Sonata de otoño; Sonata de invierno: memorias del Marqués de Bradomín - 3

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--¡El magnífico hidalgo del Pazo de Lantañón!
Concha hizo un gesto de lástima.
--¡Pobre señor! Estoy segura que viene a verte.
Don Juan Manuel se había detenido en medio del camino, y levantándose
sobre los estribos y quitándose el chambergo, nos saludaba. Después, con
voz poderosa, que fué repetida por un eco lejano, gritó:
--¡Sobrina! ¡Sobrina! ¡Manda abrir la cancela del jardín!
Concha levantó los brazos indicándole que ya mandaba, luego volviéndose
a mí, exclamó riéndose:
--Dile tú que ya van.
Yo rugí, haciendo bocina con las manos:
--¡Ya van!
Pero Don Juan Manuel aparentó no oirme. El privilegio de hacerse
entender a tal distancia, era suyo no más. Concha se tapó los oídos:
--Calla, porque jamás confesará que te oye.
Yo seguí rugiendo:
--¡Ya van! ¡Ya van!
Inútilmente. Don Juan Manuel se inclinó acariciando el cuello del
caballo. Había decidido no oirme. Después volvió a levantarse sobre los
estribos:
--¡Sobrina! ¡Sobrina!
Concha se apoyaba en la ventana riendo como una niña feliz:
--¡Es magnífico!
Y el viejo seguía gritando desde el camino:
--¡Sobrina! ¡Sobrina!
Es verdad que era magnífico aquel Don Juan Manuel Montenegro. Sin duda
le pareció que no acudían a franquearle la entrada con toda la presteza
requerida, porque hincando las espuelas al caballo, se alejó al galope.
Desde lejos, se volvió gritando:
--No puedo detenerme. Voy a Viana del Prior. Tengo que apalear a un
escribano.
Florisel, que bajaba corriendo para abrir la cancela, se detuvo a mirar
cuán gallardamente se partía. Después volvió a subir la vieja escalinata
revestida de yedra. Al pasar por nuestro lado, sin levantar los ojos,
pronunció solemne y doctoral:
--¡Gran señor, muy gran señor, es Don Juan Manuel!
Creo que era una censura, porque nos reíamos del viejo hidalgo. Yo le
llamé:
--Oye, Florisel.
Se detuvo temblando.
--¿Qué me mandaba?
--¿Tan gran señor te parece Don Juan Manuel?
--Mejorando las nobles barbas que me oyen.
[imagen]Y sus ojos infantiles, fijos en Concha, demandaban perdón.
Concha hizo un gesto de reina indulgente. Pero lo echó a perder, riendo
como una loca. El paje se alejó en silencio. Nosotros nos besamos
alegremente, y antes de desunir las bocas, oímos el canto lejano de los
mirlos, guiados por la flauta de caña que tañía Florisel.
[imagen]
[imagen: _Sonata de Otoño_]
[imagen: _Memorias del Marqués de Bradomin_]

[imagen: E]RA NOCHE de luna, y en el fondo del laberinto cantaba
la fuente como un pájaro escondido. Nosotros estábamos silenciosos, con
las manos enlazadas. En medio de aquel recogimiento sonaron en el
corredor pasos lentos y cansados. Entró Candelaria con una lámpara
encendida, y Concha exclamó como si despertase de un sueño:
--¡Ay!... Llévate esa luz.
--¿Pero van a estar a oscuras? Miren que es malo tomar la luna.
Concha preguntó sonriendo:
--¿Por qué es malo, Candelaria?
La vieja repuso, bajando la voz:
--Bien lo sabe, señorita... ¡Por las brujas!
Candelaria se alejó con la lámpara haciendo muchas veces la señal de la
cruz, y nosotros volvimos a escuchar el canto de la fuente que le
contaba a la luna su prisión en el laberinto. Un reloj de cuco, que
acordaba el tiempo del fundador, dió las siete. Concha murmuró:
--¡Qué temprano anochece! ¡Las siete todavía!
