La cita: novelas - 06

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osadamente, cual si en ellos persistiese aún la impresión de haberla
visto desnuda alguna vez... en una noche de aburrimiento quizás...
Ana María gritó:
--¡Hacia la puerta Maillot!
Después, volviéndose confidencial hacia el jockey, agregó:
--Lo que necesito comunicarle se dice pronto; yo creo que llegaremos á
entendernos...
Rápidamente demostró conocer la historia artística de su interlocutor
durante aquellos dos últimos años. Juan Thom sonreía, asombrado y
contento. Ella le citó nombres de caballos célebres, le habló de _Rick_
y de sus éxitos más notables; su conversación fácil, en la que barajaba
familiarmente nombres de jockeys y de _sportsmans_ célebres, probaba que
Ana María conocía perfectamente la vida íntima de los hipódromos. Las
carreras de caballos la exasperaban, y en ellas había disipado y rehecho
su fortuna varias veces. Aquella pasión insensata la arrebató sus
amantes más generosos, que la dejaron, cansados de malgastar dinero. El
año anterior había perdido cerca de medio millón de francos. También
habló de _Cromwell_.
--El objeto principal de mi visita--añadió--es saber, pero con fijeza
absoluta, si usted está seguro de triunfar con _Cromwell_ en las
próximas carreras del «Gran Premio».
El rostro de Juan Thom adquirió bruscamente una expresión cerrada,
impenetrable.
--No puedo--dijo--dar á su pregunta ninguna contestación concreta. Todos
los jockeys peleamos sobre el _turf_ con absoluta buena fe; usted lo
sabe... Hacemos cuanto podemos, cuanto sabemos... pero no es lo mismo
tener «la esperanza» de vencer, que «la seguridad» de vencer...
Ana María le interrumpió con una sonrisa callada, suave, acariciadora
como el roce de un terciopelo.
--Todas esas son «palabras...», señor Thom, y yo no me doy por
satisfecha con tan poco. Necesito y merezco saber más. Sea usted franco;
no tema usted. Yo soy la querida del marqués de Laverie... el
propietario de _Cromwell_.
La sorpresa agudísima que crispó las facciones del jockey dibujó sobre
los labios acarminados, lascivamente prometedores, de Ana María, una
nueva sonrisa.
--Ya ve usted--concluyó--que no está usted tratando con una persona
extraña.
Prosiguió hablando con aquella voz persuasiva y blanda--voz de
alcoba--rica en desmayos y cadencias de amor, que tan alto y penetrante
merecimiento daba á sus palabras. Ella estaba resuelta á jugarse en las
próximas carreras todas sus economías: ciento cincuenta mil francos.
¿Pero, á cuál de los dos principales corredores? ¿A _Cromwell_... á
_Rick_?...
Había cogido entre sus manecitas hadadas la diestra flaca y dura del
jockey.
--Prescinda usted por un momento--murmuró--de su orgullo de jinete. Ya
sé que pido mucho... Los artistas, y usted lo es, antes que hombres son
artistas... Pero no olvide usted que, si es usted bueno para mí, yo
sabré ser muy indulgente y muy generosa con usted...
Calló para mirarle de frente, y en sus largas pupilas azules había un
infinito de amor. El pequeño Thom tembló y sus mejillas pecosas se
colorearon ligeramente, Balbuceó:
--Siga usted...
--Yo necesito saber--continuó Ana María--si _Rick_ ha sido invencible
porque usted lo montaba, ó si, por el contrario, usted ha sido
invencible porque montaba á _Rick_. Si lo primero, yo apuesto por
_Cromwell_; si lo segundo, apuesto por Rick.
Había rodeado con uno de sus brazos semidesnudos el cuello delgado de
Thom, y le atraía hacia sí, ofreciéndole apoyo y generoso descanso en la
ampulosidad de su seno odorante y magnífico. Transtornado Juan Thom, iba
á condenar á Rick, pero se contuvo.
--_Rick_--dijo--vale mucho.
--¿Y vencerá?
--No, señorita. Vencerá _Cromwell_.
--¿Por qué?
--¿Y para qué quiere usted saber la razón?... Conténtese usted con
estar segura de que la victoria será mía... nuestra...
Y repentinamente, como si tuviese prisa en quebrar aquel hechizo sensual
en que la joven iba envolviéndole, añadió:
--Yo tengo novia, señorita... y mi novia, con quien pienso casarme este
verano, juega toda su dote á _Cromwell_.
