Sonata de otoño; Sonata de invierno: memorias del Marqués de Bradomín - 8

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cruzábamos el vasto corredor, sobre cuyos muros se desenvolvía en
viejas estampas la historia amorosa de Doña Marina y Hernán Cortés. Mi
corazón aún palpitó cuando en el fondo de una puerta surgió la Duquesa.
Don Carlos la interrogó:
--¿Ha venido?
--Ya no tardará, Señor.
La Duquesa quiso apartarse cediendo el paso, pero muy galán lo rehusó el
Rey:
--Las damas primero.
El salón, apenas alumbrado por los candelabros de las consolas, era
grande y frío, con encerada tarima. Ante el sofá del estrado brillaba un
brasero de cobre sostenido por garras de león. Don Carlos murmuró, al
tiempo que extendía sus manos sobre el rescoldo:
--Las mujeres sólo saben hacerse esperar... ¡Es su gran talento!
Calló, y nosotros respetamos su silencio. La Duquesa me enviaba una
sonrisa. Yo, al verla con tocas de viuda, recordé a la dama del negro
velo que había salido de la iglesia en el cortejo de Doña Margarita. En
el corredor volvía a resonar el golpe de la pata de palo, y un murmullo
de voces. A poco entran dos mujeres muy rebozadas y anhelantes, con un
vaho de humedad en los mantos. Al vernos, una de ellas retrocede hasta
la puerta mostrando disgusto. Don Carlos se acerca, y después de algunas
palabras en voz baja, sale acompañándola. La otra, una dueña que andaba
sin ruido, sale detrás, pero a los pocos momentos vuelve, y con la mano
asomando apenas bajo el manto, hace una seña a Volfani: Volfani se
levanta y la sigue. Al vernos solos, murmura y ríe la Duquesa:
--¡Se tapan de usted!
--¿Acaso las conozco?
--No sé... No me pregunte usted nada.
Callé, sin sentir la menor curiosidad, y quise besar las manos ducales
de mi amiga, pero ella las retiró sonriendo:
--Ten formalidad. Mira que somos dos viejos.
--¡Tú eres eternamente joven, Carmen!
Me miró un momento, y replicó maliciosa y cruel:
--Pues a ti no te sucede lo mismo.
Y como era muy piadosa, queriendo restañar la herida me echó al cuello
su boa de marta, ofreciéndome los labios como un fruto. ¡Divinos labios
que desvanecían en un perfume de rezos el perfume de los olés flamencos!
Se apartó vivamente porque el golpe de la pierna de palo volvía a sonar
despertando los ecos del caserón. Yo le dije sonriendo:
--¿Qué temes?
Y ella frunciendo el arco de su lindo ceño, respondió:
--¡Nada! ¿También tú crees esa calumnia?
Y besando la cruz de sus dedos, con tanta devoción como gitanería,
murmuró:
--¡Te lo juro!... Jamás he tenido nada con ese... Somos paisanos y le
guardo ley, y por eso cuando un toro le dejó sin poderse ganar el pan,
le recogí de caridad. ¡Tú harías lo mismo!
--¡Lo mismo!
Aun cuando no estuviese muy seguro, lo afirmé solemnemente. La Duquesa,
como queriendo borrar por completo aquel recuerdo, me dijo con amoroso
reproche:
--¡Ni siquiera me has preguntado por nuestra hija!
Quedé un momento turbado, porque apenas hacía memoria. Luego mi corazón
puso la disculpa en mis labios.
--No me atreví.
--¿Por qué?
--No quería nombrarla viniendo en aventura con el Rey.
Una nube de tristeza pasó por los ojos de la madre:
--No la tengo aquí... Está en un convento.
Yo sentí de pronto el amor de aquella hija lejana y casi quimérica:
--¿Se parece a ti?
--No... Es feúcha.
Temiendo una burla, me reí:
--¿Pero de veras es mi hija?