--Es el Invierno que llega.
--¿Tú, cuándo tienes que irte?
--¿Yo? Cuando tú me dejes.
Concha suspiró:
--¡Ay! ¡Cuando yo te deje! ¡No te dejaría nunca!
Y estrechó mi mano en silencio. Estábamos sentados en el fondo del
mirador. Desde allí veíamos el jardín iluminado por la luna, los
cipreses mustios destacándose en el azul nocturno coronados de
estrellas, y una fuente negra con aguas de plata. Concha me dijo:
--Ayer he recibido una carta. Tengo que enseñártela.
--¿Una carta, de quién?
--De tu prima Isabel. Viene con las niñas.
--¿Isabel Bendaña?
--Sí.
--¿Pero tiene hijas Isabel?
Concha murmuró tímidamente:
--No, son mis hijas.
Yo sentí pasar como una brisa abrileña sobre el jardín de los recuerdos.
Aquellas dos niñas, las hijas de Concha, en otro tiempo me querían
mucho, y también yo las quería. Levanté los ojos para mirar a su madre.
No recuerdo una sonrisa tan triste en los labios de Concha:
--¿Qué tienes?... ¿Qué te sucede?...
--Nada.
--¿Las pequeñas están con su padre?
--No. Las tengo educándose en el Convento de la Enseñanza.
--Ya serán unas mujeres.
--Sí. Están muy altas.
--Antes eran preciosas. No sé ahora.
--Como su madre.
--No, como su madre nunca.
Concha volvió a sonreir con aquella sonrisa dolorosa, y quedó pensativa
contemplando sus manos:
--He de pedirte un favor.
--¿Qué es?
--Si viene Isabel con mis hijas, tenemos que hacer una pequeña comedia.
Yo les diré que estás en Lantañón cazando con mi tío. Tú vienes una
tarde, y sea porque hay tormenta o porque tenemos miedo a los ladrones,
te quedas en el Palacio, como nuestro caballero.
--¿Y cuántos días debe durar mi destierro en Lantañón?
Concha exclamó vivamente:
--Ninguno. La misma tarde que ellas vengan. ¿No te ofendes, verdad?
--No, mi vida.
--Qué alegría me das. Desde ayer estoy dudando, sin atreverme a
decírtelo.
--¿Y tú crees que engañaremos a Isabel?
--No lo hago por Isabel, lo hago por mis pequeñas, que son unas
mujercitas.
--¿Y Don Juan Manuel?
--Yo le hablaré. Ese no tiene escrúpulos. Es otro descendiente de los
Borgias. ¿Tío tuyo, verdad?
--No sé. Tal vez será por ti el parentesco.
Ella contestó riéndose.
--Creo que no. Tengo una idea que tu madre le llamaba primo.
--¡Oh! Mi madre conoce la historia de todos los linajes. Ahora tendremos
que consultar a Florisel.
Concha replicó:
--Será nuestro Rey de Armas.
Y al mismo tiempo, en la rosa pálida de su boca temblaba una sonrisa.
Luego quedó cavilosa con las manos cruzadas contemplando al jardín. En
su jaula de cañas colgada sobre la puerta del mirador, silbaban una
vieja riveirana los mirlos que cuidaba Florisel. En el silencio de la
noche, aquel ritmo alegre y campesino evocaba el recuerdo de las felices
danzas célticas a la sombra de los robles. Concha empezó también a
cantar. Su voz era dulce como una caricia. Se levantó y anduvo vagando
por el mirador. Allá, en el fondo, toda blanca en el reflejo de la luna,
comenzó a bailar uno de esos pasos de égloga alegres y pastoriles.
Pronto se detuvo suspirando:
--¡Ay! ¡Cómo me canso! ¿Has visto que he aprendido la riveirana?
Yo repuse riéndome:
--¿Eres también discípula de Florisel?
--También.
