Sonata de otoño; Sonata de invierno: memorias del Marqués de Bradomín - 4

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princesas infantiles pintadas por el Tiziano en la vejez. La mayor se
llamaba María Fernanda, la pequeña María Isabel. Las dos hablaban a un
tiempo contando los lances del viaje, y su madre las oía sonriendo,
encantada y feliz, con los dedos pálidos, perdidos entre el oro de los
cabellos infantiles. Cuando yo entré sobresaltóse un poco, pero supo
dominarse. Las dos pequeñas me miraban poniéndose encendidas. Su madre
exclamó con la voz ligeramente trémula:
--¡Qué agradable visita! ¿Vienes de Lantañón? ¿Sin duda sabías la
llegada de mis hijas?...
--La supe en el Palacio. El honor de veros lo debo a Don Juan Manuel,
que rodó del caballo al bajar la cuesta de Brandeso.
Las dos niñas interrogaron a su madre:
--¿Es el tío de Lantañón?
--Sí, hijas mías.
Al mismo tiempo Concha dejaba preso en la trenza de su hija el peine de
marfil y sacaba de entre las hebras de oro una mano pálida, que me
alargó en silencio. Los ojos inocentes de las niñas no se apartaban de
nosotros. Su madre murmuró:
--¡Válgame Dios!... ¡Una caída a sus años!... ¿Y de dónde veníais?
--De Viana del Prior.
--¿Cómo no habéis encontrado en el camino a Isabel y a mis hijas?
--Hemos atajado por el monte.
Concha apartó sus ojos de los míos para no reirse, y continuó peinando
la destrenzada cabellera de su hija. ¡Aquella cabellera de matrona
veneciana, tendida sobre los hombros de una niña! Poco después entró
Isabel:
--¡Primacho, ya sabía que estabas aquí!
--¿Cómo lo sabías?
--Porque he visto al tío Don Juan Manuel. ¡Verdaderamente es milagroso
que no se haya matado!
Concha se incorporó apoyándose en sus hijas, que flaqueaban al
sostenerla y sonreían como en un juego.
--Vamos a verle, pequeñas. ¡Pobre señor!
Yo le dije:
--Déjalo para mañana, Concha.
Isabel se acercó y la hizo sentar:
--Lo mejor es que descanse. Acabamos de envolverle en paños de vinagre.
Entre Candelaria y Florisel le han acostado.
Nos sentamos todos. Concha mandó a la mayor de sus hijas que llamase a
Candelaria. La niña se levantó corriendo. Cuando llegaba a la puerta, su
madre le dijo:
--¿Pero adónde vas, María Fernanda?
--¿No me has dicho?...
--Sí, hija mía; pero basta que toques el "tan-tan" que está al lado del
tocador.
María Fernanda obedeció ligera y aturdida. Su madre la besó con ternura,
y luego, sonriendo besó a la pequeña, que la miraba con sus grandes ojos
de topacio. Entró Candelaria deshilando un lenzuelo blanco:
--¿Han llamado?
María Fernanda se adelantó:
--Yo llamé, Candela. Me mandó mamá.
Y la niña corrió al encuentro de la vieja criada, quitándole el lenzuelo
de las manos para continuar ella haciendo hilas. María Isabel, que
estaba sentada sobre la alfombra con la sien reclinada en las rodillas
de su madre, levantó mimosa la cabeza:
--Candela, dame a mí para que haga hilas.
--Otra llegó primero, paloma.
Y Candelaria, con su bondadosa sonrisa de sierva vieja y familiar, le
mostró las manos arrugadas y vacías. María Fernanda volvió a sentarse en
el canapé. Entonces mi prima Isabel, que tenía predilección por la
pequeña, le quitó aquel paño de lino que olía a campo y lo partió en
dos:
--Toma, querida mía.
Y después de un momento su hermana María Fernanda, colocando hilo a hilo
sobre el regazo, murmuró con la gravedad de una abuela:
--¡Vaya con la mimosa!
