A.M.D.G. - 05

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se propuso dar un gran sentido práctico á su Compañía, un impulso de
acción, y, al propio tiempo, alejar á sus hijos del grave peligro de
aletazos inútiles en la abstracción pura, en cuyo vientre vacío han
germinado la mayor parte de las herejías y sandeces sin número. Pero,
así como se incurre en anatema y error por aletazo de más del lado
del espíritu, no se yerra menos revolcándose en la parte material
y de cándido sensualismo. Esto es muy delicado. Si el hombre fuera
más perfecto y de más firme inteligencia, no dudo que la religión se
iría purificando de gran parte del rito y del culto, á lo menos en
aquello que no es sino incentivo de la contemplación y vestidura de
verdades que desnudas cegarían la flébil razón de las muchedumbres.
Dios habló en el Antiguo Testamento con lenguaje apropiado al caletre
de quienes le habían de oir; las verdades fundamentales de la creación
y la historia milagrosa del pueblo elegido se guardan bajo la suave
sombra que, como si fuera tupida ramazón, tiende el estilo, pintoresco,
imaginativo, al gusto oriental, sembrado aquí y acullá de ocasionales
errores, á los cuales se han agarrado los sabios chirles con ridículo
regocijo. ¡Infelices! No comprenden que tenía que ser así... Por eso
conviene, más que conviene, es de razón y necesidad distribuir en toda
propaganda religiosa un atinado pasto de los sentidos, promoviendo
el culto á ciertos idolillos inocentes y adobando la ceremonia con
magnificencia, pompa y arte. Nuestra Sociedad, ateniéndose al ejemplo
bíblico antes citado, ha hecho derivar la adoración teológica de
la Trinidad, de suyo harto metafísica y á propósito para suscitar
telarañas bizantinas, hacia la de una trinidad más moderna y de fácil
comprensión, la de Jesús, María y José, matematizados, por decirlo así,
en la fórmula JMJ. ¿Quién sino nuestra Compañía ha logrado que los
Pontífices Pío IX y León XIII elevasen á San José al rango de patrono
de la Iglesia católica, por encima de San Pedro y San Pablo? Hay que
dar á Dios lo que es de Dios, y al vulgo lo que es del vulgo; pero,
aquí de la cautela, del tacto, de la serenidad para mantenerse siempre
fuera de esas nimiedades tristemente necesarias y exclusivamente
externas, de trámite como quien dice. ¿Me entiendes? Y Sequeros se
ha hundido de hoz y coz en ellas. Con toda reserva voy á comunicarte
una cosa. No soy partidario del culto al Sagrado Corazón de Jesús,
con parecer ello una cosa tan característica de nuestra Sociedad para
ojos extraños, como el fajín que ceñimos. No me sorprende que Roma,
en un principio, se opusiera á este culto de _latría_. El trueque de
corazones entre la Alacoque y Jesucristo me parece una torpe y burda
superchería. Sin embargo, nuestro Padre La Colombière y sus cofradías
de _cordiocolismo_ se impusieron. Él sabría lo que se hacía. Pero ahora
ya no estamos en el siglo XVII. Este culto, puramente simbólico, del
amor divino, es de condición tan frágil, en su forma sensible, que las
gentes de poco seso al punto lo adulteran, convirtiéndolo en devoción
á una víscera, sagrada por haber pertenecido al cuerpo de nuestro
Salvador, pero no en mayor grado que otras vísceras de Cristo, porque
¿la ciencia es tan despreciable que vayamos á creer, á estas alturas,
que, orgánicamente, el corazón es la residencia de los afectos?
Revestir un concepto de carne simbólica es empresa de mucho fuste,
como que no se requiere menos que abundar en genialidad poética; y
en nuestra Sociedad, en donde relumbran varones conspicuos en muchos
órdenes, no ha habido ningún poeta, ni malo ni bueno, porque supongo
que no los reputarás por tales á nuestro amado, pero grotesco, Padre
Alarcón, y mucho menos á Estich. ¿Eh?
--¡Qué cosas tiene! Siga, siga, aun cuando me sature de confusión; es
como si al hambriento le embutiesen manjares recios y amostazados con
toda violencia. Pero, siga, siga...
Atienza extrajo de la sotana un gran pañuelo á cuadros, exoneró con
estrépito la nariz, carraspeó y se dispuso á continuar su disquisición.