Acudí a sostenerla. Cruzó las manos sobre mi hombro y reclinando la
mejilla, me miró con sus bellos ojos de enferma. La besé, y ella mordió
mis labios con sus labios marchitos.
[imagen]
[imagen: _Memorias del Marqués de Bradomin_]

[imagen: P]OBRE CONCHA!... Tan demacrada y tan pálida, tenía la
noble resistencia de una diosa para el placer. Aquella noche la llama de
la pasión nos envolvió mucho tiempo, ya moribunda, ya frenética, en su
lengua dorada. Oyendo el canto de los pájaros en el jardín, quedéme
dormido en brazos de Concha. Cuando me desperté, ella estaba incorporada
en las almohadas, con tal expresión de dolor y sufrimiento, que sentí
frío. ¡Pobre Concha! Al verme abrir los ojos, todavía sonrió.
Acariciándole las manos, le pregunté:
--¿Qué tienes?
--No sé. Creo que estoy muy mal.
--¿Pero qué tienes?
--No sé... ¡Qué vergüenza si me hallasen muerta aquí!
Al oirla sentí el deseo de retenerla a mi lado:
--¡Estás temblando, pobre amor!
Y la estreché entre mis brazos. Ella entornó los ojos: ¡Era el dulce
desmayo de sus párpados cuando quería que yo se los besase! Como
temblaba tanto, quise dar calor a todo su cuerpo con mis labios, y mi
boca recorrió celosa sus brazos hasta el hombro, y puse un collar de
rosas en su cuello. Después alcé los ojos para mirarla. Ella cruzó sus
manos pálidas y las contempló melancólica. ¡Pobres manos delicadas,
exangües, casi frágiles! Yo le dije:
--Tienes manos de Dolorosa.
Se sonrió:
--Tengo manos de muerta.
--Para mí eres más bella cuanto más pálida.
Pasó por sus ojos una claridad feliz:
--Sí, sí. Todavía te gusto mucho y te hago sentir.
Rodeó mi cuello, y con una mano levantó los senos, rosas de nieve que
consumía la fiebre. Yo entonces la enlacé con fuerza, y en medio del
deseo, sentí como una mordedura el terror de verla morir. Al oirla
suspirar, creí que agonizaba. La besé temblando como si fuese a
comulgar su vida. Con voluptuosidad dolorosa y no gustada hasta
entonces, mi alma se embriagó en aquel perfume de flor enferma que mis
dedos deshojaban consagrados e impíos. Sus ojos se abrieron amorosos
bajo mis ojos. ¡Ay! Sin embargo, yo adiviné en ellos un gran
sufrimiento. Al día siguiente Concha no pudo levantarse.
[imagen]
[imagen: _Memorias del Marqués de Bradomin_]

[imagen: L]A TARDE caía en medio de un aguacero. Yo estaba
refugiado en la biblioteca, leyendo el "Florilegio de Nuestra Señora",
un libro de sermones compuesto por el Obispo de Corinto, Don Pedro de
Bendaña, fundador del Palacio. A veces me distraía oyendo el bramido del
viento en el jardín, y el susurro de las hojas secas que corrían
arremolinándose por las carreras de mirtos seculares. Las ramas desnudas
de los árboles rozaban los vidrios emplomados de las ventanas. Reinaba
en la biblioteca una paz de monasterio, un sueño canónico y doctoral.
Sentíase en el ambiente el hálito de los infolios antiguos encuadernados
en pergamino, los libros de humanidades y de teología donde estudiaba el
Obispo. De pronto sentí una voz poderosa que llamaba desde el fondo del
corredor:
--¡Marqués!... ¡Marqués de Bradomín!...
Entorné el "Florilegio" sobre la mesa, para guardar la página, y me puse
de pie. La puerta se abría en aquel momento y Don Juan Manuel apareció
en el umbral, sacudiendo el agua que goteaba de su montecristo:
--¡Mala tarde, sobrino!
--¡Mala, tío!
Y quedó sellado nuestro parentesco.
