Sonata de otoño; Sonata de invierno: memorias del Marqués de Bradomín - 2

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pasó sus manos por mis cabellos, y enlazando los dedos sobre mi frente,
suspiró:
--¡Qué vida tan agitada has llevado durante estos dos años!... ¡Tienes
casi todo el pelo blanco!...
Yo también suspiré doliente:
--¡Ay! Concha, son las penas.
--No, no son las penas. Otras cosas son... Tus penas no pueden igualarse
a las mías, y yo no tengo el pelo blanco...
Me incorporé para mirarla. Quité el alfilerón de oro que sujetaba el
nudo de los cabellos, y la onda sedosa y negra rodó sobre sus hombros:
--Ahora tu frente brilla como un astro bajo la crencha de ébano. Eres
blanca y pálida como la luna. ¿Te acuerdas cuando quería que me
disciplinases con la madeja de tu pelo?... Concha, cúbreme ahora con él.
Amorosa y complaciente, echó sobre mí el velo oloroso de su cabellera.
Yo respiré con la faz sumergida como en una fuente santa, y mi alma se
llenó de delicia y de recuerdos florecidos. El corazón de Concha latía
con violencia, y mis manos trémulas desabrocharon su túnica, y mis
labios besaron sobre la carne, ungidos de amor como de un bálsamo:
--¡Mi vida!
--¡Mi vida!
Concha cerró un momento los ojos, y poniéndose en pie, comenzó a
recogerse la madeja de sus cabellos:
--¡Vete!... ¡Vete por Dios!...
Yo sonreí mirándola:
--¿Adonde quieres que me vaya?
--¡Vete!... Las emociones me matan, y necesito descansar. Te escribí que
vinieses, porque ya entre nosotros no puede haber más que un cariño
ideal... Tú comprenderás que enferma como estoy, no es posible otra
cosa. Morir en pecado mortal... ¡Que horror!
Y más pálida que nunca cruzó los brazos, apoyando las manos sobre los
hombros en una actitud resignada y noble que le era habitual. Yo me
dirigí a la puerta:
--¡Adios, Concha!
Ella suspiró:
--¡Adios!
--¿Quieres llamar a Candelaria para que me guíe por esos corredores?
--¡Ah!... ¡Es verdad que aún no sabes!...
Fué al tocador y golpeó en el "tan-tan". Esperamos silenciosos sin que
nadie acudiese. Concha me miró indecisa:
--Es problable que Candelaria ya esté acostada...
--En ese caso...
Me vió sonreir, y movió la cabeza seria y triste.
--En ese caso, yo te guiaré.
--Tú no debes exponerte al frío.
--Sí, sí...
Tomó uno de los candelabros del tocador, y salió presurosa, arrastrando
la luenga cola de su ropón monacal. Desde la puerta volvió la cabeza
llamándome con los ojos, y toda blanca como un fantasma, desapareció en
la oscuridad del corredor. Salí tras ella, y la alcancé:
--¡Qué loca estás!
Rióse en silencio y tomó mi brazo para apoyarse. En la cruz de dos
corredores abríase una antesala redonda, grande y desmantelada, con
cuadros de santos y arcones antiguos. En un testero arrojaba cerco
mortecino de luz, la mariposa de aceite que alumbraba los pies lívidos y
atarazados de Jesús Nazareno. Nos detuvimos al ver la sombra de una
mujer arrebujada en el hueco del balcón. Tenía las manos cruzadas en el
regazo, y la cabeza dormida sobre el pecho. Era Candelaria que al ruido
de nuestros pasos despertó sobresaltada:
--¡Ah!... Yo esperaba aquí, para enseñarle su habitación al Señor
Marqués.
Concha le dijo:
--Creí que te habías acostado, mujer.
