A.M.D.G. - 06

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de Trinidad, que era el _fuelle_ más acreditado en la ínsula.
--¡Vaya, hom, vaya!--le rugió, torvamente--. No es mal oficio el tuyo:
llevar en la boca las ventosidades que yo suelto. ¿Qué tal sabía?
He de pagarte el servicio, no te creas; he de pagártelo, y bien--.
Los carrillos, con la cólera acumulada, se le expandían, amenazando
desgarrarse.
Ricardín Campomanes, que andaba por los alrededores del frenético
gallego, se le acercó.
--Vamos á ver, Coste: ¿por qué no pruebas á ahogarlos?
--¡Ay, no, no!--suspiró Manolo Trinidad, dengueando de tal manera, que
no daba paz al trasero--. ¿Quieres que nos mate por asfixia?
--¡Ay, hijo! Pues no sabes los que te has tragado, porque todos los
días ahogo más de dos docenas.
--De todas suertes, el otro día no has sido oportuno.
--Otro día lo seré más, Campomanes.
Cumplió su palabra, en plazo brevísimo. Pronunciaba Conejo su
acostumbrada plática hebdomadaria en el estudio de la primera división.
Era un comentario á las palabras evangélicas: «Más fácil es que pase
un camello por el ojo de una aguja, que no un rico por las puertas del
Cielo.» Conejo, esforzándose en dar plasticidad al estilo, menudeaba
las comparaciones pintorescas y hasta cómicas. Los niños le seguían
atentamente.
--Porque ¿me queréis decir--gritaba--de qué le sirve al rico su riqueza
cuando le llegue la hora de su último juicio? Le servirá para ir al
infierno en coche, ó si queréis en tren especial, ó si queréis en una
bala de cañón.
¡POM! Coste había sido el artillero. La propiedad onomatopéyica del
estallido fué tan acendrada, que á todos dejó maravillados y suspensos
durante un minuto, después del cual se siguió un desenfreno de
risotadas, justa ovación á la maestría de Coste. El mismo Conejo anduvo
á pique de soltar el trapo. Por el momento no dijo nada, guardándolo
para mejor coyuntura; más que otra cosa experimentaba cierta envidia,
como de todos aquellos que movían la risa ajena con simplicidad de
medios. ¡Lástima que la austeridad de la sotana no le consintiese las
mismas expansiones!
* * * * *
El Padre Sequeros contaba para sus fines con la tierna coacción que
la Naturaleza ejerce sobre las almas, constriñéndolas, por decirlo
así, á meditativa seriedad y grave melancolía. Conociendo los parajes
más apacibles, insinuantes y hermosos de las aldeas circunvecinas,
los elegía para los paseos de la división, jueves y domingos, y según
la sazón del tiempo y circunstancias del sitio, narraba historias de
piedad, edificantes ejemplos que ajustasen en el fondo, en el ambiente.
--¿Veis ese puente? Es un puente romano.
--Parece un dromedario con gualdrapas de seda verde--habló Bertuco.
--Ya salió éste con sus metáforas--interpuso Campomanes, avinagrado--.
Deja que cuente el Padre Sequeros.
Estaban en una pradera, al margen de un remanso y no lejos de un puente
en ruinas, de giboso lomo, vestido de hiedra.
--Sentémonos--. El jesuíta se acomodó al pie de un roble, y en tanto
algunos niños retozaban, otros se asentaban á la redonda del inspector,
apelmazándose por mejor oirle.--Pues hay un puente en Francia, entre
otros muchos puentes, no vayáis á creer. Pero este puente, que se llama
el de Saint-Cloud, es un puente que... ¿á qué no averiguáis quién lo
hizo? Pues lo hizo el diablo. Es lo cierto que el maestro de obras
se veía negro para concluirlo, porque, según parece, sus planos no
estaban bien y no había forma de darle remate. Se hundió varias veces
y hubo que comenzarlo de nuevo. En esto que se le aparece un personaje
embozado al maestro de obras. Comenzaba la noche. «Señor Dubois--porque
se llamaba así el maestro--, yo soy Satanás.» «Muy señor mío.» «Yo te
hago el puente.» «No caerá esa breva.» «Te lo hago; pero...» «Sepamos
el pero.» «Con una condición, y es que lo primero que pase, persona
ó cosa, sea para mí. Tú has de apoderarte de ello y hacerme entrega.
