Sonata de otoño; Sonata de invierno: memorias del Marqués de Bradomín - 1

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RENACIMIENTO.--MADRID

[imagen: OPERA OMNIA
SONATA DE OTOÑO MEMORIAS DEL MARQVES DE BRADOMIN
VOL VII]

[imagen: SONATA DE OTOÑO MEMORIAS DEL MARQVES DE BRADOMIN LAS
PVBLICA DON RAMON DEL VALLE-INCLAN
OPERA OMNIA
VOL VII]
[imagen]
[imagen: MEMORIAS DEL MARQVÉS DE BRADOMÍN]
[imagen: _Memorias del Marqués de Bradomin_]

[imagen: M]i Amor Adorado, estoy muriéndome y sólo deseo verte!"
¡Ay! Aquella carta de la pobre Concha se me extravió hace mucho tiempo.
Era llena de afán y de tristeza, perfumada de violetas y de un antiguo
amor. Sin concluir de leerla, la besé. Hacía cerca de dos años que no me
escribía, y ahora me llamaba a su lado con súplicas dolorosas y
ardientes. Los tres pliegos blasonados traían la huella de sus
lágrimas, y la conservaron largo tiempo. La pobre Concha se moría
retirada en el viejo Palacio de Brandeso, y me llamaba suspirando.
Aquellas manos pálidas, olorosas, ideales, las manos que yo había amado
tanto, volvían a escribirme como otras veces. Sentí que los ojos se me
llenaban de lágrimas. Yo siempre había esperado en la resurrección de
nuestros amores. Era una esperanza indecisa y nostálgica que llenaba mi
vida con un aroma de fe: Era la quimera del porvenir, la dulce quimera
dormida en el fondo de los lagos azules, donde se reflejan las estrellas
del destino. ¡Triste destino el de los dos! El viejo rosal de nuestros
amores volvía a florecer para deshojarse piadoso sobre una sepultura.
¡La pobre Concha se moría!
Yo recibí su carta en Viana del Prior, donde cazaba todos los otoños.
El Palacio de Brandeso está a pocas leguas de jornada. Antes de ponerme
en camino, quise oir a María Isabel y a María Fernanda, las hermanas de
Concha, y fuí a verlas. Las dos son monjas en las Comendadoras. Salieron
al locutorio, y a través de las rejas me alargaron sus manos nobles y
abaciales, de esposas vírgenes. Las dos me dijeron, suspirando, que la
pobre Concha se moría, y las dos como en otro tiempo, me tutearon.
¡Habíamos jugado tantas veces en las grandes salas del viejo Palacio
señorial!
Salí del locutorio con el alma llena de tristeza. Tocaba el esquilón de
las monjas: Penetré en la iglesia, y a la sombra de un pilar me
arrodillé. La iglesia aún estaba oscura y desierta. Se oían las pisadas
de dos señoras enlutadas y austeras que visitaban los altares: Parecían
dos hermanas llorando la misma pena e implorando una misma gracia. De
tiempo en tiempo se decían alguna palabra en voz queda, y volvían a
enmudecer suspirando. Así recorrieron los siete altares, la una al lado
de la otra, rígidas y desconsoladas. La luz incierta y moribunda de
alguna lámpara, tan pronto arrojaba sobre las dos señoras un lívido
reflejo, como las envolvía en sombra. Yo las oía rezar medrosamente. En
las manos pálidas de la que guiaba, distinguía el rosario: Era de coral,
y la cruz y las medallas de oro. Recordé que Concha rezaba con un
rosario igual y que tenía escrúpulos de permitirme jugar con él. Era muy
piadosa la pobre Concha, y sufría porque nuestros amores se le figuraban
un pecado mortal. ¡Cuántas noches al entrar en su tocador, donde me
daba cita, la hallé de rodillas! Sin hablar, levantaba los ojos hacia mí
indicándome silencio. Yo me sentaba en un sillón y la veía rezar: Las
cuentas del rosario pasaban con lentitud devota entre sus dedos pálidos.