--¿Tú, leyendo aquí encerrado?... ¡Sobrino, es lo peor para quedarse
ciego!
Acercóse a la lumbre y extendió las manos sobre la llama.
--¡Es nieve lo que cae!
Después volvióse de espaldas al fuego, e irguiéndose ante mí exclamó con
su engolada voz de gran señor:
--Sobrino, has heredado la manía de tu abuelo, que también se pasaba los
días leyendo. ¡Así se volvió loco!... ¿Y qué librote ese ese?
Sus ojos, hundidos y verdosos, dirigían al "Florilegio de Nuestra
Señora" una mirada llena de desdén. Apartóse de la lumbre y dió algunos
pasos por la biblioteca, haciendo sonar las espuelas. Se detuvo de
pronto:
--¡Marqués de Bradomín, se acabó la sangre de Cristo en el Palacio de
Brandeso!
Comprendiendo lo que deseaba me levanté. Don Juan Manuel extendió un
brazo, deteniéndome con soberano gesto:
--¡No te muevas! ¿Habrá algún criado en el Palacio?
Y desde el fondo de la biblioteca empezó a llamar con grandes voces:
--¡Arnelas!... ¡Brión!... Uno cualquiera, que suba presto...
Ya empezaba a impacientarse, cuando Florisel apareció en la puerta:
--¿Qué mandaba, señor padrino?
Y llegóse a besar la mano del hidalgo, que le acarició la cabeza:
--Súbeme del tinto que se coge en la Fontela.
Y Don Juan Manuel volvió a pasear la biblioteca. De tiempo en tiempo se
detenía frente al fuego, extendiendo las manos, que eran pálidas, nobles
y descarnadas como las manos de un rey asceta. A pesar de los años, que
habían blanqueado por completo sus cabellos, conservábase arrogante y
erguido como en sus buenos tiempos, cuando servía en la Guardia Noble de
la Real Persona. Llevaba ya muchos años retirado en su Pazo de Lantañón,
haciendo la vida de todos los mayorazgos campesinos, chalaneando en las
ferias, jugando en las villas y sentándose a la mesa de los abades en
todas las fiestas. Desde que Concha vivía retirada en el Palacio de
Brandeso, era también frecuente verle aparecer por allí. Ataba su
caballo en la puerta del jardín, y entrábase dando voces. Se hacía
servir vino, y bebía hasta dormirse en el sillón. Cuando despertaba,
fuese de día o de noche, pedía su caballo, y dando cabeceos sobre la
silla, tornaba a su Pazo. Don Juan Manuel tenía gran predilección por el
tinto de la Fontela, guardado en una vieja cuba que acordaba el tiempo
de los franceses. Impacientándose porque tardaban en subir de la bodega,
se detuvo en medio de la biblioteca:
--¡Ese vino!... ¿O acaso están haciendo la vendimia?
Todo trémulo apareció Florisel con un jarro, que colocó sobre la mesa.
Don Juan Manuel despojóse de su montecristo, y tomó asiento en un
sillón:
--Marqués de Bradomín, te aseguro que este vino de la Fontela es el
mejor vino de la comarca. ¿Tú conoces el del Condado? Este es mejor. Y
si lo hiciesen eligiendo la uva, sería el mejor del mundo.
Decía esto mientras llenaba el vaso, que era de cristal tallado, con asa
y la cruz de Calatrava en el fondo. Uno de esos vasos pesados y
antiguos, que recuerdan los refectorios de los conventos. Don Juan
Manuel bebió con largura y sosiego, apurando el vino de un solo trago, y
volvió a llenar el vaso:
--Muchos así debía beberse mi sobrina. ¡No estaría entonces como está!
En aquel momento Concha asomó en la puerta de la biblioteca, arrastrando
la cola de su ropón monacal y sonriendo:
--El tío Don Juan Manuel quiere que le acompañes. ¿Te lo ha dicho?
