Sonata de otoño; Sonata de invierno: memorias del Marqués de Bradomín - 6

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siempre temblona pareció que iba a desprenderse de los hombros:
--¡Bien venido, ignorado y excelso capitán! Nuevo Epaminondas de quien,
andando los siglos, narrará las hazañas otro Cornelio Nepote. ¡Saluda al
Señor Marqués de Bradomín!
El seminarista se quitó la boina negra, que juntamente con una sotana ya
muy traída completaba el atavío de su gallarda persona, y poniéndose
rojo me saludó. Fray Ambrosio asentándole una mano en el hombro, y
sacudiéndole con rudo afecto, me dijo:
--Si este mozo consigue reunir cincuenta hombres, dará mucho que hablar.
Será otro Don Ramón Cabrera. ¡Es valiente como un león!
El seminarista se hizo atrás, para libertarse de la mano que aún pesaba
sobre su hombro, y clavándome los ojos de pájaro, dijo como si adivinase
mi pensamiento y lo respondiese:
--Algunos creen que para ser un gran capitán no se necesita ser
valiente, y acaso tengan razón. Quién sabe si con menos temeridad no
hubiera sido más fecundo el genio militar de Don Ramón Cabrera.
Fray Ambrosio le miró desdeñosamente:
--Epaminondas, hijo mío, con menos temeridad hubiera cantado misa, como
puede sucederte a ti.
El seminarista tuvo una sonrisa admirable:
--A mí no me sucederá, Fray Ambrosio.
Los dos clérigos sentados delante del brasero, callaban y sonreían: El
uno extendía las manos temblonas sobre el rescoldo, y el otro hojeaba su
breviario. El sacristán entornaba los párpados dispuesto a seguir el
ejemplo del gato que dormitaba en su sotana. Fray Ambrosio bajó
instintivamente la voz:
--Tú hablas ciertas cosas porque eres un rapaz, y crees en las argucias
con que disculpan su miedo algunos generales que debían ser obispos...
Yo he visto muchas cosas. Era profeso en un monasterio de Galicia cuando
estalló la primera guerra, y colgué los hábitos, y combatí siete años
en los Ejércitos del Rey... Y por mis hábitos te digo que para ser un
gran capitán, hay primero que ser un gran soldado. Ríete de los que
dicen que era cobarde Napoleón.
Los ojos del seminarista brillaron con el brillo del sol en el pavón
negro de dos balas:
--Fray Ambrosio, si yo tuviese cien hombres los mandaría como soldado,
pero si tuviese mil, sólo mil, ya los mandaría como capitán. Con ellos
aseguraría el triunfo de la Causa. En esta guerra no hacen falta grandes
ejércitos, con mil hombres yo intentaría una expedición por todo el
reino, como la realizó hace treinta y cinco años Don Miguel Gómez, el
más grande general de la pasada guerra.
Fray Ambrosio le interrumpió con autoritaria y desdeñosa burla:
--¿Ilustre e imberbe guerrero, tú oíste hablar alguna vez de un tal Don
Tomás Zumalacárregui? Ese ha sido el más grande general de la Causa. Si
tuviésemos hoy un hombre parecido, era seguro el triunfo.
El seminarista guardó silencio, pero los dos clérigos mostráronse casi
escandalizados: El uno dijo:
--¡Del triunfo no podemos dudar!
Y el otro:
--¡La justicia de la Causa es el mejor general!
Yo añadí, sintiendo bajo mi sayal penitente aquel fuego que animó a San
Bernardo cuando predicaba la Cruzada:
--¡El mejor general es la ayuda de Dios Nuestro Señor!
