Sonata de otoño; Sonata de invierno: memorias del Marqués de Bradomín - 9

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mía... Además, espero que esa rama cercenada servirá para alargarme la
vida, porque ya soy como un tronco viejo.
La niña sollozó:
--¡No hable usted así, por Dios! ¡Me da mucha pena!
La voz un poco aniñada se ungía con el mismo encanto que los ojos,
mientras en la penumbra de la alcoba quedaba indeciso el rostro menudo,
pálido, con ojeras. Yo murmuré débilmente, enterrada la cabeza en las
almohadas:
--Háblame, hija mía.
Ella repuso ingenua y casi riente, como si pasase por sus palabras una
ráfaga de alegría infantil:
--¿Por qué quiere usted que le hable?
--Porque el oirte me hace bien. Tienes la voz balsámica.
La niña quedóse un momento pensativa y luego repitió, como si buscase en
mis palabras un sentido oculto:
--¡La voz balsámica!
Y recogida en su silla de enea, a la cabecera de mi lecho, permaneció
silenciosa, pasando lentamente las cuentas del rosario. Yo la veía al
través de los párpados flojos, hundido en el socavón de las almohadas
que parecían contagiarme la fiebre, caldeadas, quemantes. Poco a poco
volvieron a cercarme las nieblas del sueño, un sueño ingrávido y
flotante, lleno de agujeros, de una geometría diabólica. Abrí los ojos
de pronto, y la niña me dijo:
--Ahora se fué la Madre Superiora. Me ha reñido, porque dice que le
fatigo a usted con mi charla, de manera que va usted a estarse muy
callado.
Hablaba sonriendo, y en su cara triste y ojerosa, era la sonrisa como el
reflejo del sol en las flores humildes, cubiertas de rocío. Recogida en
su silla de enea, me fijaba los ojos llenos de sueños tristes. Yo al
verla sentía penetrada el alma de una suave ternura, ingenua como amor
de abuelo que quiere dar calor a sus viejos días consolando las penas
de una niña y oyendo sus cuentos. Por oir su voz, le dije:
--¿Cómo te llamas?
--Maximina.
--Es un nombre muy bonito.
Me miró poniéndose encendida, y repuso risueña y sincera:
--¡Será lo único bonito que tenga!
--Tienes también muy bonitos los ojos.
--Los ojos podrá ser... ¡Pero soy toda yo tan poca cosa!...
--¡Ay!... Adivino que vales mucho.
Me interrumpió muy apurada:
--No, señor, ni siquiera soy buena.
Tendí hacia ella mi única mano:
--La niña más buena que he conocido.
--¡Niña!... Una mujer enana, Señor Marqués. ¿Cuántos años cree usted
que tengo?
Y puesta en pie, cruzaba los brazos ante mí, burlándose ella misma de
ser tan pequeña. Yo le dije con amable zumba:
--¡Acaso tengas veinte años!
Me miró muy alegre:
--¡Cómo se burla usted de mí!... Aún no tengo quince años, Señor
Marqués... ¡Si creí que iba usted a decir doce!... ¡Ay, que le estoy
haciendo hablar y no me prohibió otra cosa la Madre Superiora!
Sentóse muy apurada y se llevó un dedo a los labios al tiempo que sus
ojos demandaban perdón. Yo insistí en hacerla hablar:
--¿Hace mucho que eres novicia?
Ella, sonriente, volvió a indicar el silencio: Después murmuró:
--No soy novicia: Soy educanda.
[imagen]Y sentada en la silla de enea quedó abstraída.
Yo callaba, sintiendo sobre mí el encanto
de aquellos ojos poblados por los
sueños. ¡Ojos de niña, sueños de
mujer! ¡Luces de alma en pena
en mi noche de viejo!
[imagen]
[imagen: _Memorias del Marqués de Bradomin_]

[imagen: L]as tropas leales cruzaban la calle batiendo marcha. Se
oía el bramido fanático del pueblo que acudía a verlas. Unos gritaban:
--¡Viva Dios!
Otros gritaban arrojando al aire las boinas:
--¡Viva el Rey! ¡Viva Carlos VII!
Recordé de pronto las órdenes que llevaba y quise incorporarme, pero el
dolor del brazo amputado me lo impidió: Era un dolor sordo que me fingía
tenerlo aún, pesándome como si fuese de plomo. Volviendo los ojos a la
novicia le dije con tristeza y burla:
--¡Hermana Maximina, quieres llamar en mi ayuda a la Madre Superiora?