Mañana es la fiesta del Pazo: San Rosendo de Lantañón. Dice el tío que
te recibirán con palio.
Don Juan Manuel asintió con un ademán soberano.
--Ya sabes que desde hace tres siglos es privilegio de los Marqueses de
Bradomín ser recibidos con palio en las feligresías de San Rosendo de
Lantañó, Santa Baya de Cristamilde y San Miguel de Deiro. ¡Los tres
curatos son presentación de tu casa! ¿Me equivoco, sobrino?
--No se equivoca usted, tío.
Concha interrumpió, riéndose:
--No le pregunte usted. ¡Es un dolor, pero el último Marqués de Bradomín
no sabe una palabra de esas cosas!
Don Juan Manuel movió la cabeza gravemente:
--¡Eso lo sabe! ¡Debe saberlo!
Concha se dejó caer en el sillón que yo ocupaba poco antes, y abrió el
"Florilegio de Nuestra Señora" con aire doctoral:
--¡Estoy segura que ni siquiera conoce el origen de la casa de Bradomín!
Don Juan Manuel se volvió hacia mí, noble y conciliador:
--¡No hagas caso. Tu prima quiere indignarte!
Concha insistió:
--¡Supiera al menos cómo se compone el blasón de la noble casa de
Montenegro!
Don Juan Manuel frunció el áspero y canoso entrecejo:
--¡Eso lo saben los niños más pequeños!
Concha murmuró con una sonrisa de dulce y delicada ironía:
--¡Como que es el más ilustre de los linajes españoles!
--Españoles y tudescos, sobrina. Los Montenegros de Galicia descendemos
de una emperatriz alemana. Es el único blasón español que lleva metal
sobre metal: Espuelas de oro en campo de plata. El linaje de Bradomín
también es muy antiguo. Pero entre todos los títulos de tu casa:
Marquesado de Bradomín, Marquesado de San Miguel, Condado de Barbanzón y
Señorío de Padín, el más antiguo y el más esclarecido es el Señorío. Se
remonta hasta Don Roldán, uno de los Doce Pares. Don Roldán ya sabéis
que no murió en Roncesvalles, como dicen las Historias.
Yo no sabía nada, pero Concha asintió con la cabeza. Ella sin duda
conocía aquel secreto de familia. Don Juan Manuel, después de apurar
otro vaso, continuó:
--¡Como yo también desciendo de Don Roldán, por eso conozco bien estas
cosas! Don Roldán pudo salvarse, y en una barca llegó hasta la isla de
Sálvora, y atraído por una sirena naufragó en aquella playa, y tuvo de
la sirena un hijo, que por serlo de Don Roldán se llamó Padín, y viene a
ser lo mismo que Paladín. Ahí tienes por qué una sirena abraza y
sostiene tu escudo en la iglesia de Lantañó.
Se levantó, y acercándose a una ventana, miró a través de los vidrios
emplomados si abonanzaba el tiempo. El sol aparecía apenas entre densos
nubarrones. Un instante permaneció Don Juan Manuel contemplando el
aspecto del cielo. Después volvióse hacia nosotros:
--Llego hasta mis molinos que están ahí cerca y vuelvo a buscarte...
Puesto que tienes la manía de leer, en el Pazo te daré un libro antiguo,
pero de letra grande y clara, donde todas estas historias están contadas
muy por largo. Don Juan Manuel acabó de vaciar el vaso, y salió de la
biblioteca haciendo sonar las espuelas. Cuando se perdió en el largo
corredor el eco de sus pasos, Concha se levantó apoyándose en el sillón
y vino hacia mí: Era toda blanca como un fantasma.
[imagen]
[imagen: _Memorias del Marqués de Bradomin_]

[imagen: E]N EL FONDO del laberinto cantaba la fuente como un
pájaro escondido, y el sol poniente doraba los cristales del mirador
donde nosotros esperábamos. Era tibio y fragante: Gentiles arcos
cerrados por vidrieras de colores le flanqueaban con ese artificio del
siglo galante que imaginó las pavanas y las gavotas. En cada arco, las
vidrieras formaban tríptico y podía verse el jardín en medio de una
tormenta, en medio de una nevada y en medio de un aguacero. Aquella
tarde el sol de Otoño penetraba hasta el centro como la fatigada lanza
de un héroe antiguo.
