de Enríquez, la
señorita de Pelayo y sor Florentina. La monja era una mujer como de
treinta años, rechonchita, bella, graciosa y desenvuelta, con mucho
trato de gentes y un ligero estrabismo en la mirada, que le caía muy
bien. El locutorio daba al jardín. De fuera de los vidrios de las dos
ventanas caían temblando vástagos tiernos de enredaderas. De un pasillo
llegaba un vaho denso, olor á cera y á potaje, á pobreza y santidad.
Temblaban de expectación las cuatro personas. El Padre Olano estaba
hundido en sí mismo, como si impetrase la ayuda del Todopoderoso,
orando en silencio. Sor Florentina tenía los carrillitos arrebolados
y bizqueaba más que de ordinario. Aurora y Maruja revolvíanse en las
sillas, muy excitadas y poseídas de bélico ardor. Creíanse poco menos
que Juanas de Arco, y la conquista que iban á emprender de más fuste
que una cruzada. Al fin y al cabo, aparte de la gloria de Dios y la
pureza de las costumbres, á ellas les importaba singularmente el buen
éxito de la aventura, porque en casa de la Telva adivinaban un vago y
grande peligro.
--¡Oh, si quisiera Su Divina Majestad que extirpásemos esta hedionda
llaga que infesta á Regium...!--murmuró sor Florentina.
Pasaba el tiempo. Aurora y Marujina Pelayo se miraban con desaliento.
Por fin apareció la vieja celestina. Entró fingiendo gran timidez
y desconcierto, como si no supiera qué hacerse, ni qué decir, ni á
dónde mirar. Pero, con solamente examinarle la cara, llena de burla y
desenfado, pudiera echarse de ver que era una redomadísima sinvergüenza
y más dueña de la situación que quienes la recibían. Á favor del
aturdimiento que le tenía cuenta aparentar, fuése derecha á abrazar al
Padre Olano, sollozando más que diciendo:
--¡Ay, santo varón! ¿Cómo le voy á agradecer...? Yo no sé cómo
decirle...
El Padre Olano hubo de recibir, por sorpresa, el primer abrazo de la
infecta anciana. Pero, recobrándose pronto, la apartó de sí con tanta
mansedumbre como energía, de manera que Telva abordó á Aurora, que era
la que estaba más cercana, con idénticas muestras de agradecimiento y
efusión. La señora de Enríquez dió un grito y retrocedió dos pasos.
Marujina huía también, temblando, y fué á guarecerse detrás del
jesuíta. La descarada vieja se detuvo entonces, y humillándose bajo un
infinito abatimiento, balbuceó, con voz quebrantada:
--¡Ay, Dios! Es cierto... ¡Dispénsenme! ¡Ay, señoritas! ¿Cómo me van á
saludar si yo soy una mala mujer, si estoy condenada, si para mí no hay
salvación...?
--De eso se trata--añadió el Padre Olano--. Siéntese, buena mujer, y
hablemos.
Sor Florentina miró asombrada al jesuíta, en oyendo aquello de buena
mujer. La celestina replicó:
--¿Yo buena mujer? ¡Ay! No se burle, señor...
--Siéntese, siéntese y hablemos. Siéntense, hijas mías.
Sentáronse todos. Aurora y Marujina tiritaban de miedo y de asco.
La alcahueta sacó un gran pañuelo tan cargado de esencia, que el
Padre Olano creyó desmayarse. Hubo un largo silencio enojoso que sor
Florentina interrumpió afirmando:
--La misericordia de Dios es infinita.
El jesuíta se agarró á este cabo y asegundó:
--La misericordia de Dios es infinita. No está usted condenada, mujer,
ni se ha perdido para siempre; pero, ¡ay de usted si no escucha la voz
de quien dispone en cielos y tierra y que en este momento suena en sus
oídos! ¡Te llamé y me rechazaste! No olvide, hermana, que si la muerte,
en todo caso llega de pronto y cuando menos se piensa, y troncha
esperanzas y siega juventudes, en la edad de usted...
--¡Ay! señor; yo no soy tan vieja como parezco. Los malos tratos
de aquel... Iba á decir una atrocidad. Usted ya me entiende. Estas
señoritas, no; son unas palomas, las pobres. Treinta años, señor,
viví con él, chupándome el dinero y cuanto había que chupar. Era un
verdadero... bueno, usted ya me entiende.
--No, no la entiendo, ni falta que me hace--contestó el jesuíta,
visiblemente malhumorado. Hizo una pausa y continuó:--Á lo que vamos.
Confío en que no está usted por entero dejada de la mano de Dios y en
que se ha de dejar mover á arrepentimiento por mis palabras. El oficio
que usted sigue es el más aborrecible, porque ha de saber, hermana,
que esto que hace es pecado mortal, pues se opone al sexto precepto de
la ley de Dios; de manera que, después de matar, no hay pecado mayor
contra el prójimo, como lo observará si se para un poco en el orden de
los mandamientos. En el quinto se nos prohibe matar, y en el sexto,
hacer cosas indecentes. (_Las damas bajan la vista. Telva sigue al
orador atentamente. Este ha ido levantándose poco á poco; ahora está
en pie._) Por favorecer este pecado, hermana mía, por intervenir en
sucios tratos zurciendo libidinosas voluntades, se ha hecho usted reo
de las penas del infierno. Á fin de que conozca mejor la malicia de
este pecado, me valdré de la razón natural. Ha de saber, hermana, que
ha dado el Creador al hombre una inclinación tan fuerte á esas cosas,
porque si el hombre fuese como estatua, dentro de poco ya se habría
acabado el género humano. Mas viéndose impelidos los hombres á esto,
toman el estado del matrimonio, se casan, y entonces pueden hacer lo
que las leyes del matrimonio permiten, y pueden desahogar legítimamente
su pasión, sin que de ello resulte ningún desorden, antes bien, es
como las pesas de un reloj, que hacen andar con buen orden y concierto
la propagación del género humano. Mas si usted, por antojo ó codicia
hace gastarse al hombre, es ciertísimo que Dios nuestro Señor, estará
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