Candelaria, con las manos cruzadas sobre su delantal blanco y rizado,
esperaba órdenes en medio de la estancia. Concha le preguntó por Don
Juan Manuel:
--¿Le habéis dejado solo?
--Sí, señorita. Quedóse traspuesto.
--¿Dónde le habéis acostado?
--En la sala del jardín.
--También tenéis que disponer habitaciones para el Señor Marqués... No
es cosa de que le dejemos volver solo a Lantañón.
Y la pobre Concha me sonreía con aquella ideal sonrisa de enferma. La
frente arrugada de su antigua niñera tiñóse de rojo. La vieja miró a las
niñas con ternura y después murmuró con la rancia severidad de una dueña
escrupulosa y devota:
--Para el Señor Marqués ya están dispuestas las habitaciones del Obispo.
Se retiró en silencio. Las dos niñas se aplicaron a deshilar el
lenzuelo, lanzándose miradas furtivas, para ver cuál adelantaba más en
su tarea. Concha e Isabel secreteaban. Daba las diez un reloj, y sobre
los regazos infantiles, en el círculo luminoso de la lámpara, iban
formando lentamente las hilas, un cándido manojo.
[imagen]
[imagen: _Memorias del Marqués de Bradomin_]

[imagen: T]OMÉ ASIENTO cerca del fuego, y me distraje removiendo
los leños con aquellas tenazas tradicionales, de bronce antiguo y
prolija labor. Las dos niñas habíanse dormido: La mayor con la cabeza
apoyada en el hombro de su madre, la pequeña en brazos de mi prima
Isabel. Fuera se oía la lluvia azotando los cristales, y el viento que
pasaba en ráfagas sobre el jardín misterioso y oscuro. En el fondo de la
chimenea brillaban los rubíes de la brasa, y de tiempo en tiempo una
llama alegre y ligera pasaba corriendo sobre ellos.
Concha e Isabel, para no despertar a las niñas, continuaban hablando en
voz baja. Al verse después de tanto tiempo, las dos volvían los ojos al
pasado y recordaban cosas lejanas. Era un largo y susurrador comento
acerca de la olvidada y luenga parentela. Hablaban de las tías devotas,
viejas y achacosas, de las primas pálidas y sin novio, de aquella pobre
Condesa de Cela, enamorada locamente de un estudiante, de Amelia
Camarasa, que se moría tísica, del Marqués de Tor, que tenía reconocidos
veintisiete bastardos. Hablaban de nuestro noble y venerable tío, el
Obispo de Mondoñedo. ¡Aquel santo, lleno de caridad, que había recogido
en su palacio a la viuda de un general carlista, ayudante del Rey! Yo
apenas atendía a lo que Isabel y Concha susurraban. Ellas de tiempo en
tiempo me dirigían alguna pregunta, siempre con grandes intervalos.
--Tú quizá lo sepas. ¿Qué edad tiene el tío Obispo?
--Tendrá setenta años.
--¡Lo que te decía!
--¡Pues yo le hacía de más!
Y otra vez comenzaba el cálido y fácil murmullo de la conversación
femenina, hasta que tornaban a dirigirme otra pregunta:
--¿Tú recuerdas cuándo profesaron mis hermanas?
Concha e Isabel me tomaban por el cronicón de la familia. Así pasamos la
velada. Cerca de media noche, la conversación se fué amortiguando como
el fuego de la chimenea. En medio de un largo silencio, Concha se
incorporó suspirando con fatiga, y quiso despertar a María Fernanda, que
dormía sobre su hombro:
--¡Ay!... ¡Hija de mi alma, mira que no puedo contigo!...
María Fernanda abrió los ojos cargados con ese sueño cándido y adorable
de los niños. Su madre se inclinó para alcanzar el reloj que tenía en un
joyero, con las sortijas y el rosario:
--Las doce, y estas niñas todavía en pie. No te duermas, hija mía.
