La cita: novelas - 02

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El delicioso billetito no iba firmado, y tras aquella pregunta,
envolvente como un abrazo, lo anónimo prendía el hechizo excelso de la
obscuridad y del silencio. Villarroya palideció; luego se puso rojo; un
segundo su alborotadizo corazón cesó de latir; temblaron sus músculos.
¿Por qué lo ignorado ha de producirnos siempre una impresión de frío?
¿Será porque todos esos menudos misterios que nos tropiezan en la vida
son reflejos ó partículas del supremo enigma de donde salen y adonde
vuelven todas las cosas?
Ricardo meditó unos instantes, mientras consultaba su reloj; eran las
nueve. En seguida, febrilmente, escribió al dorso de una tarjeta suya:
«Pasado un rato, á las once, espero á usted en la calle de Valverde,
esquina á Desengaño. Beso á usted los pies.»
Mucho tiempo hacía que el mensajero se fué, y Villarroya aun estábase
inmóvil, la cara entre las manos, los codos apoyados sobre su mesa de
trabajo. Una emoción flageladora, absorbente como la succión de una
vorágine, había limpiado de ideas su espíritu. A la luz que ardía
serenamente en el comedio del despacho, los muebles arrojaban contra las
paredes largas sombras inmóviles. La familia de Villarroya dormía. En el
silencio de la casa, con sus puertas exornadas por severos cortinajes
afelpados y sus suelos cubiertos de moqueta, se percibía vagamente el
rítmico latir de un reloj; vaivén simbólico, decidor de hondos y graves
misterios, elocuente como el caminar de un corazón.
Al cabo, Ricardo volvió á la realidad; eran las diez y media. Entonces
se levantó, mató la luz, vistióse rápidamente el gabán, calóse el
sombrero y sin despedirse de nadie salió de puntillas, con el andar, á
la vez receloso y feliz, con que los hombres casados huyen del deber.
Cuando llegó á la esquina de las calles Desengaño y Valverde se detuvo
inquieto, buscando ese perfil tentador, novelesco, que tienen,
especialmente de noche, las mujeres que aguardan. Escaseaban los
transeuntes; el claror bermejo de los faroles patinaba sobre las aceras
humedecidas por la neblina; unos tras otros los balcones, los zaguanes
iban apagándose, dejando en las calles vibraciones de sombra y de sueño;
al fondo, bajo la lívida claridad estelar, la iglesia de San Martín
levantaba sus torres achaparradas y macizas.
Habían sonado las once: poco á poco un gran silencio invadía la urbe,
cuyas calles desiertas se alargaban inactivas, tortuosas y fláccidas,
semejantes á brazos cansados; en la obscuridad, los minutos caminaban
lentos, uniformes, pintando hacia la eternidad una línea de puntos
negros.
Villarroya comenzaba á impacientarse. Aquella noche había cenado mejor
que otras veces y disipada esa efervescencia, casi morbosa, que las
buenas comidas producen en los temperamentos nerviosos, sus ideas iban
diafanizándose. Hubo momentos en que creyó despertar: el peregrino
incidente que allí le había llevado reapareció ante sus ojos con
proporciones más modestas. Tuvo un ademán de cólera; luego sintió
vergüenza de sí mismo. Era imperdonable en él, hombre de mundo, la
precipitación con que citó á su admiradora, quien seguramente no
esperaba verle hasta pasadas veinticuatro horas, cuando menos. Se había
comportado como esos barbilindos fatuos, recién llegados á la vida, á
quienes vuelven locos las impresiones.
--¡Soy un majadero!--exclamó.
Continuó paseándose, mientras se atusaba bruscamente su áspero bigote
rojizo, mojado por la niebla. Le enfurecía la idea de aparecer ridículo
ante aquella mujer para quien, indudablemente, la espera constituía lo
más alquitarado de la sensación. Reconocíase vencido, aplastado, bajo la
vulgaridad de su impaciencia; nada podía disculparle; puesto en su lugar
un estudiantillo de primer curso de latinidad, no lo hubiese hecho peor.