Hubo un murmullo de aprobación, ardiente como el de un rezo. El
seminarista sonrióse y continuó callado. A todo esto las campanas
dejaron oir su grave son, y el viejo sacristán se levantó sacudiéndose
la sotana donde el gato dormitaba. Entraron algunos clérigos que venían
para cantar un entierro. El seminarista vistióse el roquete, y el
sacristán vino a entregarle el incensario: El humo aromático llenaba el
vasto recinto. Oíase el grave murmullo de las cascadas voces
eclesiásticas que barboteaban quedo, mientras eran vestidas las albas de
lino, los roquetes rizados por las monjas, y las áureas capas pluviales
que guardan en sus oros el perfume de la mirra quemada hace cien años.
El seminarista entró en la iglesia haciendo sonar las cadenas del
incensario. Los clérigos, ya revestidos, salieron detrás. Yo quedé solo
con el exclaustrado, que abriendo los largos brazos me estrechó contra
su pecho, al mismo tiempo que murmuraba conmovido:
--¡El Marqués de Bradomín aún se acuerda de cuando le enseñaba latín en
el Monasterio de Sobrado!
Y después, tras el introito de una tos, volviendo a cobrar su sonrisa de
viejo teólogo, marrulleó en voz baja, como si estuviese en el
confesonario:
--¿Me perdonaría el ilustre prócer, si le dijese que no he creído el
cuento con que nos regaló hace un momento?
--¿Qué cuento?
--El de la conversión. ¿Puede saberse la verdad?
--Donde nadie nos oiga, Fray Ambrosio.
Asintió con un grave gesto. Yo callé compadecido de aquel pobre
exclaustrado que prefería la Historia a la Leyenda, y se mostraba
curioso de un relato menos interesante, menos ejemplar y menos bello que
mi invención. ¡Oh, alada y riente mentira, cuándo será que los hombres
se convenzan de la necesidad de tu triunfo! ¿Cuándo aprenderán que las
almas donde sólo existe la luz de la verdad, son almas tristes,
torturadas, adustas, que hablan en el silencio con la muerte, y tienden
sobre la vida una capa de ceniza? ¡Salve, risueña mentira, pájaro de luz
que cantas como la esperanza! ¡Y vosotras resecas Tebaidas, históricas
ciudades llenas de soledad y de silencio que parecéis muertas bajo la
voz de las campanas, no la dejéis huir, como tantas cosas, por la rota
muralla! Ella es el galanteo en las rejas, y el lustre en los carcomidos
escudones, y los espejos en el río que pasa turbio bajo la arcada
romana de los puentes: Ella, como la confesión, consuela a las almas
doloridas, las hace florecer, las vuelve la Gracia. ¡Cuidad que es
también un don del Cielo!... ¡Viejo pueblo del sol y de los toros, así
conserves por los siglos de los siglos, tu genio mentiroso, hiperbólico,
jacaresco, y por los siglos te aduermas al son de la guitarra, consolado
de tus grandes dolores, perdidas para siempre la sopa de los conventos y
las Indias! ¡Amén!
[imagen]
[imagen: _Sonata de Invierno_]
[imagen: _Memorias del Marqués de Bradomin_]

[imagen: F]ray Ambrosio tomó como empeño de honra el hospedarme, y
fué preciso ceder al agasajo. Salió acompañándome y juntos atravesamos
las calles de la ciudad leal, arca santa de la Causa. Había nevado, y al
abrigo de las casas sombrías quedaba una estela inmaculada. De los
negruzcos aleros goteaba la lluvia, y en las angostas ventanas que se
abrían debajo asomaba, de raro en raro, alguna vieja: Tocada con su
mantilla, miraba a la calle por ver si el tiempo clareaba y salir a
misa. Cruzamos ante un caserón flanqueado por altas tapias que dejaban
asomar apenas los cipreses del huerto. Tenía gran escudo, rejas mohosas
y claveada puerta que, por estar entornada, descubría en una media luz
el zaguán con escaños lustrosos y gran farol de hierro. Fray Ambrosio me
dijo:
--Aquí vive la Duquesa de Uclés.
Yo sonreí, adivinando la intención ladina del fraile:
--¿Se conserva siempre bella?