¿Hace?» «Ya lo creo que hace.» Conque, tiqui, taca, tiqui, taca, el
puente crecía asombrosamente por arte de Satanás. El maestro, que era
un galopín, pero temeroso de Dios, escápase á su casa y habla al oído á
su mujer. Cuando amanecía, el puente estaba ya concluído. «Ya sabes: lo
prometido es deuda.» «Sí, señor Satanás. Esperemos.» Pasado un momento,
dice el maestro: «Por allí me parece que viene algo.» ¿Y sabéis lo que
era? El gato del maestro. Este lo cogió por el rabo y se lo dió al
demonio, el cual huyó avergonzado y confuso.
--¡Bah!--advirtió Bertuco--. Ese es un cuento de niños.
Los oyentes no ocultaban su decepción. El Padre Sequeros proseguía:
--¡De niños...! ¿Y qué sois vosotros, por ventura? ¿No os hablo á todas
horas de cosas serias, de asuntos que interesan á la salvación de
vuestra alma? ¿Qué hacéis, entonces? También suponéis que son cosas de
niños. Pues bueno; yo os cuento cosas de niños por ver si lo tomáis en
serio.
Oíase acaso el ruido profuso de las aves, alguna esquila trémula, voces
campesinas; veíase el remanso sorbiendo en su dormida transparencia
toda la serenidad del cielo. Los niños inclinaban la frente; la
magistral circunspección del campo cohibía la frivolidad de aquellos
espíritus en flor. Sequeros sabía colegir muy bien de la hondura de
la mirada cuándo las almitas se agrietaban en surcos, anhelando la
semilla. Y en aquel punto comenzaba á caer de sus labios la mansedumbre
del milagro y la luz de la leyenda.
Ante la tersura diamantina del remanso, evocábase el prodigio de San
Blas, San Jacinto y San Francisco de Asís, caminando con paso leve y
pie enjuto sobre las aguas.
Llovía de pronto; la prole muchachil abrigábase bajo la ramazón de los
poblados robles y aprendía cómo un águila, abiertas las alas luengas,
cobijaba contra el azote de la lluvia á San Medardo.
Presumíase en el horizonte una tormenta; y era la historia de San
Sátiro, hermano de San Ambrosio, que en lo más recio de un naufragio
átase la hostia consagrada al brazo, con un lienzo, arrójase al mar y
logra salvarse. O de San Maló, que celebra su misa sobre el lomo de una
ballena que tomó por isla.
Vense unos mulos paciendo sobre un oteruelo; y es el peregrino milagro
de San Antonio de Padua, el cual, por convencer á un incrédulo,
presenta la hostia á un mulo; húndese el animal de rodillas y baja la
cabeza en señal de adoración.
Y cuando el Poniente se inflama y arroja incandescentes saetazos que
pasan de claro á las nubecillas, sellándolas con cifras y rasgos de
lumbre, es la hora de reverenciar en el recuerdo á los favorecidos con
estigmas, á las almas exaltadas de pasión divina cuyo premio fué la
sabrosísima herida en la carne mortal, maravillosa correspondencia de
las llagas del Salvador; Francisco de Asís, Benito de Reggio, Carlos de
Sazzia, Nicolás de Rábena, Catalina de Sena, Magdalena de Pazzi, Angela
de la Pace, Stephana Quinzani, Rosa Tamisier. Luego eran las delicadas
mercedes y amantes finezas de Jesús con sus elegidos. Santa Catalina,
recitando el _miserere_, llega al versículo: _cor mundum crea in me,
Deus_. Repítelo la santa casi desfallecida, implorando al esposo. En
esto aparécesele Jesús, vestido de resplandores, y con amorosa ternura
le saca el corazón. Tres días permanece sin él la santa. Al tercero,
Jesús la ofrece otro, purísimo, diciendo: «Hija mía Catalina: porque
seas enteramente limpia á mis ojos te doy un corazón nuevo.» Y durante
toda su vida conserva la cicatriz en el costado. O el trance sublime y
conmovedor de María Alacoque, permutando el corazón con Jesús, quien
formaliza el cambio por medio de un documento que él mismo dicta:
«Te constituyo heredera de mi corazón y de todos sus tesoros para
la eternidad. Te prometo que no te faltará ayuda, como á mí no me
falte poder. Serás siempre la preferida: juguete y holocausto de mi
corazón.» O también, el suavísimo regalo que nuestro Redentor hizo
al venerable Riscal. Paseábase por los tránsitos del convento de San
Ambrosio, en Valladolid, cuando he aquí que se encuentra con un niño de
extraordinaria hermosura. «¿Cómo te llamas?» «Yo, Jesús de Crisóstomo.