Y procuraba incorporar a María Fernanda, que ahora reclinaba la cabeza
en un brazo del canapé:
--En seguida os acuestan.
Y con la sonrisa desvaneciéndose en la rosa marchita de su boca, quedóse
contemplando a la más pequeña de sus hijas, que dormía en brazos de
Isabel, con el cabello suelto como un angelote sepultado en ondas de
oro:
--¡Pobrecilla, me da pena despertarla!
Y volviéndose a mí, añadió:
--¿Quieres llamar, Xavier?
Al mismo tiempo Isabel trató de levantarse con la niña:
--No puedo: Pesa demasiado.
Y sonrió dándose por vencida, con los ojos fijos en los míos. Yo me
acerqué, y cuidadosamente cogí en brazos a la pequeña sin despertarla:
La onda de oro desbordó sobre mi hombro. En aquel momento oímos en el
corredor los pasos lentos de Candelaria que venía en busca de las niñas
para acostarlas. Al verme con María Isabel en brazos, acercóse llena de
familiar respeto:
--Yo la tendré, Señor Marqués. No se moleste más.
Y sonreía, con esa sonrisa apacible y bondadosa que suele verse en la
boca desdentada de las abuelas. Silencioso por no despertar a la niña,
la detuve con un gesto. Levantóse mi prima Isabel y tomó de la mano a
María Fernanda, que lloraba porque su madre la acostase. Su madre le
decía besándola:
--¿Quieres que se ofenda Isabel?
Y Concha nos miraba vacilante, deseosa por complacer a su hija:
--¡Dime, quieres que se ofenda?...
La niña volvióse a Isabel, suplicantes los ojos todavía adormecidos:
--¿Tú te ofendes?
--¡Me ofendo tanto, que no dormiría aquí! La pequeña sintió una gran
curiosidad:
--¿Adónde irías a dormir?
--¿Adónde había de ir? ¡A casa del cura!
La niña comprendió que una dama de la casa de Bendaña sólo debía
hospedarse en el Palacio de Brandeso, y con los ojos muy tristes se
despidió de su madre. Concha quedó sola en el tocador. Cuando volvimos
de la alcoba donde dormían las niñas, la encontramos llorando. Isabel me
dijo en voz baja:
--¡Cada día está más loca por ti!
Concha sospechó que era otra cosa lo que me decía y a través de las
lágrimas nos miró con ojos de celosa. Isabel aparentó no advertirlo:
Sonriendo entró delante de mí y fué a sentarse en el canapé al lado de
Concha.
--¿Qué te pasa, primacha?
Concha, en vez de responder, se llevó el pañuelo a los ojos y después lo
desgarró con los dientes. Yo la miré con una sonrisa de sutil
inteligencia, y vi florecer las rosas en sus mejillas.
[imagen]
[imagen: _Memorias del Marqués de Bradomin_]

[imagen: A]L CERRAR la puerta del salón que me servía de alcoba,
distinguí en el fondo del corredor una sombra blanca que andaba
lentamente, apoyándose en el muro. Era Concha. Llegó sin ruido:
--¿Estás sólo, Xavier?
--Sólo con mis pensamientos, Concha.
--¡Qué mala compañía!
--¡Adivinaste!... Pensaba en ti.
Concha se detuvo en el umbral. Tenía los ojos asustados y sonreía
débilmente. Miró hacia el corredor oscuro y estremecióse toda pálida:
--¡He visto una araña negra! ¡Corría por el suelo! ¡Era enorme! No sé si
la traigo conmigo.
Y sacudió en el aire su luenga cola blanca. Después entramos, cerrando
la puerta sin ruido. Concha se detuvo en medio de la estancia,
mostrándome una carta que sacó del pecho:
--¡Es de tu madre!...
--¿Para ti o para mí?
--Para mí.
Me la dió, cubriéndose los ojos con una mano. Yo la veía morderse los
labios para no llorar. Al fin estalló en sollozos:
--¡Dios mío!... ¡Dios mío!