Concha, inmóvil en el arco de la puerta, miraba hacia el camino
suspirando. En derredor volaban las palomas. La pobre Concha enojárase
conmigo porque oía sonriendo el relato de una celeste aparición, que le
fuera acordada hallándose dormida en mis brazos. Era un sueño como los
tenían las santas de aquellas historias que me contaba cuando era niño,
la dama piadosa y triste que entonces habitaba el Palacio. Recuerdo
aquel sueño vagamente: Concha estaba perdida en el laberinto, sentada al
pie de la fuente y llorando sin consuelo. En esto se le apareció un
Arcángel: No llevaba espada ni broquel: Era cándido y melancólico como
un lirio: Concha comprendió que aquel adolescente no venía a pelear con
Satanás. Le sonrió a través de las lágrimas, y el Arcángel extendió
sobre ella sus alas de luz y la guió... El laberinto era el pecado en
que Concha estaba perdida, y el agua de la fuente eran todas las
lágrimas que había de llorar en el Purgatorio. A pesar de nuestros
amores, Concha no se condenaría. Después de guiarla através de los
mirtos verdes e inmóviles, en la puerta del arco donde se miraban las
dos Quimeras, el Arcángel agitó las alas para volar. Concha,
arrodillándose, le preguntó si debía entrar en su convento, el Arcángel
no respondió. Concha, retorciéndose las manos, le preguntó si debía
deshojar en el viento la flor de sus amores, el Arcángel no respondió.
Concha, arrastrándose sobre las piedras, le preguntó si iba a morir, el
Arcángel tampoco respondió, pero Concha sintió caer dos lágrimas en sus
manos. Las lágrimas le rodaban entre los dedos como dos diamantes.
Entonces Concha había comprendido el misterio de aquel sueño... La pobre
al contármelo suspiraba y me decía:
--Es un aviso del Cielo, Xavier.
--Los sueños nunca son más que sueños, Concha.
--¡Voy a morir!... ¿Tú no crees en las apariciones?
Me sonreí, porque entonces aún no creía, y Concha se alejó lentamente
hacia la puerta del mirador. Sobre su cabeza volaron las palomas como un
augurio feliz. El campo verde y húmedo, sonreía en la paz de la tarde,
con el caserío de las aldeas disperso y los molinos lejanos
desapareciendo bajo el emparrado de las puertas, y las montañas azules
con la primera nieve en las cumbres. Bajo aquel sol amable que lucía en
medio de los aguaceros, iba por los caminos la gente de las aldeas. Una
pastora con dengue de grana guiaba sus carneros hacia la iglesia de San
Gundián, mujeres cantando volvían de la fuente, un viejo cansado picaba
la yunta de sus vacas que se detenían mordisqueando en los vallados, y
el humo blanco parecía salir de entre las higueras... Don Juan Manuel
asomó en lo alto de la cuesta, glorioso y magnífico, con su montecristo
flotando. Al pie de la escalinata, Brión el mayordomo tenía de las
riendas un caballo viejo, prudente, reflexivo y grave como un
Pontífice. Era blanco con grandes crines venerables, estaba en el
Palacio desde tiempo inmemorial. Relinchó noblemente, y Concha al oirle
enjugó una lágrima que hacía más bellos sus ojos de enferma:
--¿Vendrás mañana, Xavier?
--Sí.
--¿Me lo juras?
--Sí.
--¿No te vas enojado conmigo?
Sonriendo con ligera broma le respondí:
--No me voy enojado contigo, Concha.