Seguimos en silencio hasta la puerta entornada de una sala donde había
luz. Concha soltó mi brazo y se detuvo temblando y muy pálida: Al fin
entró. Aquella era mi habitación. Sobre una consola antigua ardían las
bujías de dos candelabros de plata. En el fondo, veíase la cama entre
antiguas colgaduras de damasco. Los ojos de Concha lo examinaron todo
con maternal cuidado. Se detuvo para oler las rosas frescas que había en
un vaso, y después se despidió:
--¡Adios, hasta mañana!
Yo la levanté en brazos como a una niña:
--No te dejo ir.
--¡Sí, por Dios!
--No, no.
Y mis ojos reían sobre sus ojos, y mi boca reía sobre su boca. Las
babuchas turcas cayeron de sus pies, sin dejarla posar en el suelo, la
llevé hasta la cama, donde la deposité amorosamente. Ella entonces ya se
sometía feliz. Sus ojos brillaban, y sobre la piel blanca de las
mejillas se pintaban dos hojas de rosa. Apartó mis manos dulcemente, y
un poco confusa empezó a desabrocharse la túnica blanca y monacal, que
se deslizó a lo largo del cuerpo pálido y estremecido. Abrí las sábanas
y refugióse entre ellas. Entonces comenzó a sollozar, y me senté a la
cabecera consolándola. Aparentó dormirse, y me acosté.
[imagen]
[imagen: _Sonata de Otoño_]
[imagen: _Memorias del Marqués de Bradomin_]

[imagen: Y]o sentí toda la noche a mi lado aquel pobre cuerpo
donde la fiebre ardía, como una luz sepulcral en vaso de porcelana tenue
y blanco. La cabeza descansaba sobre la almohada, envuelta en una ola de
cabellos negros que aumentaba la mate lividez del rostro, y su boca sin
color, sus mejillas dolientes, sus sienes maceradas, sus párpados de
cera velando los ojos en las cuencas descarnadas y violáceas, le daban
la apariencia espiritual de una santa muy bella consumida por la
penitencia y el ayuno. El cuello florecía de los hombros como un lirio
enfermo, los senos eran dos rosas blancas aromando un altar, y los
brazos de una esbeltez delicada y frágil, parecían las asas del ánfora
rodeando su cabeza. Apoyado en las almohadas, la miraba dormir rendida y
sudorosa. Ya había cantado el gallo dos veces, y la claridad blanquecina
del alba penetraba por los balcones cerrados. En el techo las sombras
seguían el parpadeo de las bujías, que habiendo ardido toda la noche se
apagaban consumidas en los candelabros de plata. Cerca de la cama, sobre
un sillón, estaba mi capote de cazador, húmedo por la lluvia, y
esparcidas encima aquellas yerbas de virtud oculta, solamente conocida
por la pobre loca del molino. Me levanté en silencio y fuí por ellas.
Con un extraño sentimiento, mezcla de superstición y de ironía, escondí
el místico manojo entre las almohadas de Concha, sin despertarla. Me
acosté, puse los labios sobre su olorosa cabellera e insensiblemente me
quedé dormido. Durante mucho tiempo flotó en mis sueños la visión
nebulosa de aquel día, con un vago sabor de lágrimas y de sonrisas. Creo
que una vez abrí los ojos dormido y que ví a Concha incorporada a mi
lado, creo que me besó en la frente, sonriendo con vaga sonrisa de
fantasma, y que se llevó un dedo a los labios. Cerré los ojos sin
voluntad y volví a quedar sumido en las nieblas del sueño. Cuando me
desperté, una escala luminosa de polvo llegaba desde el balcón al fondo
de la cámara. Concha ya no estaba, pero a poco la puerta se abrió con
sigilo y Concha entró andando en la punta de los pies. Yo aparenté
dormir. Ella se acercó sin hacer ruido, me miró suspirando y puso en
agua el ramo de rosas frescas que traía. Fué al balcón, soltó los
cortinajes para amenguar la luz, y se alejó como había entrado, sin
hacer ruido. Yo la llamé riéndome:
--¡Concha! ¡Concha!