Dieron las once y media en uno de esos viejos relojes de torre cuya
campana preocupa de noche á los enfermos. Una pareja de enamorados pasó
junto á Villarroya y desapareció por la retorcida escalerilla que sube á
los comedores íntimos del antiguo café Habanero. Iban muy amartelados;
ella vestía un elegante gabán de color gris. El novelista, que recordaba
haberles tropezado días antes en la Moncloa, les acompañó con los ojos,
y luego vió, tras las cortinillas sutiles de una ventana que acababa de
iluminarse, la conjunción feliz de dos sombras. Un instante la despierta
curiosidad de Villarroya avizoró un coche que se acercaba lentamente;
pero aquel vehículo, cuyo caballo fatigado apenas podía andar, iba
vacío, arrastrando á lo largo de la calle una tristeza penetrante de
habitación desalquilada. A las doce, convencido de la inutilidad de su
espera, el novelista, muy abatido y maldiciendo de sí mismo, regresó á
su casa.
--¡Soy un imbécil!--repetía--¡he frustrado una aventura preciosa por una
tontería!...
Caminaba despacio, el paso largo, los brazos colgantes. Su gesto tenía
el cansancio del hombre que sube una cuesta tirando de algo: así iba él,
vencido, desesperanzado, cual si llevase su ilusión muerta arrastras.
Para consuelo suyo, al día siguiente recibió por correo otra carta,
también anónima, de su desconocida. La epístola, que era muy breve,
empezaba así:
«Un quehacer repentino me impidió acudir anoche á su cita. Al pronto, si
he de ser franca, diré que lo sentí; pero muy luego me consolé, y ahora
me alegro de continuar siendo para usted un misterio. Es usted vehemente
y curioso con exceso. Por eso temo que nos acerquemos; la experiencia me
ha demostrado que los hombres así olvidan pronto.
»Más calma, amigo querido, mucha más calma; es un pequeño consejo que mi
criterio modesto da al escritor eminentísimo. No olvide usted aquella
ingrata ley de nuestra ambulante Naturaleza, según la cual, cuanto más
tardemos ahora en unirnos, más tardaremos luego en separarnos...»
Y concluía:
«Si quiere usted responderme, hágalo á Lista de Correos, cédula antigua,
número.....»
Por la tarde, según costumbre, Villarroya fué á casa de Fuensanta. La
actriz se hallaba repasando junto á la ventana uno de esos viejos
sotanís que suscitan en las actrices retiradas recuerdos amargos de
teatro y de amores. Llovía. Invadía la habitación un claror plomizo que
exaltaba la tristeza de los muebles, la raridad de la alfombra, el frío
de las paredes, con sus coronas marchitas y sus retratos, donde las
antiguas imágenes se descomponen como en la humedad de la tierra se
borra el contorno de los cadáveres.
Durante los primeros momentos, excitado por las zozobras de su
incipiente aventura, el galán mostróse locuaz y gaitero. Pronto, sin
embargo, su inquietud se aplacó y el pensamiento dióse á voltigear en
torno de lo que más le complacía. Fuensanta advirtió su preocupación.
--¿Qué tienes? Te hallo triste ó inquieto... ¿Quizás algún disgusto?
Las facciones de Ricardo no dejaron traslucir, ante la mirada buída de
la actriz, emoción ninguna.
--Nada me sucede--repuso--; lo que notas en mí es cansancio. Anoche
trabajé mucho; hoy también necesito escribir.
Suavemente, observándole de hito en hito, mientras por sus labios
divagaba una sonrisa de tristura y de ironía, Fuensanta replicó:
--¿Estás cierto de haber trabajado mucho anoche?
--Segurísimo.
Ella no contestó y siguió cosiendo.
El exclamó con cínica osadía:
--¿A qué viene eso? ¿Qué recelos tapa tu pregunta? ¡Desconfías de mí!
--No.
Y añadió, suspirando con una inspiración larga y entrecortada:
--¡Pobre Ricardo!
--¿Me compadeces?
--Mucho.
Villarroya se encogió de hombros.
--Te compadezco--agregó Fuensanta--porque eres un iluso, un gran
desdichado, un présbita de la vida, que, para gozar de las cosas,
necesita tenerlas muy lejos.