--Dicen que sí... Por mis ojos nada sé, pues va siempre cubierta con un
velo.
No pude menos de suspirar.
--¡En otro tiempo fué gran amiga mía!
El fraile tuvo una tos socarrona:
--Ya estoy enterado.
--¿Secreto de confesión?
--Secreto a voces. Un pobre exclaustrado como yo, no tiene tan ilustres
hijas espirituales.
Seguimos andando en silencio. Yo, sin querer, recordaba tiempos mejores,
aquellos tiempos cuando fuí galán y poeta. Los días lejanos florecían en
mi memoria con el encanto de un cuento casi olvidado que trae aroma de
rosas marchitas y una vieja armonía de versos: ¡Ay, eran las rosas y los
versos de aquel buen tiempo, cuando mi bella aún era bailarina!
Jaculatorias orientales donde la celebraba, y le decía que era su cuerpo
airoso como las palmeras del desierto, y que todas las gracias se
agrupaban en torno de su falda cantando y riendo al son de cascabeles
de oro. La verdad es que no había ponderación para su belleza: Carmen se
llamaba y era gentil como ese nombre lleno de gracia andaluza, que en
latín dice poesía y en arábigo vergel. Al recordarla, recordé también
los años que llevaba sin verla, y pensé que en otro tiempo mi hábito
monástico hubiera despertado sus risas de cristal. Casi
inconscientemente, le dije a Fray Ambrosio:
--¿La Duquesa vive siempre en Estella?
--Es dama de la Reina Doña Margarita... Pero jamás sale de su palacio si
no es para oir misa.
--Tentaciones me vienen de volverme y entrar a verla.
--Tiempo hay para ello.
Habíamos llegado a Santa María y tuvimos que guarecernos en el cancel de
la iglesia para dejar la calle a unos soldados de a caballo que subían
en tropel: Eran lanceros castellanos que volvían de una guardia fuera de
la ciudad: Entre el cálido coro de los clarines se levantaban
encrespados los relinchos, y en el viejo empedrado de la calle las
herraduras resonaban valientes y marciales, con ese noble son que tienen
en el romancero las armas de los paladines. Desfilaron aquellos jinetes
y continuamos nuestro camino. Fray Ambrosio me dijo:
--Estamos llegando.
Y señaló hacia el fondo de la calle una casa pequeña con carcomido
balcón de madera sustentado por columnas. Un galgo viejo que dormitaba
en el umbral gruñó al vernos llegar y permaneció echado. El zaguán era
oscuro, lleno de ese olor que esparce la yerba en el pesebre y el vaho
del ganado. Subimos a tientas la escalera que temblaba bajo nuestros
pasos: Ya en lo alto, el exclaustrado llamó tirando de la cadena que
colgaba a un lado de la puerta, y allá dentro bailoteó una esquila
clueca. Se oyeron pasos y la voz del ama que refunfuña:
--¡Vaya una manera de llamar!... ¿Qué se ofrece?
El fraile responde con breve imperio:
--¡Abre!
--¡Ave María!... ¡Cuánta priesa!
Y siguió oyéndose la voz refunfuñona del ama, mientras descorría el
cerrojo. El fraile a su vez murmuraba impaciente:
--¡Es inaguantable esta mujer!
Franqueada la puerta, el ama encrespóse más:
--¡Cómo había de venir sin compañía! ¡Tiene tanto de sobra, que necesita
traer todos los días quien le ayude a comérselo!
Fray Ambrosio, pálido de cólera, levantó los brazos escuetos,
gigantescos, amenazadores: Sobre su cabeza siempre temblona, bailoteaban
las manos de rancio pergamino:
--¡Calla, lengua de escorpión!... Calla y aprende a tener respeto.
¿Sabes a quién has ofendido con tus infames palabras? ¿Lo sabes? ¿Sabes
quién está delante de ti?... Pide perdón al Señor Marqués de Bradomín.