--¿Qué te dice?
Concha cruzó las manos sobre su frente casi oscurecida por un mechón de
cabellos negros, trágicos, adustos, extendidos como la humareda de una
antorcha en el viento:
--¡Lee! ¡Lee! ¡Lee!... ¡Que soy la peor de las mujeres!... ¡Que llevo
una vida de escándalo!... ¡Que estoy condenada!... ¡Que le robo su
hijo!...
Yo quemé la carta tranquilamente en las luces del candelabro. Concha
gimió:
--¡Hubiera querido que la leyeses!
--No, hija mía... ¡Tiene muy mala letra!
Viendo volar la carta en cenizas, la pobre Concha enjugó sus lágrimas:
--¡Que la tía Soledad me escriba así, cuando yo la quiero y la respeto
tanto!... ¡Que me odie, que me maldiga, cuando no tendría goce mayor
que cuidarla y servirla como si fuera su hija!... ¡Dios mío, qué
castigada me veo!... ¡Decirme que hago tu desgracia!...
Yo, sin haber leído la carta de mi madre, me la figuraba. Conocía el
estilo. Clamores desesperados y coléricos como maldiciones de una
sibila. Reminiscencias bíblicas. ¡Había recibido tantas cartas iguales!
La pobre señora era una santa. No está en los altares por haber nacido
mayorazga y querer perpetuar sus blasones tan esclarecidos como los de
Don Juan Manuel. De reclamar varonía las premáticas nobiliarias y las
fundaciones vinculares de su casa, hubiera entrado en un convento, y
hubiera sido santa a la española, abadesa y visionaria, guerrera y
fanática.
Hacía muchos años que mi madre--María Soledad Carlota Elena Agar y
Bendaña--llevaba vida retirada y devota en su Palacio de Bradomín. Era
una señora de cabellos grises, muy alta, muy caritativa, crédula y
despótica. Yo solía visitarla todos los otoños. Estaba muy achacosa,
pero a la vista de su primogénito, parecía revivir. Pasaba la vida en el
hueco de un gran balcón, hilando para sus criados, sentada en una silla
de terciopelo carmesí, guarnecida con clavos de plata. Por las tardes,
el sol que llegaba hasta el fondo de la estancia, marcaba áureos caminos
de luz, como la estela de las santas visiones que María Soledad había
tenido de niña. En el silencio oíase, día y noche, el rumor lejano del
río, cayendo en la represa de nuestros molinos. Mi madre pasaba horas y
horas hilando en su rueca de palo santo, olorosa y noble. Sobre sus
labios marchitos vagaba siempre el temblor de un rezo. Culpaba a Concha
de todos mis extravíos y la tenía en horror. Recordaba, como una afrenta
a sus canas, que nuestros amores habían comenzado en el Palacio de
Bradomín, un verano que Concha pasó allí, acompañándola. Mi madre era su
madrina, y en aquel tiempo la quería mucho. Después no volvió a verla.
Un día, estando yo de caza, Concha abandonó para siempre el Palacio.
Salió sola, con la cabeza cubierta y llorando, como los herejes que la
Inquisición expulsaba de las viejas ciudades españolas. Mi madre la
maldecía desde el fondo del corredor. A su lado estaba una criada pálida
y con los ojos bajos: Era la delatora de nuestros amores. ¡Tal vez la
misma boca habíale contado ahora que el Marqués de Bradomín estaba en el
Palacio de Brandeso!... Concha no cesaba de lamentarse:
--¡Bien castigada estoy!... ¡Bien castigada estoy!
Por sus mejillas resbalaban las lágrimas redondas, claras y serenas,
como cristales de una joya rota. Los suspiros entrecortaban su voz. Mis
labios bebieron aquellas lágrimas sobre los ojos, sobre las mejillas y
en los rincones de la boca. Concha apoyó la cabeza en mi hombro, helada
y suspirante:
--¡También te escribirá a ti! ¿Qué piensas hacer?