Algunas veces sin esperar a que concluyese, me acercaba y la sorprendía.
Ella tornábase más blanca y se tapaba los ojos con las manos. ¡Yo amaba
locamente aquella boca dolorosa, aquellos labios trémulos y contraídos,
helados como los de una muerta! Concha desasíase nerviosamente, se
levantaba y ponía el rosario en un joyero. Después, sus brazos rodeaban
mi cuello, su cabeza desmayaba en mi hombro, y lloraba, lloraba de amor,
y de miedo a las penas eternas.
[imagen]
Cuando volví a mi casa había cerrado la noche: Pasé la velada solo y
triste, sentado en un sillón cerca del fuego. Estaba adormecido y
llamaron a la puerta con grandes aldabadas, que en el silencio de las
altas horas parecieron sepulcrales y medrosas. Me incorporé
sobresaltado, y abrí la ventana.
Era el mayordomo que había traído la carta de Concha, y que venía a
buscarme para ponernos en camino.
[imagen]
[imagen: _Memorias del Marqués de Bradomin_]

[imagen: E]l mayordomo era un viejo aldeano que llevaba capa de
juncos con capucha, y madreñas. Manteníase ante la puerta, jinete en una
mula y con otra del diestro. Le interrogué en medio de la noche:
--¿Ocurre algo, Brión?
--Que empieza a rayar el día, Señor Marqués.
Bajé presuroso, sin cerrar la ventana que una ráfaga batió. Nos pusimos
en camino con toda premura. Cuando llamó el mayordomo aun brillaban
algunas estrellas en el cielo. Cuando partimos oí cantar los gallos de
la aldea. De todas suertes no llegaríamos hasta cerca del anochecer. Hay
nueve leguas de jornada y malos caminos de herradura, trasponiendo
monte. Adelantó su mula para enseñarme el camino, y al trote cruzamos la
Quintana de San Clodio, acosados por el ladrido de los perros que
vigilaban en las eras atados bajo los hórreos. Cuando salimos al campo
empezaba la claridad del alba. Vi en lontananza unas lomas yermas y
tristes, veladas por la niebla. Traspuestas aquellas, vi otras, y
después otras. El sudario ceniciento de la llovizna las envolvía: No
acababan nunca. Todo el camino era así. A lo lejos, por La Puente del
Prior, desfilaba una recua madrugadora, y el arriero, sentado a
mujeriegas en el rocín que iba postrero, cantaba a usanza de Castilla.
El sol empezaba a dorar las cumbres de los montes: Rebaños de ovejas
blancas y negras subían por la falda, y sobre verde fondo de pradera,
allá en el dominio de un Pazo, larga bandada de palomas volaba sobre la
torre señorial. Acosados por la lluvia, hicimos alto en los viejos
molinos de Gundar, y, como si aquello fuese nuestro feudo, llamamos
autoritarios a la puerta. Salieron dos perros flacos, que ahuyentó el
mayordomo, y después una mujer hilando. El viejo aldeano saludó
cristianamente:
--¡Ave María Purísima!
La mujer contestó:
--¡Sin pecado concebida!
Era una pobre alma llena de caridad. Nos vió ateridos de frío, vió las
mulas bajo el cobertizo, vió el cielo encapotado, con torva amenaza de
agua, y franqueó la puerta, hospitalaria y humilde:
--Pasen y siéntense al fuego. ¡Mal tiempo tienen, si son caminantes!
¡Ay! Qué tiempo, toda la siembra anega. ¡Mal año nos aguarda!
