Sonata de otoño; Sonata de invierno: memorias del Marqués de Bradomín - 5

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de la capilla, hondas, tristes y augustas, como un eco de la Pasión. Yo
me adormecía en la tribuna. Las niñas fueron a sentarse en las gradas
del altar: Sus vestidos eran albos como el lino de los paños litúrgicos.
Yo sólo distinguí una sombra que rezaba bajo la lámpara del presbiterio:
Era Concha. Sostenía entre sus manos un libro abierto y leía con la
cabeza inclinada. De tarde en tarde el viento mecía la cortina de un
alto ventanal: Yo entonces veía en el cielo ya oscuro, la faz de la
luna, pálida y sobrenatural, como una diosa que tiene su altar en los
bosques y en los lagos...
Concha cerró el libro dando un suspiro, y de nuevo llamó a las niñas. Vi
pasar sus sombras blancas a través del presbiterio y columbré que se
arrodillaban a los lados de su madre. La luz de la lámpara temblaba con
un débil resplandor sobre las manos de Concha, que volvían a sostener
abierto el libro. En el silencio su voz leía piadosa y lenta. Las niñas
escuchaban, y adiviné sus cabelleras sueltas sobre la albura del ropaje.
Concha leía.
[imagen]
[imagen: _Sonata de Otoño_]
[imagen: _Memorias del Marqués de Bradomin_]

[imagen: E]ra media noche. Yo estaba escribiendo cuando Concha,
envuelta en su ropón monacal, y sin ruido, entró en el salón que me
servía de alcoba.
--¿A quién escribes?
--Al secretario de Doña Margarita.
--¿Y qué le dices?
--Le doy cuenta de la ofrenda que hice al Apóstol en nombre de la Reina.
Hubo un momento de silencio. Concha, que permanecía en pie, apoyadas
las manos en mis hombros, se inclinó, rozándome la frente con sus
cabellos:
--¿Escribes al secretario, o escribes a la Reina?
Me volví con fría lentitud:
--Escribo al secretario. ¿También tienes celos de la Señora?
Protestó vivamente:
--¡No! ¡No!
La senté en mis rodillas, y le dije, acariciándola:
--Doña Margarita no es como la otra...
--A la otra también la calumnian mucho. Mi madre, que fué dama de honor,
lo decía siempre.
Viéndome sonreir, la pobre Concha inclinó los ojos con adorable rubor:
--Los hombres creéis todo lo malo que se dice de las mujeres... ¡Además,
una reina tiene tantos enemigos!
Y como la sonrisa aún no había desaparecido de mis labios, exclamó
retorciéndome los negros mostachos con sus dedos pálidos:
--¡Boca perversa!
Se puso en pie con ánimo de irse. Yo la retuve por una mano:
--Quédate, Concha.
--¡Ya sabes que no puede ser, Xavier! Yo repetí.
--Quédate.
--¡No! ¡No!... Mañana quiero confesarme... ¡Temo tanto ofender a Dios!
Entonces, levantándome con helada y desdeñosa cortesía, le dije:
--¿De manera que ya tengo un rival?
Concha me miró con ojos suplicantes:
--¡No me hagas sufrir, Xavier!
--No te haré sufrir... Mañana mismo saldré del Palacio.
Ella exclamó llorosa y colérica:
--¡No saldrás!
Y casi se arrancó la túnica blanca y monacal con que solía visitarme en
tales horas. Quedó desnuda. Temblaba, y le tendí los brazos:
--¡Pobre amor mío!
A través de las lágrimas, me miró demudada y pálida:
--¡Qué cruel eres!... Ya no podré confesarme mañana.
La besé, y le dije por consolarla:
--Nos confesaremos los dos el día que yo me vaya.
Vi pasar una sonrisa por sus ojos:
--Si esperas conquistar tu libertad con esa promesa, no lo consigues.
--¿Por qué?
--Porque eres mi prisionero para toda la vida.