Esta vez no se defendió; los reproches de su amiga no le mordían, al
contrario; la esperanza de burlar la custodia celosa de aquella mujer á
quien nunca había engañado, producíale ese alboroto agridulce, flor de
pubertad, que la juventud experimenta ante la perspectiva de la primera
falta. Un regocijo indefinible le poseía; su voluntad, enmohecida por el
quietismo sentimental de aquellos meses, se desperezaba alegre en la
esperanza de una aventura nueva; sobre su corazón, el billetito anónimo
que oculto llevaba en un bolsillo secreto, parecía nimbarle con la luz
radiosa de un amanecer.
Aquella noche el novelista no vió á Fuensanta, y á última hora, cuando
salió del teatro, fué á refugiarse en un café solitario; uno de esos
cafés excéntricos adonde los misántropos y los enamorados concurren, en
la dulce seguridad de no tropezarse con ningún amigo.
Villarroya quería responder á la desconocida, interesarla, mortificar su
curiosidad, precipitar el desenlace de la aventura lo más posible. El
café por Ricardo elegido se hallaba á la sazón completamente vacío; la
madrugada iba llegando; faltaban minutos para las dos; la luz de las
lamparillas eléctricas resbalaba yerta sobre las paredes estucadas y
bruñía el dorso lapidario de las mesas, que, vistas á distancia,
parecían arrugas de una enorme sábana de mármol. Junto al mostrador,
varios camareros, cuyos cráneos calvos también brillaban á la luz,
escuchaban atentos lo que uno de ellos leía en un periódico.
Ricardo pidió recado de escribir; mas antes de poner la pluma sobre el
papel creyó prudente releer aquel anónimo, ingenuo y burlón á la vez,
donde simultáneamente se sentía admirado y compadecido. Por la cálida
imaginación del novelista las más disparejas ideas se atropellaban.
Recordaba el aspecto del mozalbete que le llevó la primera misiva, quien
por su traje y respetuoso comedimiento bien podía servir de espolique en
alguna casa principal; y luego atisbaba la calidad y fino perfume del
papel donde aquellas dos cartas fueron escritas y el desaliño de la
escritura, buscando en todo pruebas de la condición, patricia ó plebeya,
de su autora. ¿Quién sería?... Acaso una hetera conquistada
pasajeramente por el renombre del artista en boga, ó una virgen
exploradora de sensaciones, ó alguna de esas viudas que, después de
vivir muchos años en la virtud, se asustan repentinamente de llegar á
viejas sin satisfacer el capricho, latente en todas las mujeres, de
haber sido livianas...
Sea como fuere, juzgó que lo que con más ventaja podía oponer á las
misivas malévolas y breves de su admiradora era una carta larga,
quemante, apasionada; pues, al cabo, en la vida, como en el teatro, la
fuerza triunfa siempre de los amaños retóricos que fraguan la discreción
y la ironía.
Dominado por esta idea, comenzó á escribir:
«Señora: No la conozco y ya adoro en usted; la adoro porque es usted
rara, refinadamente extraña y única, en medio de esta sociedad donde
todos se parecen á todos...»
Continuó escribiendo velozmente, sin detenerse á corregir, como
enajenado por una ráfaga de elocuencia, hasta llenar las cuatro carillas
del pliego de nerviosos renglones dictados por el estilo más frondoso y
plateresco.
Noches después escribió otra carta; pero esta vez su verbo era
sentimental, ligero, meramente, descriptivo, pues recelaba mostrarse á
los ojos lectores de su dulce enemiga declamador y grandilocuente en
demasía.
«Me dirijo á usted--decía--desde un modestísimo cafetín de la plaza de
la Cebada. Estoy solo, estoy triste, y en estas horas de quietud y de
melancolía, mi pensamiento andariego hacia usted se vuelve. El aspecto
del escenario que me rodea coadyuva á fortalecer esta grata evocación.
»¿No ha pensado usted nunca (usted que, como yo, conoce «el lenguaje
delicado de las cosas») en lo que podríamos llamar «el alma del café»?
»Los cafés concurridos me son odiosos; su alma es vulgar; alma
canallesca que ríe groseramente y discute á gritos, y se apasiona sin
motivo y huele á tabaco. Al penetrar en ellos, una ráfaga de aire
caliente nos golpea el rostro; ojos curiosos nos salen al encuentro,
adivinan nuestra profesión, nos preguntan «qué buscamos allí». Greguería
de plazuela invade su ambiente humoso; sobre el fondo bermejo de los
divanes, y á la luz perlina de las lamparillas eléctricas, vibra una
multitud de sombreros de copa, de hongos, de blandos y artísticos
chambergos abollados por la distracción de un ademán. Y aquella
atmósfera de horno sofoca, y aquel recio murmullo de conversaciones
irrita los sentidos y predispone efermizamente los nervios al impulso.