La Duquesa de Uclés volvió a jurar besando la cruz de sus dedos, y tal
vez haya sido mi emoción, pero entonces su juramento me pareció limpio
de toda gitanería. Fijándome sus grandes ojos morunos, dijo con un
profundo encanto sentimental, el encanto sentimental que hay en algunas
coplas gitanas:
--Esa criatura es tan hija tuya como mía. Nunca lo oculté, ni siquiera a
mi marido. ¡Y cómo la quería el pobrecito!
Se enjugó una lágrima. Era viuda desde el comienzo de la guerra, donde
había muerto oscuramente el pacífico Duque de Uclés. La antigua
bailarina, fiel a la tradición como una gran dama, se estaba arruinando
por la Causa: Ella sola había costeado las armas y monturas de cien
jinetes: Cien lanzas que se llamaron de Don Jaime. Al hablar del
heredero se enternecía como si también fuese su hijo.
--¿De manera que has visto a mi precioso príncipe?
--Sí.
--¿Y a cuál de las Infantas?
--A Doña Blanca.
--¿Qué salada, verdad? ¡Va a ser más barbiana!
Y aún quedaba en el aire el aleteo gracioso de aquella profecía, cuando
allá, en el fondo del caserón, resonó la voz del Rey. La Duquesa se puso
de pie:
--¿Qué pasará?
Don Carlos entró. Estaba un poco pálido. Nosotros le interrogamos con
los ojos. Él dijo:
--A Volfani acaba de darle un accidente. Ya se habían ido esas damas y
estaba hablándole, cuando de pronto veo que cae poco a poco, doblándose
sobre un brazo del sillón. Yo tuve que sostenerle...
Dicho esto salió, y nosotros, obedeciendo el mandato que no llegó a
formular, salimos tras él. Volfani estaba en un sillón, deshecho,
encogido, doblado y con la cabeza colgante. Don Carlos se acercó, y
levantándole en sus brazos robustos, le asentó mejor:
--¿Cómo estás, Volfani?
Volfani hizo visibles esfuerzos para contestar, pero no pudo. De su boca
inerte, caída, hilábanse las babas. La Duquesa acudió a limpiarlas,
caritativa y excelsa como la Verónica. Volfani posó sobre nosotros sus
tristes ojos mortales. La Duquesa, con el ánimo que las mujeres tienen
para tales trances, le habló:
--Esto no es nada, Señor Conde. A mi marido, como estaba un poco
grueso...
Volfani agitó un brazo que le colgaba, y los labios exhalaron un
ronquido donde se adivinaba el esbozo de algunas palabras. Nosotros nos
miramos creyendo verle morir. El ronquido, manchado por una espuma de
saliva, volvió a pasar entre los labios de Volfani: De los ojos nublados
se desprendieron dos lágrimas que corrieron escuetas por las mejillas de
cera. Don Carlos le habló como a un niño, levantando la voz con cariñosa
autoridad:
--Vas a ser trasladado a tu casa. ¿Quieres que te acompañe Bradomín?
Volfani siguió mudo. El Rey nos llamó aparte, y hablamos los tres en
secreto. Lo primero, como cumplía a corazones cristianos y magnánimos,
fué lamentar el disgusto de la pobre María Antonieta: Después fué
augurarle la muerte del pobre Volfani: Lo último fué acordar de qué
suerte había que trasladársele para evitar todo comento. La Duquesa
advirtió que no podían llevarle criados de su casa, convínose en ello y
al cabo de algunas dudas se acordó confiar el caso a Rafael el Rondeño.
El César de la pata de palo, luego de enterarse, se acarició los tufos y
dijo ceceando:
--¿Pero estamos seguros de que no es vino lo que tiene?