¡Oh insolencia de las barraganas! Al oir mi nombre aquella mujeruca, no
mostró ni arrepentimiento ni zozobra: Me clavó los ojos negros y brujos,
como los tienen algunas viejas pintadas por Goya, y un poco incrédula
se limitó a balbucir con el borde de los labios:
--Si es el caballero que dice, por muchos años lo sea. ¡Amén!
Se apartó para dejarnos paso. Todavía la oímos murmurar:
--¡Vaya un barro que traen en los pies! ¡Divino Jesús, cómo me han
puesto los suelos!
Aquellos suelos limpios, encerados, lucientes, puros espejos donde ella
se miraba, sus amores de vieja casera, acababan de ser bárbaramente
profanados por nosotros. Me volví consternado para alcanzar todo el
horror de mi sacrilegio, y la mirada de odio que hallé en los ojos de la
mujeruca fué tal, que sentí miedo. Todavía siguió rezongando:
--Si estuviesen matando petrolistas... Da dolor cómo me han puesto los
suelos. ¡Qué entrañas!
Fray Ambrosio gritó desde la sala:
--¡Silencio!... A servirnos pronto el chocolate.
Y su voz resonó como un bélico estampido en el silencio de la casa. Era
la voz con que en otro tiempo mandaba a los hombres de su partida y la
única que les hacía temblar, pero aquella vieja tenía sin duda el ánimo
isabelino, porque volviendo apenas el apergaminado gesto, murmuró más
avinagrada que nunca:
--¡Pronto!... Pronto, será cuando se haga. ¡Ay, Jesús, dame paciencia!
Fray Ambrosio tosía con un eco cavernoso, y allá en el fondo de la casa
continuaba oyéndose el marullar confuso de la barragana, y en los
momentos de silencio el latido de un reloj, como si fuese la pulsación
de aquella casa de fraile donde reinaba una vieja rodeada de gatos:
¡Tac-tac! ¡Tac-tac! Era un reloj de pared con el péndulo y las pesas al
aire. La tos del fraile, el rosmar de la vieja, el soliloquio del reloj,
me parecía que guardaban un ritmo quimérico y grotesco, aprendido en el
clavicordio de alguna bruja melómana.
[imagen]
[imagen: _Memorias del Marqués de Bradomin_]

[imagen: D]espojéme del hábito monacal y quedé en hábito de zuavo
pontificio. Fray Ambrosio me contempló con infantil deleite, haciendo
grandes aspavientos con sus brazos largos y descoyuntados:
--¡Cuidado que es bizarro arreo!
--¿Usted no lo conocía?
--Solamente en pintura, por un retrato del Infante Don Alfonso.
Y curioso de averiguar mis aventuras, con la tonsurada cabeza temblando
sobre los hombros, murmuró:
--¿En fin, puede saberse la historia del hábito?
Yo repuse con indiferencia:
--Un disfraz para no caer en manos del maldito cura.
--¿De Santa Cruz?
--Sí.
--Ahora tiene sus reales en Oyarzun.
--Y yo vengo de Arimendi, donde estuve enfermo de calenturas, oculto en
una casería.
--¡Válete Dios! ¿Y por qué le quiere mal el cura?
--Sabe que obtuve del Rey la orden para que le fusile Lizárraga.
Fray Ambrosio enderezó su encorvado talle de gigante:
--¡Mal hecho! ¡Mal hecho! ¡Mal hecho!
Yo repuse con imperio:
--El cura es un bandido.
--En la guerra son necesarios esos bandidos. ¡Pero claro, como esta no
es guerra sino una farsa de masones!
No pude menos de sonreir.
--¿De masones?
--Sí, de masones: Dorregaray es masón.
--Pero quien quiere cazar a la fiera, quien ha jurado exterminarla, es
Lizárraga.