»Mejores son los cafés solitarios y mudos de los arrabales. Esos
establecimientos tienen un espíritu bueno; entre sus muros de colores
suaves las pisadas resuenan tranquilas y las conciencias «se sienten»
pulcramente; algo familiar late en ellos; su alma sencilla es de amor y
de paz.
»De noche los llena una gran luz blanca; los suelos están limpios; al
hilo de las paredes, y bajo los altos espejos de dorado marco, el
respaldo de los divanes pinta un zócalo rojo: aquí y allá, en los
rincones, hay parejas cuchicheantes de enamorados, señores graves que
leen un periódico, individuos distraídos ó atormentados quizá por
preocupaciones hondas, que miran al espacio. Junto á una columna surge
el perfil vigilante de algún mozo, silueta amable, inmovilizada por el
hábito servil de la espera; y como su delantal blanco le oculta la parte
inferior del cuerpo, su cabeza y sus hombros parecen los de un busto
puesto sobre un pedestal.
»Muchas veces he meditado ante el enigma de esas figuras, calladas y
quietas, que encanecen en el silencio de los pequeños cafés excéntricos:
son tipos que tropezamos casualmente un día en que la lluvia ó la
necesidad de escribir una carta, como la presente, nos condujo allí, y
que más tarde, al regresar de un viaje que acaso duró varios años,
tornamos á ver en el mismo sitio. Entonces su recuerdo renace en nuestra
memoria obsesionándonos. Su traje probablemente será nuevo, pero tiene
idéntico color, el mismo corte que el que vestía cuando les conocimos;
la expresión de su actitud resignada también es igual. Algo fuerte emana
de ellos: es el poder de lo inmóvil, de cuanto envejece sin temblar, de
lo que aguarda. Al mirarnos parecen decirnos: «Ya sabíamos que habías de
volver...»
»¿Quiénes son?--pensamos.
»Uno de ellos se llama don Juan, el otro puede llamarse don José ó don
Pedro; mas de su vida íntima nadie sabe. Una mecánica inexorable rige
sus actos. Tienen «un modo» de penetrar en el café, de quitarse el
gabán, de sentarse, de desdoblar su periódico; luego, siempre á la misma
hora, llaman al camarero sin ruido, con una leve inclinación de cabeza,
pagan y se van, lentamente, cual si midiendo fuesen el espacio que les
separa de la puerta. Acaso sean solterones que no quisieron componerse
una familia, ó viudos cuyos dormitorios enfrió la muerte, ó casados para
quienes no existe esa voz de amor que apaga sigilosamente en los hombres
el deseo de salir á la calle de noche... Y por eso van allí; porque el
alma bondadosa del café, tibio y señero, tiene para sus voluntades
tristes blanduras de hogar.
»Algo extraño flota en el aire de esos salones de «todo el mundo»: es la
melancolía que esparcen á su alrededor los viejos solitarios, el rastro
de ingratitud que dejaron tras sí aquellos amantes que vimos allí
durante un invierno, y de pronto desaparecieron, separados por la misma
enfermedad de olvido que arrancó de nuestra mano tantas manos blancas.
»Ah! Si los espejos de los cafés, esos buenos espejos sobre los cuales
todas las mujeres, al marcharse, lanzan una mirada, pudiesen hablar,
sabríamos por qué es tan triste el rostro de los viejos...
»Y ahora, dígame usted, señora: ¿Será posible que más adelante, alguna
noche como ésta en que haga frío y llueva, la cabeza de usted y la mía
se reflejen juntas sobre el mismo cristal?...»