Y se reía, rodeándome el cuello con los brazos. El nudo de sus cabellos
se deshizo, y levantando entre las manos albas la onda negra, perfumada
y sombría, me azotó con ella. Suspiré parpadeando:
--¡Es el azote de Dios!
--¡Calla, hereje!
--¿Te acuerdas cómo en otro tiempo me quedaba exánime?
--Me acuerdo de todas tus locuras.
--¡Azótame, Concha! ¡Azótame como a un divino Nazareno!... ¡Azótame
hasta morir!...
--¡Calla!... ¡Calla!...
Y con los ojos extraviados y temblándole las manos, empezó a recogerse
la negra y olorosa trenza:
--Me das miedo cuando dices esas impiedades... Sí, miedo, porque no eres
tú quien habla: Es Satanás... Hasta tu voz parece otra... ¡Es
Satanás!...
Cerró los ojos estremecida y mis brazos la abrigaron amantes. Me pareció
que en sus labios vagaba un rezo y murmuré riéndome, al mismo tiempo que
sellaba en ellos con los míos:
--¡Amén!... ¡Amén!... ¡Amén!...
Quedamos en silencio. Después su boca gimió bajo mi boca.
--¡Yo muero!
Su cuerpo aprisionado en mis brazos tembló como sacudido por mortal
aleteo. Su cabeza lívida rodó sobre la almohada con desmayo. Sus
párpados se entreabrieron tardos, y bajo mis ojos vi aparecer sus ojos
angustiados y sin luz:
--¡Concha!... ¡Concha!...
Como si huyese el beso de mi boca, su boca pálida y fría se torció con
una mueca cruel:
--¡Concha!... ¡Concha!...
Me incorporé sobre la almohada, y helado y prudente solté sus manos aún
enlazadas en torno de mi cuello. Parecían de cera. Permanecí indeciso,
sin osar moverme:
--¡Concha!... ¡Concha!...
A lo lejos aullaban canes. Sin ruido me deslicé hasta el suelo. Cogí la
luz y contemplé aquel rostro ya deshecho y mi mano trémula tocó aquella
frente. El frío y el reposo de la muerte me aterraron. No, ya no podía
responderme. Pensé huir, y cauteloso abrí una ventana. Miré en la
oscuridad con el cabello erizado, mientras en el fondo de la alcoba
flameaban los cortinajes de mi lecho y oscilaba la llama de las bujías
en el candelabro de plata. Los perros seguían aullando muy distantes, y
el viento se quejaba en el laberinto como un alma en pena, y las nubes
pasaban sobre la luna, y las estrellas se encendían y se apagaban como
nuestras vidas.
[imagen]
[imagen: _Memorias del Marqués de Bradomín_]

[imagen: D]ejé abierta la ventana, y andando sin ruido, como si
temiese que mis pisadas despertasen pálidos espectros, me acerqué a la
puerta que momentos antes habían cerrado trémulas de pasión aquellas
manos ahora yertas. Receloso tendí la vista por el negro corredor y me
aventuré en las tinieblas. Todo parecía dormido en el Palacio. Anduve a
tientas palpando el muro con las manos. Era tan leve el rumor de mis
pisadas que casi no se oía, pero mi mente fingía medrosas resonancias.
Allá lejos, en el fondo de la antesala, temblaba con agonizante
resplandor la lámpara que día y noche alumbraba ante la imagen de Jesús
Nazareno, y la santa faz, desmelenada y lívida, me infundió miedo, más
miedo que la faz mortal de Concha. Llegué temblando hasta el umbral de
su alcoba y me detuve allí, mirando en el testero del corredor una raya
de luz, que marcaba sobre la negra oscuridad del suelo la puerta de la
alcoba donde dormía mi prima Isabel. Temí verla aparecer despavorida,
sobresaltada por el rumor de mis pasos, y temí que sus gritos pusiesen
en alarma todo el Palacio. Entonces resolví entrar adonde ella estaba y
contárselo todo. Llegué sin ruido, y desde el umbral, apagando la voz,
llamé:
--¡Isabel!... ¡Isabel!...