Yo murmuré a su oído:
--Lo que tú quieras.
Ella guardó silencio y quedó un instante con los ojos cerrados. Después,
abriéndolos cargados de amorosa y resignada tristeza, suspiró:
--Obedece a tu madre, si te escribe...
Y se levantó para salir. Yo la detuve.
--No dices lo que sientes, Concha.
--Sí lo digo... Ya ves cuánto ofendo todos los días a mi marido... Pues
te juro que en la hora de mi muerte, mejor quisiera tener el perdón de
tu madre que el suyo...
--Tendrás todos los perdones, Concha... Y la bendición papal.
--¡Ah, si Dios te oyese! ¡Pero Dios no puede oirnos a ninguno de
nosotros!
--Se lo diremos a Don Juan Manuel, que tiene más potente voz.
Concha estaba en la puerta y se recogía la cola de su ropón monacal.
Movió la cabeza con disgusto:
--¡Xavier! ¡Xavier!
Yo le dije acercándome:
--¿Te vas?
--Sí, mañana vendré.
--Mañana harás como hoy.
--No... Te prometo venir...
Llegó al fondo del corredor y me llamó en voz baja:
--Acompáñame... ¡Tengo mucho miedo a las arañas! No hables alto... Allí
duerme Isabel.
Y su mano, que en la sombra era una mano de fantasma, mostrábame una
puerta cerrada que se marcaba en la negrura del suelo por un débil
resplandor:
--Duerme con luz.
--Sí.
Yo entonces le dije, deteniéndome y reclinando su cabeza en mi hombro:
--¡Ves!... Isabel no puede dormir sola... ¡Imitémosla!
La cogí en brazos como si fuese una niña. Ella reía en silencio. La
llevé hasta la puerta de su alcoba, que estaba abierta sobre la
oscuridad, y la posé en el umbral.
[imagen]
[imagen: _Memorias del Marqués de Bradomin_]

[imagen: M]e Acosté rendido, y toda la mañana estuve oyendo entre
sueños las carreras, las risas y los gritos de las dos pequeñas, que
jugaban en la Terraza de los Miradores. Tres puertas del salón que me
servía de alcoba daban sobre ella. Dormí poco, y en aquel estado de vaga
y angustiosa conciencia, donde advertía cuándo se paraban las niñas ante
una de las puertas, y cuando gritaban en los miradores, el moscardón
verdoso de la pesadilla daba vueltas sin cesar, como el huso de las
brujas hilanderas. De pronto me pareció que las niñas se alejaban:
Pasaron corriendo ante las tres puertas: Una voz las llamaba desde el
jardín. La terraza quedó desierta. En medio del sopor que me impedía de
una manera dolorosa toda voluntad, yo columbraba que mi pensamiento iba
extraviándose por laberintos oscuros, y sentía el sordo avispero de que
nacen los malos ensueños, las ideas torturantes, caprichosas y deformes,
prendidas en un ritmo funambulesco. En medio del silencio resonó en la
terraza festivo ladrar de perros y música de cascabeles. Una voz grave y
eclesiástica, que parecía venir de más lejos, llamaba:
--¡Aquí, Carabel!... ¡Aquí, Capitán!...
Era el Abad de Brandeso, que había venido al Palacio después de misa,
para presentar sus respetos a mis nobles primas:
--¡Aquí, Carabel! ¡Aquí, Capitán!
Concha e Isabel despedían al tonsurado desde la terraza:
--¡Adios, Don Benicio!
Y el Abad contestaba bajando la escalinata:
--¡Adios, señoras! Retírense que corre fresco. ¡Aquí, Carabel! ¡Aquí,
Capitán!
Percibí distintamente la carrera retozona de los perros. Luego, en medio
de un gran silencio, se alzó la voz lánguida de Concha:
--¡Don Benicio, que mañana celebra usted misa en nuestra capilla! ¡No lo
eche usted en olvido!...