¿Y tú?» «Yo, Crisóstomo de Jesús.»
Volvían al colegio con el crepúsculo vespertino. Del monte, de la
colina, del árbol, bajaban sombras caprichosas. De los matorrales
nacían vocecillas inquietantes. Era el momento de hablar de las trazas,
ardides y encarnaciones de que Lucifer se sirve para tentar al justo ó
castigar al impío; gústale preferentemente tomar la forma del cerdo,
también la de la cabra, y en alguna ocasión se presentó de entrambas
maneras en las camarillas de los alumnos, habiendo uno en pecado
mortal. Los niños, que en otras circunstancias se hubieran reído de
la estúpida fantasía de un diablo que elige al cerdo por ornamento y
apariencia carnal, transidos por el misterio del campo y de la noche,
se estremecían y buscaban mutuo amparo, apretujándose.
--También--dijo Coste cierta vez--se aparece el diablo en forma de
león; pero cuando se le coloca un gallo delante, desaparece.
--Calla, Coste, que esas son supersticiones necias.
--No, Padre Sequeros; por allí, dícenlo. Y hay muchos que lo vieron.
Los de las primeras ternas se detuvieron de súbito.
--¿Por qué no avanzan esos?--preguntó Sequeros.
Los niños callaban. Por el camino y en dirección opuesta se deslizaba
un indeciso fantasma blanquinoso, en compañía de un bulto negro. Los
más medrosos hicieron la señal de la cruz. El Padre Sequeros los animó.
--Es gente que vuelve á sus casas. Adelante. ¿Qué miedo es este?
Y á poco, Ricardín Campomanes, que era un lince:
--Anda, si es Villamor, el ingeniero, y Ruth, su mujer.
--¡Vaya unas horas de pasear!--manifestó Sequeros.
--Por eso no los habíamos visto aún este curso--habló Bertuco.
--_Rara avis_--añadió el jesuíta--. Ave rara, de insuperable belleza;
su alma tiene que ser bellísima también. ¡Se convertirá, se convertirá!
Es mi profecía.
Era, en efecto, la profecía del Padre Sequeros; su realización se
alargaba bastante.
Ruth era inglesa. Decíase que judía ó protestante. Lo cierto es que
vivía fuera de la Iglesia Romana. No sustentaba relaciones amistosas
con las damas de Regium. Acostumbraba salir de paseo por las afueras,
del brazo de su esposo, un individuo rechoncho y de aspecto vulgar,
ingeniero en las obras del puerto. Á veces iban también dos niños,
varón y hembra, rubios como su madre, gentilísimos. Los alumnos del
colegio encontraban al paso con frecuencia á Villamor y á Ruth. La
primera vez que la vió Sequeros había dicho, como ahora:
--_Rara avis._


LA PEDAGOGÍA DE CONEJO

La pedagogía de Conejo era simplicísima. El perilustre Prefecto de
disciplina aplicaba al gobierno de los alumnos lo que San Ignacio en
sus Constituciones aconsejó para el buen gobierno de la Compañía, esto
es, adiestramiento militarista del carácter y de la sensibilidad;
sustituir con el principio de la jerarquía militar el de igualdad, y
con el de obediencia militar el de fraternidad; obediencia absoluta,
_perinde ac cadaver_. Pero, como al propio tiempo era tan inclinado
á payasear y dar que reir á los alumnos, resultaba que la autoridad
que ganaba con sus ejercicios cuartelarios la perdía en los pasillos
cómicos.
En cuanto á lo primero, decidió Conejo, por lo pronto, bajar á los
recreos; formaba á los alumnos en los patios y les instruía en una
táctica de su invención; les obligaba á evolucionar, sin descanso,
ordinariamente á paso ligero, al compás de los gritos reglamentarios
«un, dos, tres, cuatro», ó también vociferando la marcha de San Ignacio:
Fundador sois, Ignacio, y general
de la Compañía real
que Jesús con su nombre distinguió...
