Sonata de otoño; Sonata de invierno: memorias del Marqués de Bradomín - 7

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--¡Qué tonta eres! Nunca conoces los uniformes. Ese uniforme es de zuavo
pontificio, como el del tío Alfonso.
Con familiar gentileza, el Príncipe vino también hacia mí:
--¿Marqués, es verdad que en México los caballos resisten todo el día al
galope?
--Es verdad, Alteza.
La Infanta interrogó a su vez.
--¿Y es verdad que hay unas serpientes que se llaman de cristal?
--También es verdad, Alteza.
Los niños quedaron un momento reflexionando: Su madre les habló:
--Decidle a Bradomín lo que estudiáis.
Oyendo esto, el Príncipe se irguió ante mí, con infantil alarde:
--Marqués, pregúntame por donde quieras la Historia de España.
Yo sonreí:
--¿Qué reyes hubo de vuestro nombre, Alteza?
--Uno solo: Don Jaime el Conquistador.
--¿Y de dónde era Rey?
--De España.
La Infanta murmuró poniéndose encendida:
--De la Corona de Aragón: ¿Verdad, Marqués?
--Verdad, Alteza.
El Príncipe la miró despreciador:
--¿Y eso no es España?
La Infanta buscó ánimo en mis ojos, y repuso con tímida gravedad:
--Pero eso no es toda España.
Y volvió a ponerse roja. Era una niña encantadora, con ojos llenos de
vida y cabellera de luengos rizos que besaban el terciopelo de las
mejillas. Animándose volvió a preguntarme sobre mis viajes:
--¡Marqués, es verdad que también has estado en Tierra Santa?
--También estuve allí, Alteza.
--¿Y habrás visto el sepulcro de Nuestro Señor? Cuéntame cómo es.
Y se dispuso a oir, sentada en un taburete, con los codos en las
rodillas y el rostro entre las manos que casi desaparecían bajo la
suelta cabellera. Doña Manuela Ozores y Doña Juana Pacheco, que traían
una conversación en voz baja, callaron, también dispuestas a escuchar el
relato... Y en estas andanzas llega la hora de hacer penitencia, que fué
ante los regios manteles según profecía de Su Ilustrísima.
[imagen]
[imagen: _Sonata de Invierno_]
[imagen: _Memorias del Marqués de Bradomin_]

[imagen: T]uve el honor de asistir a la tertulia de la Señora.
Durante ella, en vano fué buscar una ocasión propicia para hablar a
solas con María Antonieta. Salí con el vago temor de haberla visto huir
toda la noche. Al darme en rostro el frío de la calle advertí que una
sombra alta, casi gigantesca, venía hacia mí. Era Fray Ambrosio:
--Bien le han tratado los soberanos. ¡Vaya, que no puede quejarse el
Señor Marqués de Bradomín!
Yo murmuré con desabrido talante:
--El Rey sabe que no tiene otro servidor tan leal.
Y el fraile murmuró también desabrido, pero en tono menor:
--Algún otro tendrá...
Sentí crecer mi altivez:
--¡Ninguno!
Caminamos en silencio hasta doblar una esquina donde había un farol.
Allí el exclaustrado se detuvo:
--¿Pero adónde vamos?... La dama consabida, dice que la vea esta misma
noche, si puede ser.
Yo sentí latir mi corazón:
--¿Dónde?
--En su casa... Pero será preciso entrar con gran sigilo. Yo le guiaré.
Volvimos sobre nuestros pasos, recorriendo otra vez la calle encharcada
y desierta. El fraile me habla en voz baja:
--La Señora Condesa también acaba de salir... Esta mañana me había
mandado que la esperase. Sin duda quería darme ese aviso para el Señor
Marqués... Temería no poder hablarle en la Casa del Rey.
El fraile calló suspirando: Después se rió, con un reir extraño,
ruidoso, grotesco:
--¡Válete Dios!
--¿Qué le sucede, Fray Ambrosio?
--Nada, Señor Marqués. Es la alegría de verme desempeñando estos
oficios, tan dignos de un viejo guerrillero. ¡Ay!... Cómo se ríen mis
diez y siete cicatrices...
--¡Las tiene usted bien contadas!
--¡Mejor recibidas las tengo!