Apenas entramos, el mayordomo volvió a salir por las alforjas. Yo me
acerqué al hogar donde ardía un fuego miserable. La pobre mujer avivó el
rescoldo y trajo un brazado de jara verde y mojada, que empezó a dar
humo, chisporroteando. En el fondo del muro, una puerta vieja y mal
cerrada, con las losas del umbral blancas de harina, golpeaba sin
tregua: ¡Tac! ¡tac! La voz de un viejo que entonaba un cantar, y la
rueda del molino, resonaban detrás. Volvió el mayordomo con las
alforjas colgadas de un hombro:
--Aquí viene el yantar. La señora se levantó para disponerlo todo por
sus manos. Salvo su mejor parecer, podríamos aprovechar este huelgo. Si
cierra a llover no tendremos escampo hasta la noche.
La molinera se acercó solícita y humilde:
--Pondré unas trébedes al fuego, si acaso les place calentar la vianda.
Puso las trébedes y el mayordomo comenzó a vaciar las alforjas: Sacó una
gran servilleta adamascada y la extendió sobre la piedra del hogar. Yo,
en tanto, me salí a la puerta. Durante mucho tiempo estuve contemplando
la cortina cenicienta de la lluvia que ondulaba en las ráfagas del aire.
El mayordomo se acercó respetuoso y familiar a la vez:
--Cuando a vuecencia bien le parezca... ¡Dígole que tiene un rico
yantar!
Entré de nuevo en la cocina y me senté cerca del fuego. No quise comer,
y mandé al mayordomo que únicamente me sirviese un vaso de vino. El
viejo aldeano obedeció en silencio. Buscó la bota en el fondo de las
alforjas, y me sirvió aquel vino rojo y alegre que daban las viñas del
Palacio, en uno de esos pequeños vasos de plata que nuestras abuelas
mandaban labrar con soles del Perú, un vaso por cada sol. Apuré el vino,
y como la cocina estaba llena de humo, salíme otra vez a la puerta.
Desde allí mandé al mayordomo y a la molinera que comiesen ellos. La
molinera solicitó mi venia para llamar al viejo que cantaba dentro. Le
llamó a voces.
--¡Padre! ¡Mi padre!...
Apareció blanco de harina, la montera derribada sobre un lado y el
cantar en los labios. Era un abuelo con ojos bailadores y la guedeja de
plata, alegre y picaresco como un libro de antiguos decires. Arrimaron
al hogar toscos escabeles ahumados, y entre un coro de bendiciones
sentáronse a comer. Los dos perros flacos vagaban en torno. Fué un
festín donde todo lo había previsto el amor de la pobre enferma.
¡Aquellas manos pálidas, que yo amaba tanto, servían la mesa de los
humildes como las manos ungidas de las santas princesas! Al probar el
vino, el viejo molinero se levantó salmodiando:
--¡A la salud del buen caballero que nos lo da!... De hoy en muchos años
torne a catarlo en su noble presencia.
Después bebieron la mujeruca y el mayordomo, todos con igual ceremonia.
Mientras comían yo les oía hablar en voz baja. Preguntaba el molinero
adónde nos encaminábamos y el mayordomo respondía que al Palacio de
Brandeso. El molinero conocía aquel camino, pagaba un foro antiguo a la
señora del Palacio, un foro de dos ovejas, siete ferrados de trigo y
siete de centeno. El año anterior, como la sequía fuera tan grande,
perdonárale todo el fruto: Era una señora que se compadecía del pobre
aldeano. Yo, desde la puerta, mirando caer la lluvia, les oía emocionado
y complacido. Volvía la cabeza, y con los ojos buscábales en torno del
hogar, en medio del humo. Entonces bajaban la voz y me parecía entender
que hablaban de mí. El mayordomo se levantó:
--Si a vuecencia le parece, echaremos un pienso a las mulas y luego nos
pondremos en camino.
Salió con el molinero, que quiso ayudarle. La mujeruca se puso a barrer
la ceniza del hogar. En el fondo de la cocina los perros roían un hueso.
La pobre mujer, mientras recogía el rescoldo, no dejaba de enviarme
bendiciones con un musitar de rezo:
--¡El Señor quiera concederle la mayor suerte y salud en el mundo, y que
cuando llegue al Palacio tenga una grande alegría!... ¡Quiera Dios que
se encuentre sana a la señora y con las colores de una rosa!...