--Te hablo desordenadamente, sin método, y de aquí nace quizá tu
confusión. Pero esta confusión es aparente; á medida que tu espíritu
trabaje en reposo (bonita paradoja) sobre cuanto te digo, verás cómo
cada idea tiende á su justo plano y se superponen adecuadamente
formando el pequeño universo de un sistema. Creo que por hoy tenemos
bastante...
--No, no. ¿Y Sequeros?
--¡Recuerno! Te he dicho todo lo que tenía que decirte. Sequeros es un
alma de cántaro: bueno, bueno, bueno, mejor no puede ser; pero cargado
de flato y de visiones á tanta presión, que el peor día estalla. Sí,
hijo mío. Ya sabes que en las constituciones de San Ignacio se prohibe
que sean admitidos en la Compañía aquellos individuos que propenden
al ensueño. ¿Conoces á nadie que propenda más determinadamente que
Sequeros? ¿Cuál es la teogonía y teología de Sequeros? ¿De qué manera
concibe la región de los bienaventurados? Helo aquí: un puchero rojo,
ceñido de una guirnalda de juncos y espinas, coronado por una llama que
surge de su seno, del propio modo que de una tortilla al ron...
--¡Jesús! ¡Jesús! ¡Jesús! Padre Atienza...
--¡Voto al chápiro! Que no hay de qué horrorizarse... No es culpa mía,
sino de los malos artistas, como el Hermano Ortega, como el Padre
Quevedo, que con sus pecadoras manos han traído á tan baja condición
una cosa tan alta. Examina, examina atentamente las imágenes y lienzos
devotos que gozamos en este punto. Pues en ellos se inspira Sequeros.
Bien. Esta cosa que te he dicho, en el centro y sitio más eminente del
cielo. Al lado, su administrador, que es el Padre Crisóstomo Riscal,
con la imagen de la cosa en cuestión, grabada en el pecho, sobre la
sotana, y del cacharro sale una voz que dice: «Reinaré en España y
con más veneración que en otras partes». Luego ya, todo lo que hay en
el empíreo, es secundario para Sequeros. Ahora, serénate y atiende.
Como Sequeros tiene vehemencia, sinceridad, efusión, y es honesto
y buen mozo, comienza á hacer sus propagandas de _cordiocolismo_
y _riscalismo_, y todas las _madreselvas_ se vuelven locas. Es
natural. Pero, una vez que ha traído á casa todo lo que tenía que
traer, ¿conviene que su fuego apostólico siga propagándose á otras
esferas de la sociedad con aquella puerilidad inconsistente que es
su característica? ¡Líbrenos Dios! Hasta ahora se nos ha escarnecido,
injuriado, perseguido; nunca se ha intentado ponernos en ridículo. Y
¡ay, cuando se abra la brecha! Por eso Sequeros está que ni pintado
para los chicos: en casita, sí, en casita...
Aquel día no se dijeron más cosas que importen.

VII
EL PROFETA
Todos los alumnos creían en la santidad de Sequeros; le consideraban
adornado con ese don especialísimo que Dios otorga raras veces: la
previsión de los acontecimientos por venir. Era profeta. Los hechos
lo tenían suficientemente comprobado. Además sustentaba relaciones
íntimas con el mundo suprasensible, espiritual; sabía los minutos
cabales que su madre había permanecido en el purgatorio y los siglos
que le habían durado; había visto con los ojos del alma, pero tan
claramente como con los de la carne, el sitio que le estaba asignado
en el cielo, á corta distancia del amadísimo Padre Riscal y de la
favorecida Alacoque; había retumbado en sus oídos mortales la voz
áspera y fétida de Satanás, á quien había conjurado con el signo de la
cruz; y otra porción de prodigios que él mismo refería á los alumnos
de la división, á las horas de recreo y en los paseos. De esta suerte
les satisfacía la curiosidad con el elixir de lo maravilloso, les
aligeraba la voluntad y los conducía por medio del prestigio y del
amor. Pero, desgraciadamente, el sol rudo de estío, la holganza y las
malas compañías, disipaban los vapores místicos que Sequeros con tanta
diligencia alimentaba en las tiernas mentes. ¡Dichosas vacaciones del
diablo!... Los niños volvían escépticos, con el corazón empedernido. Y
aquel año más que nunca. Sequeros se mostraba atribuladísimo, extremaba