En opinión de Conejo, uno de los más graves atentados que podían
cometerse contra la disciplina era el acto de volver la cabeza en
los estudios, en las filas, en donde fuese; en suma, el hecho de
sentir curiosidad. Nada de cuanto acontece á espaldas nuestras, por
extraordinario y estruendoso que sea, merece que volvamos la vista
atrás, en busca de información. Por conseguir esta pasividad total de
los alumnos en punto á los hechos externos de que vivían rodeados,
Conejo apelaba á muy extraños arbitrios.
Estaban, por ejemplo, los niños conllevando mal que bien las horas
imponderables de estudio. El Padre Sequeros, desde el púlpito-atalaya,
por mejor hacer la vista gorda, leía su breviario. En esto, por la
puerta del estudio, que está al extremo de la sala y detrás de los
pupitres, penetra Conejo, con todo género de precauciones, de manera
que no se levante ni el más débil rumor. Sin embargo, los de los bancos
traseros advierten el ruido levísimo de alguien que anda sobre las
puntas de los pies, sienten el movimiento del aire, rumores lejanos
que, estando abierta la puerta, suben de intensidad; escudriñan con
el rabillo del ojo, y aunque haciéndose los desentendidos, ven con
profundo espanto, personas que rebullen, instrumentos que brillan,
preparativos inexplicables. Piensan: «Debe de ser cosa de Conejo. ¿Qué
burrada se le ocurrirá?»
De pronto, revienta un torrente de sones descompuestos, agudísimos,
demoníacos. Algunos niños, tomados de la sorpresa, chillan y tiemblan
nerviosamente; otros, botan sobre los asientos, á punto de caer
accidentados. Seis han vuelto la cabeza.
Conejo avanza fanfarronamente hasta la testera del estudio:
--Amiguitos; seis han vuelto la cabeza. El próximo jueves os quedáis
sin el paseo de la tarde.
Se oyen las risas ahogadas de los bestiales fámulos, que son quienes
han tañido con toda la fuerza de sus pulmones agrestes los instrumentos
más rudos de la charanga del colegio.
Llegado el jueves, Conejo levanta el castigo, bajo promesa formal de
que las cabezas han de permanecer inmóviles en la primera ocasión. Y
en la primera ocasión, el ingenioso jesuíta quema una tanda de fuegos
artificiales, los cuales derraman por los ámbitos del estudio infinitas
chispas. Se les queman las orejas y chamusca el pelo á unos cuantos,
entre ellos Manolito Trinidad, que suspira como una tórtola y vuelve
la cabeza, poseído de lamentable turbación, creyendo sin duda que se
trataba del fuego de Sodoma y Gomorra. Nueva imposición del castigo.
Esta vez el único causante ha sido Trinidad, y como Conejo no ha tenido
á bien otorgar indulto, el joven cofrade de la mujer de Lot, encima de
improperios sin cuento, sufre en las narices un balonazo que así como
por casualidad Coste le aplica, dejándole exánime y ensangrentado.
Otras dos experiencias realizó Conejo; la una, derribando un armario
lleno de cachivaches y cacharros inservibles, que vino á tierra con
el estruendo que se supone; la otra, lapidando, por decirlo así, los
indefensos cogotes de los alumnos con estropajos húmedos. Á la postre
consiguió cercenar todo movimiento espontáneo y hacer á los niños
simuladores, ladinos y desconfiados.
* * * * *
El sistema de la emulación, mediante el cual los niños ignoraban el
concepto de lealtad y compañerismo no viendo los unos en los otros
sino émulos, es decir, enemigos del propio bien, seres tortuosos, les
estaba encomendado á los maestrillos, en las cátedras. Cada clase se
dividía en dos bandos, romanos y cartagineses, con sus estandartes
correspondientes. Los romanos se sentaban en los bancos de la derecha
del profesor; á la izquierda, los cartagineses. El más aventajado del
aula trascendía de este particularismo; era el emperador. Seguíale el
cónsul romano, y á éste el cartaginés. Venían detrás los centuriones,
cuya misión era inspeccionar la aplicación de las respectivas huestes
y mantener, por medio de frecuentes delaciones, al maestro, en noticia
constante de la conducta de los alumnos. Los sábados, á la tarde,
se verificaban los desafíos. El que pretendiese avanzar un puesto
desafiaba al que le precedía; salían al centro del recinto y comenzaba
encarnizada lucha en que cada cual, según recitaba el otro su lección,
acechaba fieramente á fin de patentizarle, al menor descuido, sus
errores. Luchaban también bando contra bando, computándose en la
pizarra las faltas. Á la postre, los estandartes hacían campear la
victoria y la derrota de ambos ejércitos. Por una cara decían: «ROMA
VICTRIX», Roma vencedora. Por el reverso, «ROMA VICTA», Roma vencida.