Y la voz grave y eclesiástica, respondía:
--¡No lo echo en olvido!... ¡No lo echo en olvido!...
Y como un canto gregoriano, se elevaba desde el fondo del jardín entre
el cascabeleo de los perros. Después las dos damas se despedían de
nuevo. Y la voz grave y eclesiástica repetía:
--¡Aquí, Carabel! ¡Aquí, Capitán!... Díganle al Señor Marqués de
Bradomín que hace días, cazando con el Sumiller, descubrimos un bando de
perdices. Díganle que a ver cuándo le caemos encima. Resérvenlo al
Sumiller, si viene por el Palacio. Me ha encargado el secreto...
Concha e Isabel pasaron ante las tres puertas. Sus voces eran un
murmullo fresco y suave. La terraza volvió a quedar en silencio, y en
aquel silencio me desperté completamente. No pude volver a conciliar el
sueño, e hice sonar la campanilla de plata, que en la penumbra de la
alcoba resplandecía con resplandor noble y eclesiástico, sobre una mesa
antigua, cubierta con un paño de velludo carmesí. Florisel acudió para
servirme, en tanto me vestía. Pasó tiempo, y de nuevo oí las voces de
las dos pequeñas que volvían del palomar con Candelaria. Traían una
pareja de pichones. Hablaban alborozadas, y la vieja criada les decía,
como si refiriese un cuento de hadas, que cortándoles las alas, podrían
dejarlos sueltos en el Palacio:
--¡Cuando la madrecita era como vosotras mucho la divertía este
divertimiento!
Florisel abrió las tres puertas que daban sobre la terraza, y me asomé
para llamar a las niñas, que corrieron a besarme cada una con su paloma
blanca. Al verlas recordé aquellos dones celestes concedidos a las
princesas infantiles que perfuman la leyenda dorada como lirios de azul
heráldico. Las niñas me dijeron:
--¿No sabes que el tío de Lantañón se fué al amanecer, en tu caballo?
--¿Quién os lo ha dicho?
--Hemos ido a verle, y hallamos todo abierto, puertas y ventanas, y la
cama deshecha. Candelaria dice que ella le vió salir, y Florisel
también.
Yo no pude menos de reirme:
--¿Y vuestra madre lo sabe?
--Sí.
--¿Y qué dice?
Las niñas se miraron vacilantes. Hubo entre ellas un cambio de sonrisas.
Después exclamaron a un tiempo:
--Mamá dice que está loco.
Candelaria las llamó, y se alejaron corriendo para cortar las alas a los
pichones y soltarlos en las estancias del Palacio. Aquel juego que amaba
tanto de niña, la pobre Concha.
[imagen]
[imagen: Sonata de Otoño]
[imagen: _Memorias del Marqués de Bradomin_\]

[imagen: E]n la Luminosa pereza de la tarde, con todos los
cristales del mirador dorados por el sol y las palomas volando sobre
nuestras cabezas, Isabel y las niñas hablaban de ir conmigo a Lantañón
para saber cómo había llegado el tío Don Juan Manuel. Isabel me
preguntó:
--¿Qué distancia hay, Xavier?
--No más de una legua.
--Entonces podemos ir a pie.
--¿Y no se cansarán las pequeñas?
--Son muy andarinas.
Y las niñas apresuradas, radiantes, exclamaron a un tiempo:
--¡No! ¡No!... El año pasado hemos subido al Pico Sagro sin cansarnos.
Isabel miró hacia el jardín:
--Creo que tendremos buena tarde...
--¡Quién sabe! Aquellas nubes traen agua.
--Pero esas se van por otro lado.
Isabel confiaba en la galantería de las nubes. Nosotros dos hablábamos
reunidos en el hueco de una ventana contemplando el cielo y el campo,
mientras las niñas palmoteaban dando gritos, para que asustadas volasen
las palomas. Al volverme vi a Concha: Estaba en la puerta, muy pálida,
con los labios trémulos. Me miró, y sus ojos me parecieron otros ojos:
Había en ellos afán, enojo y súplica. Llevándose las dos manos a la
frente murmuró:
--Florisel me dijo que estabais en el jardín.