Ella se volvió:
--¡Ah! ¿Conque estabas despierto?
--Estaba soñando contigo.
--¡Pues ya me tienes aquí!
--¿Y cómo estás?
--¡Ya estoy buena!
--¡Gran médico es amor!
--¡Ay! No abusemos de la medicina.
[imagen]Reíamos con alegre risa el uno en brazos del otro,
juntas las bocas y echadas las cabezas sobre la misma almohada. Concha
tenía la palidez delicada y enferma de una Dolorosa, y era tan bella,
así demacrada y consumida, que mis ojos, mis labios y mis manos hallaban
todo su deleite en aquello mismo que me entristecía. Yo confieso que no
recordaba haberla amado nunca en lo pasado, tan locamente como aquella
noche.
[imagen]
[imagen: _Sonata de Otoño_]
[imagen: _Memorias del Marqués de Bradomin_]

[imagen: N]o habia llevado conmigo ningún criado, y Concha, que
tenía esas burlas de las princesas en las historias picarescas, puso un
paje a mi servicio para honrarme mejor, como decía riéndose. Era un niño
recogido en el Palacio. Aún le veo asomar en la puerta y quitarse la
montera, preguntando respetuoso y humilde:
--¿Dá su licencia?
--Adelante.
Entró con la frente baja y la monterilla de paño blanco colgada de las
dos manos:
--Dice la señorita, mi ama, que me mande en cuanto se le ofrezca.
--¿En dónde queda?
--En el jardín.
Y permaneció en medio de la cámara, sin atreverse a dar un paso. Creo
que era el primogénito de los caseros que Concha tenía en sus tierras de
Lantaño y uno de los cien ahijados de su tío Don Juan Manuel Montenegro,
aquel hidalgo visionario y pródigo que vivía en el Pazo de Lantañón. Es
un recuerdo que todavía me hace sonreir. El favorito de Concha no era
rubio ni melancólico como los pajes de las baladas, pero con los ojos
negros y con los carrillos picarescos melados por el sol, también podía
enamorar princesas. Le mandé que abriese los balcones y obedeció
corriendo. El aura perfumada y fresca del jardín penetró en la cámara, y
las cortinas flamearon alegremente. El paje había dejado la montera
sobre una silla, y volvió a recogerla. Yo le interrogué:
--¿Tú sirves en el Palacio?
--Sí, señor.
--¿Hace mucho?
--Va para dos años.
--¿Y qué haces?
--Pues hago todo lo que me mandan.
--¿No tienes padres?
--Tengo, sí, señor.
--¿Qué hacen tus padres?
--Pues no hacen nada. Cavan la tierra.
Tenía las respuestas estoicas de un paria. Con su vestido de estameña,
sus ojos tímidos, su fabla visigótica y sus guedejas trasquiladas sobre
la frente, con tonsura casi monacal, perecía el hijo de un antiguo
siervo de la gleba:
--¿Y fué la señorita quien te ha mandado venir?
--Sí, señor. Hallábame yo en el patín deprendiéndole la riveirana al
mirlo nuevo, que los viejos ya la tienen deprendida, cuando la señorita
bajó al jardín y me mandó venir.
--¿Tú eres aquí el maestro de los mirlos?
--Sí, señor.
--¿Y ahora, además, eres mi paje?
--Sí, señor.
--¡Altos cargos!
--Sí, señor.
--¿Y cuántos años tienes?
--Paréceme... Paréceme...
El paje fijó los ojos en la monterilla, pasándola lentamente de una mano
a otra, sumido en hondas cavilaciones:
--Paréceme que han de ser doce, pero no estoy cierto.
--¿Antes de venir al Palacio, dónde estabas?
--Servía en la casa de Don Juan Manuel.
--¿Y qué hacías allí?
--Allí enseñaba al hurón.
--¡Otro cargo palatino!
--Sí, señor.