Me había detenido y esperé. Nada turbó el silencio. Di algunos pasos y
llamé nuevamente:
--¡Isabel!... ¡Isabel!...
Tampoco respondió. Mi voz desvanecíase por la vasta estancia como
amedrentada de sonar. Isabel dormía. Al escaso reflejo de la luz que
parpadeaba en un vaso de cristal, mis ojos distinguieron hacia el fondo
nebuloso de la estancia un lecho de madera. En medio del silencio,
levantábase y decrecía con ritmo acompasado y lento la respiración de mi
prima Isabel. Bajo la colcha de damasco, aparecía el cuerpo en una
indecisión suave, y su cabellera deshecha era sobre las almohadas
blancas un velo de sombra. Volví a llamar:
--¡Isabel!... ¡Isabel!...
Había llegado hasta su cabecera y mis manos se posaron al azar sobre los
hombros tibios y desnudos de mi prima. Sentí un estremecimiento. Con la
voz embargada grité:
--¡Isabel!... ¡Isabel!...
Isabel se incorporó con sobresalto:
--¡No grites, que puede oir Concha!...
Mis ojos se llenaron de lágrimas, y murmuré inclinándome:
--¡La pobre Concha ya no puede oirnos!
Un rizo de mi prima Isabel me rozaba los labios, suave y tentador. Creo
que lo besé. Yo soy un santo que ama siempre que está triste. La pobre
Concha me lo habrá perdonado allá en el Cielo. Ella, aquí en la tierra,
ya sabía mi flaqueza. Isabel murmuró sofocada:
--¡Si sospecho esto echo el cerrojo!
--¿Adónde?
--¡A la puerta, bandolero! ¡A la puerta!
No quise contrariar las sospechas de mi prima Isabel. ¡Hubiera sido tan
doloroso y tan poco galante desmentirla! Era Isabel muy piadosa, y el
saber que me había calumniado la hubiera hecho sufrir inmensamente.
¡Ay!... Todos los Santos Patriarcas, todos los Santos Padres, todos los
Santos Monjes pudieron triunfar del pecado más fácilmente que yo!
Aquellas hermosas mujeres que iban a tentarles no eran sus primas. ¡El
destino tiene burlas crueles! Cuando a mí me sonríe, lo hace siempre
como entonces, con la mueca macabra de esos enanos patizambos que a la
luz de la luna hacen cabriolas sobre las chimeneas de los viejos
castillos... Isabel murmuró, sofocada por los besos:
--¡Temo que se aparezca Concha!
Al nombre de la pobre muerta, un estremecimiento de espanto recorrió mi
cuerpo, pero Isabel debió pensar que era de amor. ¡Ella no supo jamás
por qué yo había ido allí!
[imagen]
[imagen: _Memorias del Marqués de Bradomin_]

[imagen: C]uando volví a ver con mis ojos mortales la faz amarilla
y desencajada de Concha, cuando volví a tocar con mis manos febriles sus
manos yertas, el terror que sentí fué tanto, que comencé a rezar, y de
nuevo me acudió la tentación de huir por aquella ventana abierta sobre
el jardín misterioso y oscuro. El aire silencioso de la noche hacía
flamear los cortinajes y estremecía mis cabellos. En el cielo lívido
empezaban a palidecer las estrellas, y en el candelabro de plata el
viento había ido apagando las luces, y quedaba una sola. Los viejos
cipreses que se erguían al pie de la ventana, inclinaban lentamente sus
cimas mustias, y la luna pasaba entre ellos fugitiva y blanca como alma
en pena. El canto lejano de un gallo se levantó en medio del silencio
anunciando el amanecer. Yo me estremecí, y miré con horror el cuerpo
inanimado de Concha tendido en mi lecho. Después, súbitamente recobrado,
encendí todas las luces del candelabro y le coloqué en la puerta para
que me alumbrase el corredor. Volví, y mis brazos estrecharon con pavura
el pálido fantasma que había dormido en ellos tantas veces. Salí con
aquella fúnebre carga. En la puerta, una mano, que colgaba inerte, se
abrasó en las luces, y derribó el candelabro. Caídas en el suelo las
bujías siguieron alumbrando con llama agonizante y triste. Un instante
permanecí inmóvil, con el oído atento. Sólo se oía el ulular del agua en
la fuente del laberinto. Seguí adelante. Allá, en el fondo de la
antesala, brillaba la lámpara del Nazareno, y tuve miedo de cruzar ante
la imagen desmelenada y lívida. ¡Tuve miedo de aquella mirada muerta!