Esta confesión varió el rumbo del diálogo, cual si á partir de aquel
instante la imagen de Marta se hubiese instalado entre ambos
interlocutores separándoles. Fué la conversación leal, íntima, sin
asomos sensuales, de dos amigos que se unen para realizar un buen
negocio.
--¿Ganaremos, señor Thom?
--Ganaremos, señorita; no lo dude usted. El automóvil se detuvo. Ella
preguntó:
--¿Hemos llegado?
El jockey miró al través de los cristales y reconoció aquel farol desde
donde se perdía de vista la taberna de Marta.
--Sí--repuso--, hemos llegado.
Apeóse del vehículo, y sus manos esqueléticas estrecharon cordialmente
las manecitas cariñosas de Ana María.
La joven exclamó:
--Después del «Gran Premio» búsqueme usted. Quiero que su mejor regalo
de boda sea el mío.


VIII

Llegó la tarde en que los mejores caballos de Europa iban á disputarse
los cien mil francos del «Gran Premio». Una muchedumbre cosmopolita y
aristocrática llenaba el perímetro enorme de Longchamps: las avenidas
que conducen al hipódromo retemblaban bajo las ruedas fugitivas de
millares de coches; los automóviles y los vehículos á _la Dumont_
atronaban el Bosque con el agrio clamoreo de sus trompetas; los trajes
claros de las mujeres endomingadas pintaban alegres manchas rojas y
blancas sobre el fondo verde de los árboles; un murmurio inmenso de
voces invadía el espacio; la luz cegaba; en el cielo azul las banderas
tricolores flameaban brillando jubilosas bajo la caricia fulgurante del
sol.
La prensa de aquella mañana había soliviantado el ánimo de la multitud
que frecuenta los hipódromos. Varios periódicos, entre ellos _Le
Journal_, apostaban por _Rick_ y recordaban su historia; aquella
historia sin derrotas por la que mereció ser llamado «el primer caballo
de Francia». En cambio, el diario _Les Sports_ votaba por _Cromwell_ y
publicaba su retrato. Esto enardecía al público, y sobre el _turf_ de
Longchamps las apuestas se multiplicaban, equilibrándose.
Ante el palco del presidente de la República, y bajo el ávido mirar del
mundo elegante de las tribunas, los caballos iban y venían inquietos,
mirándose con ojos recelosos y ardientes, esperando entre azorados y
coléricos el momento del combate.
A lo largo de la cuerda la multitud se apiñaba impaciente, codeándose,
levantándose curiosa sobre las puntas de los pies. En lo alto de los
coches que ocupaban el centro del _turf_ oscilaba una muchedumbre de
sombrillas blancas y bermejas; la brisa, al ceñir al cuerpo de las
mujeres los finos trajes vernales, dibujaba indiscreta ampulosidades
llamativas.
La aparición de _Cromwell_ fué saludada con nutridos aplausos por un
grupo de ingleses. Juan Thom, impávido bajo su gorrilla roja, paseó
sobre aquellos millares de cabezas una mirada de indiferencia y desdén,
y apenas correspondió á la sonrisa confortante que Marta y su padre le
dirigieron desde una tribuna. Sus piernecillas, metidas en prietos
calzones blancos de punto, oprimían como en un crispamiento el lomo
soberbio del caballo; el busto blandengue se encorvaba dentro del
prestigio de la blusa sangrienta, cuyo arrebatado color exageraba la
demacración amarillenta del rostro.
Juan Thom estaba triste. En aquellos últimos días, y bien á despecho
suyo, había pensado mucho en _Rick_: él recordaba que su querido
caballo, la víspera de las grandes carreras, se mostraba impaciente,
sobresaltado, como si le mordiese un presentimiento. Entonces era cuando
él le acariciaba, le decía palabras amistosas, le explicaba que estaba
enamorado de Marta y que necesitaba á todo trance casarse con ella. Pero
aquella unión rara y dulce pasó, y los que fueron como hermanos, ahora,
por un vaivén clownesco de la suerte, eran enemigos.
Un problema terrible atenaceaba en tales momentos el alma del jockey.
--Si gano la carrera--pensaba--me caso con Marta y aseguro mi porvenir,
mi felicidad. Pero si _Cromwell_ vence, _Rick_, que es mi pasado, mi
historia y también mi presente, pues lo que soy no es más que el reflejo
de lo que fuí, queda deshonrado... y ya no será tenido por «el mejor
caballo del mundo...»