Calló, esperando sin duda una respuesta mía, y como no la obtuviese,
continuó en el mismo tono de amarga burla:
--Eso sí, no hay prebenda que iguale a ser capellán de la Señora Condesa
de Volfani. ¡Lástima que no pueda cumplir mejor sus promesas!... Ella
dice que no es suya la culpa, sino de la Casa Real... Allí son enemigos
de los curas facciosos, y no se les debe disgustar. ¡Oh, si dependiese
de mi protectora!...
No le dejé proseguir. Me detuve y le hablé con firme resolución:
--Fray Ambrosio, se acabó mi paciencia. No tolero ni una palabra más.
Agachó la cabeza:
--¡Válete Dios! ¡Está bien!
Seguimos en silencio. De largo en largo hallábase un farol, y en torno
danzaban las sombras. Al cruzar por delante de las casas donde había
tropa alojada, percibíase rasgueo de guitarras y voces robustas y
jóvenes cantando la jota. Después volvía el silencio, sólo turbado por
la alerta de los centinelas y el ladrido de algún perro. Nos entramos
bajo unos soportales y caminamos recatados en la sombra. Fray Ambrosio
iba delante, mostrándome el camino: A su paso una puerta se abrió
sigilosa: El exclaustrado volvióse llamándome con la mano, y desapareció
en el zaguán. Yo le seguí y escuché su voz:
--¿Se puede encender candela?
Y otra voz, una voz de mujer, respondió en la sombra:
--Sí, señor.
La puerta había vuelto a cerrarse. Yo esperé, perdido en la oscuridad,
mientras el fraile encendía un enroscado de cerilla, que ardió
esparciendo olor de iglesia. La llama lívida temblaba en el ancho
zaguán, y al incierto resplandor columbrábase la cabeza del fraile,
también temblona. Una sombra se acercó: Era la doncella de María
Antonieta: El fraile hízole entrega de la luz y me llevó a un rincón. Yo
adivinaba, más que veía, el violento temblor de aquella cabeza
tonsurada:
--Señor Marqués, voy a dejar este oficio de tercería, indigno de mí!
Y su mano de esqueleto clavó los huesos en mi hombro:
--Ahora ha llegado el momento de obtener el fruto, Señor Marqués. Es
preciso que me entregue cien onzas: Si no las lleva encima puede
pedírselas a la Señora Condesa. ¡Al fin y al cabo, ella me las había
ofrecido!
No me dejé dominar, aun cuando fué grande la sorpresa, y haciéndome
atrás puse mano a la espada:
--Ha elegido usted el peor camino. A mí no se me pide con amenazas ni se
me asusta con gestos fieros, Fray Ambrosio.
El exclaustrado rió, con su risa de mofa grotesca:
--No alce la voz, que pasa la ronda y podrían oirnos.
--¿Tiene usted miedo?
--Nunca lo he tenido... Pero acaso, si ahora, fuese el cortejo de una
casada...
Yo comprendiendo la intención aviesa del fraile, le dije refrenada y
ronca la voz:
--¡Es una vil tramoya!
--Es un ardid de guerra, Señor Marqués. ¡El león está en la trampa!
--Fraile ruin, tentaciones me vienen de pasarte con mi espada.
El exclaustrado abrió sus largos brazos de esqueleto descubriéndose el
pecho, y alzó la temerosa voz:
--¡Hágalo! Mi cadáver hablará por mí.
--Basta.
--¿Me entrega esos dineros?
--Sí.
--¿Cuándo?
--Mañana.
Calló un momento, y luego insistió en un tono que a la vez era tímido y
adusto:
--Es menester que sea ahora.
--¿No basta mi palabra?
Casi humilde murmuró:
--No dudo de su palabra, pero es menester que sea ahora. Mañana acaso no
tuviese valor para arrostrar su presencia. Además quiero esta misma
noche salir de Estella. Ese dinero no es para mí, yo no soy un ladrón.
Lo necesito para echarme al campo. Le dejaré firmado un documento. Tengo
desde hace tiempo comprometida a la gente, y era preciso decidirse. Fray
Ambrosio no falta a su palabra.
Yo le dije con tristeza:
--¿Por qué ese dinero no me fué pedido con amistad?
El fraile suspiró:
--No me atreví. Yo no sé pedir: Me da vergüenza. Primero que de pedir,
sería capaz de matar... No es por malos sentimientos, sino por
vergüenza...
Calló, rota, anudada la voz, y echóse a la calle sin cuidarse de la
lluvia que caía en chaparrón sobre las losas. La doncella, temblando de
miedo, me guió adonde esperaba su señora.