Volví atrás.
Para llegar hasta la alcoba de Concha era forzoso dar vuelta a todo el
Palacio si no quería pasar por la antesala. No vacilé. Uno tras otro
recorrí grandes salones y corredores tenebrosos. A veces, el claro de la
luna llegaba hasta el fondo desierto de las estancias. Yo iba pasando
como una sombra ante aquella larga sucesión de ventanas que solamente
tenían cerradas las carcomidas vidrieras, las vidrieras negruzcas, con
emplomados vidrios, llorosos y tristes. Al cruzar por delante de los
espejos cerraba los ojos para no verme. Un sudor frío empañaba mi
frente. A veces, la oscuridad de los salones era tan densa que me
extraviaba en ellos y tenía que caminar a la ventura, angustiado, yerto,
sosteniendo el cuerpo de Concha en un solo brazo y con el otro extendido
para no tropezar. En una puerta, su trágica y ondulante cabellera quedó
enredada. Palpé en la oscuridad para desprenderla. No pude. Enredábase
más a cada instante. Mi mano asustada y torpe temblaba sobre ella, y la
puerta se abría y se cerraba, rechinando largamente. Con espanto vi que
rayaba el día. Me acometió un vértigo y tiré... El cuerpo de Concha
parecía querer escaparse de mis brazos. Le oprimí con desesperada
angustia. Bajo aquella frente atirantada y sombría comenzaron a
entreabrirse los párpados de cera. Yo cerré los ojos, y con el cuerpo de
Concha aferrado en los brazos huí. Tuve que tirar brutalmente hasta que
se rompieron los queridos y olorosos cabellos...
Llegué hasta su alcoba que estaba abierta. Allí la oscuridad era
misteriosa, perfumada y tibia, como si guardase el secreto galante de
nuestras citas. ¡Qué trágico secreto debía guardar entonces! Cauteloso y
prudente dejé el cuerpo de Concha tendido en su lecho y me alejé sin
ruido. En la puerta quedé irresoluto y suspirante. Dudaba si volver
atrás para poner en aquellos labios helados el beso postrero: Resistí la
tentación.
Fué como el escrúpulo de un místico. Temí que hubiese algo de sacrílego
en aquella melancolía que entonces me embargaba. La tibia fragancia de
su alcoba encendía en mí, como una tortura, la voluptuosa memoria de los
sentidos. Ansié gustar las dulzuras de un ensueño casto y no pude.
También a los místicos las cosas más santas les sugestionaban, a veces,
los más extraños diabolismos. Todavía hoy el recuerdo de la muerta es
para mí de una tristeza depravada y sutil: Me araña el corazón como un
gato tísico de ojos lucientes. El corazón sangra y se retuerce, y dentro
de mí ríe el Diablo que sabe convertir todos los dolores en placer. Mis
recuerdos, glorias del alma perdidas, son como una música lívida y
ardiente, triste y cruel, a cuyo extraño son danza el fantasma lloroso
de mis amores. ¡Pobre y blanco fantasma, los gusanos le han comido los
ojos, y las lágrimas ruedan de las cuencas! Danza en medio del corro
juvenil de los recuerdos, no posa en el suelo, flota en una onda de
perfume. ¡Aquella esencia que Concha vertía en sus cabellos y que la
sobrevive! ¡Pobre Concha! No podía dejar de su paso por el mundo más que
una estela de aromas. ¿Pero acaso la más blanca y casta de las amantes
ha sido nunca otra cosa que un pomo de divino esmalte, lleno de
afroditas y nupciales esencias?