El fraile vino hacia mí, cogiéndose con las dos manos la cabeza
temblona, como si temiese verla rodar de los hombros:
--Don Antonio se cree que la guerra se hace derramando agua bendita, en
vez de sangre. Todo lo arregla con comuniones, y en la guerra, si se
comulga, ha de ser con balas de plomo. Don Antonio es un frailuco como
yo, qué digo, mucho más frailuco que yo, aun cuando no haya hecho los
votos. ¡Los viejos que anduvimos en la otra guerra, y vemos esta,
sentimos vergüenza, verdadera vergüenza!... Ya me ha dado la alferecía.
Y se afirmó con más fuerza las manos sobre la cabeza, sentándose en el
sillón a esperar el chocolate, porque ya sonaban en el corredor los
pasos del ama y el timbre de las jícaras en el metal de las bandejas. El
ama entró ya mudado el gesto, mostrando la cara plácida y sonriente de
esas viejas felices con los cuidados caseros, el rosario y la calceta:
--¡Santos y buenos días nos dé Dios! El Señor Marqués no se acordaba de
mí. Pues le he tenido en mi regazo. Yo soy hermana de Micaela la Galana.
¿Se acuerda de Micaela la Galana? Una doncella que tuvo muchos años su
abuelita, mi dueña la Condesa.
Mirando a la vieja, murmuré casi conmovido:
--¡Ay, señora, si tampoco recuerdo a mi abuela!
--Una santa. ¡Quién estuviera como ella sentadita en el Cielo, al lado
de Nuestro Señor Jesucristo!
Dejó sobre el velador las dos bandejas del chocolate, y después de
hablar al oído del fraile, se retiró. El chocolate humeaba con grato y
exquisito aroma: Era el tradicional soconusco de los conventos, aquel
que en otro tiempo enviaban como regalo a los abades, los señores
visorreyes de las Indias. Mi antiguo maestro de gramática aún hacía
memoria de tanta bienandanza. ¡Oh, regalada holgura, eclesiástica
opulencia, jocunda glotonería, siempre añorada, del Real e Imperial
Monasterio de Sobrado! Fray Ambrosio, guardando el rito, masculló
primero algunos latines, y luego embocó la jícara: Cuando le dió fin,
murmuró a guisa de sentencia, con la elegante concisión de un clásico,
en el siglo de Augusto:
--¡Sabroso! No hay chocolate como el de esas benditas monjas de Santa
Clara!
Suspiró satisfecho, y volvió al cuento pasado:
--¡Váleme Dios! Ha estado bien no decir la historia del disfraz allá en
la sacristía. Los clérigos son acérrimos partidarios de Santa Cruz.
Quedó un momento meditando. Después bostezó largamente, y sobre la boca
negra como la de un lobo, se hizo la señal de la cruz:
--¡Váleme Dios! ¿Y qué desea de este pobre exclaustrado el Señor Marqués
de Bradomín?
Yo murmuré con simulada indiferencia:
--Luego hablaremos de ello.
El fraile barboteó ladino:
--Tal vez no sea preciso... Pues sí señor, continúo ejerciendo oficios
de capellán en casa de la Señora Condesa de Volfani. La Señora Condesa
está buena, aun cuando un poco triste... Precisamente ésta es la hora de
verla.
Yo hice un vago gesto, y saqué de la limosnera una onza de oro:
--Dejemos los negocios mundanos, Fray Ambrosio. Esa onza para una misa
por haber salido con bien...
El fraile la guardó en silencio, y fuése después de ofrecerme su cama
para que descabezase un sueño, y me repusiese del camino. Era una cama
con siete colchones, y un Cristo a la cabecera. Enfrente una gran cómoda
panzuda, un tintero de cuerno encima de la cómoda, y en la punta del
tintero un solideo.