Dando vueltas en torno del hogar la molinera repetía monótonamente:
--¡Así la encuentre como una rosa en su rosal!
Aprovechando un claro del tiempo, entró el mayordomo a recoger las
alforjas en la cocina, mientras el molinero desataba las mulas y del
ronzal las sacaba hasta el camino, para que montásemos. La hija asomó en
la puerta a vernos partir:
--¡Vaya muy dichoso el noble caballero!... ¡Que Nuestro Señor le
acompañe!...
Cuando estuvimos a caballo salió al camino, cubriéndose la cabeza con el
mantelo para resguardarla de la lluvia que comenzaba de nuevo, y se
llegó a mí llena de misterio. Así, arrebujada, parecía una sombra
milenaria. Temblaba su carne, y los ojos fulguraban calenturientos bajo
el capuz del mantelo. En la mano traía un manojo de yerbas. Me las
entregó con un gesto de sibila, y murmuró en voz baja:
--Cuando se halle con la señora mi Condesa, póngale sin que ella le
vea, estas yerbas bajo la almohada. Con ellas sanará. Las almas son como
los ruiseñores, todas quieren volar. Los ruiseñores cantan en los
jardines, pero en los palacios del rey se mueren poco a poco...
Levantó los brazos, como si evocase un lejano pensamiento profético, y
los volvió a dejar caer. Acercóse sonriendo el viejo molinero, y apartó
a su hija sobre un lado del camino para dejarle paso a mi mula:
--No haga caso, señor. ¡La pobre es inocente!
Yo sentí, como un vuelo sombrío, pasar sobre mi alma la superstición, y
tomé en silencio aquel manojo de yerbas mojadas por la lluvia. Las
yerbas olorosas llenas de santidad, las que curan la saudade de las
almas y los males de los rebaños, las que aumentan las virtudes
familiares y las cosechas... ¡Qué poco tardaron en florecer sobre la
sepultura de Concha en el verde y oloroso cementerio de San Clodio de
Brandeso!
[imagen]
[imagen: _Memorias del Marqués de Bradomin_]

[imagen: Y]o recordaba vagamente el Palacio de Brandeso, donde
había estado de niño con mi madre, y su antiguo jardín, y su laberinto
que me asustaba y me atraía. Al cabo de los años, volvía llamado por
aquella niña con quien había jugado tantas veces en el viejo jardín sin
flores. El sol poniente dejaba un reflejo dorado entre el verde sombrío,
casi negro, de los árboles venerables. Los cedros y los cipreses, que
contaban la edad del Palacio. El jardín tenía una puerta de arco, y
labrados en piedra, sobre la cornisa, cuatro escudos con las armas de
cuatro linajes diferentes. ¡Los linajes del fundador, noble por todos
sus abuelos! A la vista del Palacio, nuestras mulas fatigadas, trotaron
alegremente hasta detenerse en la puerta llamando con el casco. Un
aldeano vestido de estameña que esperaba en el umbral, vino presuroso a
tenerme el estribo. Salté a tierra, entregándole las riendas de mi mula.
Con el alma cubierta de recuerdos, penetré bajo la oscura avenida de
castaños cubierta de hojas secas. En el fondo distinguí el Palacio con
todas las ventanas cerradas y los cristales iluminados por el sol. De
pronto vi una sombra blanca pasar por detrás de las vidrieras, la vi
detenerse y llevarse las dos manos a la frente. Después la ventana del
centro se abría con lentitud y la sombra blanca me saludaba agitando sus
brazos de fantasma. Fué un momento no más. Las ramas de los castaños se
cruzaban y dejé de verla. Cuando salí de la avenida alcé los ojos
nuevamente hacia el Palacio. Estaban cerradas todas las ventanas:
¡Aquella del centro también! Con el corazón palpitante penetré en el
gran zaguán oscuro y silencioso. Mis pasos resonaron sobre las anchas
losas. Sentados en escaños de roble, lustrosos por la usanza, esperaban
los pagadores de un foral. En el fondo se distinguían los viejos arcones
del trigo con la tapa alzada. Al verme entrar los colonos se levantaron,
murmurando con respeto:
--¡Santas y buenas tardes!