--¿Y cuántos mirlos tiene la señorita?
El paje hizo un gesto desdeñoso:
--¡Tan siquiera uno!
--¿Pues de quién son?
--Son míos... Cuando los tengo bien adeprendidos, se los vendo.
--¿A quién se los vendes?
--Pues a la señorita, que me los merca todos. ¿No sabe que los quiere
para echarlos a volar? La señorita desearía que silbasen la riveirana
sueltos en el jardín, pero ellos se van lejos. Un domingo, por el mes de
San Juan, venía yo acompañando a la señorita: Pasados los prados de
Lantañón, vimos un mirlo que, muy puesto en la rama de un cerezo, estaba
cantando la riveirana. Acuerdóme que entonces dijo la señorita: ¡Míralo
adónde se ha venido el caballero!
Aquel relato ingenuo me hizo reir, y el paje al verlo rióse también. Sin
ser rubio ni melancólico, era digno de ser paje de una princesa y
cronista de un reinado. Yo le pregunté:
--¿Qué es más honroso, enseñar hurones o mirlos?
El paje respondió después de meditarlo un instante:
--¡Todo es igual!
--¿Y cómo has dejado el servicio de Don Juan Manuel?
--Porque tiene muchos criados... ¡Qué gran caballero es Don Juan
Manuel!... Dígole que en el Pazo todos los criados le tenían miedo. Don
Juan Manuel es mi padrino, y fué quien me trujo al Palacio para que
sirviese a la señorita.
--¿Y dónde te iba mejor?
El paje fijó en mí sus ojos negros e infantiles, y con la monterilla
entre las manos, formuló gravemente:
--Al que sabe ser humilde, en todas partes le va bien.
Era una réplica calderoniana. ¡Aquel paje también sabía decir
sentencias! Ya no podía dudarse de su destino. Había nacido para vivir
en un palacio, educar los mirlos, amaestrar los hurones, ser ayo de un
príncipe y formar el corazón de un gran rey.
[imagen]
[imagen: _Memorias del Marqués de Bradomin_]

[imagen: C]oncha me llamaba desde el jardín, con alegres voces.
Salí a la solana, tibia y dorada al sol mañanero. El campo tenía una
emoción latina de yuntas, de vendimias y de labranzas. Concha estaba al
pie de la solana:
--¿Tienes ahí a Florisel?
--¿Florisel es el paje?
--Sí.
--Parece bautizado por las hadas.
--Yo soy su madrina. Mándamelo.
--¿Qué le quieres?
--Decirle que te suba estas rosas.
Y Concha me enseñó su falda donde se deshojaban las rosas, todavía
cubiertas de rocío, desbordando alegremente como el fruto ideal de unos
amores que sólo floreciesen en los besos:
--Todas son para ti. Estoy desnudando el jardín.
Yo recordaba nebulosamente aquel antiguo jardín donde los mirtos
seculares dibujaban los cuatro escudos del fundador, en torno de una
fuente abandonada. El jardín y el Palacio tenían esa vejez señorial y
melancólica de los lugares por donde en otro tiempo pasó la vida amable
de la galantería y del amor. Bajo la fronda de aquel laberinto, sobre
las terrazas y en los salones, habían florecido las risas y los
madrigales, cuando las manos blancas que en los viejos retratos
sostienen apenas los pañolitos de encaje, iban deshojando las margaritas
que guardan el cándido secreto de los corazones. ¡Hermosos y lejanos
recuerdos! Yo también los evoqué un día lejano, cuando la mañana otoñal
y dorada envolvía el jardín húmedo y reverdecido por la constante lluvia
de la noche. Bajo el cielo límpido, de un azul heráldico, los cipreses
venerables parecían tener el ensueño de la vida monástica. La caricia de
la luz temblaba sobre las flores como un pájaro de oro, y la brisa
trazaba en el terciopelo de la yerba, huellas ideales y quiméricas como
si danzasen invisibles hadas. Concha estaba al pie de la escalinata,
entretenida en hacer un gran ramo con las rosas. Algunas se habían
deshojado en su falda, y me las mostró sonriendo:
--¡Míralas qué lástima!