Y, por primera vez, dentro del alma genial de Juan Thom, el artista y el
hombre se encontraron frente á frente.
Los franceses, á quienes disgustaba tener á su jockey favorito
combatiendo á Francia sobre un caballo inglés, le dirigieron algunos
denuestos; y el pequeño Thom, impasible y pálido como un muñeco de cera,
consideraba que quienes le inculpaban tenían razón y que la lucha que
iba á emprender bajo los auspicios del pabellón británico era una falta
de patriotismo. Desde la tribuna primera, Ana María, espléndida,
vistosísima entre la nieve de su sombrero y de sus encajes, le saludaba
recordándole lo prometido.
Un grupo de corredores se acercaba. Tras ellos iba Rick, solitario,
inquieto, aislado de todos por su poderosa personalidad. Al ver á su
antiguo jinete, el noble caballo relinchó, y su relincho extraño parecía
decir que aquella tarde la historia gloriosa de uno de los dos quedaría
rota. Los ojos de Juan Thom se llenaron de lágrimas.
Ya los jockeys habían sido pesados. La carrera iba á empezar. El juez de
salida, el de campo y el de llegada, ocupaban sus puestos. Los
espectadores se estrechaban á lo largo de la pista, poniéndose sobre las
puntas de los pies, estirando el cuello, no queriendo perder ningún
detalle de aquel instante, breve y magnífico, del «arranque». En la
amplitud verde del hipódromo la muchedumbre osciló como una ola inmensa.
El momento había llegado. Los jockeys, vestidos unos de amarillo, otros
de azul, ó de verde ó de rojo, procuraban domeñar la impaciencia
fugitiva de sus cabalgaduras para colocarlas en la misma línea. Pero la
operación era difícil, porque los ardientes animales no sabían estarse
quietos. Poco á poco, sin embargo, iban reduciéndolos á la obediencia.
Hubo, al fin, un momento en que el juez de salida creyó que estaban bien
formados. Entonces vibró una campana: los caballos partieron...
Al principio, todos avanzaron juntos, formando una masa palpitante y
terrible. Corrían con el vientre cerca del suelo, los ollares hinchados
por la cólera, los cuerpos alargados y como dislocados en una contorsión
tetánica de todos sus músculos. Los jockeys, en pie sobre los estribos
para pesar menos, les estimulaban atacándoles sañudamente con las
espuelas y golpeándoles con sus fustas rellenas de plomo.
Pero en seguida comenzaron á distanciarse: uno de ellos, al arrancar, se
amorró demasiado y rodó por el césped; otro, cuyo jinete trató de
«hacerle el juego» á un compañero, se despistó y quedó fuera de combate.
Los demás continuaron.
Bien pronto _Rick_, que había tomado la cuerda, ocupó la delantera,
huyendo con aquel correr suyo poderoso y tranquilo, como el vuelo de las
águilas. Junto á él iba _Cromwell_, menos corpulento que su enemigo,
pero corajoso y ardiente como _Al-Borak_, la yegua hadada que llevó á
Mahoma, en el espacio de una noche, desde la Meca á Medina...
La lucha entre ambos animales, verdaderos modelos de energía y de
voluntad, era asombrosa. En el segundo tercio de la carrera, Juan Thom,
que se había limitado á impedir que _Rick_ se le adelantase, alzóse
sobre los estribos y comenzó á fustigar furiosamente las ancas de su
cabalgadura; sus espuelas cruzaron los hijares palpitantes del animal de
líneas rojas. _Cromwell_, enardecido por la cólera del dolor,
aventajándose á sí mismo, adelantó más... más...
Durante algunos segundos, _Cromwell_ y _Rick_ pelearon sin sacarse
ventaja, y sus jockeys sentían el calor magnético de los millares de
miradas que les perseguían acosadoras. Momento magnífico. Iban pálidos,
sudorosos, jadeantes, medio ahogados en la velocidad asfixiante de la
carrera. Al fin, y bajo la fusta incansable de Thom, _Cromwell_
avanzó... avanzó lentamente... semejante á un águila que volase á ras de
tierra...
Un grito formidable atronó el espacio.
--¡Pierde _Rick_!--exclamaron millares de voces--¡_Rick_ pierde!...