Y volvieron a sentarse lentamente, quedando en la sombra del muro que
casi los envolvía. Subí presuroso la señorial escalera de anchos
peldaños y balaustral de granito toscamente labrado. Antes de llegar, a
lo alto, la puerta abrióse en silencio, y asomó una criada vieja, que
había sido niñera de Concha. Traía un velón en la mano, y bajó a
recibirme:
--¡Páguele Dios el haber venido! Ahora verá a la señorita. ¡Cuánto
tiempo la pobre suspirando por vuecencia!... No quería escribirle.
Pensaba que ya la tendría olvidada. Yo he sido quien la convenció de que
no. ¿Verdad que no, Señor mi Marqués?
Yo apenas pude murmurar:
--No. ¿Pero, dónde está?
--Lleva toda la tarde echada. Quiso esperarle vestida. Es como los
niños. Ya el señor lo sabe. Con la impaciencia temblaba hasta batir los
dientes, y tuvo que echarse.
--¿Tan enferma está?
A la vieja se le llenaron los ojos de lágrimas:
--¡Muy enferma, señor! No se la conoce.
Se pasó la mano por los ojos, y añadió en voz baja, señalando una puerta
iluminada en el fondo del corredor:
--¡Es allí!...
Seguimos en silencio. Concha oyó mis pasos, y gritó desde el fondo de la
estancia con la voz angustiada:
--¡Ya llegas!... ¡Ya llegas, mi vida!
Entré. Concha estaba incorporada en las almohadas. Dió un grito, y en
vez de tenderme los brazos, se cubrió el rostro con las manos y empezó a
sollozar. La criada dejó la luz sobre un velador y se alejó suspirando.
Me acerqué a Concha trémulo y conmovido. Besé sus manos sobre su rostro,
apartándoselas dulcemente. Sus ojos, sus hermosos ojos de enferma,
llenos de amor, me miraron sin hablar, con una larga mirada. Después, en
lánguido y feliz desmayo, Concha entornó los párpados. La contemplé así
un momento. ¡Qué pálida estaba! Sentí en la garganta el nudo de la
angustia. Ella abrió los ojos dulcemente, y oprimiendo mis sienes entre
sus manos que ardían, volvió a mirarme con aquella mirada muda que
parecía anegarse en la melancolía del amor y de la muerte, que ya la
cercaba:
--¡Temía que no vinieses!
--¿Y ahora?
--Ahora soy feliz.
Su boca, una rosa descolorida, temblaba. De nuevo cerró los ojos con
delicia, como para guardar en el pensamiento una visión querida. Con
penosa aridez de corazón, yo comprendí que se moría.
[imagen]
[imagen: _Sonata de Otoño_]
[imagen: _Memorias del Marqués de Bradomin_]

[imagen: C]oncha se incorporó para alcanzar el cordón de la
campanilla. Yo le cogí la mano, suavemente:
--¿Qué quieres?
--Quería llamar a mi doncella para que viniera a vestirme.
--¿Ahora?
--Sí.
Reclinó la cabeza y añadió con una sonrisa triste:
--Deseo hacerte los honores de mi Palacio.
Yo traté de convencerla para que no se levantase. Concha insistió:
--Voy a mandar que enciendan fuego en el comedor. ¡Un buen fuego! Cenaré
contigo.
Se animaba, y sus ojos húmedos en aquel rostro tan pálido, tenían una
dulzura amorosa y feliz.
--Quise esperarte a pie, pero no pude. ¡Me mataba la impaciencia! ¡Me
puse enferma!