sus narraciones milagrosas, quedábase algunos momentos como en arrobo,
llevaba la mano al pecho y compungía el rostro, dando á entender
horribles dolores y amarguras; suspiraba sonoramente cuando menos se
pensase, á lo mejor en el silencio de los estudios, por que no pasase
inadvertida su cuita. Á pesar de todo, los niños no entraban por los
deberes religiosos, y los pocos que retornaban á las antiguas prácticas
devotas parecían hacerlo con frialdad, remolona ó hipócritamente. El
primer sábado, á la hora de la confesión, sólo acudieron al santo
tribunal cuatro alumnos: Abelardo Macías, aquel muchachete anémico,
acosado de alucinaciones y con pretensiones de santidad; Manolito
Trinidad, el lánguido hipócrita, desconfianza perdurable de sus
camaradas; Casiano López, _bodoque_ de remoquete, candoroso mancebo
y objeto de vaya continua por el fútil pretexto de haber rotulado el
engendrador de sus días «La costura acerada» á un bazar de calzado, muy
boyante, de que era dueño, y Ángel Caztán, el mexicano, de lúbricos
labios bozales, tez mate y ojillos codiciosos. Dióse la palmada, en el
estudio de la noche. «Salgan los que quieren confesar», dijo el Padre
Sequeros. Y se levantaron aquellos cuatro, que, acompañados de Mur,
se encaminaron á la celda del confesor elegido. Dijérase que fué una
cuchillada que le asestasen al pobre Padre Sequeros: tal se puso de
lívido, y con tanta angustia revolvió los ojos en sus órbitas. Algunos
niños se sintieron pesarosos y á punto de querer confesarse; pero pudo
más en ellos la timidez de evacuar en el seno de un confesor leves
torpezas de los amables meses libres.
Las oraciones, al comienzo y final de los estudios, las rezaban
contadísimas bocas, y esas como por rutina, con frialdad y voz endeble.
Un día, el Padre Sequeros comenzó como de costumbre:
--En el nombre del Padre, del Hijo, del...
Le siguieron dos ó tres. El resto, de rodillas sobre los bancos,
permanecía en distracción absoluta, algunos cruzados de brazos, los
más con las manos en los bolsillos del blusón, arrebolados aún por la
fatiga del juego. El inspector asegundó, casi adusto:
--En el nombre del Padre, del Hijo, del Espíritu...
Santiguábase con mucha solemnidad, dando gran amplitud al movimiento
del brazo. Le siguieron los mismos de la primera vez. Hubo un silencio
enojoso. El Padre Sequeros comenzó de nuevo, ahora con voz entrecortada:
--En el nombre del Padre...
Y como su ejemplo no fuera eficaz rompió en sollozos, los cuales, á
causa del acento fuertemente masculino, eran conmovedores. Abrió los
brazos en cruz; la garganta se le henchía, bermeja y congestionada. Los
niños le miraban con ojos espantados. Macías se echó á llorar. Bertuco
pensó desfallecer. Unos pocos se guiñaban el ojo, burlándose. Coste
susurró á Bárcenas:
--¡Está chiflado!
Bárcenas le colocó entre las costillas un codazo que dejó sin sentido
al pobre gallego. Y, al fin, espontáneamente, la división entera,
aullando con frenética devoción y arrepentimiento, se santiguó.
--¡En el nombre del Padre, del Hijo, del Espíritu Santo. Amén!
Sentáronse, dispuestos á sus faenas y con propósito de enmendarse. Sin
embargo, á los dos ó tres días el entusiasmo se congeló por entero.
En los paseos, cuando después de romper filas vagaban los niños por
algún pradezuelo ó bosque aldeano, el Padre Sequeros solía ensayarles
en himnos corales; el de San Ignacio, el del Padre Riscal, que él mismo
había compuesto:
¿Quién dió á la España la nueva alegre
de los amores del Salvador?
Riscal ha sido, que en San Ambrosio
del mismo Cristo la recibió.
Este año ¡ay! los cantos eran inútiles; ningún alumno estaba para
músicas celestiales. Otro paso de tortura para Sequeros.
El segundo sábado, el número de confesandos subió á seis; número
misérrimo.
* * * * *
Esto aconteció un día de Octubre, ceniciento é ingrato. Llovía
acerbamente. La noche salió de su escondrijo antes que de costumbre.