La Duquesa, poseída de justa indignación, le impuso silencio. El César,
impasible, continuó acariciándose los tufos hasta que al fin se encaró
con nosotros dando por resuelto el caso. Cargarían con el cuerpo del
Conde Volfani dos sargentos que estaban alojados en los desvanes. Eran
hombres de confianza, veteranos del Quinto de Navarra, y le llevarían a
su casa como si viniesen de camino. Y terminó su discurso con una
palabra que, como una caña de manzanilla, daba todo el aroma de su
antigua vida de torero y jácaro: ¿Hace?
[imagen]
[imagen: _Sonata de Invierno_]
[imagen: _Memorias del Marqués de Bradomin_]

[imagen: N]os volvimos adonde habíamos dejado los caballos. El Rey
no ocultaba su disgusto: Frecuentemente repetía, condolido y obstinado:
--¡Pobre Volfani! Era un corazón leal.
Durante algún tiempo sólo se escuchó el paso de las cabalgaduras. La
luna, una luna clara de invierno, iluminaba la aridez nevada del
Monte-Jurra. El viento avendavalado y frío, nos batía de frente. Don
Carlos habló, y una ráfaga llevóse deshechas sus palabras. Apenas pude
entender:
--¿Crees que morirá?...
Yo haciendo tornavoz con la mano grité:
--¡Lo temo, Señor!...
Y un eco repitió mis palabras, borrosas, informes. Don Carlos guardó
silencio, y durante el camino no habló más. Descabalgamos al abrigo de
los peñascales que había inmediatos a la casería, y entregando las
riendas al soldado que nos acompañaba, caminamos a pie. En la puerta nos
detuvimos un instante contemplando las nubes negras que el viento hacía
desfilar sobre la luna. Don Carlos aun murmuró:
--¡Maldito tiempo! ¡Era un corazón leal!
Dirigió una última mirada al cielo torvo, que amenazaba ventisca, y
entró. Traspuesto el umbral, percibimos rumor de voces que disputaban.
Yo tranquilicé al Rey:
--No es nada, Señor: Están jugándose las futuras soldadas.
Don Carlos tuvo una sonrisa indulgente.
--¿Conoces quiénes son?
--Lo adivino, Señor. Todo el Cuartel Real.
Habíamos entrado en la sala donde estaba dispuesto el aposento del Rey.
Un velón alumbraba sobre la mesa, la cama aparecía cubierta por rica
piel de topo, y el brasero, colocado entre dos sillas de campaña, ardía
con encenizados fulgores. Don Carlos, sentándose a descansar, me dijo
con amable ironía:
--Bradomín, sabes que esta noche me han hablado con horror de ti...
Dicen que tu amistad trae la desgracia... Me han suplicado que te aleje
de mi persona.
Yo murmuré sonriendo:
--¿Ha sido una dama, Señor?
--Una dama que no te conoce... Pero cuenta que su abuela siempre te
maldijo como al peor de los hombres.
Sentí una vaga aprensión:
--¿Quién era su abuela, Señor?
--Una princesa romañola.
Callé sobrecogido. Acababa de levantarse en mi alma, penetrándola con un
frío mortal, el recuerdo más triste de mi vida. Salí de la estancia con
el alma cubierta de luto. Aquel odio que una anciana transmitía a sus
nietas, me recordaba el primero, el más grande amor de mi vida perdido
para siempre en la fatalidad de mi destino. ¡Con cuánta tristeza recordé
mis años juveniles en la tierra italiana, el tiempo en que servía en la
Guardia Noble de Su Santidad! Fué entonces cuando en un amanecer de
primavera donde temblaba la voz de las campanas y se sentía el perfume
de las rosas recién abiertas, llegué a la vieja ciudad pontificia, y al
palacio de una noble princesa que me recibió rodeada de sus hijas, como
en Corte de Amor. Aquel recuerdo llenaba mi alma. Todo el pasado,
tumultuoso y estéril, echaba sobre mí ahogándome, sus aguas amargas.