Varios días transcurrieron sin que las cartas de Villarroya obtuviesen
contestación. El espíritu receloso y alambicador del novelista comenzó á
impacientarse. ¿Por qué aquel silencio? Repasó espaciosamente todo lo
hecho y dicho por él durante aquella última semana y no halló nada que
reprenderse. Examinó la posibilidad de que sus misivas se hubiesen
perdido, y esto, lejos de mortificarle, dió á su amor propio dulce
contentamiento: mas luego, reflexionándolo mejor, reconoció que un tal
accidente, por demasiado casual, no debía admitirse ni menos erigirlo en
norte ó guión de sus actos, y que, de consiguiente, en aquel mutismo
torturador, como preparado por un hábil folletinista, sólo había una
coquetería de mujer. A pesar de tales reflexiones, el burlado galán no
podía reducir su sobresalto. Fuensanta, que le observaba implacable, lo
conoció, y su rostro, siempre triste, pareció cubrirse de una melancolía
nueva. Ricardo confesó su inquietud, que él achacaba hipócritamente al
desequilibrio que en sus nervios dejó el excesivo trabajo de aquellos
días. Este malestar forzábale á moverse, á sentirse aburrido en todas
partes, á huir de sí mismo. Apenas llegaba al lado de la actriz, una
murria inexplicable trastornaba sus pensamientos; su carne se quejaba de
la dureza de la silla; el aire de la angosta habitación oprimía sus
sienes; los muebles, los viejos retratos, la luz de pozo de la ventana,
le sugerían evocaciones dolorosas; bruscamente, sin saber por qué,
dejaba de hablar ó interrumpía grosero á Fuensanta Godoy con ademanes
de fastidio, ó cambiaba de asiento, pareciéndole que estas mutaciones de
actitud, al mismo tiempo que trocaban á sus ojos la perspectiva de los
objetos, recababan para su espíritu cierta paz momentánea. Cuando salía
de allí, también hallaba cierto alivio en caminar de prisa; iba al
teatro, al Ateneo ó al café, buscando ávidamente personas, fuesen ó no
de su intimidad, con quienes charlar. En pocos días esta neurosis creció
velozmente; el aislamiento y el reposo llegaron á darle la alucinación
angustiosa del ahogo; se desesperaba; su voluntad iba de un deseo á otro
buscando inútilmente una posición cómoda; su tormento era el tormento de
esas almas vagabundas para quienes cada hora trae un problema; el
problema, jamás resuelto, de lo que han de hacer.
Una carta de la Ignorada, una divina carta que venía del misterio, calmó
esta inquietud. Escrita con firme pulso, decía así:
«Aquellos párrafos que describen lo que usted llama «el alma del café»,
son muy bonitos; pero advierto sorprendida, que usted, como la mayor
parte de los señores novelistas, en cuanto salen del mundo de sus
imaginaciones cometen los errores más vulgares.
»Sí, admirado amigo: el retrato que su pluma, tan hábil cuando inventa,
ha hecho de mi espíritu, es completamente falso. Yo no soy rara, lo
confieso llanamente, aunque mi confesión lastime un poco la más linda
esperanza de usted. Repito que lo extravagante no me saludó nunca. Soy
una mujer rica y libre que procura distraerse dando satisfacción á todos
sus antojos. Los artistas, los «profesores de belleza», merecieron
siempre mis simpatías; hoy me interesa usted, como ayer me interesaron
otros hombres, como es probable que mañana un nuevo ideal alcance en mi
corazón el puesto que usted ahora, por el mérito de su talento, ocupa.
En esto, como usted ve, sólo hay egoísmo. ¿Qué quiere usted? ¡Soy así!
El menor de mis caprichos me infunde veneración mística. Respételos
usted también; es un consejo que me permito darle: los caprichos son
flores sagradas de ilusión, lujos de juventud, coronas de lirios y de
rosas que deshojan los años.
»Sin embargo, como deseo complacerle y sé que adora usted lo raro,
quiero que nos conozcamos «raramente». ¿Cómo? Muy sencillo:
»Cíteme usted de noche y en una habitación donde podamos estar á
obscuras. Hablaremos. Del sesgo de nuestra conversación dependerá que
usted dé luz y yo me quede, ó que usted no dé luz y yo me vaya; mas,
antes de acceder á esto, necesito recibir la seguridad de que el
caballero á quien tan notablemente me confío sabrá respetarme.»
A pesar de lo mucho que Ricardo Villarroya había vivido, la soberana
novedad del lance le deslumbró. Otro hombre, en su lugar, hubiese
desconfiado de aquella cita inverosímil; pero él no vaciló; y como á
fuerza de perseguir lo raro, lo estrambótico era su elemento, apresuróse
á estrechar aquella mano blanca que le buscaba en la sombra.