[imagen]
[imagen: _Memorias del Marqués de Bradomin_]

[imagen: M]aría Antonieta acababa de llegar, y hallábase sentada
al pie de un brasero, con las manos en cruz y el cabello despeinado por
la humedad de la niebla. Cuando yo entré alzó los ojos tristes y
sombríos, cercados de una sombra violácea:
--¿Por qué tal insistencia en venir esta misma noche?
Herido por el despego de sus palabras, me detuve en medio de la
estancia:
--Siento decirte, que es una historia de tu capellán...
Ella insistió:
--Al entrar, le encontré acechándome por orden tuya.
Yo callé resignado a sus reproches, que contarle mi aventura, y el ardid
de Fray Ambrosio para llevarme allí, hubiera sido poco galante. Ella me
habló con los ojos secos, pero empañada la voz:
--¡Ahora tanto afán en verme, y ni una carta en la ausencia!...
¡Callas!... ¿Qué deseas?
Yo quise desagraviarla:
--Te deseo a ti, María Antonieta.
Sus bellos ojos místicos fulminaron desdenes:
--Te has propuesto comprometerme, que me arroje de su lado la Señora.
¡Eres mi verdugo!
Yo sonreí:
--Soy tu víctima.
Y la cogí las manos con intento de besarlas, pero ella las retiró
fieramente. María Antonieta era una enferma de aquel mal que los
antiguos llamaban mal sagrado, y como tenía alma de santa y sangre de
cortesana, algunas veces en invierno, renegaba del amor: La pobre
pertenecía a esa raza de mujeres admirables, que cuando llegan a viejas
edifican con el recogimiento de su vida y con la vaga leyenda de los
antiguos pecados. Entenebrecida y suspirante guardó silencio, con los
ojos obstinados, perdidos en el vacío. Yo cogí de nuevo sus manos y las
conservé entre las mías, sin intentar besarlas, temeroso de que
volviese a huirlas. En voz amante supliqué:
--¡María Antonieta!
Ella permaneció muda: Yo repetí después de un momento:
--¡María Antonieta!
Se volvió, y retirando sus manos repuso fríamente:
--¿Qué quieres?
--Saber tus penas.
--¿Para qué?
--Para consolarlas.
Perdió de pronto su hieratismo, e inclinándose hacia mí con un arranque
fiero, apasionado, clamó:
--Cuenta tus ingratitudes: ¡Porque esas son mis penas!
La llama del amor ardía en sus ojos con un fuego sombrío que parecía
consumirla: ¡Eran los ojos místicos que algunas veces se adivinan bajo
las tocas monjiles, en el locutorio de los conventos! Me habló con la
voz empañada:
--Mi marido viene a servir como ayudante del Rey.
--¿Dónde estaba?
--Con el infante Don Alfonso.
Yo murmuré:
--Es una verdadera contrariedad.
--Es más que una contrariedad, porque tendremos que vivir la misma vida:
La Reina me lo impone, y ante eso, prefiero volverme a Italia... ¿Tú no
dices nada?
--Yo no puedo hacer otra cosa que acatar tu voluntad.
Me miró con reconcentrado sentimiento:
--¿Serías capaz de que me repartiese entre vosotros dos? ¡Dios mío,
quisiera ser vieja, vieja caduca!...
Agradecido, besé las manos de mi adorada prenda. Aun cuando nunca tuve
celos de los maridos, gustaba aquellos escrúpulos como un encanto más,
acaso el mejor que podía ofrecerme María Antonieta. No se llega a viejo
sin haber aprendido que las lágrimas, los remordimientos y la sangre,
alargan el placer de los amores cuando vierten sobre ellos su esencia
afrodita: Numen sagrado que exalta la lujuria madre de la divina
tristeza y madre del mundo. ¡Cuántas veces, durante aquella noche, tuve
yo en mis labios las lágrimas de María Antonieta! Aún recuerdo el dulce
lamento con que habló en mi oído, temblorosos los párpados y estremecida
la boca que me daba el aliento con sus palabras:
--No debía quererte... Debía ahogarte en mis brazos, así, así...
Yo suspiré:
--¡Tus brazos son un divino dogal!
Y ella oprimiéndome aún más gemía:
--¡Oh!... ¡Cuánto te quiero! ¿Por qué te querré tanto? ¿Qué bebedizo me
habrás dado? ¡Eres mi locura!... ¡Di algo! ¡Di algo!