Y hundió en aquella frescura aterciopelada sus mejillas pálidas:
--¡Ah, qué fragancia!
Yo le dije sonriendo:
--¡Tu divina fragancia!
Alzó la cabeza y respiró con delicia, cerrando los ojos y sonriendo,
cubierto el rostro de rocío, como otra rosa, una rosa blanca. Sobre
aquel fondo de verdura grácil y umbroso, envuelta en la luz como en
diáfana veste de oro, parecía una Madona soñada por un monje seráfico.
Yo bajé a reunirme con ella. Cuando descendía la escalinata, me saludó
arrojando como una lluvia las rosas deshojadas en su falda. Recorrimos
juntos el jardín. Las carreras estaban cubiertas de hojas secas y
amarillentas, que el viento arrastraba delante de nosotros con un largo
susurro: Los caracoles, inmóviles como viejos paralíticos, tomaban el
sol sobre los bancos de piedra: Las flores empezaban a marchitarse en
las versallescas canastillas recamadas de mirto, y exhalaban ese aroma
indeciso que tiene la melancolía de los recuerdos. En el fondo del
laberinto murmuraba la fuente rodeada de cipreses, y el arrullo del
agua, parecía difundir por el jardín un sueño pacífico de vejez, de
recogimiento y de abandono. Concha me dijo:
--Descansemos aquí.
Nos sentamos a la sombra de las acacias, en un banco de piedra cubierto
de hojas. Enfrente se abría la puerta del laberinto misterioso y verde.
Sobre la clave del arco se alzaban dos quimeras manchadas de musgo, y un
sendero umbrío, un solo sendero, ondulaba entre los mirtos como el
camino de una vida solitaria, silenciosa e ignorada. Florisel pasó a lo
lejos entre los árboles, llevando la jaula de sus mirlos en la mano.
Concha me lo mostró:
--¡Allá va!
--¿Quién?
--Florisel.
--¿Por qué le llamas Florisel?
Ella dijo, con una alegre risa.
--Florisel es el paje de quien se enamora cierta princesa inconsolable
en un cuento.
--¿Un cuento de quién?
--Los cuentos nunca son de nadie.
[imagen]Sus ojos misteriosos y cambiantes miraban a lo lejos, y me sonó
tan extraña su risa, que sentí frío. ¡El frío de comprender todas las
perversidades! Me pareció que Concha también se estremecía. La verdad es
que nos hallábamos a comienzos de Otoño y que el sol empezaba a
nublarse. Volvimos al Palacio.
[imagen]
[imagen: _Sonata de Otoño_]
[imagen: _Memorias del Marqués de Bradomin_]

[imagen: E]l Palacio De Brandeso, aunque del siglo décimo octavo,
es casi todo de estilo plateresco. Un Palacio a la italiana con
miradores, fuentes y jardines, mandado edificar por el Obispo de Corinto
Don Pedro de Bendaña, Caballero del Hábito de Santiago, Comisario de
Cruzada y Confesor de la Reina Doña María Amelia de Parma. Creo que un
abuelo de Concha y mi abuelo el Mariscal Bendaña, sostuvieron pleito
por la herencia del Palacio. No estoy seguro, porque mi abuelo sostuvo
pleitos hasta con la Corona. Por ellos heredé toda una fortuna en
legajos. La historia de la noble Casa de Bendaña es la historia de la
Cancillería de Valladolid.