--No está la Madre Superiora... ¡Si yo puedo servirle!
La contemplé sonriendo:
--¿Y te atreverías a correr por mí un gran peligro?
La novicia bajó los ojos, mientras en las mejillas pálidas florecían dos
rosas:
--Yo sí.
--¡Tú mi pobre pequeña!
Callé, porque la emoción embargaba mi voz, una emoción triste y grata al
mismo tiempo: Yo adivinaba que aquellos ojos aterciopelados y tristes
serían ya los últimos que me mirasen con amor. Era mi emoción como la
del moribundo que contempla los encendidos oros de la tarde y sabe que
aquella tarde tan bella es la última. La novicia levantando hacia mí sus
ojos, murmuró:
--No se fije en que soy tan pequeña, Señor Marqués.
Yo le dije sonriendo:
--¡A mí me pareces muy grande, hija mía!... Me imagino que tus ojos se
abren allá en el cielo.
Ella me miró risueña, al mismo tiempo que con una graciosa seriedad de
abuela repetía:
--¡Qué cosas!... ¡Qué cosas dice este señor!
Yo callé contemplando aquella cabeza llena de un encanto infantil y
triste. Ella, después de un momento me interrogó con la adorable timidez
que hacía florecer las rosas en sus mejillas:
--¿Por qué me ha dicho si me atrevería a correr un peligro?...
Yo sonreí:
--No fué eso lo que te dije, hija mía. Te dije si te atreverías a
correrlo por mí.
La novicia calló, y vi temblar sus labios que se tornaron blancos. Al
cabo de un momento murmuró sin atreverse a mirarme, inmóvil en su silla
de enea, con las manos en cruz:
--¿No es usted mi prójimo?
Yo suspiré:
--Calla, por favor, hija mía.
Y me cubrí los ojos con la mano, en una actitud trágica. Así permanecí
mucho tiempo esperando que la niña me interrogase, pero como la niña
permanecía muda, me decidí a ser el primero en romper aquel largo
silencio:
--Qué daño me han hecho tus palabras: Son crueles como el deber.
La niña murmuró:
--El deber es dulce.
--El deber que nace del corazón, pero no el que nace de una doctrina.
Los ojos aterciopelados y tristes me miraron serios:
--No entiendo sus palabras, señor.
Y después de un momento, levantándose para mullir mis almohadas, murmuró
apenada de ver mi ceño adusto:
--¿Qué peligro era ese, Señor Marqués?
Yo la miré todavía severo:
--Era un vago hablar, Hermana Maximina.
--¿Y por qué deseaba ver a la Madre Superiora?
--Para recordarle un ofrecimiento que me hizo y del cual se ha olvidado.
Los ojos de la niña me miraron risueños:
--Yo sé cuál es: Que se viese con el Cura de Orio. ¿Pero quién le ha
dicho que se ha olvidado? Entró aquí para despedirse de usted, y como
dormía no quiso despertarle.
La novicia calló para correr a la ventana. De nuevo volvían a resonar en
la calle los gritos con que el pueblo saludaba a las tropas leales:
--¡Viva Dios! ¡Viva el Rey!
La novicia tomó asiento en uno de los poyos que flanqueaban la ventana,
aquella ventana angosta, de vidrios pequeños y verdeantes, única que
tenía la estancia. Yo le dije:
--¿Por qué te vas tan lejos, hija mía?
--Desde aquí también le oigo.
Y me enviaba la piadosa tristeza de sus ojos sentada al borde de la
ventana desde donde se atalayaba un camino entre álamos secos, y un
fondo de montes sombríos, manchados de nieve. Como en los siglos
mediovales y religiosos llegaban desde la calle las voces del pueblo:
¡Viva Dios! ¡Viva el Rey!
[imagen]
[imagen: _Sonata de Invierno_]
[imagen: _Memorias del Marqués de Bradomin_]

[imagen: E]xaltaba la fiebre mis pensamientos. Dormía breves
instantes, y despertábame con sobresalto, sintiendo aferrada y dolorida
en un término remoto, la mano del brazo cercenado. Fué para mí todo el
día de un afán angustioso. Sor Simona entró al anochecer, saludándome
con aquella voz grave y entera que tenía como levadura de las rancias
virtudes castellanas:
--¿Qué tal van esos ánimos, Marqués?
