La cita: novelas - 01

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LA CITA


DEL MISMO AUTOR
(PUBLICADAS POR ESTA CASA EDITORIAL)
NOVELAS
EL OTRO (2.ª edición) 3,50
LA OPINIÓN AJENA 3,50


EDUARDO ZAMACOIS
LA CITA
NOVELAS
[Illustration: colofón--RENACIMIENTO]
MADRID
RENACIMIENTO
_Pontejos, 3._
1913
ES PROPIEDAD
ESTABLECIMIENTO TIPOGRÁFICO EDITORIAL.--PONTEJOS, 3.


LA CITA


I

Tras un largo mirar interrogante, lleno de conmiseración maternal, la
actriz añadió:
--¡Ay, Ricardo!... ¿Por qué serás así? ¿Por qué no resignarte y hallar
alegría en lo que tienes? ¿Por qué lo ajeno te admira, y lo tuyo, que á
más de un descontentadizo haría dichoso, sólo te inspira hastío y
desdén?...
Calló, y su voz débil, en la que hubo, juntamente con un desesperado
anhelo de persuasión, la seguridad íntima de no conseguir nada, fué
suplicante como el gesto de una mano mendiga.
Ricardo Villarroya adoptó en la butaquita donde estaba sentado una
actitud más cómoda. Lanzó un suspiro. Sus cejas fuertes se arquearon
sentimentales bajo la frente descollada y alta.
--¿Qué quieres?--dijo--, uno es... como nació. En medio de nuestras
inconsecuencias aparentes, todos somos perenne y fatalmente esclavos de
nosotros mismos. Lo disparatado obedece á leyes precisas; la existencia
más aventurera, más incongruente, más copiosa en funambulescos
altibajos, es ordenada como el vivir del campesino que jamás rebasó los
horizontes avaros de su lugar. Lo raro no existe; lo raro, mi pobre
Fuensanta, es la palabra con que enmascaramos lo que no sabemos, la
explicación frívola de las concatenaciones ocultas que no adivinamos.
Todo tiene su por qué; los mismos locos son, á su modo, discretos; el
Destino es un tratado de lógica...
--¿Por lo visto, renuncias al propósito de redimirte?
--Completamente; soy un incurable.
Había cruzado una pierna sobre otra y bajó la cabeza, complaciéndose
distraídamente en aplastar la ceniza de su cigarro contra la suela de su
bota de charol; sus ojos se apagaron, las comisuras de sus labios
descaecieron sin ilusión tras las guías viriles del bigote, y una
intensa expresión de melancolía nubó su frente, envejecida
prematuramente por el trabajo.
Era un hombre de treinta y cinco años, membrudo y alto, cuyos cabellos
rojos, cortados militarmente al rape, dibujaban francamente las líneas
de una cabeza grande, de ángulo facial muy abierto, terca, cual
predestinada para heroicos y duraderos combates. Una barba puntiaguda y
raleante daba firmeza al rostro. El pecho, amplio, tenía un alentar
poderoso y sereno; la sangre arrebolaba la piel del recio cuello y de
las mejillas; un espeso vello bermejo cubría las muñecas robustas y las
manos; manos atávicas, de largos y temerarios dedos. Hallábase Ricardo
Villarroya en pleno apogeo artístico: sus últimos libros habían merecido
éxito codiciable; sus artículos de crítica jugosa y violenta erigiéronle
en campeón de la joven grey literaria; la única comedia que estrenó
suscitó polémicas ardientes. Además, era un poco orador; la extrema
izquierda de la opinión adoraba en él; su nombre, que servía de lábaro á
las mayores osadías de la forma y del pensamiento, resonaba como un
alerta bélico en la atmósfera febril de las asambleas. Todo en él era
impetuosidad, inquietud, soberbia; la ambición bruñía sus ojos claros;
sus labios viciosos reían mal; en el continuo vibrar de su cuerpo
saludable y recio, pleno de apetitos moceros, había como una voz de la
especie.
Fuensanta Godoy le observaba atentamente, con emoción triste, mientras
acariciaba entre sus manos finas y blancas la mano derecha del
novelista.