[imagen]
[imagen: _Sonata de Otoño_]
[imagen: _Memorias del Marqués de Bradomin_]

[imagen: M]aria Isabel y María Fernanda anunciáronse primero
llamando en la puerta con sus manos infantiles. Después alzaron sus
voces frescas y cristalinas, que tenían el encanto de las fontanas
cuando hablan con las yerbas y con los pájaros:
--¿Podemos pasar, Xavier?
--Adelante, hijas mías.
Era ya muy entrada la mañana, y llegaban en nombre de Isabel a
preguntarme cómo había pasado la noche. ¡Gentil pregunta, que levantó en
mi alma un remordimiento! Las niñas me rodearon en el hueco del balcón
que daba sobre el jardín. Las ramas verdes y foscas de un abeto rozaban
los cristales llorosos y tristes. Bajo el viento de la sierra, el abeto
sentía estremecimientos de frío, y sus ramas verdes rozaban los
cristales como un llamamiento del jardín viejo y umbrío que suspiraba
por los juegos de las niñas. Casi al ras de la tierra, en el fondo del
laberinto, revoloteaba un bando de palomas, y del cielo azul y frío
descendía avizorado un milano de luengas alas negras:
--¡Mátalo, Xavier!... ¡Mátalo!...
Fuí por la escopeta, que dormía cubierta de polvo en un ángulo de la
estancia, y volví al balcón. Las niñas palmotearon:
--¡Mátalo! ¡Mátalo!
En aquel momento el milano caía sobre el bando de palomas que volaba
azorado. Echéme la escopeta a la cara, y cuando se abrió un claro, tiré.
Algunos perros ladraron en los agros cercanos. Las palomas
arremolináronse entre el humo de la pólvora. El milano caía volinando, y
las niñas bajaron presurosas y le trajeron cogido por las alas. Entre el
plumaje del pecho brotaba viva la sangre... Con el milano en triunfo se
alejaron. Yo las llamé sintiendo nacer una nueva angustia:
--¿Adónde vais?
Ellas desde la puerta se volvieron sonrientes y felices:
--¡Verás qué susto le damos a mamá cuando se despierte!...
--¡No! ¡No!
--¡Un susto de risa!
No osé detenerlas, y quedé solo con el alma cubierta de tristeza. ¡Qué
amarga espera! ¡Y qué mortal instante aquel de la mañana alegre, vestida
de luz, cuando en el fondo del Palacio se levantaron gemidos inocentes,
ayes desgarrados y lloros violentos!... Yo sentía una angustia
desesperada y sorda enfrente de aquel mudo y frío fantasma de la muerte
que segaba los sueños en los jardines de mi alma. ¡Los hermosos sueños
que encanta el amor! Yo sentía una extraña tristeza como si el
crepúsculo cayese sobre mi vida y mi vida, semejante a un triste día de
Invierno, se acabase para volver a empezar con un amanecer sin sol. ¡La
pobre Concha había muerto! ¡Había muerto aquella flor de ensueño a
quien todas mis palabras le parecían bellas! ¡Aquella flor de ensueño a
quien todos mis gestos le parecían soberanos!... ¿Volvería a encontrar
otra pálida princesa, de tristes ojos encantados, que me admirase
siempre magnífico? Ante esta duda lloré. Lloré como un Dios antiguo al
extinguirse su culto.