Buscando estar a solas salíme al huerto, y durante mucho tiempo paseé en
la noche callada mi soledad y mis tristezas, bajo la luna, otras veces
testigo de mis amores y de mis glorias. Oyendo el rumor de las hinchadas
torrenteras que se despeñaban inundando los caminos, yo las comparaba
con mi vida, unas veces rugiente de pasiones y otras cauce seco y
abrasado. Como la luna no disipase mis negros pensamientos, comprendí
que era forzoso buscar el olvido en otra parte, y suspirando resignado
me junté con mis mundanos amigos del Cuartel Real. ¡Ay, triste es
confesarlo, pero para las almas doloridas ofrece la blanca luna menos
consuelos que un albur! Con el canto del gallo tocaron diana las
cornetas, y hube de guardar mi ganancia volviendo a sumirme en
cavilaciones sentimentales. A poco un ayudante vino a decirme que me
llamaba el Rey. Le hallé en su cámara apurando a sorbos una taza de
café, ya calzadas las espuelas y ceñido el sable:
--Bradomín, ahora soy contigo.
--A vuestras órdenes, Señor.
El Rey apuró el último sorbo, y dejando la taza me llevó al hueco de la
ventana:
--¡Conque nos ha salido otro cura faccioso!... Hombre leal y valiente,
según me dicen, pero fanático... El cura de Orio.
Yo interrogué:
--¿Un émulo de Santa Cruz?
--No... Un pobre viejo para quien no han pasado los años, y que hace la
guerra como en tiempos de mi abuelo... Creo que intenta quemar por
herejes a dos viajeros rusos, dos locos sin duda... Yo quiero que tú te
avistes con él, para hacerle entender que son otros los tiempos:
Aconséjale que vuelva a su iglesia y que entregue los prisioneros. Ya
sabes que no quiero disgustar a Rusia.
--¿Y qué debo hacer si tiene la cabeza demasiado dura?
Don Carlos sonrió con majestad:
--Rompérsela.
Y se apartó para recibir un correo que llegaba. Yo quedé en el mismo
sitio, esperando una última palabra. Don Carlos alzó un momento los ojos
del parte que leía y tuvo para mí una de sus miradas afables, nobles,
serenas, tristes. Una mirada de gran Rey.
[imagen]
[imagen: _Memorias del Marqués de Bradomin_]

[imagen: S]alí, y un momento después cabalgaba llevando por
escolta diez lanzas, escogidas, de Borbón. No hicimos parada hasta San
Pelayo de Ariza. Allí supe que una facción alfonsina había cortado el
puente de Omellín: Pregunté si era hacedero pasar el río, y me dijeron
que no: El vado con las crecidas estaba imposible, y la barca había sido
quemada. Hacíase forzoso volver atrás y seguir el camino de los montes
para cruzar el río por el puente de Arnáiz. Yo quería, ante todo, dar
cumplimiento a la misión que llevaba, y no vacilé, aun cuando suponía
llena de riesgos aquella ruta, cosa que con los mayores extremos
confirmó el guía, un viejo aldeano con tres hijos mozos en los Ejércitos
del Señor Rey Don Carlos.
Antes de emprender la jornada bajamos con los caballos a que bebiesen en
el río, y al mirar tan cerca la otra orilla, sentí la tentación de
arriesgarme. Consulté con mis hombres, y como unos se mostrasen
resueltos mientras otros dudaban, puse fin a tales pláticas entrándome
río adentro con mi caballo: El animal tembloroso sacudía las orejas: Ya
nadaba con el agua a la cincha, cuando en la otra ribera asomó una vieja
cargada de leña, y comenzó a gritarnos. Al pronto supuse que nos
advertía lo peligroso del paso. A mitad de la corriente, entendí mejor
sus voces.
--¡Tenéos, mis hijos! No paséis por el amor de Dios. Todo el camino está
cubierto de negros alfonsistas...