Los recreos hubieron de ser bajo los cobertizos. Al comenzar el estudio
de las cinco y media, la obscuridad lo envolvía ya todo. Los alumnos
se hallaban con desgana para el estudio, díscolos é inquietos como
nunca, especialmente Ricardín Campomanes, á quien el Padre Sequeros
amaba señaladamente, á causa de su inocente condición: era un azogue.
Le reprendió varias veces, inútilmente. Del propio modo amonestó á toda
la división. La voz se le fué calentando y haciendo conminatoria. Los
ojos le despedían flechas de luz; la sangre huyó de sus labios.
--¡Os burláis de Dios; apuñaláis el delicadísimo y amorosísimo
Corazón de Jesús, lo apuñaláis, lo apuñaláis con saña, con frenesí,
cobardemente...! Habéis cerrado los oídos á sus mansos requerimientos.
Le tenéis á vuestro lado y no le queréis ver. Os quiere envolver
en misericordia y le rechazáis... Pues bien; ha llegado la hora de
la justicia. ¿Os reisteis? Ahora lloraréis. ¿Desdeñasteis? Ahora
imploraréis. ¿Fuisteis duros? Ahora os ablandaréis, mal que os pese. La
mano de Dios está sobre vuestras cabezas. ¡Ay de vosotros si descarga
su justo enojo!
¡Sí, sí! Todo aquello estaba muy bien para las beatas viejas, pero
no para aquel vivero de mocetes que se creían ya hombres, de la
cabeza á los pies. Macías, Trinidad y otros pocos, manifestábanse
consternadísimos. Bertuco estaba serio, reconcentrado. El resto,
atendía á la lluvia tanto como al machaqueo terrorífico del inspector.
Ricardín andaba atareadísimo en cazar moscas. Había hecho una plaza
de toros de papel, con sus toriles, en donde aprisionaba las moscas,
habiéndoles mutilado las alas, y luego las sometía á torturas
inenarrables, rematándolas á descabello con una pluma de corona.
Escuchó vagamente las amenazas del Padre Sequeros, más por frivolidad
que por despego. Un moscardón, atontado por el frío, vino á pararse
sobre el pupitre de Ricardín. ¡Este sí que es bueno! El niño adelanta
la mano, con toda precaución, doblando los dedos en forma de cáscara
marina, hasta ponerla próxima al aterido animalucho; la imprimió rápido
movimiento transversal, en sentido del moscardón, rasando el pupitre,
y ¡oh triunfo! lo aprisionó. Pero ¿en dónde lo guardaba? Se acordó de
un alfiletero para barras de lápiz automático que estaba dentro del
pupitre. Disimuladamente, con infinitas combinaciones y una mano sola,
que la otra guardaba la presa, logró apoderarse del alfiletero sin que
el inspector parase en él la atención. El bicho, con el calor de la
mano, revivía y se agitaba desesperado; pasó á su nuevo alojamiento
sin peripecia digna de mención. Y ya en este punto, Ricardín se aplicó
á componer un dístico jocoso, que había de colocar á manera de rabo
y banderín en la trasera del moscardón. Cortó una tira de papel y
escribió esta singular y enigmática aleluya:
Al fuelle Trinidad le da el azteca
un buen pitón de lavativa seca.
Arrolló la tira de papel, aguzándola en un extremo, que hundió en el
vientre del bichejo, y lo echó á volar, lleno de orgullo por la hazaña.
Siendo el bagaje mucho, el moscardón batió las alas con toda su fuerza,
de manera que movía un gran zumbido, el cual hubo de poner alerta al
estudio y dar ocasión á risas sofocadas cuando se vió cruzar por el
aire la bandera de papel, de insólitas dimensiones. Las traicioneras
miradas denunciadoras indicaron en seguida al inspector quién fuese el
culpable. Ricardín quedó anonadado. ¡Tan bien como le había salido...!
¡Malditos fuelles!
--Veo que no tienes enmienda, Ricardín. Ponte de rodillas en el centro
del estudio.
El niño obedeció. Llevaba el rostro muy compungido. Á los dos minutos
ya estaba en cuclillas, revolcándose por el suelo, gateando bajo las
mesas, pellizcando á sus amigos en las piernas, hasta que por su mala
fortuna llegó á la femenina pantorrilla de Manolo Trinidad, á quien
pellizcó de la propia suerte que á los otros; pero fuera por la más
aguda sensibilidad de este jovencito, fuera con el malévolo propósito
de poner en evidencia al enredador, ello es que Trinidad lanzó un
alarido de parturienta, adredemente prolongado durante medio minuto; y
justo es decir que la segunda parte del lamento tuvo causa bastante,
porque Coste, que había sufrido heroicamente varios pellizcos con
retorcimiento por no comprometer á su compañero, viendo que el dulce
Trinidad se dolía tan de pronto y con escándalo, no pudo reprimirse,
y le aplicó tal pisotón, que á poco le quiebra los huesos de un pie,
convirtiéndoselo en pata de palmípedo, y por lo bajo le dijo colérico:
--¡Calla, marica!