--Prefiero el escucharte.
--¡Pero yo quiero que me digas algo!
--Te diría lo que tú ya sabes... ¡Que me estoy muriendo por ti!
María Antonieta volvió a besarme, y sonriendo toda roja, murmuró en voz
baja:
--Es muy larga la noche...
--Lo fué mucho más la ausencia.
--¡Cuánto me habrás engañado!
--Ya te demostraré lo contrario.
Ella, siempre roja y riente, respondió:
--Mira lo que dices.
--Ya lo verás.
--Mira que voy a ser muy exigente.
Confieso que al oirla, temblé. ¡Mis noches, ya no eran triunfantes, como
aquellas noches tropicales perfumadas por la pasión de la Niña Chole!
María Antonieta soltóse de mis brazos y entró en su tocador. Yo esperé
algún tiempo, y después la seguí: Al rumor de mis pasos, la miré huir
toda blanca, y ocultarse entre los cortinajes de su lecho: Un lecho
antiguo de lustroso nogal, tálamo clásico donde los hidalgos matrimonios
navarros dormían hasta llegar a viejos, castos, sencillos, cristianos,
ignorantes de aquella ciencia voluptuosa que divertía el ingenio maligno
y un poco teológico, de mi maestro el Aretino. María Antonieta fué
exigente como una dogaresa, pero yo fuí sabio como un viejo cardenal que
hubiese aprendido las artes secretas del amor, en el confesionario y en
una Corte del Renacimiento. Suspirando desfallecida, me dijo:
--¡Xavier, es la última vez!
Yo creí que hablaba de nuestra amorosa epopeya, y como me sentí capaz de
nuevos alardes, suspiré inquietando con un beso apenas desflorado, una
fresa del seno. Ella suspiró también, y cruzó los desnudos brazos
apoyando las manos en los hombros, como esas santas arrepentidas, en los
cuadros antiguos:
--¡Xavier, cuándo volveremos a vernos!
--Mañana.
--¡No!... Mañana empieza mi calvario...
Calló un momento, y echándome al cuello el amante nudo de sus brazos,
murmuró en voz muy baja:
--La Señora tiene empeño en la reconciliación, pero yo te juro que
jamás... Me defenderé diciendo que estoy enferma.
Era un mal sagrado el de María Antonieta. Aquella noche rugió en mis
brazos como la faunesa antigua. Divina María Antonieta, era muy
apasionada y a las mujeres apasionadas se las engaña siempre. Dios que
todo lo sabe, sabe que no son éstas las temibles, sino aquellas
lánguidas, suspirantes, más celosas de hacer sentir al amante, que de
sentir ellas. María Antonieta era cándida y egoísta como una niña, y en
todos sus tránsitos se olvidaba de mí: En tales momentos, con los senos
palpitantes como dos palomas blancas, con los ojos nublados, con la
boca entreabierta mostrando la fresca blancura de los dientes entre las
rosas encendidas de los labios, era de una incomparable belleza sensual
y fecunda. Muy saturada de literatura y de Academia Veneciana.
[imagen]
[imagen: _Sonata de Invierno_]
[imagen: _Memorias del Marqués de Bradomin_]

[imagen: C]uando me separé de María Antonieta aún no rayaba el
día, y los clarines ya tocaban diana. Sobre la ciudad nevada, el claro
de la luna caía sepulcral y doliente. Yo, sin saber dónde a tal hora
buscar alojamiento, vagué por las calles, y en aquel caminar sin rumbo
llegué a la plaza donde vivía Fray Ambrosio. Me detuve bajo el balcón de
madera para guarecerme de la llovizna, que comenzaba de nuevo, y a poco
observé que la puerta hallábase entornada. El viento la batía duro y
alocado. Tal era la inclemencia de la noche, que sin detenerme a
meditarlo, resolví entrar, y gané a tientas la escalera, mientras el
galgo preso en la cuadra se desataba en ladridos, haciendo sonar los
hierros de la cadena. Fray Ambrosio asomó en lo alto, alumbrándose con
un velón: Vestía el cuerpo flaco y largo con una sotana recortada, y
cubría la temblona cabeza con negro gorro puntiagudo, que daba a toda la
figura cierto aspecto de astrólogo grotesco. Entré con sombría
resolución, sin pronunciar palabra, y el fraile me siguió alzando la luz
para esclarecer el corredor: Allá dentro sentíanse apagados runrunes de
voces y dineros: Reunidos en la sala jugaban algunos hombres, con los
sombreros puestos y las capas terciadas, desprendiéndose de los
hombros: Por sus barbas rasuradas mostraban bien claramente pertenecer a
la clerecía: La baraja teníala un mozo aguileño y cetrino, que
cabalmente a tiempo de entrar yo, echaba sobre la mesa los naipes para
un albur:
--Hagan juego.