--Decaídos, Sor Simona.
La monja sacudió bravamente el agua que mojaba su mantilla de aldeana:
--¡Vaya que me ha costado trabajo convencer a ese bendito Cura de
Orio!...
Yo murmuré débilmente:
--¿Le ha visto?
--De allá vengo... Cinco horas de camino, y una hora de sermón hasta que
me cansé y le hablé fuerte... Tentaciones tuve de arañarle la cara y
hacer de Infanta Carlota. ¡Dios me lo perdone!... No sé ni lo que hablo.
El pobre hombre no había pensado nunca en quemar a los prisioneros, pero
quería retenerlos para ver si los convertía. En fin, ya están aquí.
Yo me incorporé en las almohadas:
--¡Sor Simona, quiere usted autorizarles a entrar?
La Madre Superiora se asomó a la puerta y gritó:
--Sor Jimena, que pasen esos señores.
Luego volviendo a mi cabecera, murmuró:
--Se conoce que son personas de calidad. Uno de ellos parece un gigante.
El otro es muy joven, con cara de niña, y sin duda era estudiante allá
en su tierra, porque habla el latín mejor que el Cura de Orio.
La Madre Superiora calló poniendo atención a unos pasos lentos y
cansados que se acercaban corredor adelante, y quedó esperando vueltos
los ojos a la puerta, donde no tardó en asomar una monja llena de
arrugas, con tocas muy almidonadas y un delantal azul: En la frente y en
las manos tenía la blancura de las hostias:
--Madrecica, esos caballeros venían tan cansados y arrecidos que les he
llevado a la cocina para que se calienten unas migajicas. ¡Viera cómo se
quedan comiendo unas sopicas de ajo con que les he regalado! Si parece
que no habían catado en tres días cosa de sustancia. ¿La Madrecica ha
reparado cómo se les conoce en las manos pulidas ser personas de mucha
calidad?
Sor Simona repuso con una sonrisa condescendiente:
--Algo de eso he reparado.
--El uno es tenebroso como un alcalde mayor, pero el otro es un bien
rebonico zagal para sacarlo en un paso de procesión, con el tontillo de
seda y las alicas de pluma, en la guisa que sale el Arcángel San Rafael.
La Madre Superiora sonreía oyendo a la monja, cuyos ojos azules y
límpidos conservaban un candor infantil entre los párpados llenos de
arrugas. Con jovial entereza le dijo:
--Sor Jimena, con las sopas de ajo le sentará mejor que las alicas de
pluma, un trago de vino rancio.
--¡Y tiene razón, Madrecica! Ahora voy a encandilarles con él.
Sor Jimena salió arrastrando los pies, encorvada y presurosa. Los ojos
de la Madre Superiora la miraron salir llenos de indulgente compasión:
--¡Pobre Sor Jimena, ha vuelto a ser niña!
Después tomó asiento a mi cabecera y cruzó las manos. Anochecía y los
vidrios llorosos de la ventana dejaban ver sobre el perfil incierto de
los montes, la mancha de la nieve argentada por la luna. Se oía lejano
el toque de una corneta. Sor Simona me dijo:
--Los soldados que vinieron con usted han hecho verdaderos horrores. El
pueblo está indignado con ellos y con los muchachos de una partida que
llegó ayer. Al escribano Arteta le han dado cien palos por negarse a
desfondar una pipa y convidarlos a beber, y a Doña Rosa Pedrayes la han
querido emplumar porque su marido, que murió hace veinte años, fué amigo
de Espartero. Cuentan que han subido los caballos al piso alto, y que en
las consolas han puesto la cebada para que comiesen. ¡Horrores!
Seguíase oyendo el toque vibrante y luminoso de la corneta que parecía
dar sus notas al aire como un despliegue de bélicas banderas. Yo sentí
alzarse dentro de mí el ánimo guerrero, despótico, feudal, este noble
ánimo atávico, que haciéndome un hombre de otros tiempos, hizo en éstos
mi desgracia. ¡Soberbio Duque de Alba! ¡Glorioso Duque de Sesa, de
Terranova y Santangelo! ¡Magnífico Hernán Cortés!: Yo hubiera sido
alférez de vuestras banderas en vuestro siglo. Yo siento, también, que
el horror es bello, y amo la púrpura gloriosa de la sangre, y el saqueo
de los pueblos, y a los viejos soldados crueles, y a los que violan
doncellas, y a los que incendian mieses, y a cuantos hacen desafueros al
amparo del fuero militar. Alzándome en las almohadas se lo dije a la
monja:
--Señora, mis soldados guardan la tradición de las lanzas castellanas, y
la tradición es bella como un romance y sagrada como un rito. Si a mí
vienen con sus quejas, así se lo diré a esos honrados vecinos de
Villarreal de Navarra.