Francia iba á quedar vencida; los ingleses aplaudían. Juan Thom miró de
reojo y vió junto á su rodilla la querida cabeza de su caballo, que
parecía llorar despidiéndose de él para siempre, en la vergüenza
irremediable de la derrota. Aquella mirada inteligente y desesperada
traspasó el alma del jockey; Juan Thom pensó lo que hacía estaba mal
hecho, porque iba á destrozar la larga historia triunfal de _Rick_, y
_Rick_ no era responsable de que Ana María quisiera rehacer su fortuna,
ni de que él se hubiese enamorado de Marta, ni de que la dote de Marta
fuese tan pequeña...
Una vez más el artista vencía al hombre, y entonces Juan se olvidó de sí
mismo, de su amor, de sus treinta mil francos... y echando el cuerpo
fuera de la silla lanzó aquel alarido extraño, gutural que hacía á
_Rick_ invencible.
Los dos corredores enfilaban el jalón de distancia plantado cien metros
antes de llegar á la meta.
--¡Gruiiii!--gritó el jockey--¡gruiiii!...
Y _Rick_, fuera de sí, bebióse la brida y brincó, dejando atrás á
_Cromwell_, arrastrando así sañudamente por el suelo, como si fuese un
cuerpo muerto, todo el porvenir de Juan Thom.
No obstante, aquella tarde, al volver de Longchamps entre la curiosidad
de la muchedumbre que le miraba con un poco de lástima, la frente triste
del pequeño Thom era noble y altiva como la de un rey.
Madrid.--Mayo, 1909.


EL COLLAR


I

Había terminado el primer acto, y Enrique Darlés, llevado de su
curiosidad provinciana, descendió al _foyer_. Quería asimilarse pronto
el alma grande y abigarrada de la urbe, ver muchas cosas, afirmar su
personalidad ante la renovación de tantas emociones nuevas, sentir cómo
todo Madrid iba pasando bajo la suela de sus zapatos andariegos.
Momentos antes, desde su vulgar asiento de «paraíso», el teatro Real,
con su amplio patio de butacas y sus palcos anegados en la llovizna
fulgurante de centenares de lámparas eléctricas, habíasele ofrecido cual
un raro jardín; especie de ramillete enorme donde los cintillos
diamantinos que adornaban las femeniles gargantas, gotas de rocío
parecían detenidas sobre pétalos monstruosos de sedas, de terciopelos
joyantes y de epidermis desnudas. La intensidad de este espectáculo fué
tan cautivadora, que apenas si logró percatarse de lo que la orquesta y
los artistas iban diciendo. Las impresiones visuales derrotaban en su
ánimo toda otra emoción, y miraba sin saciarse nunca. Aquel pensil
humano exhalaba una fragancia extraña, un vaho adormecedor y sensual á
esencias de heno, de jazmines, de musgo y de violetas parmesanas, á
carnes bien lavadas, á finas ropas interiores. Y en el fondo del cuadro
luminoso, resplandeciente como una apoteosis de opereta, las mujeres,
con sus talles mimbreantes, sus hombros impúdicos expuestos á la
voracidad analítica de los gemelos, sus semblantes risueños,
embellecidos por esa placidez de expresiones que da la riqueza, sus
cabecitas cuidadosamente peinadas, sus manos enjoyadas, que movían
abanicos de plumas ante las gasas de los escotes...
Ganoso de examinar de cerca este mundo, Enrique Darlés descendió al
_foyer_. Allí se detuvo, un poco avergonzado de sí mismo. Por primera
vez hallaba ridículos su sombrero hongo pasado de moda, su trajecillo
negro que le daba aspectos de seminarista, sus brodequines viejos y mal
lustrados. Su corbata flotante, anudada con negligencia estudiantil,
también era fea. A su alrededor pasaban hombres correctamente vestidos,
con elegantes fracs de floridas solapas y levitas de impecable
severidad, y damas que arrastraban majestuosamente la albura de sus
faldas de moaré y de gro por la alfombra mullida y bermeja. Era aquella
una sinfonía magistral de sedas, de brocados, de pieles fastuosas, de
finos tarsos vislumbrados tras el misterio perverso de las medias
caladas, de aderezos esplendorosos y de pulseras tintineantes, cuyos
dijes repetían la canción de su oro sobre la morbidez armiñada de los
antebrazos.