Y echando al suelo el haz de leña, bajó hasta meterse con los zuecos en
el agua, los brazos en alto como una sibila aldeana, clamorosa,
desesperada y adusta:
--¡Dios Nuestro Señor quiere probarnos y saber ansí la fe que cada uno
tiene en la su ánima, y la firme conciencia de los procederes!...
¡Cuentan y no acaban que han ganado una gran batalla! Abuín, Tafal,
Endrás, Otáiz, todo es de los negros, mis hijos...
Me volví a mirar el talante que mostraba mi gente y halléme que
retrocedía acobardada. En el mismo instante sonaron algunos tiros, y
pude ver en el agua el círculo de las balas que caían cerca de mí.
Apresuréme para ganar la otra orilla, y cuando ya mi caballo se erguía
asentando los cascos en la arena, sentí en el brazo izquierdo el golpe
de una bala y correr la sangre caliente por la mano adormecida. Mis
jinetes, doblados sobre el arzón, ya trepaban al galope por una cuesta
entre húmedos jarales. Con los caballos cubiertos de sudor entramos en
la aldea. Hice llamar a un curandero que me puso el brazo entre cuatro
cañas, y sin más descanso ni otra prevención, tomé con mis diez lanzas
el camino de los montes. El guía, que caminaba a pie al diestro de mi
caballo, no cesaba de augurar nuevos riesgos.
Los dolores que mi brazo herido me causaban eran tan grandes, que los
soldados de la escolta viendo mis ojos encendidos por la fiebre, y mi
rostro de cera, y mis barbas sombrías, que en pocas horas simulaban
haber crecido como en algunos cadáveres, guardaban un silencio lleno de
respeto. El dolor casi me nublaba los ojos, y como mi caballo corría
abandonada sobre el borrén la rienda, al cruzar una aldea faltó poco
para que atropellase a dos mujeres que caminaban juntas, enterrándose en
los lodazales. Gritaron al apartarse, fijándome los ojos asustados: Una
de aquellas mujeres me reconoció:
--¡Marqués!
Me volví con un gesto de dolorida indiferencia:
--¿Qué quiere usted, señora?
--¿No se acuerda usted de mí?
Y se acercó, descubriéndose un poco la cabeza que se tocaba con una
mantilla de aldeana navarra. Yo vi un rostro arrugado y unos ojos
negros, de mujer enérgica y buena. Quise recordar:
--¿Es usted?...
Y me detuve indeciso. Ella acudió en mi ayuda:
--¡Sor Simona, Marqués!... ¿Parece mentira que no se acuerde?
Yo repetí desvanecida la memoria:
--Sor Simona...
--¡Si me ha visto cien veces cuando estábamos en la frontera con el Rey!
¿Pero qué tiene? ¿Está herido?
Por toda respuesta le mostré mi mano lívida, con las uñas azulencas y
frías. Ella la examinó un momento, y acabó exclamando con bondadoso
ímpetu:
--Usted no puede seguir así, Marqués.
Yo murmuré:
--Es preciso que cumpla una orden del Rey.
--Aunque haya de cumplir cien órdenes. Tengo visto en esta guerra muchos
heridos, y le digo que ese brazo no espera... Por lo tanto que espere el
Rey.
Y tomó el diestro de mi caballo para hacerle torcer de camino. En
aquella cara arrugada y morena, los ojos negros y ardientes de monja
fundadora, estaban llenos de lágrimas: Volviéndose a los soldados, les
dijo:
--Venid detrás, muchachos.
Hablaba con ese tono autoritario y enternecido, que yo había escuchado
tantas veces a las viejas abuelas mayorazgas. Aun cuando el dolor me
robaba toda energía, llevado de mis hábitos galantes hice un esfuerzo
por apearme. Sor Simona se opuso con palabras que a la vez eran bruscas
y amables. Obedecí, falto de toda voluntad, y entramos por una calle de
huertos y casuchas bajas que humeaban en la paz del crepúsculo,
esparciendo en el aire el olor de la pinocha quemada. Yo percibía como
en un sueño las voces de algunos niños que jugaban, y los gritos
furibundos de las madres. Las ramas de un sauce que vertía su copa fuera
de la tapia, me dieron en la cara. Inclinándome en la silla pasé bajo su
sombra adversa.