--Te quiero--dijo--, te quiero muchísimo... cual mi usado corazón no
esperaba tornar á querer. ¿Por qué me correspondes en mala moneda? ¿Por
qué no eres bueno para mí? ¿Cómo no procuras serme fiel?
Los hombros de Villarroya esbozaron un movimiento de indiferencia. Ella
continuó:
--Posible es que tropieces con mujeres más hermosas que yo ó más
inteligentes, más elegantes, más agradables... Pero dificilísimo te será
hallar una que posea estas cualidades en aquellas modestas, pero bien
concertadas proporciones, en que yo las reuno y acoplo. No soy
bellísima, ni discreta en demasía, ni gallarda y cautivadora con exceso,
pero de todo hay algo en mí, y esta conjunción de amables virtudes es mi
orgullo.
El la escuchaba haciendo con la cabeza signos distraídos de
asentimiento.
--Y si ello es así--prosiguió Fuensanta--, ¿por qué me olvidas y
pospones á otras mujeres? ¿Por qué, conociendo mis celos, suspendes
sobre mi cabeza la amenaza de que hoy, mañana, cuando más dichosa esté y
menos lo aguarde, has de serme traidor?... Conozco bien, demasiado bien,
quizá, la complexión de tu alma: tú perteneces á la raza maldita de los
que sólo adoran lo lejano, lo inasequible, lo que nadie obtuvo. ¿Cómo no
aplicas tu espíritu indómito al examen de sus recuerdos? ¿Por qué
desprecias lo pretérito? ¿Acaso ese ayer que hoy miras desdeñosamente,
no sirvió de riente mañana á otros hombres que bulleron y amaron antes
que tú?... Escucha, Ricardo, y obedéceme, porque aún podemos ser
felices. ¿No tienes hijos y esposa? Y cuando el hogar legítimo, el
consagrado, te fastidie, ¿no me tienes á mí? ¿Qué más rebuscas? ¿Qué
imposibles novedades pides á la casualidad?
Argumentaba poco á poco, blandamente, como se habla á los enfermos, y
sus palabras, dichas á media voz, traían arrullos de infancia. En las
contiendas implacables del arte, lo más hacedero es derrotar
obstáculos, encumbrarse, llegar del éxito á los dorados fastigios, pues
los viejos maestros á quienes la juventud hostiliza están agotados y se
defienden mal: lo difícil es guardar las posiciones conquistadas,
resistir el fiero ataque de los bisoños que van llegando á la batalla,
afirmar la personalidad en medio de aquel desencerrado torbellino de
enemigos brazos que rodean al dictador. Según Fuensanta Godoy, para
vencer en ese descomunal torneo, donde todas las ensoberbecidas furias
de la vanidad intervienen, precisa tener una gran ambición, un orgullo
sin límites ó un ciego y descomedido amor; un sentimiento, en fin,
hondo, fanático, que baste por sí solo á reparar cuantas brechas las
estocadas de la desilusión y los consejos sigilosos de la fatiga van
abriendo en el entusiasmo.
--Pero si únicamente adoras lo que no tienes--continuaba--, ¿qué podrá
sostenerte, alentarte, fortificarte, cuando estés deshecho y próximo á
caer?... Triste es, ciertamente, sucumbir en la obscuridad del primer
asalto; pero ¿no es peor ver la miel de nuestra popularidad deshacerse
en olvido? ¡Ah, Ricardo! Tú ignoras eso; tú desconoces el sufrimiento
del artista que sobrevive á su prestigio y, no pudiendo ya derrotar las
reputaciones que van improvisándose á su alrededor, dice: «Hace años yo
era algo, tenía un nombre...» Créeme, Ricardo, eso es horrible; te lo
asegura la experiencia que me dieron veinte años de teatro...
Su voz se apagó en un suspiro, y por su rostro pasó como una sombra el
luto de su alma.
Contaba Fuensanta Godoy poco más de treinta años, y sus vestidos negros,
lascivamente apretados al cuerpo, modelaban una escultura de líneas
ondulantes y largas. Hondos surcos de melancolía cortaban su frente
guarnecida de rizosos cabellos castaños; la nariz, de perfil impecable,
afilada parecía por el sufrimiento; en su boca, de un raro humorismo,
las risas y el llanto tegían una dolora; bajo las cejas rafaélicas, los
ojos negrísimos y tristes, un poco oblicuos, tal vez, como los de las
japonesas, daban al semblante blanco, de un blanco terroso, la expresión
dulce que embellece, con poesía de enigma, el rostro de las mujeres de
la Ciudad sin Noche.