Yo conservaba su mano entre las mías, y se la besé. Los dos sonreímos
mirándonos:
--¿Por qué no llamas?
Yo la dije en voz baja:
--¡Déjame ser tu azafata!
Concha soltó su mano de entre las mías:
--¡Qué locuras se te ocurren!
--No tal. ¿Dónde están tus vestidos?
Concha se sonrió como hacen las madres con los caprichos de sus hijos
pequeños:
--No sé dónde están.
--Vamos, dímelo...
--¡Si no sé!
Y al mismo tiempo, con un movimiento gracioso de los ojos y de los
labios me indicó un gran armario de roble que había a los pies de su
cama. Tenía la llave puesta, y lo abrí. Se exhalaba del armario una
fragancia delicada y antigua. En el fondo estaban los vestidos que
Concha llevara puestos aquel día:
--¿Son éstos?
--Sí... Ese ropón blanco nada más.
--¿No tendrás frío?
--No.
Descolgué aquella túnica, que aún parecía conservar cierta tibia
fragancia, y Concha murmuró ruborosa:
--¡Qué caprichos tienes!
Sacó los pies fuera de la cama, los pies blancos, infantiles, casi
frágiles, donde las venas azules trazaban ideales caminos a los besos.
Tuvo un ligero estremecimiento al hundirlos en las babuchas de marta, y
dijo con extraña dulzura:
--Abre ahora esa caja larga. Escógeme unas medias de seda.
Escogí unas medias de seda negra, que tenían bordadas ligeras flechas
color malva:
--¿Estas?
--Sí, las que tú quieras.
Para ponérselas me arrodillé sobre la piel de tigre que había delante de
su cama. Concha protestó:
--¡Levántate! No quiero verte así.
Yo sonreía sin hacerle caso. Sus pies quisieron huir de entre mis
manos. ¡Pobres pies, que no pude menos de besar! Concha se estremecía y
exclamaba como encantada:
--¡Eres siempre el mismo! ¡Siempre!
Después de las medias de seda negra, le puse las ligas, también de seda,
dos lazos blancos con broches de oro. Yo la vestía con el cuidado
religioso y amante que visten las señoras devotas a las imágenes de que
son camaristas. Cuando mis manos trémulas anudaron bajo su barbeta
delicada, redonda y pálida, los cordones de aquella túnica blanca que
parecía un hábito monacal, Concha se puso en pie, apoyándose en mis
hombros. Anduvo lentamente hacia el tocador, con ese andar de fantasma
que tienen algunas mujeres enfermas, y mirándose en la luna del espejo,
se arregló el cabello:
--¡Qué pálida estoy! ¡Ya has visto, no tengo más que la piel y los
huesos!
Yo protesté:
--¡No he visto nada de eso, Concha!
Ella sonrió sin alegría.
--¡La verdad, cómo me encuentras?
--Antes eras la princesa del sol. Ahora eres la princesa de la luna.
--¡Qué embustero!
Y se volvió de espaldas al espejo para mirarme. Al mismo tiempo daba
golpes en un "tan-tan" que había cerca del tocador. Acudió su antigua
niñera:
--¿Llamaba la señorita?
--Sí; que enciendan fuego en el comedor.
--Ya está puesto un buen brasero.
--Pues que lo retiren. Enciende tú la chimenea francesa.
La criada me miró:
--¿También quiere pasar al comedor la señorita? Tengan cuenta que hace
mucho frío por esos corredores.
Concha fué a sentarse en un extremo del sofá, y envolviéndose con
delicia en el amplio ropón monacal, dijo con estremecimiento:
--Me pondré un chal para cruzar los corredores.
Y volviéndose a mí, que callaba sin querer contradecirla, murmuró llena
de amorosa sumisión:
--Si te opones, no.
Yo repuse con pena:
--No me opongo, Concha: Unicamente temo que pueda hacerte daño.
Ella suspiró:
--No quería dejarte solo.