Yo vi en la oscuridad que la monja se enjugaba una lágrima: Con la voz
emocionada, me habló:
--Marqués, yo también se lo dije así... No con esas palabras, que no sé
hablar con tanta elocuencia, pero sí en el castellano claro de mi
tierra. ¡Los soldados deben ser soldados, y la guerra debe ser guerra!
En esto la otra monja llena de arrugas, risueña bajo sus tocas blancas y
almidonadas, abrió la puerta tímidamente y asomó con una luz, pidiendo
permiso para que entrasen los prisioneros. A pesar de los años reconocí
al gigante: Era aquel príncipe ruso que provocara un día mi despecho,
cuando allá en los países del sol quiso seducirle la Niña Chole. Viendo
juntos a los dos prisioneros, lamenté más que nunca no poder gustar del
bello pecado, regalo de los dioses y tentación de los poetas. En aquella
ocasión hubiera sido mi botín de guerra y una hermosa venganza, porque
era el compañero del gigante el más admirable de los efebos.
Considerando la triste aridez de mi destino, suspiré resignado. El efebo
me habló en latín, y en sus labios el divino idioma evocaba el tiempo
feliz en que otros efebos sus hermanos, eran ungidos y coronados de
rosas por los emperadores:
--Señor, mi padre os da las gracias.
Con aquella palabra padre, alta y sonora, era también cómo sus hermanos
nombraban a los emperadores. Y le dije enternecido:
--¡Que los dioses te libren de todo mal, hijo mío!
Los dos prisioneros se inclinaron. Creo
que el gigante me reconoció, porque advertí
en sus ojos una expresión huidiza y cobarde.
Incapaz para la venganza, al verlos partir
recordé a la niña de los ojos aterciopelados
y tristes, y lamenté con un
suspiro, que no tuviese las formas
gráciles de aquel efebo.
[imagen]
[imagen: _Memorias del Marqués de Bradomin_]

[imagen: T]oda la noche hubo sobresalto y lejano tiroteo de
fusilería. Al amanecer comenzaron a llegar heridos, y supimos que la
facción alfonsina ocupaba el Santuario de San Cernín. Los soldados
cubiertos de lodo exhalaban un vaho húmedo, de los ponchos: Bajaban sin
formación por los caminos del monte: Desanimados y recelosos murmuraban
que habían sido vendidos.
Yo había obtenido permiso para levantarme, y con la frente apoyada en
los cristales de la ventana contemplaba los montes envueltos en la
cortina cenicienta de la lluvia. Me sentía muy débil, y al verme en pie
con mi brazo cercenado, confieso que era grande mi tristeza. Exaltábase
mi orgullo, y sufría presintiendo el goce de algunas viejas amigas de
quien no hablaré jamás en mis Memorias. Pasé todo el día en sombrío
abatimiento, sentado en uno de los poyos que guarnecían la ventana. La
niña de los ojos aterciopelados y tristes, me hizo compañía largos
ratos. Una vez le dije:
--¡Hermana Maximina, qué bálsamo me traes?
Ella, sonriendo llena de timidez, vino a sentarse en el otro poyo de la
ventana. Yo cogí su mano y comencé a explicarle:
--Hermana Maximina, tú eres dueña de tres bálsamos: Uno lo dan tus
palabras, otro tus sonrisas, otro tus ojos de terciopelo...
Con la voz apagada y un poco triste, le hablaba de esta suerte, como a
una niña a quien quisiera distraer con un cuento de hadas. Ella me
respondía:
--No le creo a usted, pero me gusta mucho oirle... ¡Sabe usted decir
todas las cosas, como nadie sabe!...
Y toda roja enmudecía. Después limpiaba los cristales empañados, y
mirando al huerto quedábase abstraída. El huerto era triste: Bajo los
árboles crecía la yerba espontánea y humilde de los cementerios, y la
lluvia goteaba del ramaje sin hojas, negro, adusto. En el brocal del
pozo saltaban esos pájaros gentiles que llaman de las nieves, al pie de
la tapia balaba una oveja tirando de la jareta que la sujetaba, y por el
fondo nublado del cielo iba una bandada de cuervos. Yo repetía en voz
baja:
--¡Hermana Maximina!