[imagen]
[imagen: _Sonata de Otoño_]
ACABÓSE DE IMPRIMIR ESTE LIBRO
EN LA IMPRENTA CERVANTINA
DE MADRID A XI DÍAS
DEL MES DE ENERO
DE MCMXXIV
AÑOS
[imagen]
RENACIMIENTO.--MADRID


[imagen: OPERA OMNIA
SONATA DE INVIERNO MEMORIAS DEL MARQVES DE BRADOMIN]
[imagen: SONATA DE INVIERNO MEMORIAS DEL MARQVES DE BRADOMIN LAS
PVBLICA DON RAMON DEL VALLE-INCLAN
OPERA OMNIA
VOL VIII]
[imagen: MI SANGRE SE DERRAMÓ POR LA CAZA QUE CAZÓ]
[imagen: MEMORIAS DEL MARQUES DE BRANDOMIN]
[imagen: _Memorias del Marqués de Bradomin_]

[imagen: C]omo soy muy viejo, he visto morir a todas las mujeres
por quienes en otro tiempo suspiré de amor: De una cerré los ojos, de
otra tuve una triste carta de despedida, y las demás murieron siendo
abuelas, cuando ya me tenían en olvido. Hoy, después de haber despertado
amores muy grandes, vivo en la más triste y más adusta soledad del alma,
y mis ojos se llenan de lágrimas cuando peino la nieve de mis cabellos.
¡Ay, suspiro recordando que otras veces los halagaron manos
principescas! Fué mi paso por la vida como potente florecimiento de
todas las pasiones: Uno a uno, mis días se caldeaban en la gran hoguera
del amor: Las almas más blancas me dieron entonces su ternura y lloraron
mis crueldades y mis desvíos, mientras los dedos pálidos y ardientes
deshojaban las margaritas que guardan el secreto de los corazones. Por
guardar eternamente un secreto, que yo temblaba de adivinar, buscó la
muerte aquella niña a quien lloraré todos los días de mi vejez. ¡Ya
habían blanqueado mis cabellos cuando inspiré amor tan funesto!
Yo acababa de llegar a Estella, donde el Rey tenía su Corte. Hallábame
cansado de mi larga peregrinación por el mundo. Comenzaba a sentir algo
hasta entonces desconocido en mi vida alegre y aventurera, una vida
llena de riesgos y de azares, como la de aquellos segundones hidalgos
que se enganchaban en los tercios de Italia por buscar lances de amor,
de espada y de fortuna. Yo sentía un acabamiento de todas las ilusiones,
un profundo desengaño de todas las cosas. Era el primer frío de la
vejez, más triste que el de la muerte. ¡Llegaba cuando aún sostenía
sobre mis hombros la capa de Almaviva, y llevaba en la cabeza el yelmo
de Mambrino! Había sonado para mí la hora en que se apagan los ardores
de la sangre, y en que las pasiones del amor, del orgullo y de la
cólera, las pasiones nobles y sagradas que animaron a los dioses
antiguos, se hacen esclavas de la razón. Yo estaba en ese declinar de la
vida, edad propicia para todas las ambiciones y más fuerte que la
juventud misma, cuando se ha renunciado al amor de las mujeres. ¡Ay, por
qué no supe hacerlo!
[imagen]
[imagen: _Memorias del Marqués de Bradomin_]

[imagen: L]legué a la Corte de Estella, huyendo y disfrazado con
los hábitos ahorcados en la cocina de una granja por un monje
contemplativo, para echarse al campo por Don Carlos VII. Las campanas de
San Juan tocaban anunciando la misa del Rey, y quise oirla todavía con
el polvo del camino, en acción de gracias por haber salvado la vida.