Aturdido, sin saber justificar su presencia allí, Darlés adelantóse á
examinar un busto de Gayarre; busto broncíneo, de cabellos cortos y
revueltos y enérgica actitud, que recuerda la figura de Otello. Una mano
se apoyó familiarmente en su hombro. El joven volvió la cara.
--¡Don Manuel! ¡Qué sorpresa!
Era un caballero de mediana estatura, recio y un poco calvo.
Representaba cincuenta años. Una crespa y abundante barba rubia cubría
sus mejillas abultadas y felices, llenas de sangre. Vestía de levita.
Sobre su nariz epicúrea, ancha y corta, temblaban unas gafas de oro.
--¡Muchacho!--exclamó--; ¿tú por aquí?
Muy colorado, sin saber por qué, Enrique repuso:
--He venido á ver esto...
Inconscientemente, con ese respeto que cuando niños aprendimos á tener á
los amigos de nuestros padres, se había quitado el sombrero, que
sujetaba con ambas manos á la altura del pecho. Además, don Manuel era
diputado. Pero el prohombre le obligó á cubrirse.
--¿Y qué haces en Madrid?
--Estudiar.
--¿Derecho?
--No, señor: Medicina.
--¡Buena carrera! ¿Qué año cursas?
--El preparatorio.
Sonrió avergonzado. Comprendía que sus respuestas eran demasiado
lacónicas y que no sabía hablar; y experimentó con más fuerza que antes
la vejatoria sensación de hallarse mal vestido. Don Manuel miraba á su
alrededor y había en su gesto impertinencia y desenfado. A cada momento
murmuraba: «Estoy esperando á uno...» Luego reanudó su vaneo con el
estudiante, interrogándole por su padre y por el cacique del pueblo.
Invariablemente, á cada nueva interrogación, Enrique Darlés contestaba:
«Todo está igual, todos siguen bien...» Y el diálogo volvía á
interrumpirse.
Don Manuel preguntó:
--¿Vives en casa de huéspedes, verdad?
--No, señor.
--¿Cómo?
--He alquilado, en la calle de la Ballesta, un pisito tercero interior,
que me renta trece pesetas mensuales, y como en una taberna de la misma
calle.
--Veo que sabes vivir; así te ahorras el lidiar con patronas. Cuando
conozcas bien Madrid, no habrá quien te haga volver al pueblo. Madrid es
muy hermoso. Aquí, teniendo dinero, un hombre listo se divierte mucho.
Con ese tono confidencial que los necios y soplados adoptan para admirar
á los individuos que estiman inferiores, don Manuel añadió:
--Mira: tú no eres un niño; yo, ¡qué diablos!... tampoco he llegado á
viejo; por tanto, y ya que ese amigo á quien esperaba no viene, podemos
hablar libremente. Yo... ¿comprendes?... tengo... un quebradero de
cabeza...
Enrique hizo un signo afirmativo.
--Alicia Pardo, ¿la conoces?
--No, señor.
--Es muy popular entre la aristocracia de buen humor. Una hermosura
espléndida. En el Casino la llamamos «Tacita de oro».
Repentinamente la expresión de sus facciones cambió: los ojos brillaron
glotones y alegres; acentuóse el color congestivo de las mejillas y dió
media vuelta sobre sí mismo, acariciándose la barba y ajustándose bien
sobre la frente el sombrero de copa, con la petulancia del fatuo que se
supone admirado.
El agudo y sostenido repiqueteo de unos timbres anunciaron que el
segundo acto iba á empezar. Los espectadores refluían hacia el salón, y
en la soledad del _foyer_, bajo la claridad blanca de los focos
eléctricos, el busto de Gayarre parecía más alto. Don Manuel exclamó:
--Sígueme; te presentaré á mi amiga.
Y, refiriéndose á una mirada despavorida del estudiante, agregó:
--No importa que tu traje no sea de etiqueta. Te quedas en el antepalco.
Echó á andar con paso firme, preocupado en dar á sus movimientos soltura
y flexibilidad juveniles. Sin responder palabra, Enrique Darlés le
siguió, á un mismo tiempo gozoso y turbado.
Penetraron en una platea. Don Manuel murmuró:
--Bien, ¿eh?, hasta luego; desde aquí puedes oirlo todo.
Enrique no contestó; la representación había comenzado, y en el silencio
hierático de la sala triunfaba el coro de una de esas dulces óperas
italianas, cargadas, para todos nosotros, de recuerdos de infancia.