Las circunstancias, sin embargo, no le ayudaban. Unas malas horas de
juego pasadas en el Casino habíanle dejado sin blanca; además, su pobre
mujer estaba encamada, inmovilizada por un violento ataque de reuma. Era
indispensable, de consiguiente, hallar dinero y buscar un pretexto
fuerte, lógico, que justificase su ausencia del domicilio conyugal
durante una noche.
Sin otras reflexiones ni más cautelosos atisbos, Villarroya llegóse al
dormitorio de la paciente. Eran las seis de la tarde; una lamparilla
eléctrica ardía junto á la cabecera del lecho dentro de una piña de
cristal azul, y su luz esparcía por el estuco un suave verdor
amarillento.
Ricardo se aproximó á la enferma, frotándose las manos con esa ufanía
característica de los hombres saludables.
--Hola, «Chulita», ¿cómo estás?
Levantó ella pausadamente la cabeza y su dolor y la alegría de verle
dieron á sus ojos una expresión húmeda. El día lo había pasado bastante
mal; á ratos imaginaba que sus fémures se partían, y bien echaba de ver
que la Naturaleza es peritísima hechicera en el arte de torturar y que
nadie como ella sabe oprimir los tornillos del suplicio, y dar duración
á las ansias. Agregó:
--Pasado un ratito me aplicaré una inyección de morfina; de otro modo
no podría dormir.
Villarroya escuchaba haciendo gestos de disgusto y conmiseración.
--¿Por lo visto, no has experimentado mejoría ninguna?
--No.
--¡Voto á...!
Se detuvo, rascándose la barba nerviosamente.
--Y estas contrariedades ocurren--prosiguió--cuando más hay que hacer y
más tranquilidad de espíritu necesito.
--¿Tienes algún asunto pendiente?
--¡Figúrate!... Venía á decirte que mañana, probablemente, no dormiré
aquí... ni aquí ni en ninguna parte...
--¿Cómo?
Por el semblante de la joven pasó un gran susto; era el temor de que á
su marido le amenazase algún peligro; un desafío, tal vez... Hubo en su
carilla carnosa, enmarcada por un abundante desbordamiento de negros
cabellos, una emoción de perplegidad.
El novelista repuso:
--Tengo ensayo general después de la función...
--¿Cómo? ¿Pero vas á estrenar?
Villarroya sintió flaquear su aplomo.
--¡Bah! Es una obrilla sin importancia, una quisicosa que he hilvanado,
por compromiso, en tres ó cuatro horas...
Hubo un corto silencio. La esposa preguntó:
--¿Cómo se titula?
Su acento fué irónico. Luego, viendo que Villarroya tardaba en
responder, sonrió. Ricardo lanzó una carcajada y, repentinamente, lleno
de ternura y de amor hacia su compañera, la abrazó. Ella exclamó sin
enfadarse, con esa grandeza maternal de espíritu que las mujeres
vulgares y celosas--celosas porque son vulgares--no comprenden:
--Para decirme que deseabas pasar una noche fuera de casa no necesitabas
mentir...
Cuando Villarroya salió á la calle iba incomodado consigo mismo;
realmente, lo que acababa de hacer era una infamia; su pobre «Chulita»,
tan resignada, tan indulgente, no merecía ser tratada así. Después pensó
en Fuensanta. Pero, poco á poco, estos remordimientos fueron disipándose
según el porvenir tornaba á convencerle de que lo desconocido es lo
mejor...
Desde su casa corrió Ricardo á la de su editor, á quien halló en uno de
esos momentos de pesimismo que hacen inabordables á los mercaderes.
Villarroya le pidió mil pesetas á cuenta de su último libro; su acento
era de angustia. El editor lo comprendió así; por otra parte, conocía el
desequilibrado vivir del novelista, y aprovechó la ocasión que se le
ofrecía de realizar, á cambio de un pequeño anticipo, un buen negocio.
Sus astutas negativas triunfaron; Villarroya vendió la propiedad
absoluta de su obra por ochocientas pesetas.
Los dos hombres se despidieron sonrientes y alegres. Inmediatamente
Villarroya penetró en un estanco, pidió recado de escribir y á vuela
pluma trazó estos renglones concisos, expresivos, de letras violentas,
como escritos por una mano de veinte años:
«La espero á usted mañana en la calle de..., número..., á las diez y
media de la noche. Vaya usted tranquila.»