Volvióse lentamente, como una niña enferma a quien ya no alegran los
juegos:
--¿Qué mandaba usted, Señor Marqués?
En sus ojos de terciopelo parecía haber quedado toda la tristeza del
paisaje. Yo le dije:
--Hermana Maximina, se abren las heridas de mi alma, y necesito alguno
de tus bálsamos. ¿Cuál quieres darme?
--El que usted quiera.
--Quiero el de tus ojos.
Y se los besé paternalmente. Ella batió muchas veces los párpados y
quedó seria, contemplando sus manos delicadas y frágiles de mártir
infantil. Yo sentía que una profunda ternura me llenaba el alma con
voluptuosidad nunca gustada. Era como si un perfume de lágrimas se
vertiese en el curso de las horas felices. Volví a murmurar:
--Hermana Maximina...
Y ella, sin alzar la cabeza respondió con la voz vaga y dolorosa:
--Diga, Señor Marqués.
--Digo que eres avara de tus tesoros. ¿Por qué no me miras? ¿Por qué no
me hablas? ¿Por qué no me sonríes, Hermana Maximina?
Levantó los ojos tristes y lánguidos como suspiros:
--Estaba pensando que llevaba usted muchas horas de pie. ¿No le hará a
usted daño?
Yo tomé sus dos manos y la atraje hacia mí:
--No me hará daño si me haces el don de tus bálsamos.
Por primera vez la besé en los labios: Estaban helados. Olvidé el tono
sentimental y con el fuego de los años juveniles le dije:
--¿Serías capaz de quererme?
Ella se estremeció sin responderme. Yo volví a repetir:
--¿Serías capaz de quererme, con tu alma de niña?
--Sí... ¡Le quiero! ¡Le quiero!
Y se arrancó de mis brazos demudada. Huyó y no volví a verla en todo
aquel día. Sentado en el poyo de la ventana permanecí mucho tiempo. La
luna se levantaba sobre los montes en un cielo anubarrado y fantástico:
El huerto estaba oscuro: La casa en santa paz. Sentí que a mis párpados
acudía el llanto: Era la emoción del amor, que da una profunda tristeza
a las vidas que se apagan. Como la mayor ventura soñé que aquellas
lágrimas fuesen enjugadas por la niña de los ojos aterciopelados y
tristes. El murmullo del rosario que rezaban las monjas en comunidad,
llegaba hasta mí como un eco de aquellas almas humildes y felices que
cuidaban a los enfermos cual a los rosales de su huerto, y amaban a Dios
Nuestro Señor. Por la sombra del cielo iba la luna sola, lejana y
blanca como una novicia escapada de su celda. ¡Era la Hermana Maximina!
[imagen]
[imagen: _Sonata de Invierno_]
[imagen: _Memorias del Marqués de Bradomin_]

[imagen: D]espués de una noche en lucha con el pecado y el
insomnio, nada purifica el alma como bañarse en la oración y oir una
misa al rayar el día. La oración entonces es también un rocío matinal y
la calentura del Infierno se apaga con él. Yo como he sido un gran
pecador, aprendí esto en los albores de mi vida, y en aquella ocasión no
podía olvidarlo. Me levanté al oir el esquilón de las monjas, y
arrodillado en el presbiterio, tiritando bajo mi tabardo de soldado,
atendí la misa que celebró el capellán. Algunos mocetones flacos,
envueltos en mantas y con las frentes vendadas, se perfilaban en la
sombra de uno y de otro muro, arrodillados sobre las tarimas. En el
ámbito oscuro resonaban las toses cavadas y tísicas, apagando el
murmullo del latín litúrgico. Terminada la misa, salí al patio que
mostraba su enlosado luciente por la lluvia. Los soldados convalecientes
paseaban: La fiebre les había descarnado las mejillas y hundido los
ojos: A la luz del amanecer parecían espectros: Casi todos eran mozos
aldeanos enfermos de fatiga y de nostalgia. Herido en batalla sólo había
uno: Yo me acerqué a conversar con él: Viéndome llegar se cuadró
militarmente. Le interrogué:
--¿Qué hay, muchacho?
--Aquí, esperando que me echen a la calle.