Como la pobre Concha tenía el culto de los recuerdos, quiso que
recorriésemos el Palacio evocando otro tiempo, cuando yo iba de visita
con mi madre, y ella y sus hermanas eran unas niñas pálidas que venían a
besarme, y me llevaban de la mano para que jugásemos, unas veces en la
torre, otras en la terraza, otras en el mirador que daba al camino y al
jardín... Aquella mañana, cuando nosotros subíamos la derruída
escalinata, las palomas remontaron el vuelo y fueron a posarse sobre la
piedra de armas. El sol dejaba un reflejo dorado en los cristales, los
viejos alelíes florecían entre las grietas del muro, y un lagarto
paseaba por el balaustral. Concha sonrió con lánguido desmayo:
--¿Te acuerdas?...
Y en aquella sonrisa tenue, yo sentí todo el pasado como un aroma
entrañable de flores marchitas, que trae alegres y confusas memorias...
Era allí donde una dama piadosa y triste, solía referirnos historias de
Santos. Cuántas veces, sentada en el hueco de una ventana, me había
enseñado las estampas del Año Cristiano abierto en su regazo. Aún
recuerdo sus manos místicas y nobles que volvían las hojas lentamente.
La dama tenía un hermoso nombre antiguo: Se llamaba Águeda: Era la madre
de Fernandina, Isabel y Concha. Las tres niñas pálidas con quienes yo
jugaba. ¡Después de tantos años volví a ver aquellos salones de respeto
y aquellas salas familiares! Las salas entarimadas de nogal, frías y
silenciosas, que conservan todo el año el aroma de las manzanas agrias y
otoñales puestas a madurar sobre el alféizar de las ventanas. Los
salones con antiguos cortinajes de damasco, espejos nebulosos y retratos
familiares: Damas con basquiña, prelados de doctoral sonrisa, pálidas
abadesas, torvos capitanes. En aquellas estancias nuestros pasos
resonaban como en las iglesias desiertas, y al abrirse lentamente las
puertas de floreados herrajes, exhalábase del fondo silencioso y oscuro,
el perfume lejano de otras vidas. Solamente en un salón que tenía de
corcho el estrado, nuestras pisadas no despertaron rumor alguno:
Parecían pisadas de fantasmas, tácitas y sin eco. En el fondo de los
espejos el salón se prolongaba hasta el ensueño como en un lago
encantado, y los personajes de los retratos, aquellos obispos
fundadores, aquellas tristes damiselas, aquellos avellanados mayorazgos
parecían vivir olvidados en una paz secular. Concha se detuvo en la cruz
de dos corredores, donde se abría una antesala redonda, grande y
desmantelada, con arcones antiguos. En un testero arrojaba cerco
mortecino de luz la mariposa de aceite que día y noche alumbraba ante un
Cristo desmelenado y lívido. Concha murmuró en voz baja:
--¿Te acuerdas de esta antesala?
--Sí. ¿La antesala redonda?
--Sí... ¡Era donde jugábamos!
Una vieja hilaba en el hueco de una ventana. Concha me la mostró con un
gesto:
--Es Micaela... La doncella de mi madre. ¡La pobre está ciega! No le
digas nada...
Seguimos adelante. Algunas veces Concha se detenía en el umbral de las
puertas, y señalando las estancias silenciosas, me decía con su sonrisa
tenue, que también parecía desvanecerse en el pasado:
--¿Te acuerdas?
Ella recordaba las cosas más lejanas. Recordaba cuando éramos niños y
saltábamos delante de las consolas para ver estremecerse los floreros
cargados de rosas, y los fanales ornados con viejos ramajes áureos, y
los candelabros de plata, y los daguerreotipos llenos de un misterio
estelar. ¡Tiempos aquellos en que nuestras risas locas y felices habían
turbado el noble recogimiento del Palacio, y se desvanecían por las
claras y grandes antesalas, por los corredores oscuros, flanqueados con
angostas ventanas de montante donde arrullaban las palomas!...