Lo mismo el de Cartago. Durante la semana permanecían insolentemente
las palabras de triunfo y las de baldón. El mismo sábado, después
de las últimas clases, el colegio se encaminaba, en dos filas, á la
Salve solemne, celebrada en la iglesia pública. En el medio iban los
emperadores de las diversas promociones, con los cónsules á entrambos
costados, y el victorioso enarbolaba la bandera de la clase. De esta
suerte la ciencia, en vez de sacramento, se convertía en guiñapo
de vanagloria y presa á propósito para ser disputada á mordiscos y
uñaradas.
* * * * *
El ensayo de instrumentación religiosa que Coste hizo rezándose
el rosario, y el comento sonoro que puso á la plática de Conejo
acontecieron en la misma semana. El carrilludo mancebo estaba
maravillado viendo que sus manifestaciones explosivas no le acarreaban
complicación ni contratiempo. Llegó el domingo. Después de la segunda
misa, el Prefecto recorría los estudios, con un gran libro debajo de
la axila derecha, y leía las notas semanales que los alumnos hubieran
obtenido. Las calificaciones eran las siguientes:
A = Muy bien.
AE = Bien.
E = Bastante bien.
EI = Regular.
I = Bastante mal.
IO = Mal.
O = Muy mal.
Las _oes_ se aplicaban en contadísimas excepciones.
Conejo iba leyendo las notas lentamente. Cada alumno, para oir las
suyas, poníase en pie.
--Don Romualdo Coste y Celaya--masculló Conejo.
Coste se levantó, avergonzado y encogido. Tenía tristes presentimientos.
El Padre Prefecto sacó la caja de rapé, tomó un polvo, se golpeó las
ventanas de la nariz, que sonaron á oquedad; todo muy espaciadamente.
Luego:
--Deberes religiosos: O.
Una pausa de mucha expectación. Conejo contempló á la víctima con
un gesto de insolencia jocosa. Y rompió á hablar, dando amenazadora
prosopopeya á las palabras:
--¡Puerco! ¡Repuerco! ¡Requetepuerco! ¡Ultrapuerco! ¡Archipuerco!...
¡Vaya usted á soltar cuescos á su padre!
Una gran carcajada coronó el elocuente apóstrofe de Conejo. Coste
miraba de reojo, con ánimo de ajustar más tarde las cuentas á los
que se excediesen en las risas con que por lisonjear al Ministro le
zaherían. Cuando se sentó, pensaba: «Menos mal; como todos los castigos
fuesen así...»


MUR, PEDAGOGO

Dos eran las cosas que Mur abominaba sobre toda ponderación; la
primera, que yendo en filas, como siempre iban las divisiones al
trasladarse de un punto á otro del colegio, se tararease por lo bajo;
la segunda, que en caso de acometer al alumno, en las altas horas
de la noche, una necesidad, aun siendo acosadora é inaplazable, se
satisficiera haciendo uso del bacín que para casos de menor entidad
había en la mesilla de noche. Es decir, que Mur se había propuesto
luchar con dos fuerzas naturales. Una, porque estando los alumnos en
punto de crecimiento y con gran remanente de actividad que no hallaba
medio fácil de explayarse, la energía les rezumaba por todas partes
y en toda ocasión, siendo la forma preferente el canturreo en que, á
compás del paso en las filas, incurrían sin darse cuenta y á pesar de
los castigos. La segunda, porque permaneciendo cerrados por de fuera
en sus camaranchones durante la noche, y no acudiendo el sereno á
los toques por hallarse monolíticamente dormido, no les quedaba otro
recurso decoroso á los alumnos, caso de apretarles la urgencia, que
aprovechar el único recipiente idóneo que á mano tenían. Mas, por lo
mismo que era físicamente imposible corregir uno y otro fenómeno,
Mur exteriorizaba particular enojo ante su frecuencia, y era que
ello le daba pie para imponer penas y para imaginar los más absurdos
procedimientos de tortura, con lo cual se refocilaba tan por entero que
le salían á la cara las señales del goce entrañable y cruel que esto le
traía.