El Padre Sequeros levantó los ojos del libro de oraciones en oyendo
el alarido. Ricardín salía de debajo de las mesas, corriendo á todo
correr, en cuatro patas.
--Esto es ya intolerable. Salga usted del estudio, señor Campomanes.
--¡Si no fué él! ¡Si no fué él!--suspiraba Manolo Trinidad.
Pero Sequeros, á quien desagradaban las artes hipócritas y rastreras de
Trinidad, le hizo callar sin más averiguaciones. Coste respiró, y en
la primera coyuntura, hundiendo mucho la cabeza en el libro, de modo
que aparentaba estar absorto en el estudio, envió á Trinidad estas
palabras, lentas y cortantes:
--¡Si dices algo, te saco los hígados; te los saco, fuelle!--Y le
lanzaba ojeadas iracundas, sin dejar de tañer el invisible cornetín.
El trueno rebullía sordamente, á lo lejos. Caía la lluvia, emperezada
y rumorosa. Bertuco pensaba en su émulo poético, Ricardín, que en aquel
momento estaba á la intemperie, en el patio central del colegio, al
cual dan los estudios.
Ricardín, entretanto, poseído de zozobra y pavor, no sabía qué hacerse.
Ahora se acurrucaba contra el quicio de la puerta, como oveja rezagada
que, fuera de la majada, busca el calor del hato; luego corría
tiritando, la mano sobre los ojos, por guardarse del flechazo de los
relámpagos.
La tormenta rodaba, acercándose. Una vaga desazón invadía el pecho
de los niños. La luz de los velones parecía amortiguarse, asustada.
Por los resquicios de las contraventanas filtrábase, de vez en vez,
la fosforescencia de las exhalaciones, trayendo á la zaga formidables
estampidos.
Comenzó el rosario. El primer misterio se rezó de rodillas sobre los
bancos; los otros cuatro en el asiento, para volver á arrodillarse en
la letanía. Abelardo era el guía; respondían todos fervorosamente.
--Vas spirituale.
--Ora pro nobis.
--Vas honorabile.
--Ora pro nobis.
--Vas insigne devotionis.
--Ora pro nobis.
El recinto se inflama con una cegadora luz azulina. Horrísono tableteo
de cataclismo estremece los muros. Ábrese la puerta violentamente é
irrumpe Ricardín, enloquecido, clamoroso, con los brazos abiertos,
demudado el rostro, los ojos como cristalizados é insensibles, híspido
el cabello; da unos cuantos pasos vacilantes y cae en tierra. Todos los
niños gritan, espantados; pegan la frente sobre las losas, y, juzgando
que es el fin del mundo, el desatarse de la cólera divina, según había
predicho Sequeros, imploran angustiadamente:
--¡Misericordia! ¡Absolución! ¡Absolución!
El jesuíta los bendice. Pasan unos minutos, inacabables, en espera de
la segunda sacudida, que ha de hacer añicos y escombros el universo.
Mas ya la tormenta huye; los monstruos del estrago braman cada vez más
lejos.
Los niños van recobrándose lentamente; se miran unos á otros con
extraviada pupila; rezan en voz baja; todos quieren confesarse en el
acto. El Padre Sequeros les disuade.
--El sábado próximo lo haréis, y no se os olvide esta lección.
Pero los niños tienen memoria de pájaros. Á los dos días, si
se acordaban del medroso paso, era para avergonzarse de tanta
pusilanimidad. Le echaban la culpa á Campomanes por haberlos
sobresaltado con su aparición súbita y la caída, que lo tomaron por
muerto. Y Ricardín contestaba:
--Sí, sí; quisiera yo haberos visto afuera.