[imagen]
[imagen: _Sonata de Otoño_]
[imagen: _Memorias del Marqués de Bradomin_]

[imagen: A]l anochecer, Concha sintió un gran frío y tuvo que
acostarse. Alarmado al verla temblar, pálida como la muerte, quise
mandar por un médico a Viana del Prior, pero ella se opuso, y al cabo de
una hora ya me miraba sonriendo con amorosa languidez. Descansando
inmóvil sobre la blanca almohada, murmuró:
--¿Creerás que ahora me parece una felicidad estar enferma?
--¿Por qué?
--Porque tú me cuidas.
Yo me sonreí sin decir nada, y ella, con una gran dulzura, insistió:
--¡Es que tú no sabes cómo yo te quiero!
En la penumbra de la alcoba la voz apagada de Concha tenía un profundo
encanto sentimental. Mi alma se contagió:
--¡Yo te quiero más, princesa!
--No, no. En otro tiempo te he gustado mucho. Por muy inocente que sea
una mujer, eso lo conoce siempre, y tú sabes lo inocente que yo era.
Me incliné para besar sus ojos, que tenían un velo de lágrimas, y le
dije por consolarla:
--¿Creerás que no me acuerdo, Concha?
Ella exclamó riéndose.
--¡Qué cínico eres!
--Di qué desmemoriado. ¡Hace ya tanto tiempo!
--¿Y cuánto tiempo hace, vamos a ver?
--No me entristezcas haciendo que recuerde los años.
--Pues confiesa que yo era muy inocente.
--¡Todo lo inocente que puede ser una mujer casada!
--Más, mucho más. ¡Ay! Tú fuiste mi maestro en todo.
Exhaló las últimas palabras como si fuesen suspiros, y apoyó una de sus
manos sobre los ojos. Yo la contemplé, sintiendo cómo se despertaba la
voluptuosa memoria de los sentidos. Concha tenía para mí todos los
encantos de otro tiempo, purificados por una divina palidez de enferma.
Era verdad que yo había sido su maestro en todo. Aquella niña casada
con un viejo, tenía la cándida torpeza de las vírgenes. Hay tálamos
fríos como los sepulcros, y maridos que duermen como las estatuas
yacentes de granito. ¡Pobre Concha! Sobre sus labios perfumados por los
rezos, mis labios cantaron los primeros el triunfo del amor y su
gloriosa exaltación. Yo tuve que enseñarle toda la lira: Verso por
verso, los treinta y dos sonetos de Pietro Aretino. Aquel capullo blanco
de niña desposada, apenas sabía murmurar el primero. Hay maridos y hay
amantes que ni siquiera pueden servirnos de precursores, y bien sabe
Dios que la perversidad, esa rosa sangrienta, es una flor que nunca se
abrió en mis amores. Yo he preferido siempre ser el Marqués de Bradomín,
a ser ese divino Marqués de Sade. Tal vez esa haya sido la única razón
de pasar por soberbio entre algunas mujeres. Pero la pobre Concha nunca
fué de éstas. Como habíamos quedado en silencio, me dijo:
--¿En qué piensas?
--En el pasado, Concha.
--Tengo celos de él.
--¡No seas niña! Es el pasado de nuestros amores.
Ella se sonrió, cerrando los ojos, como si también evocase un recuerdo.
Después murmuró con cierta resignación amable, perfumada de amor y de
melancolía:
--Sólo una cosa le he pedido a la Virgen de la Concepción, y creo que va
a concedérmela... Tenerte a mi lado en la hora de la muerte.
Volvimos a quedar en triste silencio. Al cabo de algún tiempo, Concha se
incorporó en las almohadas. Tenía los ojos llenos de lágrimas. En voz
muy baja me dijo:
--Xavier, dame aquel cofre de mis joyas, que está sobre el tocador.
Ábrelo. Ahí guardo también tus cartas... Vamos a quemarlas juntos... No
quiero que me sobrevivan.
Era un cofre de plata, labrado con la suntuosidad decadente del siglo
XVIII. Exhalaba un suave perfume de violetas, y lo aspiré cerrando los
ojos:
--¿No tienes más cartas que las mías?