--¿Dónde te han herido?
--En la cabeza.
--Te pregunto en qué acción.
--Un encuentro que tuvimos cerca de Otáiz.
--¿Qué tropas?
--Nosotros solos contra dos compañías de Ciudad Rodrigo.
--¿Y quiénes sois vosotros?
--Los muchachos del fraile. Yo era la primera vez que entraba en fuego.
--¿Y quién es el Fraile?
--Uno que estaba en Estella.
--¿Fray Ambrosio?
--Creo que ése.
--¿Pues tú no le conoces?
--No, señor. Quien nos mandaba era Miquelcho. El Fraile decían que
estaba herido.
--¿Tú no eras de la partida?
--No, señor. A mí, junto con otros tres, me habían cogido al pasar por
Omellín.
--¿Y os obligaron a seguirlos?
--Sí, señor. Hacían leva.
--¿Y cómo se ha batido la gente del Fraile?
--A mi parecer bien. Les hemos tumbado siete a los del pantalón
encarnado. Los esperamos ocultos en un ribazo del camino: Venían muy
descuidados cantando...
El muchacho se interrumpió. Oíase lejano clamoreo de femeniles voces
asustadas. Las voces corrían la casa clamando:
--¡Qué desgracia!
--¡Virgen Santísima!
--¡Divino Jesús!
El clamoreo se apagó de pronto: La casa volvió a quedar en santa paz.
Los soldados hicieron comentarios y el suceso obtuvo distintas
versiones. Yo me paseaba bajo los arcos y sin poner atención oía frases
desgranadas que apenas bastaban a enterarme: Hablaban en este corro de
una monja muy vieja y encamada que había prendido fuego a las cortinas
de su lecho, y en aquel otro de una novicia muerta en su celda al pie
del brasero. Fatigado del paseo bajo los arcos donde el viento metía la
lluvia, me dirigí hacia mi estancia. En uno de los corredores hallé a
Sor Jimena:
--¿Hermana, puede saberse qué ha ocurrido para esos lloros?
La monja vaciló un momento, y luego repuso sonriendo candorosa:
--¿Cuáles lloros?... ¡Ay, nada sabía!... Ocupadica en repartir un rancho
a los chicarros. ¡Virgen del Carmelo, da pena ver cómo vienen los
pobreticos!
No quise insistir y fuí a encerrarme en mi celda. Era una tristeza
depravada y sutil la que llenaba mi alma. Lujuria larvada de místico y
de poeta. El sol matinal, un sol pálido de invierno, temblaba en los
cristales de aquella ventana angosta que dejaba ver un camino entre
álamos secos y un fondo de montes sombríos manchados de nieve. Los
soldados seguían llegando diseminados. Las monjas reunidas en el huerto
los recibían con amorosa solicitud y les curaban, después de lavarles
las heridas con aguas milagrosas. Yo percibía el sordo murmullo de las
voces dolientes y airadas. Todos murmuraban que habían sido vendidos.
Presentí entonces el fin de la guerra, y contemplando aquellas cumbres
adustas de donde bajaban las águilas y las traiciones, recordé las
palabras de la Señora: ¡Bradomín, que no se diga de los caballeros
españoles, que habéis ido a lejanas tierras en busca de una princesa,
para vestirla de luto!
[imagen]
[imagen: _Sonata de Invierno_]
[imagen: _Memorias del Marqués de Bradomin_]

[imagen: P]ulsaron con los artejos. Volví la cabeza, y en el
umbral de la puerta descubrí a Sor Simona. No había reconocido la voz,
tal era su mudanza. La monja, clavándome los ojos autoritarios, me dijo:
--Señor Marqués, vengo a comunicarle una grata noticia.
Hizo una pausa, con ánimo de dar más importancia a sus palabras, y sin
adelantar un paso, inmóvil en la puerta, prosiguió:
--El médico le ha dado de alta, y puede usted ponerse en camino sin
peligro alguno.
Sorprendido miré a la monja queriendo adivinar sus pensamientos, pero
aquel rostro permaneció impenetrable, envuelto en la sombra de las
tocas. Lentamente, superando el tono altanero con que la monja me había
hablado, le dije:
--¿Cuándo debo partir, Reverenda Madre?
--Cuando usted quiera.
Sor Simona mostró intención de alejarse y con un gesto la detuve:
--Escuche usted, Señora Reverenda.
--¿Qué se le ofrece?