Darlés levantó ligeramente uno de los pesados cortinajes que defendían
el antepalco. De espaldas á él, y acodada sobre la barandilla de la
platea, había una mujer joven, vestida de blanco. Las firmes caderas
ondulaban lascivas bajo la brevedad pueril de la cintura; los hombros
eran redondos y de armoniosa anatomía; sobre la nieve de la nuca
desnuda, los cabellos rubios, casi rojos, fingían tonalidades leoninas;
dos esmeraldas enormes temblaban, como gotas de ajenjo, en el rosado
lóbulo de las orejas diminutas. Enrique Darlés advirtió que don Manuel y
Alicia cambiaban algunas palabras. Seguidamente, ella volvió la cabeza
con un movimiento curioso, lleno de gracia, y el estudiante recibió en
los ojos el choque de dos pupilas grandes, verdes y luminosas, como
animadas esmeraldas. Fué una mirada breve, pero inquisitiva y
penetrante, que se resolvió en una expresión de desdén.
Tembloroso y con las mejillas abrasadas en rubor, Darlés dejó caer la
cortina y fué á refugiarse al fondo del antepalco. Al principio quiso
huir de allí, mas luego cambió de opinión, pareciéndole que marcharse
sin despedirse era poco correcto. El creía que se fastidiaba, pero, en
realidad, lo que tenía era miedo. No obstante, esperó. Lentamente el
hechizo musical de la ópera fué invadiéndole, librándole de su propia
conciencia. Desarrollábase uno de esos poemas románticos, completamente
líricos, donde las figuras lo son todo: el ambiente, el marco que rodea
á los personajes, lo objetivo, no existían allí. Temblaban sobre el
suave y acordado plañir de los violoncelos gemidos de quebranto;
apuntaban los violines agudos gritos de rebelión y arpegios de ufanía, y
sobre el poema orquestal, rico, proteico, multiforme, como una alma,
alzábase la voz del tenor, persuasiva y caliente, desgarrándose en un
lamento inconsolable.
Enrique tornó á levantarse y á separar tímidamente los cortinones del
antepalco. Su movimiento quedó inadvertido. Alicia estaba de espaldas á
él, suspensa en el hechizo hadado de la representación, y su emoción
fingía deslizar por entre sus omoplatos un estremecimiento de carne
rosa. Alrededor de los cabellos, la intensa reverberación blanca de la
sala prendía un nimbo tornasol. Repentinamente Enrique Darlés tembló;
antes los ojos de la joven habíanle parecido dos esmeraldas, y ahora las
esmeraldas que brillaban bajo la hoguera de sus cabellos creyó que le
miraban como dos pupilas. Pero esta idea absurda duró poco; la orquesta
languidecía en un «ritornelo» doloroso, y á lo largo del «motivo»
capital las frases musicales se desgranaban abundantes, resbalando en
escalas cromáticas, desde los tonos tiples á los más graves,
alcanzándose, flagelándose, confundiéndose luego todas en un acorde de
angustia inmensa. Y en aquel treno grandioso había abatimientos de
desilusión y zozobras de esperanza, cansancios y anhelos, muecas y
risas; la vida, en fin, trágica y filante, que se retorcía en la
amargura de todo cuanto fué y ha de ser.
Enrique volvió á sentarse; una pena sin nombre oprimíale la garganta y
sintió deseos punzantes de llorar. Su pasado y su presente desfilaron
por su espíritu en velocísima visión cinematográfica. Su padre era viejo
y tenía una botica que apenas le redituaba para mal vivir; y él,
terminada su carrera de médico, debería regresar al pueblo, monótono y
odioso. Allí, trabajando para devolver á sus progenitores cuanto de
ellos recibió, marchitaría sus años mozos; ilusiones de amor,
curiosidades de artista, lo más excelente de su alma allí quedaría
enterrado. Luego se casaría y tendría hijos; después... su existencia
trazaba un larguísimo camino recto, sin ondulaciones ni altibajos,
perdido en la monotonía de un desierto. Saber lo que será de nosotros
dentro de diez, de veinte, de treinta años, ¿hay algo más horrible?