[imagen]
[imagen: _Memorias del Marqués de Bradomin_]

[imagen: N]os detuvimos ante una de esas hidalgas casonas
aldeanas, con piedra de armas sobre la puerta y ancho zaguán donde se
percibe el aroma del mosto, que parece pregonar la generosa voluntad.
Estaba en una plaza donde crecía la yerba: En el ámbito desierto
resonaba el martillo del herrador y el canto de una mujeruca que
remendaba su refajo. Sor Simona me dijo, mientras me ayudaba a
descabalgar:
--Aquí tenemos nuestro retiro, desde que los republicanos quemaron el
convento de Abarzuza... ¡La furia que les entró cuando la muerte de su
general!
Yo interrogué vagamente:
--¿Qué general?
--¡Don Manuel de la Concha!
Entonces recordé haber oído, no sabía cuándo ni dónde, que la nueva de
aquel suceso, una monja con disfraz de aldeana, hubo de llevarla a
Estella. La monja, por ganar tiempo, había caminado toda la noche a pie,
en medio de una tormenta, y al llegar fué tomada por visionaria. Era Sor
Simona. Al darse a conocer aun me lo recordó sonriendo:
--¡Ay, Marqués, creí que aquella noche me fusilaban!
Yo subía, apoyado en su hombro, la ancha escalera de piedra, y delante
de nosotros subía la compañera de Sor Simona. Era casi una niña, con los
ojos aterciopelados, muy amorosos y dulces. Se adelantó para llamar, y
nos habrió la hermana portera:
--¡Deo gracias!
--¡A Dios sean dadas!
Sor Simona me dijo:
--Aquí tenemos nuestro hospital de sangre.
Yo distinguí en el fondo crepuscular de una sala blanca entarimada de
nogal, un grupo de mujeres con tocas, sentadas en sillas bajas de enea,
haciendo hilas y rasgando vendajes. Sor Simona ordenó:
--Dispongan una cama en la celda donde estuvo Don Antonio Dorregaray.
Dos monjas se levantaron y salieron: Una de ellas llevaba a la cintura
un gran manojo de llaves. Sor Simona, ayudada por la niña que viniera
acompañándola, comenzó a desatar el vendaje de mi brazo:
--Vamos a ver cómo está. ¿Quién le puso estas cañas?
--Un curandero de San Pelayo de Ariza.
--¡Válgame Dios! ¿Le dolerá mucho?
--¡Mucho!
Libre de las ligaduras que me oprimían el brazo, sentí un alivio, y me
enderecé con súbita energía:
--Háganme una cura ligera, para que pueda continuar mi camino.
Sor Simona murmuró con gran reposo:
--¡Siéntese!... No hable locuras. Ya me dirá cuál es esa orden del
Rey... Si fuese preciso, la llevaré yo misma.
Me senté, cediendo al tono de la monja:
--¿Qué pueblo es éste?
--Villareal de Navarra.
--¿Cuánto dista de Amelzu?
--Seis leguas.
Yo murmuré reprimiendo una queja:
--Las órdenes que llevo son para el Cura de Orio.
--¿Qué órdenes son?
--Que me entregue unos prisioneros. Es preciso que hoy mismo me aviste
con él.
Sor Simona movió la cabeza:
--Ya le digo que no piense en tales locuras. Yo me encargo de arreglar
eso. ¿Qué prisioneros son los que ha de entregarle?
--Dos extranjeros a quienes ha ofrecido quemar por herejes.
La monja rió celebrándolo:
--¡Qué cosas tiene ese bendito!