--Deseo decirle adios a la niña que me acompañó en estos días tan
tristes.
--Esa niña está enferma.
--¿Y no puedo verla?
--No: Las celdas son clausura.
Ya había traspuesto el umbral, cuando volviendo resuelta sobre sus pasos
entró de nuevo en la estancia y cerró la puerta. Con la voz vibrante de
cólera y embargada de pena, me dijo:
--Ha cometido usted la mayor de sus infamias enamorando a esa niña.
Confieso que aquella acusación sólo despertó en mi alma un remordimiento
dulce y sentimental:
--¡Sor Simona, imagina usted que con los cabellos blancos y un brazo de
menos aún se puede enamorar!
La monja me clavó los ojos, que bajo los párpados llenos de arrugas
fulguraban apasionados y violentos:
--A una niña que es un ángel, sí. Comprendiendo que por su buen talle
ya no puede hacer conquistas, finge usted una melancolía varonil que
mueve a lástima el corazón! ¡Pobre hija, me lo ha confesado todo!
Yo repetí, inclinando la cabeza:
--¡Pobre hija!
Sor Simona retrocedió dando un grito:
--¡Lo sabía usted!
Sentí estupor y zozobra. Una nube pesada y negra envolvió mi alma, y una
voz sin eco y sin acento, la voz desconocida del presagio, habló dentro
sonámbula. Sentí terror de mis pecados como si estuviese próximo a
morir. Los años pasados me parecieron llenos de sombras, como cisternas
de aguas muertas. La voz de la corazonada repetía implacable dentro de
mí aquellas palabras ya otra vez recordadas con terca insistencia. La
monja juntando las manos clamó con horror:
--¡Lo sabía usted!
Y su voz embargada por el espanto de mi culpa me estremeció. Parecíame
estar muerto y escucharla dentro del sepulcro, como una acusación del
mundo. El misterio de los dulces ojos aterciopelados y tristes eran el
misterio de mis melancolías en aquellos tiempos, cuando fuí galán y
poeta. ¡Ojos queridos! Yo los había amado porque encontraba en ellos los
suspiros románticos de mi juventud, las ansias sentimentales que al
malograrse me dieron el escepticismo de todas las cosas, la perversión
melancólica y donjuanesca que hace las víctimas y llora con ellas. Las
palabras de la monja, repetidas incesantemente, parecían caer sobre mí
como gotas de un metal ardiente:
--¡Lo sabía usted!
Yo guardaba un silencio sombrío. Hacía mentalmente examen de conciencia,
queriendo castigar mi alma con el cilicio del remordimiento, y este
consuelo de los pecadores arrepentidos también huyó de mí. Pensé que no
podía compararse mi culpa con la culpa de nuestro origen, y aun lamenté
con Jacobo Casanova, que los padres no pudiesen hacer en todos los
tiempos la felicidad de sus hijos. La monja, con las manos juntas y el
acento de horror y de duda, repetía sin cesar:
--¡Lo sabía usted! ¡Lo sabía usted!
Y de pronto clavándome los ojos ardientes y fanáticos, hizo la señal de
la cruz y estalló en maldiciones. Yo, como si fuere el diablo, salí de
la estancia. Bajé al patio donde estaban algunos soldados de mi escolta
conversando con los heridos, y di orden de tocar botasillas. Poco
después el clarín alzaba su canto animoso y dominador como el de un
gallo. Las diez lanzas de mi escolta se juntaron en la plaza: Regidos
por sus jinetes piafaban los caballos ante el blasonado portón. Al
montar eché mi brazo tan de menos que sentí un profundo desconsuelo, y
buscando el bálsamo de aquellos ojos aterciopelados miré a las ventanas,
pero las angostas ventanas de montante donde temblaba el sol de la
mañana, permanecieron cerradas. Requerí las riendas, y sumido en
desengañados pensamientos cabalgué al frente de mis lanzas. Al remontar
un cerro me volví enviando el último suspiro al viejo caserón donde
había encontrado el más bello amor de mi vida. En los cristales de una
ventana vi temblar el reflejo de muchas luces, y el presentimiento de
aquella desgracia que las monjas habían querido ocultar, cruzó por mi
alma con un vuelo sombrío de murciélago. Abandoné las riendas sobre el
borren, y me cubrí los ojos con la mano, para que mis soldados no me
viesen llorar. En aquel sombrío estado de dolor, de abatimiento y de
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