Una voz llena de fe religiosa, murmuró:
--¡Qué caballo más guapo!
Y otra voz secreteó como en el confesonario:
--¿Qué juego se da?
--Pues no lo ve... ¡Judías!... Van siete por el mismo camino.
El que tenía la baraja advirtió adusto.
--Hagan el favor de no cantar juego. Así no se puede seguir. ¡Todos se
echan como lobos sobre la carta cantada!
Un viejo con espejuelos y sin dientes, dijo lleno de evangélica paz:
--No te incomodes, Miquelcho, que cada cual lleva su juego: A Don
Nicolás le parece que son judías...
Don Nicolás afirmó:
--Siete van por el mismo camino.
El viejo de los espejuelos sonrió compadecido:
--Nueve si no lo toma a mal... Pero no son judías, sino bizcas y
contrabizcas, que es el juego.
Otras voces murmuraron como en una letanía:
--Tira, Miquelcho.
--No hagas caso.
--Lo que sea se verá.
--¿No echas gallo?
Miquelcho repuso desabrido:
--No.
Y comenzó a tirar. Todos guardaron silencio. Algunos ojos se volvían
desapacibles, fijándome una mirada rápida, y tornaban su atención a las
cartas. Fray Ambrosio llamó con un gesto al seminarista que estaba
peinando el naipe, y que lo soltó por acercarse. Habló el Fray:
--Señor Marqués, no me recuerde lo de esta noche... ¡No me lo recuerde
por María Santísima! Para decidirme había estado bebiendo toda la tarde.
Aún barboteó algunas palabras confusas, y asentando su mano sarmentosa
en el hombro del seminarista, que se nos había juntado y escuchaba, dijo
con un suspiro:
--Este tiene toda la culpa... Le llevo como segundo de la partida.
Miquelcho me clavó los ojos audaces, al mismo tiempo que enrojecía como
una doncella:
--El dinero hay que buscarlo donde lo hay: Fray Ambrosio me había dicho
cuánta era la generosidad de su amigo y protector...
El exclaustrado abrió la negra boca, con tosco y adulador encomio:
--¡Muy grande! En eso y en todo, es el primer caballero de España.
Algunos jugadores nos miraban curiosos. Miquelcho se apartó, recogió los
naipes y continuó peinándolos. Cuando terminaba, dijo al viejo de los
espejuelos:
--Corte, Don Quintiliano.
Y Don Quintiliano, al mismo tiempo que alzaba la baraja con mano
temblona, advertía risueño:
--Cuidado, que yo doy siempre vizcas.
Miquelcho echó un nuevo albur sobre la mesa, y se volvió hacia mí:
--No le digo que juegue porque es una miseria de dinero lo que se
tercia.
Y el viejo de los espejuelos, siempre evangélico, añadió:
--Todos somos unos pobres.
Y otro murmuró a modo de sentencia:
--Aquí sólo pueden ganarse ochavos, pero pueden en cambio perderse
millones.
Miquelcho, viéndome vacilar, se puso en pie brindándome con la baraja, y
todos los clérigos me hicieron sitio en torno de la mesa. Yo me volví
sonriendo al exclaustrado:
--Fray Ambrosio, me parece que aquí se quedan los dineros de la partida.
--¡No lo permita Dios! Ahora mismo se acaba el juego.
Y el fraile, de un soplo mató la luz. Por las ventanas se filtraba la
claridad del amanecer y un son de clarines alzábase dominando el hueco
trotar de los caballos sobre las losas de la plaza. Era una patrulla de
Lanzas de Borbón.