--Nada más.
--¡Ah! Tu nuevo amor no sabe escribir.
--¿Mi nuevo amor? ¿Qué nuevo amor? ¡Seguramente has pensado alguna
atrocidad!
--Creo que sí.
--¿Cuál?
--No te la digo.
--¿Y si adivinase?
--No puedes adivinar.
--¿Qué enormidad habrás pensado?
Yo exclamé riéndome:
--Florisel.
Por los ojos de Concha pasó una sombra de enojo:
--¡Y serás capaz de haberlo pensado!
Hundió las manos entre mis cabellos, arremolinándolos:
--¿Qué hago yo contigo? ¿Te mato?
Viéndome reir, ella reía también, y sobre su boca pálida, la risa era
fresca, sensual, alegre:
--¡No es posible que hayas pensado eso!
--Di que parece imposible.
--¿Pero lo has pensado?
--Sí.
--¡No te creo! ¿Cómo has podido siquiera imaginarlo?
--Recordé mi primera conquista. Tenía yo once años y una dama se enamoró
de mí. ¡Era también muy bella!
Concha murmuró en voz baja:
--Mi tía Augusta.
--Sí.
--Ya me lo has contado... ¿Pero tú no eras más bello que Florisel?
Dudé un momento y creí que mis labios iban a mancharse con una mentira.
Al fin, tuve el valor de confesar la verdad:
--¡Ay, Concha! Yo era menos bello.
Mirándome burlona, cerró el cofre de sus joyas.
--Otro día quemaremos tus cartas. Hoy no. Tus celos me han puesto de
buen humor.
[imagen]Y echándose sobre la almohada volvió a reir como antes, con
frescas y alegres carcajadas. El día de quemar aquellas cartas no llegó
para nosotros: Yo me he resistido siempre a quemar las cartas de amores.
Las he amado como aman los poetas sus versos. Cuando murió Concha, en el
cofre de plata, con las joyas de familia las heredaron sus hijas.
[imagen]
[imagen: _Sonata de Otoño_]
[imagen: _Memorias del Marqués de Bradomin_]

[imagen: L]AS ALMAS enamoradas y enfermas son tal vez las que
tejen los más hermosos sueños de la ilusión. Yo nunca había visto a
Concha ni tan alegre ni tan feliz. Aquel renacimiento de nuestros amores
fué como una tarde otoñal de celajes dorados, amable y melancólica.
¡Tarde y celajes que yo pude contemplar desde los miradores del Palacio,
cuando Concha con romántica fatiga se apoyaba en mi hombro! Por el
campo verde y húmedo, bajo el sol que moría ondulaba el camino. Era
luminoso y solitario. Concha suspiró con la mirada perdida:
--¡Por ese camino hemos de irnos los dos!
Y levantaba su mano pálida, señalando a lo lejos los cipreses del
cementerio. La pobre Concha hablaba de morir sin creer en ello. Yo me
burlaba:
--Concha, no me hagas suspirar. Ya sabes que soy un príncipe a quien
tienes encantado en tu Palacio. Si quieres que no se rompa el encanto,
has de hacer de mi vida un cuento alegre.
Concha, olvidando sus tristezas del crepúsculo, sonreía:
--Ese camino es también por donde tú has venido...
La pobre Concha procuraba mostrarse alegre. Sabía que todas las
lágrimas son amargas y que el aire de los suspiros, aun cuando perfumado
y gentil, sólo debe durar lo que una ráfaga. ¡Pobre Concha! Era tan
pálida y tan blanca como esos ramos de azucenas que embalsaman las
capillas con más delicado perfume al marchitarse. De nuevo levantó su
mano, diáfana como mano de hada:
--¿Ves, allá lejos, un jinete?
--No veo nada.
--Ahora pasa la Fontela.
--Sí, ya le veo.
--Es el tío Don Juan Manuel.
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