[imagen]
[imagen: _Memorias del Marqués de Bradomin_]

[imagen: T]odo el día estuvo lloviendo. En las breves escampadas,
una luz triste y cenicienta amanecía sobre los montes que rodean la
ciudad santa del carlismo, donde el rumor de la lluvia en los cristales,
es un rumor familiar. De tiempo en tiempo, en medio de la tarde llena de
tedio invernal, se alzaba el ardiente son de las cornetas, o el campaneo
de unas monjas llamando a la novena. Tenía que presentarme al Rey, y
salí cuando aún no había vuelto Fray Ambrosio. Un velo de niebla
ondulaba en las ráfagas del aire: Dos soldados cruzaban por el centro de
la plaza, con el andar abatido y los ponchos chorreando agua: Se oía la
canturia monótona de los niños de una escuela. La tarde lívida daba
mayor tristeza al vano de la plaza encharcada, desierta, sepulcral. Me
perdí varias veces en las calles, donde sólo hallé una beata a quien
preguntar el camino: Anochecido ya, llegué a la Casa del Rey.
--Pronto ahorcaste los hábitos, Bradomín.
Tales fueron las palabras con que me recibió Don Carlos. Yo respondí,
procurando que sólo el Rey me oyese:
--Señor, se me enredaban al andar.
El Rey murmuró en el mismo tono:
--También a mí se me enredan... Pero yo, desgraciadamente, no puedo
ahorcarlos.
Me atreví a responder:
--Vos debíais fusilarlos, Señor.
El Rey sonrióse, y me llevó al hueco de una ventana:
--Conozco que has hablado con Cabrera. Esas ideas son suyas. Cabrera, ya
habrás visto, se declara enemigo del partido ultramontano y de los curas
facciosos. Hace mal, porque ahora son un poderoso auxiliar. Créeme, sin
ellos no sería posible la guerra.
--Señor, ya sabéis que el general tampoco es partidario de la guerra.
El Rey guardó un momento silencio:
--Ya lo sé. Cabrera imagina que hubieran dado mejor fruto los trabajos
silenciosos de las Juntas. Creo que se equivoca... Por lo demás, yo
tampoco soy amigo de los curas facciosos. A ti ya te dije eso mismo en
otra ocasión, cuando me hablaste de que era preciso fusilar a Santa
Cruz. Si durante algún tiempo me opuse a que se le formase consejo de
guerra, fué para evitar que se reuniesen las tropas republicanas
ocupadas en perseguirle, y se nos viniesen encima. Ya has visto como
sucedió así. El Cura ahora nos cuesta la pérdida de Tolosa.
El Rey hizo otra pausa, y con la mirada recorrió la estancia, un salón
oscuro, entarimado de nogal, con las paredes cubiertas de armas y de
banderas, las banderas ganadas en la guerra de los siete años por
aquellos viejos generales de memoria ya legendaria. Allá en un extremo
conversaban en voz baja el Obispo de Urgel, Carlos Calderón y Diego
Villadarias. El Rey sonrió levemente, con una sonrisa de triste
indulgencia, que yo nunca había visto en sus labios:
--Ya están celosos de que hable contigo, Bradomín. Sin duda no eres
persona grata al Obispo de Urgel.
--¿Por qué lo decís, Señor?
--Por las miradas que te dirige: Ve a besarle el anillo.
Ya me retiraba para obedecer aquella orden, cuando el Rey, en alta voz
de suerte que todos le oyesen, me advirtió:
--Bradomín, no olvides que comes conmigo.
Yo me incliné profundamente:
--Gracias, Señor.
Y llegué al grupo donde estaba el Obispo. Al acercarme habíase hecho el
silencio. Su Ilustrísima me recibió con fría amabilidad:
--Bien venido, Señor Marqués.
Yo repuse con señoril condescendencia, como si fuese un capellán de mi
casa el Obispo de la Seo de Urgel:
--¡Bien hallado, Ilustrísimo Señor!