Entre las perfecciones y cualidades que avaloraban la cumplida hermosura
de Fuensanta, la mejor y más alta, la que antes sorprendía era su
tristeza. El dolor, que ha inspirado al arte creaciones supremas, suele
ser también origen y alimento de bellezas extrañas. Esta desviación ó
capricho del sentimiento estético no tiene explicación fácil. ¿Por qué
amamos lo triste y hallamos en las medias tintas inefable y malsano
contentamiento? ¿Acaso el ajeno sufrir envuelve algo que de soslayo
disculpa nuestra propia flaqueza, ó es que el dolor diviniza á la mujer
porque de ella precisamente emana, y así quien dijo dolor dijo también
arte y sexo?... A Fuensanta Godoy su expresión de inconsolable
pesadumbre hacíala infinitamente interesante. Cinco años antes la Godoy
fué una primera tiple cómica de gran boga. Al comenzar las temporadas
teatrales, su nombre aparecía en los carteles con llamativos caracteres
rojos, los periódicos publicaban su retrato, la crítica celebraba su
labor, y el correo traíala diariamente rumores de amorosos caprichos. La
corte de admiradores que invadían su cuarto del teatro, los aplausos del
público y la humillación y ásperas envidias de otras actrices por ella
vencidas en artísticas justas, parecían poner á su joven figura un nimbo
diamantino. Fuensanta Godoy amó y fué adorada; la neurastenia exacerbaba
sus afectos; bajo el soplo flagelante de las pasiones, la red no domada
de sus nervios padecía torsiones dolorosas; la sensación llegó á ser
para ella un suplicio; su desequilibrada cabecita, donde perduraba el
recuerdo de libros piadosos que leyó cuando niña, experimentaba accesos
frecuentes de misticismo, deseos de vivir quieta y sola. Los pueblos
playeros la atraían; adoró la morfina; perdió el ritmo interior; dos
veces fué procesada y obligada á pagar indemnizaciones costosas por
abandonar bruscamente el teatro donde trabajaba para marcharse al campo
con un amante pobre.
La carrera artística de Fuensanta Godoy duró poco; en pleno éxito y
cuando su juventud interesante, un poco rara, de _bibelote_ japonés,
brillaba sobre el escenario de los grandes teatros, una laringitis
torpemente curada la dejó afónica. Varios médicos aseguraron que para
aquel daño no había remedio; ella, no obstante, esperaba. La noche en
que, desoyendo cautos y leales consejos reapareció ante el público,
sufrió una decepción horrible; su voz, al concluir cierto momento
musical difícil, se nubló bruscamente; quiso repetir el temible pasaje y
no pudo; algunos espectadores descorteses protestaron. Entonces la Godoy
sintió á su alrededor un gran frío, una desgarradora emoción de
aislamiento, cual si el teatro, repentinamente, acabara de quedarse á
obscuras; vióse preterida, pobre, aherrojada en esa fosa común donde la
multitud ingrata sepulta á los artistas que ya no la divierten, y
aniquilada por su desgracia rompió á llorar y perdió los sentidos.
Ricardo Villarroya la conoció años después. Fuensanta vivía en una casa
de huéspedes cuya dueña también había sido del teatro. Ocupaba la Godoy
dos habitaciones pequeñas, sin otra luz que la de una ventana abierta
sobre un patizuelo malsano y profundo; pulmón infecto, jamás visitado
por el sol, por donde respiraba el vecindario sucio y haraposo de los
cuartos interiores. Una cama de hierro y un lavabo ocupaban la alcoba.