El pobre estudiante se mesó los cabellos, y sus ojos se arrasaron en
lágrimas. El hubiera querido ser rico, no tener familia y hallarse
expuesto á los zarpazos, generosos en poesía, de lo imprevisto. Sin duda
por sus venas corría sangre de conquistadores, de aventureros esforzados
que realizaron hazañas preclaras y murieron en lejanos climas, y aquella
estirpe belicosa dejó en él, con la afición al peligro, la melancolía
infinita de acercarse á la vejez sin haber hecho nada diferente de lo
que todos los hombres hacen todos los días. Terminar una carrera
costosa, aburrida y difícil, para más tarde ganar un jornal, una mujer y
un rincón: una casa pobre donde hay tantos palacios, un amor donde laten
tantas pasiones, un jornal miserable al lado de tantas fortunas...
Y, excitado por la música, la pena absurda de Enrique Darlés estalló en
sollozos.
Acabó el segundo acto y don Manuel y Alicia Pardo entraron en el
antepalco. Al ver á Darlés, los habladores ojazos verdes de la joven
llenáronse de sorpresa.
--¿Cómo? ¿Estaba usted llorando?
Antes de que el estudiante pudiera contestar, repitió, dirigiéndose á su
amigo:
--¿No te parece? ¡Estaba llorando!
Enrique, avergonzadísimo, dijo:
--No sé... me hallaba distraído. Pero, sí... es posible...
Ella repuso sonriendo:
--Tiene usted novia, ¿verdad?
--No... no, señorita.
--¿Y entonces?
--Es que siempre... ¡tonterías!... sin saber por qué, como á las mujeres
histéricas, la música, aunque sea mala, me pone triste.
--¡Es raro!... A mí, no.
Don Manuel, sanguíneo y macizo, significó con un alzamiento de sus
hombros cuadrados que aquello carecía de importancia, y les presentó; y
Enrique sintió en su diestra ardorosa la mano fría y suave--nieve y
terciopelo--de «Tacita de oro». Después los tres se instalaron sobre el
mismo diván. Alicia quedó colocada entre los dos hombres. Don Manuel
sacó su petaca.
--¿Quieres?--dijo.
--Muchas gracias.
--¡Buen chico!--exclamó el diputado--; no tiene vicios.
Alicia interrogó:
--¿Qué, no fuma usted?
--No, señorita...
--¡Sí que es usted raro!... Pues yo, fumo.
Enrique Darlés bajó los ojos, ruborizándose de nuevo. Comprendió que
aquel detalle agravaba la ridiculez de su traje; las mujeres,
generalmente, gustan de los hombres que fuman; para ellas el tabaco
suele ser el perfume mejor. Tuvo hacia sí mismo un movimiento de rabia;
de buena gana, para recobrarse ante Alicia, hubiese apurado, uno tras
otro, cuantos cigarrillos, egipcios ó turcos, llevaba don Manuel en la
petaca; pero ya era tarde; la oportunidad, esa gran hechicera que da
mérito y gracia á todas las cosas, había pasado.
La joven, con desenfado perfectamente inglés, había cruzado una pierna
sobre otra y fumaba tranquilamente, apoyada contra el respaldo obscuro
del diván. Esta vez, alrededor de sus cabellos diabólicos, el humo del
cigarrillo, subiendo parsimonioso en la quietud del ambiente, tejía un
halo azulino. Darlés la observaba, aunque de reojo. Tenía aguileño el
semblante, la nariz respingueña, la boquirrita sangrienta y cruel; bajo
la frente pequeña, dura, llena de instintos egoístas, los largos ojos
verdes miraban con imperio y fastidio: era una expresión fría,
taladrante, sondeadora, que no revelaba piedad. Un hilo de menudas
perlas ceñía su garganta mórbida y rosada; ardían sus dedos, de uñas
puntiagudas, bajo el incendio de las sortijas. En la euritmia de su
escultura, en el acordado ritmo de sus actitudes, en todos los
pormenores y perfiles de aquella adorable muñeca, Enrique Darlés, á
pesar de su inocencia provinciana, adivinó un alma ególatra, una de esas
voluntades sin emoción, reconcentradas en sí mismas, que jamás sintieron
la melancolía.
Don Manuel, con ese buen humor petulante de los hombres sanos y ricos,
poseedores de una mujer bonita, exclamó:
--Conque, dí, Enrique: ¿qué te parece mi «Tacita de oro»? ¿A que no
viste en nuestro pueblo cara igual?
Y agregó triunfante:
--Además, no me cuesta mucho. Cuando nos conocimos, la pregunté:--«¿Qué
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