Y con una reverencia más cortesana que piadosa, besé la pastoral
amatista. Su Ilustrísima, que tenía el ánimo altivo de aquellos obispos
feudales que llevaban ceñidas las armas bajo el capisayo, frunció el
ceño, y quiso castigarme con una homilía:
--Señor Marqués de Bradomín, acabo de saber una burda fábula urdida esta
mañana, para mofarse de dos pobres clérigos llenos de inocente
credulidad, escarneciendo al mismo tiempo el sayal penitente, no
respetando la santidad del lugar, pues fué en San Juan.
Yo interrumpí:
--En la sacristía, Señor Obispo.
Su Ilustrísima, que estaba ya escaso de aliento, hizo una pausa, y
respiró:
--Me habían dicho que en la iglesia... Pero aun cuando haya sido en la
sacristía, esa historia es como una burla de la vida de ciertos santos,
Señor Marqués. Si, como supongo, el hábito no era un disfraz
carnavalesco, en llevarlo no había profanación. ¡Pero la historia
contada a los clérigos, es una burla digna del impío Voltaire!
El prelado iba, sin duda, a discurrir sobre los hombres de la
Enciclopedia. Yo, viéndole en aquel paso, temblé arrepentido:
--Reconozco mi culpa, y estoy dispuesto a cumplir la penitencia que se
digne imponerme su Ilustrísima.
Viendo el triunfo de su elocuencia, el santo varón ya sonrió benévolo:
--La penitencia la haremos juntos.
Yo le miré sin comprender. El prelado, apoyando en mi hombro una mano
blanca, llena de hoyos, se dignó esclarecer su ironía:
--Los dos comemos en la mesa del Rey, y en ella el ayuno es forzoso. Don
Carlos tiene la sobriedad de un soldado.
Yo respondí:
--El Bearnés, su abuelo, soñaba con que cada uno de sus súbditos pudiese
sacrificar una gallina. Don Carlos, comprendiendo que es una quimera de
poeta, prefiere ayunar con todos sus vasallos.
El Obispo me interrumpió:
--Marqués, no comencemos las burlas. ¡El Rey también es sagrado!
Yo me llevé la diestra al corazón, indicando que aun cuando quisiera
olvidarlo no podría, pues estaba allí su altar. Y me despedí, porque
tenía que presentar mis respetos a Doña Margarita.
[imagen]
[imagen: _Sonata de Invierno_]
[imagen: _Memorias del Marqués de Bradomin_]

[imagen: A]l entrar en la saleta, donde la Señora y sus damas
bordaban escapularios para los soldados, sentí en el alma una emoción a
la vez religiosa y galante. Comprendí entonces todo el ingenuo
sentimiento que hay en los libros de caballerías, y aquel culto por la
belleza y las lágrimas femeniles que hacía palpitar bajo la cota, el
corazón de Tirante el Blanco. Me sentí más que nunca, caballero de la
Causa: Como una gracia deseé morir por aquella dama que tenía las manos
como lirios, y el aroma de una leyenda en su nombre de princesa pálida,
santa, lejana. Era una lealtad de otros siglos la que inspiraba Doña
Margarita. Me recibió con una sonrisa de noble y melancólico encanto:
--No te ofendas si continúo bordando este escapulario, Bradomín. A ti te
recibo como a un amigo.
Y dejando un momento la aguja clavada en el bordado, me alargó su mano
que besé con profundo respeto. La Reina continuó:
--Me han dicho que estuviste enfermo. Te hallo un poco más pálido. Tú me
parece que eres de los que no se cuidan, y eso no está bien. Ya que no
por ti, hazlo por el Rey que tanto necesita servidores leales como tú.
Estamos rodeados de traidores, Bradomín.