III

El refugio elegido por el novelista para la cita era una de esas casas
tolerantes, misteriosas como capillas consagradas á algún rito exótico,
sobre las cuales las mujeres que viven en virtud lanzan furtivas miradas
de curiosidad. Algo silencioso las rodea, y su fachada dice recuerdos á
la experiencia de los hombres, y promesas de fuertes y procelosas
alegrías al candor de las vírgenes. Bajo su techo, los amantes, los
adúlteros, todos cuantos el vicio, la miseria ó la pasión, ponen fuera
de la ley, se encuentran, y el murmullo feliz de sus risas sube al
espacio como una evaporación de carne rosada. De día, esos asilos, con
sus ventanas entornadas, á donde nadie se asoma, parecen muertos; pero
por las noches, en la obscuridad de la calle y junto á los portales
virtuosos, honradamente impasibles al frío de los desheredados sin
albergue, su zaguán hospitalario, siempre abierto, pinta un rectángulo
blanco, ante el cual la moral ceñuda pasa sin mirar.
Ricardo Villarroya había retenido dos habitaciones, ricamente
decoradas, que pondrían á su aventura marco digno. Cuando llegó, todavía
faltaban minutos para las diez y media. Una mujer huesuda y alta salió á
recibirle; una de esas viejas dueñas en cuyos ademanes la costumbre que
tuvieron cuando jóvenes de agradar dejó un ritmo elegante. El novelista
saludó:
--Buenas noches, Concha.
Ella correspondió al saludo con una sonrisa y se estrecharon las manos
apretadamente, largamente, con la efusión de la complicidad.
--¿Ha venido?--dijo él.
--No.
Y añadió maquinalmente, por el hábito que tenía de serenar las
impaciencias de los hombres:
--Aun es temprano.
Le condujo á las habitaciones que Villarroya había elegido. Allí se
sentaron. El miraba á todas partes atentamente, fijando en su memoria la
situación de los muebles y de las puertas, para luego no tropezar en la
obscuridad. También buscó el botoncillo de la luz. Ella comprendió:
--Lo tienes ahí--dijo--, á la derecha de ese espejo.
Ricardo hizo un signo afirmativo. Hubo un silencio. Concha exclamó:
--Cuenta, cuenta... ¿Qué haces ahora? ¿Cuál es tu vida después de tanto
tiempo?... Ya vi tu última comedia; muy hermosa...
Animada por un movimiento de sincero interés amistoso, preguntóle por
sus hijos, sin advertir que estos recuerdos le producían cierto
malestar. La conversación giró hacia el asunto que les había reunido.
--Ahora puedes explicármelo bien--dijo Concha--, porque esta tarde, como
viniste tan de prisa, apenas me enteré.
Ricardo leyó en alta voz la última carta de su admiradora. Ella le
inspeccionaba atentamente, con sus ojos astutos habituados á las
emboscadas de la vida y capaces de reflejar todas las emociones menos la
del asombro.
Poseído de pueril ufanía, Villarroya exclamó:
--Dí, Concha, tú que tantas cosas viste; ¿no es cierto que mi aventura
es extraordinaria?
--Efectivamente.
--¿Y no crees también que tengo motivos para dar brincos de alegría?
Ella no respondió, y su silencio puso en los oídos del galán la frialdad
de una negativa. Ricardo consultó su reloj; faltaban veinte minutos para
las once; la repentina sospecha de que la tan Esperada no viniese
extendió por sus nervios un sacudimiento de dolor. Recordó que ella no
acudió á la primera cita y que esta desilusión podía repetirse.
Concha había encendido un cigarrillo y miraba al suelo pensativa. De
pronto, exclamó:
--¿Tú no sospechas quién pueda ser la autora de esas cartas?
--No.
--¿Conociste durante estos últimos meses alguna mujer que, más ó menos
explícitamente, se haya manifestado enamorada de ti?
--No recuerdo... De ella sólo sé que habita en una calle por donde yo
paso con frecuencia, pues en su primera carta lo declara así. Mas eso
poco ó nada explica; ¡recorre uno tantas calles al cabo del día!...
Se detuvo, rebuscando aún entre sus recuerdos. Concha lanzó una
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