Yo, reprimiendo una queja, también me reí. Un momento mis ojos
encontraron los ojos de la niña, que asustados y compasivos, se alzaban
de mi brazo amarillento donde se veía el cárdeno agujero de la bala. Sor
Simona le advirtió en voz baja:
--Maximina, que pongas sábanas de hilo en la cama del Señor Marqués.
Salió presurosa: Sor Simona me dijo:
--Estaba viendo que rompía a llorar. ¡Es una criatura buena como los
ángeles!
Yo sentí el alma llena de ternura por aquella niña de los ojos
aterciopelados, compasivos y tristes. La memoria acalenturada, comenzó a
repetir unas palabras con terca insistencia:
--¡Es feucha! ¡Es feucha! ¡Es feucha!...
Me acosté con ayuda de un soldado y una vieja criada de las monjas. Sor
Simona llegó a poco, y, sentándose a mi cabecera, comenzó:
--He mandado un aviso al alcalde, para que aloje a la gente que usted
trae. El médico viene ahora, está terminando la visita en la sala de
Santiago.
Yo asentí con apagada sonrisa. Poco después, oíamos en el corredor una
voz cascada y familiar, hablando con las monjas que respondían
melifluas. Sor Simona murmuró:
--Ya está ahí.
Todavía pasó algún tiempo hasta que el médico asomó en la puerta,
tatareando un zorcico: Era un viejo jovial, de mejillas bermejas y ojos
habladores, de una malicia ingenua: Deteniéndose en el umbral, exclamó:
--¿Qué hago? ¿Me quito la boina?
Yo murmuré débilmente:
--No, señor.
--Pues no me la quito. Aun cuando quien debiera autorizarlo era la Madre
Superiora... Veamos qué tiene el valiente caporal.
Sor Simona murmuró con severa cortesía de señora antigua:
--Este caporal es el Marqués de Bradomín.
Los ojos alegres del viejo, me miraron con atención:
--De oídas le conocía mucho.
Calló inclinándose para examinarme la mano, y comenzando a desatar el
vendaje, se volvió un momento:
--¿Sor Simona, quiere hacerme el favor de aproximar la luz?
La monja acudió. El médico me descubrió el brazo hasta el hombro, y
deslizó sus dedos oprimiéndolo: Sorprendido levantó la cabeza:
--¿No duele?
Yo respondí con voz apagada:
--¡Algo!
--¡Pues grite! Precisamente hago el reconocimiento para saber dónde
duele.
Volvió a empezar deteniéndose mucho, y mirándome a la cara: Bordeando el
agujero de la bala me hincó más fuerte los dedos:
--¿Duele aquí?
--Mucho.
Oprimió más, y sintióse un crujido de huesos. Por la cara del médico
pasó como una sombra y murmuró dirigiéndose a la monja, que alumbraba
inmóvil:
--Están fracturados el cúbito y el radio, y con fractura conminuta.
Sor Simona, asintió con los ojos. El médico bajó la manga
cuidadosamente, y mirándome cara a cara, me dijo:
--Ya he visto que es usted un hombre valiente.
Sonreí con tristeza, y hubo un momento de silencio. Sor Simona dejó la
luz sobre la mesa y tornó al borde de la cama. Yo veía en la sombra las
dos figuras atentas y graves. Comprendiendo la razón de aquel silencio,
les hablé:
--¿Será preciso amputar el brazo?
El médico y la monja se miraron. Leí en sus ojos la sentencia, y sólo
pensé en la actitud que a lo adelante debía adoptar con las mujeres para
hacer poética mi manquedad. ¡Quién la hubiera alcanzado en la más alta
ocasión que vieron los siglos! Yo confieso que entonces más envidiaba
aquella gloria al divino soldado, que la gloria de haber escrito el
Quijote. Mientras cavilaba estas locuras volvió el médico a descubrirme
el brazo y acabó declarando que la gangrena no consentía esperas. Sor
Simona le llamó con un gesto, y apartados en un extremo de la estancia
vi conferenciar en secreto. Después la monja volvió a mi cabecera:
--Hay que tener ánimo, Marqués.