Entré en la iglesia cuando ya el sacerdote estaba en el altar. La luz
vacilante de una lámpara caía sobre las gradas del presbiterio donde se
agrupaba el cortejo. Entre aquellos bultos oscuros, sin contorno ni faz,
mis ojos sólo pudieron distinguir la figura prócer del Señor, que se
destacaba en medio de su séquito, admirable de gallardía y de nobleza,
como un rey de los antiguos tiempos. La arrogancia y brío de su persona,
parecían reclamar una rica armadura cincelada por milanés orfebre, y un
palafrén guerrero paramentado de malla. Su vivo y aguileño mirar hubiera
fulgurado magnífico bajo la visera del casco adornado por crestada
corona y largos lambrequines. Don Carlos de Borbón y de Este es el único
príncipe soberano que podría arrastrar dignamente el manto de armiño,
empuñar el cetro de oro y ceñir la corona recamada de pedrería, con que
se representa a los reyes en los viejos códices.
Terminada la misa, un fraile subió al púlpito, y predicó la guerra santa
en su lengua vascongada, ante los tercios vizcaínos que acabados de
llegar, daban por primera vez escolta al Rey. Yo sentíame conmovido:
Aquellas palabras ásperas, firmes, llenas de aristas como las armas de
la edad de piedra, me causaban impresión indefinible: Tenían una
sonoridad antigua: Eran primitivas y augustas, como los surcos del arado
en la tierra cuando cae en ellos la simiente del trigo y del maíz. Sin
comprenderlas, yo las sentía leales, veraces, adustas, severas. Don
Carlos las escuchaba en pie, rodeado de su séquito, vuelto el rostro
hacia el fraile predicador. Doña Margarita y sus damas permanecían
arrodilladas. Entonces pude reconocer algunos rostros. Recuerdo que
aquella mañana formaban el cortejo real los Príncipes de Caserta, El
Mariscal Valdespina, la Condesa María Antonieta Volfani, dama de Doña
Margarita, el Marqués de Lantana, título de Nápoles, el barón de
Valatié, legitimista francés, el Brigadier Adelantado, y mi tío Don Juan
Manuel Montenegro.
Yo, temeroso de ser reconocido, permanecí arrodillado a la sombra de un
pilar, hasta que terminada la plática del fraile, los Reyes salieron de
la iglesia. Al lado de Doña Margarita caminaba una dama de aventajado
talle, cubierta con negro velo que casi le arrastraba: Pasó cercana, y
sin poder verla adiviné la mirada de sus ojos que me reconocían bajo mi
disfraz de cartujo. Un momento quise darme cuenta de quién era aquella
dama, pero el recuerdo huyó antes de precisarse: Como una ráfaga vino y
se fué, semejante a esas luces que de noche se encienden y se apagan a
lo largo de los caminos. Cuando la iglesia quedó desierta me dirigí a la
sacristía. Dos clérigos viejos conversaban en un rincón, bajo tenue rayo
de sol, y un sacristán, todavía más viejo, soplaba la brasa del
incensario enfrente de una ventana alta y enrejada. Me detuve en la
puerta. Los clérigos no hicieron atención, pero el sacristán, clavándome
los ojos encendidos por el humo, me interrogó adusto:
--¿Viene a decir misa el reverendo?
--Vengo tan sólo en busca de mi amigo Fray Ambrosio Alarcón.
--Fray Ambrosio aún tardará.
Uno de los clérigos intervino:
--Si tiene prisa por verle, con seguridad le halla paseando al abrigo de
la iglesia.
En aquel momento llamaron a la puerta, y el sacristán acudió a descorrer
el cerrojo. El otro clérigo, que hasta entonces había guardado silencio,
murmuró:
--Paréceme que le tenemos ahí.
Abrió el sacristán y destacóse en el hueco la figura de aquel famoso
fraile, que toda su vida aplicó la misa por el alma de Zumalacárregui.
Era un gigante de huesos y de pergamino, encorvado, con los ojos hondos
y la cabeza siempre temblona, por efecto de un tajo que había recibido
en el cuello siendo soldado en la primera guerra. El sacristán,
deteniéndole en la puerta, le advirtió en voz baja:
--Ahí le busca un reverendo. Debe venir de Roma.
Yo esperé. Fray Ambrosio me miró de alto a bajo sin reconocerme, pero
ello no estorbó que amistoso y franco me pusiese una mano sobre el
hombro:
--¿Es a fray Ambrosio Alarcón a quien desea hablar? ¿No viene
equivocado?