CONSEJO DE PASTORES

(Celda del Padre Rector. Una pieza cuadrangular, de muros blancos,
mates. La puerta que la da acceso desde el tránsito, muy cerca de una
esquina. De cabecera al muro de la puerta, la camarilla, cerrada por
tabiques cuya altura promedia la de la estancia, y de manera que mata
otra esquina y hace un pasillo pequeño y obscuro, en cuyo fondo está
la dicha puerta. Una cortina oblitera la entrada de la camarilla. Una
mesa; un sillón de enea; un crucifijo en la pared, sobre el sillón; un
reclinatorio; un comodín con algunos libros, al pie del ventanal. Todas
las celdas son iguales; pero la del Rector caracterízase por cierta
desnudez hosca, hermética, que corresponde justamente con el carácter
del Padre Arostegui.)

INTERLOCUTORES
PADRE RECTOR.
PADRE PREFECTO de disciplina.
PADRE SEQUEROS.
PADRE MUR.
AROSTEGUI
(_Sentado. Los otros tres en pie, frente á él._) Según eso, Padre
Sequeros, la disciplina de la primera división... Yo no digo nada.
SEQUEROS
Deja bastante que desear, reverendo Padre.
AROSTEGUI
¿Explicaciones?
SEQUEROS
Las conocidas. Los primeros pasos son los más difíciles de dar. Añádase
que, siendo los alumnos todos mayorcitos, la obra destructora de estos
meses disipados de vacaciones llega muy hondo.
AROSTEGUI
¿Qué dice usted, Padre Prefecto?
CONEJO
(_Dando saltitos._) Me parece muy cuerda la observación del Padre
Sequeros.
AROSTEGUI
¿Y tú, Mur?
MUR
¿Yo qué voy á decir, reverendo Padre...?
AROSTEGUI
Lo que pienses.
MUR
Estoy poco tiempo con los alumnos: una hora en los estudios y el
tiempo de las recreaciones. No sé si atreverme... Desde luego, en
principio, lo que dice el Padre Sequeros es acertado; pero eso es
precisamente lo que hay que corregir, y sin blandear, inexorablemente.
Mi insignificante opinión es que hay tolerancias funestas. ¿Merece
tolerancia el error ó la rebeldía?
(_Conejo, algo nerviosillo, interviene._)
CONEJO
Claro que no; pero no se trata de eso.
AROSTEGUI
Déjesele hablar.
MUR
No tengo otra cosa que decir, y, por lo que veo, no he acertado.
AROSTEGUI
Padre Sequeros, ¿qué remedio ó medicina...?
SEQUEROS
Adelantar los ejercicios de San Ignacio este curso. (_Eleva los ojos
al cielo._) ¡Oh, santos y divinos ejercicios hechos de luz especial de
Dios! ¡El maná guardáis, la médula del Líbano y el granito de mostaza
del evangelio!
(_Conejo le mira sorprendido; Mur, con aspereza y despego._)
AROSTEGUI
Bueno, bueno; todo eso ya lo hemos oído muchas veces. (_Sequeros
se encoge de pronto, como caracol al cual trincan un cuerno;
indudablemente ha pisado en falso al sacar su alma al sol del
entusiasmo._) Habíamos dicho que adelantar los ejercicios este curso;
bien. Los adelantaremos. Y hasta entonces, ¿qué remedio ó medicina...?
SEQUEROS
(_Con timidez._) Aumentar la dosis del único que está en mi mano, el
que hasta ahora vengo administrando: el amor. Decir tratamiento de
amor, es decir tratamiento de indulgencia. Nuestro Padre San Ignacio,
en sus _Constituciones_...
AROSTEGUI
(_Frío._) Sí, sí; recomienda la indulgencia; pero es en teología moral,
en los ministerios, que en el magisterio y disciplina fué siempre
inflexible. ¿Y usted, Padre Prefecto?
CONEJO
Sí, sí, la disciplina; una disciplina militar, ¿qué duda tiene? Pero
con su cuenta y razón. Lo primero, probar á la división, baquetearla,
apretarla las clavijas, de modo que se atemorice y considere lo que
se le puede echar encima. Luego, llegada la hora de la sanción...
hablo tal como pienso, me inclino al Padre Sequeros, esto es, á la
indulgencia. Desde hoy en adelante, y le ruego al Padre Inspector no
crea que con esto pretendo desacreditar su conducta, pienso tomar una
acción más inmediata sobre la división.
AROSTEGUI
¡Bien, bien! Tú, Mur, ¿qué dices?
MUR
¿Quién soy yo, reverendo Padre?
AROSTEGUI
Pues que te pregunto, señal de que me importa tu opinión y la juzgo de
peso.