--Hemos estado.
--¡Parece que os ocultáis de mí!
Isabel repuso sonriendo:
--Sí, para conspirar.
Cogió a las niñas de la mano, y salió llevándoselas consigo. Quedéme a
solas con la pobre Concha, que anduvo lánguidamente hasta sentarse en un
sillón. Después suspiró como otras veces, diciendo que se moría. Yo me
acerqué festivo, y ella se indignó:
--¡Ríete!... Haces bien, déjame sola, vete con Isabel...
Alcé una de sus manos y cerré los ojos, besándole los dedos reunidos en
un haz oloroso, rosado y pálido.
--¡Concha, no me hagas sufrir!
Ella agitó los párpados llenos de lágrimas, y murmuró en voz baja y
arrepentida:
--¿Por qué quieres dejarme sola?... Ya comprendo que tú no tienes la
culpa... ¡Es ella, que sigue loca y que te busca!...
Sequé sus lágrimas y le dije:
--No hay más locura que la tuya, mi pobre Concha... Pero como es tan
bella, no quisiera verla nunca curada...
--Yo no estoy loca.
--Sí que estás loca... Loca por mí.
Ella repitió con gentil enojo:
--¡No! ¡No! ¡No!...
--Sí.
--Vanidoso.
--¿Pues entonces, para qué quieres tenerme a tu lado?
Concha me echó los brazos al cuello y exclamó riendo, después de
besarme:
--¡La verdad es que si tanto te envaneces de mi cariño será porque vale
mucho!
--¡Muchísimo!
Concha pasó sus manos por mis cabellos, con una caricia lenta:
--Déjalas ir, Xavier... Ya ves que te prefiero a mis hijas...
Yo, como un niño abandonado y sumiso, apoyé la frente sobre su pecho y
entorné los párpados, respirando con anhelo delicioso y triste aquel
perfume de flor que se deshojaba:
--Haré cuanto tú quieras. ¿No lo sabes?
Concha murmuró, mirándome en los ojos y bajando la voz:
--¿Entonces no irás a Lantañón?
--No.
--¿Te contraría?
--No... Lo siento por las niñas, que estaban consentidas.
--Pueden ir ellas con Isabel... Las acompaña el mayordomo.
En aquel momento un aguacero repentino azotó los cristales y los
follajes del jardín. Las nubes oscurecieron el sol. Quedó la tarde en
esa luz otoñal y triste que parece llena de alma. María Fernanda entró
muy afligida:
--¿Has visto qué mala suerte tenemos, Xavier? ¡Ya está lloviendo!
Después entró María Isabel:
--¿Si escampa nos dejas ir, mamá?
Concha respondió:
--Escampando, sí.
Y las dos niñas fueron a enterrarse en el fondo de una ventana: Con la
cara pegada a los cristales miraban llover. Las nubes pesadas y
plomizas iban a congregarse sobre la Sierra de Céltigos, en un horizonte
de agua. Los pastores, dando voces a sus rebaños, bajaban presurosos por
los caminos, encapuchados en sus capas de juncos. El arco iris cubría el
jardín, y los cipreses oscuros y los mirtos verdes y húmedos parecían
temblar en un rayo de anaranjada luz. Candelaria con la falda recogida y
chocleando las madreñas, andaba encorvada bajo un gran paraguas azul
cogiendo rosas para el altar de la capilla.