Componían el mobiliario del gabinete una vieja cómoda que de noche, en
el silencio, tenía crujidos amedrentadores, y varias sillas que fueron
elegantes y á la hora presente disimulaban su incapacidad y precaria
armazón bajo usadas fundas de lienzo gris. Decoraban las paredes
amarillentas, retratos descoloridos de actrices y de actores ignorados,
y un antiguo espejo, sobre cuya luna los coqueteos de las juventudes,
ya lejanas, que allí se reflejaron, parecían haber dejado una indecible
melancolía. Varias coronas, logradas en noches de beneficio, explicaban
desde sus cajas de caoba con tapa de cristal, la flaqueza y veloz
desmoronamiento de las glorias humanas. Cubría el suelo una alfombra
raída, de la cual, el polvo y el roce de los pies fueron borrando los
colores.
En aquel gabinetito, entristecido por el invierno y la presencia de
tantos objetos provectos, Ricardo Villarroya pasaba muchas tardes.
Al principio sentíase plácidamente cautivado por la soledad de la
actriz, digna, altiva, irreductible, en medio de su abandono y extremada
pobreza. Un momento halagó á Villarroya la idea de que la Godoy fuese su
última pasión, su capricho postrero, el desenlace de su mocedad
conquistadora. La quietud del medio coadyuvó no poco á enfielar sus
sentimientos. Sin duda era bonito ver pasar las horas. Su imaginación
errante comprendió la dulzura del reposo; su voluntad peregrina adivinó
la alegría de no moverse, de serenarse en la dominación tranquila de lo
ganado. Para sus ojos de novelista, los capítulos de olvido y de miseria
que epilogaban la historia de Fuensanta Godoy, ofrecían pasmoso interés.
Se colocaba en el lugar de la vencida; la desgracia ronda siempre; á él
también una anemia ó una congestión, podían precipitarle á los horrores
vergonzosos de la derrota desde las cumbres endiosadas del éxito. Por
eso la compadecía y hallábase propicio á consolarla. Pero en los
artistas el enternecimiento es transitorio; su egolatría se impone en
ellos á lo más grave; su personalidad lo abarca todo; así, en el fondo
de aquella conmiseración ostentosa, sólo había un depurado egoísmo.
No tardó Ricardo Villarroya en experimentar la primera crisis de hastío:
su temperamento reaccionaba cruelmente contra la emoción pasajera;
acababa de sentirse esclavo; el artista explorador, vagabundo de
sensaciones, derrotaba al hombre desengañado, necesitado de descanso.
Villarroya se aburría; los viejos muebles de aquella húmeda habitación
pesaron sobre sus pulmones, y un repentino y vehementísimo deseo de
libertad le enajenó. ¿Por qué las penas de la Godoy habían de
preocuparle, ni qué altruístas sofismas pretendían inducirle á ligar su
porvenir al de ella y servirla, á todo evento, de consejero y
defensor?...
A partir de aquel instante, y seguro de que la piedad, magnificada por
el cristianismo, es una claudicación ó cobardía del animo, sólo pensó en
huir, en libertarse rompiendo los taimados lazos de amor con que le
sujetaban la distinción señoril y virtuoso recogimiento de Fuensanta.
Estos ingratos manejos no resbalaron inadvertidos. La joven comprendió
inmediatamente que su alegría peligraba, y adivinó su derrota. Los
hombres aborrecen lo conocido, sin que nada baste á convencerles de que
todos los placeres son iguales: la pasión es por antonomasia
inconstante; una mujer cualquiera, zafia, vulgar, fea, tendrá sobre la
mujer hermosa que poseemos la inmensa ventaja, la preeminencia
indiscutible, de «ser otra»...
Aquella tarde Fuensanta Godoy y Villarroya discutieron mucho; el
novelista se reconocía aniquilado, deshecho ante el brío dialéctico de
su interlocutora. Sin alientos ya para defenderse, abroquelóse tras una
afirmación vertical inexpugnable:
--Nací así y no podré ser de otro modo. Huelga, por consiguiente, tu
empeño en demostrarme que hago mal.
Ella prosiguió atacándole, unas veces con impetuosidades celosas, otras
con maternales ternuras.
--¡Cuán poco me quieres, Ricardo!
--Te engañas; yo te quiero... te quiero bastante... mucho.
--Y, sin embargo, hablas de dejarme...
--Muy cierto.
--Entonces, ¿qué amor es ese? ¡Maldito el cariño que olvida y ve sin
dolor que otros labios acarician y otros brazos estrechan lo que fué
suyo!
¿Otra vez la misma cantinela? ¿Hasta cuándo iban á seguir así?...