MUR
Aun cuando mi experiencia es corta, me basta para saber que el hombre
es naturalmente malo. Pero ¡qué la experiencia propia! ¿No nos lo dice
la sabiduría eterna? El corazón humano es seco, pedregoso, y no lo
ablanda si no es el temor de las penas venideras ó el recuerdo de las
pasadas, y muchas veces, ni aun eso. Amor... Sí, amor á todo y á todos;
es cosa debida. Amor, señaladamente á nuestros santos fines, de los
cuales son medios de mucho fuste estas criaturas que se nos encomiendan
y en las cuales apuntan ya todos los malos instintos: la sensualidad,
el orgullo, la rebeldía; _la rebeldía_. Amor... No en balde la ciencia,
que la tradición elabora, afirma: Quien bien te quiere, te hará llorar.
(_Una pausa._)
AROSTEGUI
Procuren la enmienda de la división. (_Salen Sequeros, Eraña y Mur.
Conejo piensa_): «Este viborezno no escatima su ponzoña».


PEDAGOGÍA LAXA
RARA AVIS

El estudio de la tarde era el más pesado; dos horas y media de
inacción y recogimiento, desde las cinco y media hasta las ocho, sin
otro respiro que la media hora de rosario y lectura espiritual, los
cuales solían comenzar á las siete. Terminada la lectura, entraba el
Padre Mur á sustituir al Padre Sequeros, promoviendo entre los alumnos
cierto malestar medroso. Tras de la aridez del largo día y monótonas
faenas de clases y estudios, aquellas dos horas pesaban con abrumadora
gravedad. Algunos se dormían sobre los libros, pachorrudamente,
contando con que el Padre Sequeros no les había de traer á la vida
consciente. Les consentía dormir, que es una manera de guardar
compostura, siempre que no roncasen. El pobre Coste estaba incapacitado
para este dulce y acomodaticio reparo del tedio, porque, debido á la
curiosa configuración de sus carrillos, lo mismo era caer en blando
sopor que convertirse en un instrumento que exhalase los sonidos más
descompuestos y risibles. Un día ensayó á obturarse la boca con el
pañuelo; el remedio le fué fatal, porque si ya en estado de vigilia la
exuberancia gaseosa de los intestinos le ponía en feroces aprietos, así
que se zambulló en las linfas del sueño, teniendo cegado el desahogo
de la boca, las flatulencias de que adolecía se acumularon, buscando
otro escape por donde insinuarse libremente, lo cual hicieron con
magníficas explosiones. El escándalo fué mayúsculo. Coste despertó,
rojo hasta el blanco de los ojos, bien á causa de la vergüenza en que
su flaco le puso, bien porque anduviese á punto de ahogarse, faltándole
la respiración. Las manifestaciones de sonoridad que caracterizaban á
Coste eran de ordinario bastante inoportunas. Por ejemplo, rezábase un
día el rosario. Iba conduciéndolo Trinidad, con su voz de contrahecha
devoción. Terminada la letanía se llegó á las oraciones finales, que se
rezan en silencio.
--Un Credo al sacratísimo Corazón de Jesús.
Y todos oraban en voz baja.
--Una Salve al sacratísimo Corazón de María.
Reanudóse el silencio, y cuando más grave y profundo era, retumba un
bárbaro estampido que se alonga un trecho, cantante y juguetón. Las
válvulas de Coste se habían relajado bajo la presión desesperada de
una espantosa procela visceral. Todos rompieron á reir, inhábiles para
mantenerse en piadosa actitud. El Padre Sequeros se mostró entristecido
por el desacato, pero no amonestó á Coste, ni le impuso pena ninguna.
Era su procedimiento. Decía á los alumnos: «Cada falta que cometéis
es una puñalada que me dais. Compadeceos de mí». Y como en su rostro
transparecía paladinamente el dolor, los niños le conmiseraban é iban
absteniéndose poco á poco de pecar.
El disparo de Coste se propagó en ecos numerosos, algunos de los
cuales fueron á repercutir en el oído de Conejo y también de Mur:
ecos físicos, no, ciertamente, que á tanto no llegaba el aliento de
Coste, con ser estentóreo, sino ecos morales, soplos supletorios de los
_fuelles_. (Llámase _fuelle_, en la vida de colegio, á los chismosos,
acusones, correveidiles, etc., etc.) Coste sospechó, en primer término,
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