Era cosa de verle ante el niño penado, cuando le hacía sustentarse
en posturas forzadas é inverosímiles, durante minutos eternos. Su
fría carátula tomaba calor de vida, los labios se aflojaban, la nariz
trepidaba y la siniestra verruga se henchía de sangre, se esponjaba,
lograba expresión.
Su indiferencia aparente era tanta que desconcertaba á los alumnos.
Caminaba entre las filas como absorto en sus propias cavilaciones.
Un niño, creyéndole ausente de las cosas externas, volvíase para
decir cualquiera paparrucha á un amigacho; no había pronunciado tres
palabras, y ya tenía sobre la mejilla la mano huesuda de Mur, impuesta
en el tierno rostro con la mayor violencia. Era especialista en los
pellizcos retorcidos, que propinaba con punzante sutileza, poniendo
los ojos en blanco y sorbiendo entre los apretados dientes el aire,
cual si le transiera un goce venusto. En el castigo _de la pared_,
el más benigno y corriente, Mur lograba poner un matiz propio. La
pena consistía en estar cara al muro y espalda á los juegos, diez ó
quince minutos, durante la recreación. Mur se encaraba con el reo,
engarabitaba los dedos y los iba plegando sucesivamente, trazando esa
seña que en la mímica familiar expresa el hecho de hurtar alguna cosa;
al mismo tiempo decía: _Apropíncuate_, con lentitud, mordisqueando las
letras como si fueran un retoñuelo de menta ó algo que le proporcionara
frescura y regalo. Y estando ya el niño de cara á la pared, le aplicaba
un coscorrón en el colodrillo, de tal traza, que las narices del
infeliz chocaban despiadadamente contra el muro.
--En sorprender á los cantores tengo un raro tino--solía exclamar.
No tan raro, si se tiene en cuenta que el que más y el que menos no
conseguía abstenerse de esta discreta expansión lírica. Ninguno, en
verdad, tan canoro como Ricardín Campomanes; ninguno, tampoco, más
distraído. Mur le aborrecía, entre otras razones, cuyo peso específico
ignoramos, por ser uno de los favoritos de Sequeros. También lo era
Bertuco; no embargante esto, Mur mostraba para con él expresiva lenidad
y le hacía objeto de pegajosas asiduidades, que el chico repugnaba:
hubiera preferido el odio del jesuíta, sobre todo por asco á las
caricias de sus manos, calientes y ásperas como la lengua de un buey.
Una tarde salió Ricardín de las clases más contento que nunca: había
sabido la lección de geometría y, en consecuencia, Ocaña había
celebrado lo estupendo del caso prodigándole honores y plácemes sin
cuento. Las entrañas del niño eran un puro ímpetu de saltar, de gritar,
de hacer zapatetas y lanzar la gorra al aire. Iba en las filas como
ajenado, positivamente perdido en fantasmagorías y quimeras; pensaba
que ascendía ya á los puestos más relevantes de la clase, á centurión,
al consulado cartaginés, al romano; componía, en su imaginación, con
animada plasticidad, el cuadro del desafío desaforado, descomunal que
había de reñir con el simiesco Benavides, temible empollón, y con
Bertuco, disputándoles y arrancándoles de los hombros la investidura
imperial; veíase emperador, caminando mayestáticamente á la Salve,
entre marchas é himnos triunfales; ¡tra, la, li, lara, pon, pón!
En efecto, en las filas, que silenciosamente se encaminaban al
refectorio, hubo un movimiento de estupor al ver á Ricardín entregado
de lleno al vértigo musical, agitando el brazo derecho, con el cual
empuñaba una supuesta batuta, rígidas las piernas, taconeando á paso de
procesión.
¿Quién describirá la cólera disimulada, recóndita, de Mur y la
espantable lividez que invadió sus mejillas? Se acercó ágil y
elásticamente, como bestia de presa, tiró un zarpazo á Ricardín en el
brazo de la batuta, arrancándole así del seno de los sueños en donde
reposaba y forzándole á prorrumpir en un grito de sorpresa y dolor.
Por las orejas le separó de las filas, calificándole con voz severa y
potente que de todos fuese oída:
--¡Títere! ¡Mameluco! ¡Imbécil! ¿Qué dices? ¿Que no tienes ganas de
merendar? Si ya lo sé; probablemente no la tendrás en quince días.
Y lo arrastró por un estrecho pasadizo, que conducía á los patios
exteriores.