Doña Margarita calló un momento. Al pronunciar las últimas palabras,
habíase empañado su voz de plata, y creí que iba a romperse en un
sollozo. Acaso haya sido ilusión mía, pero me pareció que sus ojos de
madona, bellos y castos, estaban arrasados de lágrimas: La Señora, en
aquel momento inclinaba su cabeza sobre el escapulario que bordaba, y no
puedo asegurarlo. Pasó algún tiempo. La Reina suspiró alzando la frente
que parecía de una blancura lunar bajo las dos crenchas en que partía
sus cabellos:
--Bradomín, es preciso que vosotros los leales salvéis al Rey.
Yo repuse conmovido:
--Señora, dispuesto estoy a dar toda mi sangre, porque pueda ceñirse la
corona.
La Reina me miró con una noble emoción:
--¡Mal has entendido mis palabras! No es su corona lo que yo te pido que
defiendas, sino su vida... ¡Que no se diga de los caballeros españoles,
que habéis ido a lejanas tierras en busca de una princesa para vestirla
de luto! Bradomín, vuelvo a decírtelo, estamos rodeados de traidores.
La Reina calló. Se oía el rumor de la lluvia en los cristales, y el
toque lejano de las cornetas. Las damas que hacían corte a la Señora,
eran tres: Doña Juana Pacheco, Doña Manuela Ozores y María Antonieta
Volfani: Yo sentía sobre mí, como amoroso imán, los ojos de la Volfani,
desde que había entrado en la saleta: Aprovechando el silencio se
levantó, y vino con una interrogación al lado de Doña Margarita:
--¿La Señora quiere que vaya en busca de los Príncipes?
La Reina a su vez interrogó:
--¿Ya habrán terminado sus lecciones?
--Es la hora.
--Pues entonces ve por ellos. Así los conocerá Bradomín.
Me incliné ante la Señora, y aprovechando la ocasión hice también mis
saludos a María Antonieta: Ella muy dueña de sí, respondióme con
palabras insignificantes que ya no recuerdo, pero la mirada de sus ojos
negros y ardientes fué tal, que hizo latir mi corazón como a los veinte
años. Salió y dijo la Señora:
--Me tiene preocupada María Antonieta. Desde hace algún tiempo la
encuentro triste y temo que tenga la enfermedad de sus hermanas: Las
dos murieron tísicas... ¡Luego la pobre es tan poco feliz con su marido!
La Reina clavó la aguja en el acerico de damasco rojo que había en su
costurero de plata, y sonriendo me mostró el escapulario:
--¡Ya está! Es un regalo que te hago, Bradomín.
Yo me acerqué para recibirlo de sus manos reales. La Señora, me lo
entregó diciendo:
--¡Que aleje siempre de ti las balas enemigas!
Doña Juana Pacheco y Doña Manuela Ozores, rancias damas que acordaban la
guerra de los siete años, murmuraron:
--¡Amén!
Hubo otro silencio. De pronto los ojos de la Reina se iluminaron con
amorosa alegría: Era que entraban sus dos hijos mayores, conducidos por
María Antonieta. Desde la puerta corrieron hacia ella, colgándosele del
cuello y besándola. Doña Margarita les dijo con una graciosa severidad:
--¿Quién ha sabido mejor sus lecciones?
La Infanta calló poniéndose encendida, mientras Don Jaime, más denodado,
respondía:
--Las hemos sabido todos lo mismo.
--Es decir, que ninguno las ha sabido.
Y Doña Margarita los besó, para ocultar que se reía: Después les dijo,
tendida hacia mí su mano delicada y alba:
--Este caballero es el Marqués de Bradomín.
La Infanta murmuró en voz baja, inclinada la cabeza sobre el hombro de
su madre:
--¿El que hizo la guerra en México?
La Reina acarició los cabellos de su hija:
--¿Quién te lo ha dicho?
--¿No lo contó una vez María Antonieta?
--¡Cómo te acuerdas!
La niña, llenos de timidez y de curiosidad los ojos, se acercó a mí:
--¿Marqués, llevabas ese uniforme en México?
Y Don Jaime, desde el lado de su madre, alzó su voz autoritaria de niño
primogénito:
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