Y nos besamos con el beso romántico de aquellos tiempos. Yo era el
Cruzado que partía a Jerusalén, y Concha la Dama que le lloraba en su
castillo al claro de la luna. Confieso que mientras llevé sobre los
hombros la melena merovingia como Espronceda y como Zorrilla, nunca
supe despedirme de otra manera. ¡Hoy los años me han impuesto la tonsura
como a un diácono, y sólo me permiten murmurar un melancólico adios!
Felices tiempos los tiempos juveniles. ¡Quien fuese como aquella fuente,
que en el fondo del laberinto aún ríe con su risa de cristal, sin alma y
sin edad!...
[imagen]
[imagen: _Sonata de Otoño_]
[imagen: _Memorias del Marqués de Brandomin_]

[imagen: C]ONCHA, tras los cristales del mirador, nos despedía
agitando su mano blanca. Aún no se había puesto el sol, y el airoso
creciente de la luna ya comenzaba a lucir en aquel cielo triste y
otoñal. La distancia al Pazo de Lantañón era de dos leguas, y el camino
de herradura, pedregoso y con grandes charcos, ante los cuales se
detenían nuestras cabalgaduras moviendo las orejas, mientras en la otra
orilla, algún rapaz aldeano que dejaba beber pacíficamente a la yunta
cansada de sus bueyes, nos miraba en silencio. Los pastores que volvían
del monte trayendo los rebaños por delante se detenían en las revueltas,
y arreaban a un lado sus ovejas para dejarnos paso. Don Juan Manuel iba
el primero. A cada momento yo le veía tambalearse sobre el caballo, que
se mostraba inquieto y no acostumbrado a la silla. Era un tordo montaraz
y de poca alzada, de ojos bravíos y de boca dura. Parecía que por
castigo le llevaba su dueño tonsurado de cola y crin. Don Juan Manuel
gobernábale sin cordura: Le castigaba con la espuela y al mismo tiempo
le recogía las riendas, el potro se encabritaba sin conseguir
desarzonarle, porque en tales momentos el viejo hidalgo lucía una gran
destreza.
A medio camino se nos hizo completamente de noche. Don Juan Manuel
continuaba tambaleándose sobre la silla, pero esto no impedía que en los
malos pasos alzase su poderosa voz para advertirme que refrenase mi
rocín. Llegando a la encrucijada de tres caminos, donde había un retablo
de ánimas, algunas mujeres que estaban arrodilladas rezando, se pusieron
en pie. Asustado el potro de Don Juan Manuel, dió una huída y el jinete
cayó. Las devotas lanzaron un grito, y el potro, rompiendo por entre
ellas, se precipitó al galope, llevando arrastras el cuerpo de Don Juan
Manuel, sujeto por un pie del estribo. Yo me precipité detrás... Los
zarzales que orillaban el camino producían un ruido sordo cuando el
cuerpo de Don Juan Manuel pasaba batiendo contra ellos. Era una cuesta
pedregosa que baja hasta el río, y en la oscuridad, yo veía las chispas
que saltaban bajo las herraduras del potro. Al fin, atropellando por
encima de Don Juan Manuel, pude pasar delante y cruzarme con mi rocín en
el camino. El potro se detuvo cubierto de sudor, relinchando y con los
ijares trémulos. Salté a tierra. Don Juan Manuel estaba cubierto de
sangre y de lodo. Al inclinarme abrió lentamente los ojos tristes y
turbios. Sin exhalar una queja volvió a cerrarlos. Comprendí que se
desmayaba: Le alcé del suelo y le crucé sobre mi caballo. Emprendimos la
vuelta. Cerca del Palacio fué preciso hacer un alto. El cuerpo de Don
Juan Manuel se resbalaba y tuve que atravesarle mejor sobre la silla. Me
asustó el frío de aquellas manos que pendían inertes... Volví a tomar el
diestro del caballo que relinchaba, y seguimos acercándonos al Palacio.
A pesar de la noche vi que salían al camino por la cancela del jardín
tres mozos caballeros en sendas mulas. Les interrogué desde lejos:
--¿Sois alquiladores?