Después de la merienda había un recreo de media hora. Llegaban las
divisiones á sus patios respectivos, rompían filas en oyendo la palmada
del inspector, y dos niños, que éste mismo designaba, corrían en busca
de los balones y maromas de saltar, a una de las clases, en la cual
y dentro de un pequeño receptáculo al pie del púlpito, se guardaban.
Aquel mismo día fueron designados Coste y el orejudo Rielas. Coste
movíase con embarazo, sin apartar la mano del bolsillo del blusón,
evidentemente congestionado con algún objeto pecaminoso y de bulto.
--Eh, tú, Coste, acércate--gritó Sequeros.
Le tentó el bolsillo, por fuera, reconociendo una manzana y un trozo de
pan. Sequeros comprendió.
--Vaya, hombre... tú, tan glotón. Eres bruto, pero eres bueno. Dios te
lo pagará--. Y le golpeó afectuosamente el cogote.
El carrilludo Coste partió de nuevo, resplandeciente. Interpúsosele Mur:
--¿Á dónde vais?
--Á por los balones--respondió Rielas.
--Pues no están en la clase del pasillo de los lugares, que los he
cambiado yo á la del Padre Urgoiti. Ya lo sabéis.
Y sabían más con esto.
--¿Has oído?--mugió sordamente Coste, en habiéndose alongado un trecho
de Mur--. Tiene allí encerrado á Ricardín.
--¡Qué bruto! Le habrá puesto en _la butaca_[2].
--Sabe Dios. ¿Quieres que veamos?
Se acercaron al aula. Inquirieron, á través del ojo de la cerradura.
--No se ve nada. Mira tú, Rielas.
--No hay nadie. Como no esté escondido...
Examinaron precavidamente la cerradura. La puerta cedió. Metieron la
cabeza, husmeando, fruncido el morro.
--¡Canario! ¿Dónde lo tendrá?
Se oyó un susurro tenue: «Pss... Coste, ¿vienes solo?» Coste y Rielas
retrocedieron, sobresaltados.
--¿Has oído, Rielas?
--Sí.
--Pero si no había nadie.
--Vamos á ver, antes de que noten nuestra falta.
Oyóse de nuevo la voz incorpórea: «Pss... Coste, ¿quién viene contigo?»
--¿Eres tú, Ricardín?
--Sí.
--¿En dónde estás?
--Debajo del púlpito, en el sitio de guardar los balones.
--Si no puede ser; si no cabes.
--¿Que no? Me han embutido. ¡Ay! Tengo una pierna dormida, y el brazo
como un sacacorchos. Oye, ¿qué os han dado de merendar?
--Espera... Pues ha dejado abierta la puertina. ¡Reconcho! ¿Cómo
pudiste entrar?
--No entré, me metió á puñadas. ¿Qué tal? Parezco un contorsionista de
circo. ¿Eh?
--No sé lo que es un contorsionista, Ricardín.
--Sí que lo pareces--afirmó Rielas.
En efecto, el niño aparecía con los miembros enmadejados; no conservaba
la más lejana apariencia racional, como no fuese por la angustiada
carita que surgía inadecuadamente de entre las piernas.
--¡Pobriño! ¡Pobriño!--suspiró Coste.
--No, tonto; si es muy entretenido. ¿Cuándo creéis que me sacará?
--Toma.
--¿Qué traes ahí?
--Mi merienda.
--Tú eres bobo; ¿por qué no la comiste?
--No tenía gana.
--Bueno; escribiré á mi hermano José María para que me traiga bombones
y los repartiré contigo. ¿Sabes que tengo mucha sed?...
--Con la manzana se te pasará.
--Por si acaso luego te escapas, humedeces bien el pañuelo en la bomba
del patio y me lo traes para que yo lo chupe. No estéis más tiempo, que
os pueden sorprender.
* * * * *
El hallazgo de esta mazmorra halagó el orgullo de Mur, induciéndole á
admirarse de su propia inventiva. Después del ensayo de Ricardín lo
puso en práctica muy á menudo. No llegó el castigo á conocimiento de
otros jesuítas porque los niños, presumiendo las feroces represalias
de Mur, se guardaron mucho de exteriorizar sus quejas. Á algunos los
sacaba medio tullidos, y yacían algún tiempo sobre las losas del
pavimento antes de que con la circulación se renovase la actividad
de los miembros. Á Coste, en razón de su desarrollo nada común, la
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