[imagen]
[imagen: _Memorias del Marqués de Bradomin_]

[imagen: D]on Carlos, a pesar del temporal de viento y de nieve,
resolvió salir a campaña. Me dijeron que desde tiempo atrás sólo se
esperaba para ello a que llegase la caballería de Borbón. ¡Trescientas
lanzas veteranas, que más tarde merecieron ser llamadas del Cid! El
Conde de Volfani, que había venido con aquella tropa, formaba entre los
ayudantes del Rey. Al vernos mostramos los dos mucho contento pues
éramos grandes amigos, como puede presumirse, y cabalgamos emparejadas
las monturas. Los clarines sonaban rompiendo marcha, el viento levantaba
las crines de los caballos, y la gente se agrupaba en las calles para
gritar entusiasmada:
--¡Viva Carlos VII!
En lo alto de las angostas ventanas guarecidas bajo los aleros
negruzcos, asomaba de largo en largo, alguna vieja: Sus manos secas
sostenían entornada la falleba al mismo tiempo que con voz casi
colérica, gritaba:
--¡Viva el Rey de los buenos cristianos!
Y la voz robusta del pueblo contestaba:
--¡Viva!
En la carretera hicimos alto un instante. El viento de los montes nos
azotó tempestuoso, helado, bravío, y nuestros ponchos volaron
flameantes, y las boinas, descubriendo las tostadas frentes, tendiéronse
hacia atrás con algo de furia trágica y hermosa. Algunos caballos
relincharon encabritados, y fué un movimiento unánime el de afirmarse en
las sillas. Después toda la columna se puso en marcha. La carretera se
desenvolvía entre lomas coronadas de ermitas. Como viento y lluvia
continuaron batiéndonos con grandes ráfagas, ordenóse el alto al cruzar
el poblado de Zabalcín. El Cuartel Real aposentóse en una gran casería
que se alzaba en la encrucijada de dos malos caminos, de ruedas uno y de
herradura el otro. Apenas descabalgamos nos reunimos en la cocina al
amor del fuego, y una mujeruca corrió por la casa para traer la silla de
respaldo donde se sentaba el abuelo y ofrecérsela al Señor Rey Don
Carlos. La lluvia no cesaba de batir los cristales con ruidoso azote, y
la conversación fué toda para lamentar lo borrascoso del tiempo, que nos
estorbaba castigar como quisiéramos a la facción alfonsina que ocupaba
el camino de Oteiza. Por fortuna cerca del anochecer comenzó a calmar el
temporal. Don Carlos me habló en secreto:
--¡Bradomín, qué haríamos para no aburrirnos!
Yo me permití responder:
--Señor, aquí todas las mujeres son viejas. ¿Queréis que recemos el
rosario?
El Rey me miró al fondo de los ojos con expresión de burla.
--Oye, dinos el soneto que has compuesto a mi primo Alfonso: Súbete a
esa silla.
Los cortesanos rieron: Yo quedé un momento mirándolos a todos, y luego
hablé, inclinándome ante el Rey:
--Señor, para juglar nací muy alto.
Don Carlos al pronto dudó: Luego, decidiéndose, vino a mí sonriente, y
me abrazó:
--Bradomín, no he querido ofenderte: Debes comprenderlo.
--Señor, lo comprendo, pero temí que otros no lo comprendiesen.
El Rey miró a su séquito, y murmuró con severa majestad:
--Tienes razón.
Hubo un largo silencio, sólo turbado por el rafagueo del viento y de las
llamas en el hueco de la chimenea. La cocina comenzaba a ser invadida
por las sombras, pero a través de los vidrios llorosos, se advertía que
en el campo aún era la tarde. Los dos caminos, el de herradura y el de
ruedas, se perdían entre peñascales adustos, y en aquella hora los dos
aparecían solitarios por igual. Don Carlos me llamó desde el hueco de la
ventana, con un gesto misterioso:
--Bradomín, tú y Volfani vendréis acompañándome. Vamos a Estella, pero
es preciso que nadie se entere.
Yo, reprimiendo una sonrisa, interrogué:
--Señor, ¿queréis que avise a Volfani?
--Volfani está avisado. Él ha sido quien preparó la fiesta.
Me incliné, murmurando un elogio de mi amigo:
--¡Señor, admiro cómo hacéis justicia a los grandes talentos del Conde!
El Rey guardó silencio, como si quisiese mostrar disgusto de mis
palabras: Luego abrió la vidriera, y dijo extendiendo la mano:
--No llueve.
En el cielo anubarrado comenzaba a esbozarse la luna. A poco llegó
Volfani:
--Señor, todo está dispuesto.
El Rey, murmuró brevemente:
--Esperemos a que cierre la noche.