Ricardo Villarroya alzóse de hombros despectivamente y encendió un
cigarro. Eran las cinco; la lluvia repetía su salmodia amodorrante sobre
el cinc de la ventana; obscuridades nocherniegas invadían el aposento.
Fuensanta hizo girar la llave de la luz, el gabinete se iluminó y sobre
la extensión turbia de las paredes reaparecieron las viejas sillas
vestidas de gris; la cómoda vetusta, llena de rumores inquietantes; los
retratos pálidos; el espejo, las marchitas coronas, expresivas y tristes
como momias, tras sus cubiertas de cristal. En un ángulo, sobre la
alfombra negra, la roja lumbre de un brasero brillaba sin
intermitencias, fijamente, como una pupila redonda y sin párpados.
La joven continuó modulando sus palabras en un largo suspiro:
--¡Qué cruel eres, Ricardo!...
--Quizá...
--Muy cruel, muy egoísta; créelo: de piedra es tu corazón...
--¿Y el tuyo?
--Cuando de ti se trata, de cera y de miel.
Bajo el bigote bermejo, los labios de Villarroya sonrieron irónicos.
--Tú--dijo--, tratando de imponerme tus gustos, eres tan egoísta como yo
defendiendo los míos. ¿Por qué avergonzarnos de nuestros sentimientos y
no llamarlos por su nombre? ¿Por qué estimar virtud la compasión, que
antepone el bienestar ajeno al propio bienestar, y maldecir del egoísmo,
fundamento precioso de la personalidad? ¡Basta ya de rancios
enternecimientos! Vivir y vivir bien: he aquí la única verdad positiva.
Además, que siendo egoístas ejercitamos un aspecto de la filantropía: el
egoísmo es la caridad aplicada á nosotros...
Discutieron, preconizando él la alegría de moverse, de explorar
corazones, de ser ingrato.
--El espíritu--decía--tiene paisajes, como la Naturaleza. Esta los
compone con árboles y montañas y aquél con ilusiones y recuerdos. Hay
caracteres claros y fáciles, semejantes á llanuras, y otros ariscos cual
despeñaderos. También conozco sentimientos que ocultan todo un panorama
de alma y necesitamos vadear, igual que los viajeros buscan tras el
altozano importuno un hermoso horizonte; de donde deduzco que á los
paisajes y á los hombres conviene examinarles «desde cierto punto de
vista». Cada espíritu, querida mía, tiene el misterio de un hogar
cerrado. ¿No sentiste nunca, yendo por el campo, deseos de penetrar en
una casuca solitaria, abrir sus persianas, violar el enigma de aquellas
habitaciones donde otras vidas obscuras se deslizaron, y sentir tus
pasos resonar bajo aquellos techos que jamás, seguramente, tornarás á
ver?... Parecida curiosidad alumbran en mí las almas; hallo en mi camino
una interesante y me gusta estudiarla, averiguar sus perversidades, sus
excelencias, y cuando todo fué bien escrutado... dejarla para que otros
la examinen.
Y agregó, con un gran borbollón cínico de risa:
--¡Oh! La vida nos abrumaría sin la ingratitud. Yo bendigo la
ingratitud. ¿Qué sería, por ejemplo, de tí y de mí, si todas las
pasiones ó amoríos que hemos inspirado hubiesen sido eternos?
Oyéndole, las facciones fatigadas de Fuensanta delataban una amarga
laxitud, un abatimiento sin cura. A veces, sin embargo, sus gestos
readquirían aquella impetuosidad libre y boyante de antaño; pero,
generalmente, su actitud era circunspecta, blanda, débil, y entre sus
labios cansados, las afirmaciones más rotundas vibraban con la tímida
inflexión del consejo.
--Eres un histérico--exclamó--, un pobre loco que busca vanamente fuera
de sí mismo lo que lleva dentro.
Permaneció indecisa, el busto inclinado hacia adelante, los codos sobre
las rodillas, brillantes los apasionados ojos bajo las cejas que la
reflexión fruncía.