Yo murmuré:
--Lo tengo, Sor Simona.
Y volvió a repetir la buena Madre:
--¡Mucho ánimo!
La miré fijamente, y le dije:
--¡Pobre Sor Simona, no sabe cómo anunciármelo!
La monja guardó silencio y la vaga esperanza que yo había conservado
hasta entonces, huyó como un pájaro que vuela en el crepúsculo: Yo
sentí que era mi alma como viejo nido abandonado. La monja susurró:
--Es preciso tener conformidad con las desgracias que nos manda Dios.
Alejóse con leve andar, y vino el médico a mi cabecera: Un poco receloso
le dije:
--¿Ha cortado usted muchos brazos, Doctor?
Sonrió, afirmando con la cabeza:
--Algunos, algunos.
Entraban dos monjas, y se apartó para ayudarlas a disponer sobre una
mesa hilas y vendajes. Yo seguía con los ojos aquellos preparativos, y
experimentaba un goce amargo y cruel, dominando el femenil sentimiento
de compasión que nacía en mí ante la propia desgracia. El orgullo, mi
gran virtud, me sostenía. No exhalé una queja ni cuando me rajaron la
carne, ni cuando serraron el hueso, ni cuando cosieron el muñón. Puesto
el último vendaje, Sor Simona murmuró con un fuego simpático en los
ojos:
--¡No he visto nunca tanto ánimo!
Y los acólitos que habían asistido al sacrificio, prorrumpieron también
en exclamaciones:
--¡Qué valor!
--¡Cuánta entereza!
--¡Y nos pasmábamos del General!
Yo sospeché que me felicitaban, y les dije con voz débil:
--¡Gracias, hijos míos!
Y el médico que se lavaba la sangre de las manos, les advirtió jovial:
--Dejadle que descanse...
[imagen]Cerré los ojos para ocultar dos lágrimas que acudían a
ellos, y sin abrirlos advertí que la estancia quedaba a oscuras. Después
unos pasos tenues vagaron en torno mío, y no sé si mi pensamiento se
desvaneció en un
sueño o en un desmayo.
[imagen]
[imagen: _Memorias del Marqués de Bradomin_]

[imagen: E]ra todo silencio en torno mío, y al borde de mi cama
una sombra estaba en vela. Abrí los párpados en la vaga oscuridad, y la
sombra se acercó solícita: Unos ojos aterciopelados, compasivos y
tristes, me interrogaron:
--¿Sufre mucho, señor?
Eran los ojos de la niña, y al reconocerlos sentí como si las aguas de
un consuelo me refrescasen la aridez abrasada del alma. Mi pensamiento
voló como una alondra rompiendo las nieblas de la modorra donde
persistía la conciencia de las cosas reales, angustiada, dolorida y
confusa. Alcé con fatiga el único brazo que me quedaba, y acaricié
aquella cabeza que parecía tener un nimbo de tristeza infantil y divina.
Se inclinó besándome la mano, y al incorporarse tenía el terciopelo de
los ojos brillante de lágrimas. Yo le dije:
--No tengas pena, hija mía.
Hizo un esfuerzo para serenarse, y murmuró conmovida:
--¡Es usted muy valiente!
Yo sonreí un poco orgulloso de aquella ingenua admiración:
--Ese brazo no servía de nada.
La niña me miró, con los labios trémulos, abiertos sobre mí sus grandes
ojos como dos florecillas franciscanas de un aroma humilde y cordial. Yo
le dije deseoso de gustar otra vez el consuelo de sus palabras tímidas:
--Tú no sabes que si tenemos dos brazos es como un recuerdo de las
edades salvajes, para trepar a los árboles, para combatir con las
fieras... Pero en nuestra vida de hoy, basta y sobra con uno, hija
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