En el fondo oscuro de la cocina resonaban dos voces: Don Antonio
Lizárraga y Don Antonio Dorregaray, discurrían sobre arte militar:
Recordaban las batallas ganadas, y forjaban esperanzas de nuevos
triunfos: Dorregaray hablando de los soldados se enternecía: Ponderaba
el valor sereno de los castellanos y el coraje de los catalanes, y la
acometida de los navarros. De pronto una voz autoritaria interrumpe:
--¡Esos, los mejores soldados del mundo!
Y al otro lado del fuego, se alza lentamente la encorvada figura del
viejo general Aguirre. El resplandor rojizo de las llamas temblaba en su
rostro arrugado, y los ojos brillaban con fuego juvenil bajo la fosca
nieve de las cejas. Con la voz temblona, emocionado como un niño,
continuó:
--¡Navarra es la verdadera España! Aquí la lealtad, la fe y el heroísmo
se mantienen como en aquellos tiempos en que fuimos tan grandes.
En su voz había lágrimas. Aquel viejo soldado era también un hombre de
otros tiempos. Yo confieso que admiro a esas almas ingenuas, que aún
esperan de las rancias y severas virtudes la ventura de los pueblos: Las
admiro y las compadezco, porque ciegas a toda luz no sabrán nunca que
los pueblos, como los mortales, sólo son felices cuando olvidan eso que
llaman conciencia histórica, por el instinto ciego del futuro que está
cimero del bien y del mal, triunfante de la muerte. Un día llegará, sin
embargo, donde surja en la conciencia de los vivos, la ardua sentencia
que condena a los no nacidos. ¡Qué pueblo de pecadores trascendentales
el que acierte a poner el gorro de cascabeles en la amarilla calavera
que llenaba de meditaciones sombrías el alma de los viejos ermitaños!
¡Qué pueblo de cínicos elegantes el que rompiendo la ley de todas las
cosas, la ley suprema que une a las hormigas con los astros, renuncie a
dar la vida, y en un alegre balneario se disponga a la muerte! ¿Acaso no
sería ese el más divertido fin del mundo, con la coronación de Safo y
Ganimedes?... Y a todo esto la noche había cerrado por completo, y el
claro de la luna iluminaba el alféizar. Por la ventana abierta entraba
un aire frío y húmedo que tan pronto abatía como alzaba flameantes las
llamas del hogar. Don Carlos nos indicó con un gesto que le siguiésemos:
Salimos, y caminamos a pie durante algún tiempo, hasta llegar al abrigo
de los peñascales donde un soldado nos esperaba con los caballos del
diestro. El Rey montó, arrancando al galope, y nosotros le imitamos. Al
pasar ante los guardias, una voz se alzaba en la noche:
--¿Quién vive?
Y el soldado respondía con un grito:
--¡Carlos VII!
--¿Qué gente?
--¡Borbón!
Y nos dejaban paso. Los peñascales que flanquean la carretera parecían
llenos de amenazas, y de los montes cercanos llegaba en el silencio de
la noche el rumor de las hinchadas torrenteras. En las puertas de la
ciudad hubimos de confiar los caballos al soldado, y recatándonos
caminamos a pie.
[imagen]
[imagen: _Sonata de Invierno_]
[imagen: _Memorias del Marqués de Bradomin_]

[imagen: N]os detuvimos ante un caserón con rejas: Era el caserón
de mi bella bailarina elevada a Duquesa de Uclés. Llamamos con recato, y
la puerta se abrió... El gran farol de hierro estaba encendido, y un
hombre marchó delante de nosotros franqueando otras puertas, que francas
se quedaban mucho después de pasar. Más de una vez aquel hombre me miró
curioso. Yo también le miraba queriendo reconocerle: Tenía una pierna
de palo, era alto, seco, avellanado, con ojos de cañí, y la calva y el
perfil de César. De pronto sentí esclarecerse mi memoria ante el solemne
ademán con que de tiempo en tiempo se acariciaba los tufos. El César de
la pata de palo era un famoso picador de toros, hombre de mucha majeza,
amigo de las juergas clásicas con cantadores y aristócratas: En otro
tiempo se murmuró que me había substituído en el corazón de la gentil
bailarina: Yo nunca quise averiguarlo porque siempre tuve como un deber
de andante caballería, respetar esos pequeños secretos de los corazones
femeninos. ¡Con profunda melancolía recordé aquel buen tiempo pasado!
Parecía despertarse al golpe seco de la pierna de palo, mientras
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