Los tres respondieron a coro.
--Sí, señor.
--¿Qué gente habéis llevado al Palacio?
--Una señora aún moza, y dos señoritas pequeñas... Esta misma tarde
llegaron a Viana en la barca de Flavia-Longa.
Los tres espoliques habían arrendado sus mulas sobre la orilla del
camino, para dejarme paso. Cuando vieron el cuerpo de Don Juan Manuel
cruzado sobre mi caballo, habláronse en voz baja. No osaron, sin
embargo, interrogarme. Debieron presumir que era alguno a quien yo
había dado muerte. Juraría que los tres villanos temblaban sobre sus
cabalgaduras. Hice alto en medio del camino, y mandé a uno de ellos que
echase pie a tierra para tenerme el caballo, en tanto que yo daba aviso
en el Palacio. El espolique se apeó en silencio. Al entregarle las
riendas reconoció a Don Juan Manuel:
--¡Válgame Nuestra Señora de Brandeso! Es el mayorazgo de Lantañón...
Asió los ramales con mano trémula y murmuró en voz baja, llena de
temeroso respeto:
--¿Alguna desgracia, mi Señor Marqués?
--Cayóse de su caballo.
--¡Parece que viene muerto!
--¡Parece que sí!
En aquel momento Don Juan Manuel alzóse trabajosamente en la silla:
--No vengo más que medio muerto, sobrino.
Y suspiró con la entereza del hombre que reprime una queja. Dirigió a
los espoliques una mirada inquisidora, y volvióse a mí:
--¿Qué gente es esa?
--Los alquiladores que han venido con Isabel y con las niñas.
--¿Pues dónde estamos?
--Delante del Palacio.
Hablando de esta suerte, volví a tomar el caballo del diestro y penetré
bajo la secular avenida. Los espoliques se despidieron:
--¡Santas y buenas noches!
--¡Vayan muy dichosos!
--¡El Señor les acompañe!
Se alejaban al paso castellano de sus mulas. Don Juan Manuel volvióse
suspirando, y apoyadas las manos en uno y otro borren, les gritó ya de
muy lejos, todavía con arrogante voz:
--Si topaseis mi potro, llevadlo a Viana del Prior.
A las palabras del hidalgo respondió una voz perdida en el silencio de
la noche, deshecha en las ráfagas del aire:
--¡Señor padrino, descuide!...
Bajo la sombra familiar de los castaños, mi rocín, venteando la cuadra,
volvió a relinchar. Allá lejos, pegados a las tapias del Palacio,
cruzaban dos criados hablando en dialecto. El que iba delante llevaba un
farol que mecía acompasado y lento. Tras los vidrios empañados de rocío,
la humosa llama de aceite iluminaba con temblona claridad la tierra
mojada, y los zuecos de los dos aldeanos. Hablando en voz baja se
detuvieron un momento ante la escalinata, y al reconocernos,
adelantaron con el farol en alto para poder alumbrarnos, desde lejos,
el camino. Eran los dos zagales del ganado que iban repartiendo por los
pesebres la ración nocturna de húmeda y olorosa yerba. Acercáronse, y
con torpe y asustadizo respeto bajaron del caballo a Don Juan Manuel. El
farol alumbraba colocado sobre el balaustral de la escalinata. El
hidalgo subió apoyándose en los hombros de los criados. Yo me adelanté
para prevenir a Concha.
¡La pobre era tan buena, que parecía estar siempre esperando una ocasión
propicia para poder asustarse!
[imagen]
[imagen: _Sonata de Otoño_]
[imagen: _Memorias del Marqués de Bradomin_]

[imagen: H]ALLÉ A CONCHA en el tocador rodeada de sus hijas y
entretenida en peinar los largos cabellos de la más pequeña. La otra
estaba sentada en el canapé Luis XV al lado de su madre. Las dos niñas
eran muy semejantes: Rubias y con los ojos dorados, parecían dos
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