[imagen]
[imagen: Sonata de Otoño]
[imagen: _Memorias del Marqués de Bradomin_]

[imagen: L]a capilla era húmeda, tenebrosa, resonante. Sobre el
retablo campeaba un escudo de diez y seis cuarteles, esmaltados de gules
y de azur, de sable y de sinople, de oro y de plata. Era el escudo
concedido por ejecutorias de los Reyes Católicos al Capitán Alonso
Bendaña, fundador del Mayorazgo de Brandeso: ¡Aquel Capitán que en los
Nobiliarios de Galicia tiene una leyenda bárbara! Cuentan que habiendo
hecho prisionero en una cacería a su enemigo el Abad de Mos, le vistió
con pieles de lobo y le soltó en el monte, donde el Abad murió atarazado
por los perros. Candelaria, la niñera de Concha, que como todos los
criados antiguos, sabía historias y genealogías de la casa de sus
señores, solía en otro tiempo referirnos la leyenda del Capitán Alonso
Bendaña, como la refieren los viejos Nobiliarios que ya nadie lee.
Además, Candelaria sabía que dos enanos negros se habían llevado al
infierno el cuerpo del Capitán. ¡Era tradicional que en el linaje de
Brandeso los hombres fuesen crueles y las mujeres piadosas!
Yo aún recuerdo aquel tiempo cuando había capellán en el Palacio y mi
tía Águeda, siguiendo añeja e hidalga costumbre, oía misa acompañada por
todas sus hijas, desde la tribuna señorial que estaba al lado del
Evangelio. En la tribuna tenían un escaño de velludo carmesí con alto
respaldar que coronaban dos escudos nobiliarios, pero solamente mi tía
Águeda, por su edad y por sus achaques, gozaba el privilegio de
sentarse. A la derecha del altar estaba enterrado el Capitán Alonso
Bendaña con otros caballeros de su linaje: El sepulcro tenía la estatua
orante de un guerrero. A la izquierda estaba enterrada Doña Beatriz de
Montenegro, con otras damas de distinto abolengo: el sepulcro tenía la
estatua orante de una religiosa en hábito blanco como las Comendadoras
de Santiago. La lámpara del presbiterio alumbraba día y noche ante el
retablo labrado como joyel de reyes: Los áureos racimos de la vid
evangélica parecían ofrecerse cargados de fruto. El santo tutelar era
aquel piadoso Rey Mago que ofreció mirra al Niño Dios: Su túnica de seda
bordada de oro brillaba con el resplandor devoto de un milagro oriental.
La luz de la lámpara, entre las cadenas de plata, tenía tímido aleteo de
pájaro prisionero, como si se afanase por volar hacia el Santo.
Concha quiso que fuesen sus manos las que dejasen aquella tarde a los
pies del Rey Mago los floreros cargados de rosas, como ofrenda de su
alma devota. Después, acompañada de las niñas, se arrodilló ante el
altar. Yo desde la tribuna solamente oía el murmullo de su voz, que
guiaba moribunda las ave-marías, pero cuando a las niñas les tocaba
responder, oía todas las palabras rituales de la oración. Concha se
levantó besando el rosario, cruzó el presbiterio santiguándose y llamó
a sus hijas para rezar ante el sepulcro del guerrero, donde también
estaba enterrado Don Miguel Bendaña. Aquel señor de Brandeso era el
abuelo de Concha. Hallábase moribundo cuando mi madre me llevó por
primera vez al Palacio. Don Miguel Bendaña había sido un caballero
déspota y hospitalario, fiel a la tradición hidalga y campesina de todo
su linaje. Enhiesto como un lanzón, pasó por el mundo sin sentarse en el
festín de los plebeyos. ¡Hermosa y noble locura! A los ochenta años,
cuando murió, aún tenía el alma soberbia, gallarda y bien templada, como
los gavilanes de una espada antigua. Estuvo cinco días agonizando, sin
querer confesarse. Mi madre aseguraba que no había visto nada semejante.
Aquel hidalgo era hereje. Una noche, poco después de su muerte, oí
contar en voz baja que Don Miguel Bendaña había matado a un criado
suyo. ¡Bien hacía Concha rezándole por el alma!
La tarde agonizaba y las oraciones resonaban en la silenciosa oscuridad
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