Entonces su antigua niñera nos aconsejó, con esa lealtad bondadosa y
ruda de los criados viejos:
--¡Natural que quieran estar juntos, y por eso mismo pensaba yo que
comerían aquí en el velador! ¿Qué le parece a usted, señorita Concha? ¿Y
al Señor Marqués?
Concha puso una mano sobre mi hombro, y contestó risueña:
--Sí, mujer, sí. Tienes un gran talento, Candelaria. El Señor Marqués y
yo te lo reconocemos. Dile a Teresina que comeremos aquí.
Quedamos solos. Concha, con los ojos arrasados en lágrimas, me alargó
una de sus manos, y, como en otro tiempo, mis labios recorrieron los
dedos haciendo florecer en sus yemas una rosa pálida. En la chimenea
ardía un alegre fuego. Sentada sobre la alfombra y apoyado un codo en
mis rodillas, Concha lo avivaba removiendo los leños con las tenazas
de bronce. La llama al surgir y levantarse, ponía en la blancura
eucarística de su tez, un rosado reflejo, como el sol en las estatuas
antiguas labradas en mármol de Pharos.

[imagen]
[imagen: _Sonata de Otoño_]
[imagen: _Memorias del Marqués de Bradomin_]

[imagen: D]ejó las tenazas, y me tendió los brazos para levantarse
del suelo. Nos contemplamos en el fondo de los ojos, que brillaban con
esa alegría de los niños, que han llorado mucho y luego ríen
olvidadizos. El velador ya tenía puestos los manteles, y nosotros con
las manos todavía enlazadas, fuimos a sentarnos en los sillones que
acababa de arrastrar Teresina. Concha me dijo:
--¿Recuerdas cuántos años hace que estuviste aquí con tu pobre madre, la
tía Soledad?
--Sí. ¿Y tú te acuerdas?
--Hace veintitrés años. Tenía yo ocho. Entonces me enamoré de ti. ¡Lo
que sufría al verte jugar con mis hermanas mayores! Parece mentira que
una niña pueda sufrir tanto con los celos. Más tarde, de mujer, me has
hecho llorar mucho, pero entonces tenía el consuelo de recriminarte.
--¡Sin embargo, qué segura has estado siempre de mi cariño!... ¡Y cómo
lo dice tu carta!
Concha parpadeó para romper las lágrimas que temblaban en sus pestañas.
--No estaba segura de tu cariño: Era de tu compasión.
Y su boca reía melancólicamente, y sus ojos brillaban con dos lágrimas
rotas en el fondo. Quise levantarme para consolarla, y me detuvo con un
gesto. Entraba Teresina. Nos pusimos a comer en silencio. Concha, para
disimular sus lágrimas, alzó la copa y bebió lentamente, al dejarla
sobre el mantel la tomé de su mano y puse mis labios donde ella había
puesto los suyos. Concha se volvió a su doncella:
--Llame usted a Candelaria que venga a servirnos.
Teresina salió, y nosotros nos miramos sonriendo:
--¿Por qué mandas llamar a Candelaria?
--Porque te tengo miedo, y la pobre Candelaria ya no se asusta de nada.
--Candelaria es indulgente para nuestros amores como un buen jesuíta.
--¡No empecemos!... ¡No empecemos!...
Concha movía la cabeza con gracioso enfado, al mismo tiempo que apoyaba
un dedo sobre sus labios pálidos:
--No te permito que poses ni de Aretino ni de César Borgia.
La pobre Concha era muy piadosa, y aquella admiración estética que yo
sentía en mi juventud por el hijo de Alejandro VI, le daba miedo como si
fuese el culto al Diablo. Con exageración risueña y asustadiza me
imponía silencio:
--¡Calla!... ¡Calla!
Mirándome de soslayo volvió lentamente la cabeza:
--Candelaria, pon vino en mi copa...