--Eres--prosiguió--uno de los hombres más complejos y extraños que he
conocido. Yo, que deseo tu felicidad, quisiera demostrarte cómo las
sensaciones que husmeas no existen; que la alegría es algo
fantasmagórico y liviano que proviene de tu misma alma como del cuerpo
la sombra, y que quien, cual tú, ganó esposa, hijos, gloria, crédito,
amigos... ¡todo!, no tiene derecho á pedir más.
Villarroya callaba, reconociendo vagamente que Fuensanta Godoy decía
verdad. Ella prosiguió:
--Dejaste á tus padres por casarte; luego olvidaste á tu mujer por tus
hijos, pues diríase que en tu aturdido corazón sólo cabe un afecto; más
tarde descuidaste á tus hijos para seguir tu necia historia de amoríos
mercenarios. Cuando me conociste renunciaste á todo; ahora el mundo te
llama nuevamente y quieres dejarme. ¿Qué pretendes? ¿Qué persigues?
¿Dónde hallarás más de lo que te dió mi cariño?
Hubo otra pausa, uno de esos silencios terribles en que sentimos á
nuestro alrededor algo fatal, ineluctable, caminar de puntillas. Ricardo
musitó pensativo:
--Ya te lo dije; soy así... como me hicieron...
Fuensanta le interrumpió vehemente:
--Te equivocas: tu idiosincrasia carece de realidad durable; en tu
carácter voltario, únicamente lo adjetivo ó accidental tiene
substantividad. Un tirano te gobierna: la impresión; por eso corres
ciego tras lo que, por ser nuevo, crees apetecible y huyes de cuanto
juzgas malo y fastidioso por el mero hecho de serte familiar. ¡Eso te
ocurre conmigo! ¿Por qué, si no, yo misma, en quien hace un año
adorabas, ahora te doy sueño?... ¡Qué pena! ¡Ah!... Yo quisiera darte
una lección, escarmentarte de esa vana manía que te lleva á buscar fuera
de ti lo que va contigo y es obra ó reflejo de tu fantasía andariega.
¿No comprendes que ese vigor que disipas en aventuras inútiles, aplicado
á tu arte te levantaría á cimas y victorias mayores aún que las
ganadas?...
Varios golpecitos, dados en la puerta, interrumpieron el diálogo.
Fuensanta preguntó:
--¿Quién?
Una voz humilde repuso desde fuera:
--Cuando usted guste cenar...
--¿Están todos en la mesa?
--Sí, señora.
--Voy en seguida.
Villarroya consultó su reloj. Eran las ocho.
--Me marcho--dijo.
Levantóse precipitadamente, abrochándose el gabán, recogiendo su
sombrero, que, al entrar, dejó sobre una silla. Fuensanta se acercó á él
lentamente: bajo su traje negro, su cuerpo, á la vez grácil y ampuloso,
onduló con ritmo sensual.
--¿Volverás luego?
Ricardo no pudo disimular un guiño de disgusto; el ambiente de aquel
gabinetito, lleno de viejos muebles, le oprimía.
--No sé... no sé; necesito escribir...
Ella replicó, sonriendo triste:
--Nada tienes que hacer, pero si debes trabajar, trabaja á mi lado. Ven
á verme, te lo ruego; ¡Estoy tan sola!...
Como otras veces, la compasión le rindió.
--Bien--dijo--, espérame; antes de las once estaré aquí.
Fuensanta le acompañó hasta la puerta; ya allí, sus manos, ágiles y
blancas, llenas de amor; sus pobres manos, que la necesidad despojó de
sortijas, le arreglaron el nudo de la corbata y le alisaron los
cabellos.
--Hasta muy pronto--balbuceó--, hasta muy pronto... no tardes...
Al quedar sola, la actriz tuvo un ademán desesperado.
--¡No me quiere!--sollozó--. ¡Ya no me quiere!... ¿Cómo reconquistarle?
Quedóse quieta, los ojos puestos en un retrato de Villarroya, al pie del
cual el novelista había escrito: «Estas dedicatorias siempre son
tristes. Todas ellas parecen decir: «Cuando ya no me veas...»


II

Pasaron varios días, durante los cuales creció en Villarroya aquella
laxitud melancólica que la sociedad de Fuensanta le producía. ¿De dónde
emanaba tal despego? El novelista trató de escudriñarse, de oirse, de
sorprender ese trajín subconsciente con que los deseos nuevos y las
pasiones que se apagan van y vienen por el espíritu.