Yo, por toda respuesta, dejé caer la capucha. El viejo guerrillero me
miró con risueña sorpresa. Después, volviéndose a los clérigos, exclamó:
--¡Este reverendo se llama en el mundo el Marqués de Bradomín!
El sacristán dejó de soplar la brasa del incensario, y los dos clérigos
sentados bajo el rayo de sol, delante del brasero, se pusieron en pie
sonriendo beatíficamente. Yo tuve un momento de vanidad ante aquella
acogida que mostraba cuánta era mi nombradía en la Corte de Estella. Me
miraban con amor, y también con una sombra de paterno enojo. Eran todos
gentes de cogulla, y acaso recordaban algunas de mis aventuras mundanas.
[imagen]
[imagen: _Memorias del Marqués de Bradomin_]

[imagen: T]odos me rodearon. Fué preciso contar la historia de mi
hábito monacal, y cómo había pasado la frontera. Fray Ambrosio reía
jovial, mientras los clérigos me miraban por cima de los espejuelos, con
un gesto indeciso en la boca desdentada. Tras ellos, bajo el rayo de sol
que descendía por la angosta ventana, el sacristán escuchaba inmóvil, y
cuando el exclaustrado interrumpía, reconveníale adusto:
--¡Déjele que cuente, hombre de Dios!
Pero Fray Ambrosio no quería dar por bueno que yo saliese de un
monasterio adonde me hubiesen llevado los desengaños del mundo y el
arrepentimiento de mis muchas culpas. Más de una vez, mientras yo
hablaba, volviérase a los clérigos murmurando:
--No le crean: Es una donosa invención de nuestro ilustre Marqués.
Tuve que afirmarlo solemnemente para que no continuase mostrando sus
dudas. Desde aquel punto aparentó un profundo convencimiento,
santiguándose en muestra de asombro:
--¡Bien dicen que vivir para ver! Sin tenerle por impío, jamás hubiera
supuesto ese ánimo religioso en el Señor Marqués de Bradomín.
Yo murmuré gravemente:
--El arrepentimiento, no llega con anuncio de clarines como la
caballería.
En aquel momento oíase el toque de botasillas, y todos rieron. Después
uno de los clérigos me preguntó con amable tontería:
--¿Supongo que el arrepentimiento tampoco habrá llegado cauteloso como
la serpiente?
Yo suspiré melancólico:
--Llegó mirándome al espejo, y viendo mis cabellos blancos.
Los dos clérigos cambiaron una sonrisa tan discreta, que desde luego los
tuve por jesuítas. Yo crucé las manos sobre el escapulario de mi hábito,
en actitud penitente, y volví a suspirar:
--¡Hoy la fatalidad de mi destino me arroja de nuevo en el mar del
mundo! He conseguido dominar todas las pasiones menos el orgullo. Debajo
del sayal me acordaba de mi marquesado.
Fray Ambrosio alzó los brazos y la voz, su grave voz que parecía
templada para las clásicas conventuales burlas:
--El César Carlos V, también se acordaba de su Imperio en el monasterio
de Yuste.
Los clérigos sonreían apenas, con aquella sonrisa de catequizadores, y
el sacristán, sentado bajo el rayo de sol que descendía por la angosta
ventana, rezongaba:
--¡No, no le dejará que cuente!
Fray Ambrosio, luego de haber hablado, rióse abundantemente, y aún
quedaba en la bóveda de la sacristía la oscura e informe resonancia de
aquella risa jocunda, cuando entró un seminarista pálido, que tenía la
boca encendida como una doncella, en contraste con su lívido perfil de
aguilucho, donde la nariz corva y la pupila redonda, velada por el
párpado, llegaban a tener una expresión cruel. Fray Ambrosio le recibió
inclinando el aventajado talle, con extremos de burla, y su cabeza
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