Candelaria, que con las manos cruzadas sobre su delantal almidonado y
blanco, se situaba en aquel momento a espaldas del sillón, apresuróse a
servirla. Las palabras de Concha, que parecían perfumadas de alegría, se
desvanecieron en una queja. Vi que cerraba los ojos con angustiado
gesto, y que su boca, una rosa descolorida y enferma, palidecía más. Me
levanté asustado:
--¿Qué tienes? ¿Qué te pasa?
No pudo hablar. Su cabeza lívida desfallecía sobre el respaldo del
sillón. Candelaria fué corriendo al tocador y trajo un pomo de sales.
Concha exhaló un suspiro y abrió los ojos llenos de vaguedad y de
extravío, como si despertase de un sueño poblado de quimeras. Fijando en
mí la mirada, murmuró débilmente:
--No ha sido nada. Siento únicamente el susto tuyo.
[imagen]Después, pasando la mano por la frente, respiró con ansia. La
obligué a que bebiese unos sorbos de caldo. Reanimóse, y su palidez se
iluminó con tenue sonrisa. Me hizo sentar, y continuó tomando el caldo
por sí misma. Al terminar, sus dedos delicados alzaron la copa del vino
y me la ofrecieron trémulos y gentiles: Por complacerla humedecí los
labios: Concha apuró después la copa y no volvió a beber en toda la
noche.
[imagen]
[imagen: _Memorias del Marqués de Bradomin_]

[imagen: E]stábamos sentados en el sofá y hacía mucho tiempo que
hablábamos. La pobre Concha me contaba su vida durante aquellos dos años
que estuvimos sin vernos. Una de esas vidas silenciosas y resignadas que
miran pasar los días con una sonrisa triste, y lloran de noche en la
oscuridad. Yo no tuve que contarle mi vida. Sus ojos parecían haberla
seguido desde lejos, y la sabían toda. ¡Pobre Concha! Al verla
demacrada por la enfermedad, y tan distinta y tan otra de lo que había
sido, experimenté un cruel remordimiento por haber escuchado su ruego
aquella noche en que llorando y de rodillas, me suplicó que la olvidase
y que me fuese. ¡Su madre, una santa enlutada y triste, había venido a
separarnos! Ninguno de nosotros quiso recordar el pasado y permanecimos
silenciosos. Ella resignada. Yo con aquel gesto trágico y sombrío que
ahora me hace sonreir. Un hermoso gesto que ya tengo un poco olvidado,
porque las mujeres no se enamoran de los viejos, y sólo está bien en un
Don Juan juvenil. ¡Ay, si todavía con los cabellos blancos, y las
mejillas tristes, y la barba senatorial y augusta, puede quererme una
niña, una hija espiritual llena de gracia y de candor, con ella me
parece criminal otra actitud que la de un viejo prelado, confesor de
princesas y teólogo de amor! Pero a la pobre Concha el gesto de Satán
arrepentido la hacía temblar y enloquecer: Era muy buena, y fué por eso
muy desgraciada. La pobre, dejando asomar a sus labios aquella sonrisa
doliente que parecía el alma de una flor enferma, murmuró:
--¡Qué distinta pudo haber sido nuestra vida!
--¡Es verdad!... Ahora no comprendo cómo obedecí tu ruego. Fué sin duda
porque te vi llorar.
--No seas engañador. Yo creí que volverías... ¡Y mi madre tuvo siempre
ese miedo!
--No volví porque esperaba que tú me llamases. ¡Ah, el Demonio del
orgullo!
--No, no fué el orgullo... Fué otra mujer... Hacía mucho tiempo que me
traicionabas con ella. Cuando lo supe, creí morir. ¡Tan desesperada
estuve, que consentí en reunirme con mi marido!
Cruzó las manos mirándome intensamente, y con la voz velada, y temblando
su boca pálida, sollozó:
--¡Qué dolor cuando adiviné por qué no habías venido! ¡Pero no he tenido
para tí un solo día de rencor!
No me atreví a engañarla en aquel momento, y callé sentimental. Concha
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