Empero sus esfuerzos analíticos no lograron llevarle á una solución
transparente y rotunda. Unas veces imaginaba que todo ello era fruto
ingrato de su carácter inseguro, siempre displicente, refractario á la
grandeza de la inmovilidad; otras creía que era Fuensanta Godoy quien le
había engañado, prometiéndole con su franca hermosura y su discreto
hablar sensaciones y alegrías que luego no le dió. Poco á poco esta
última idea prevaleció. Las mujeres que no sirven para heteras, ni
tienen la pasividad de ceñirse á las prietas leyes de la ética
tradicional, se parecen á esos individuos fracasados del arte, que
habiendo nacido para vivir vulgarmente, pretenden, sin embargo, morir en
belleza. Nada consigue aquietar su obstinación suicida: el hombre
normal, el hombre adocenado que siente y discurre y sujeta sus actos á
la costumbre, se halla obscurecido en ellos por un sujeto desencentrado
y visionario, plantío de fanfarrias, panal de ambiciones descomedidas y
de acedos rencores hacia los fuertes que caminan lejos de él y muy alto.
Así esas caprichosas que ni supieron envejecer en la calma de la virtud
burguesa, ni tuvieron la valentía de sus pecados; la orgía franca las
avergüenza y la paz de lo legal las aburre; cuando están recluídas
sufren anhelos quemantes de libertad, y si campean á su albedrío
experimentan el cansancio de los caminos demasiado largos, el miedo al
barro de desdenes que la sociedad tira á los que se rebelaron contra
ella. Al lado de tales mujeres, los hombres suelen hallarse mal; son
almas enfermas, fatalmente tristes, que bajo el techo del hogar
encalmado bostezan de hastío, y momentos después, en la bacanal, ponen
sobre la sinfonía brillante de sus desenfrenos un treno de
arrepentimiento; espíritus abúlicos, sometidos á todas las furias del no
querer y del recuerdo.
Fuensanta Godoy era así; la desdichada, después de perder cuantas
batallas libró con el amor y con el arte, sintió correr por su semblante
y su cuerpo la vejez sutil de la melancolía: bruscamente sus ojos se
apagaron, su boca perdió la línea graciosa de la dicha, sus ademanes
fueron más lentos, la negra noche de sus cabellos palideció, sobre su
frente el dolor trazó las líneas de ese pentagrama siniestro donde cada
desengaño deja una nota. Involuntariamente Ricardo Villarroya
reconocíase separado de ella, y la fijeza de este sentimiento era
indiscutible: lo que él rebuscaba lejos de Fuensanta no era la novedad
únicamente, sí algo positivo, un tesoro de sana alegría, que ella,
envenenada por las murrias de su hundimiento, no podía darle. Además, el
recelo de parecerse á la actriz, acabó de preocuparle; la tristeza y la
vejez son contagiosas como el tifus, y aunque la infección es más lenta,
el remedio, en cambio, es mucho más difícil. Villarroya tuvo miedo. ¿Qué
sería de él, si de pronto, en plena lucha y por obra de ese influjo
sigiloso, pero seguro, de la imitación, llegara á sentirse lacio y
triste?
Y entonces el novelista decidió cerrar su blando corazón á todos los
musiteos de la piedad y abrir entre él y la abandonada un azarbe
inmenso, un abismo de paredes verticales, ancho y profundo, que
imposibilitase toda reconciliación. ¡Bueno que se sufra en las horas de
trabajo! Pero era imbécil, era suicida, permitir que aquel sufrimiento
emborronase también la luz radiante de las horas dichosas. Tomaría la
ofensiva: las mujeres demasiado buenas anulan á los hombres, porque les
esclavizan al quitarles la ocasión de reñir con ellas.
--Una querida honrada, juiciosa, metódica, que ni siquiera se tome la
molestia de engañarnos--pensaba irónicamente Villarroya--, es lo único
que hace imperdonable el adulterio...
Entretanto continuaba visitando á Fuensanta, preso en el hechizo de
aquella mujer inteligente, inmensamente triste.
Cierta noche, después de cenar, y hallándose ya metido en su despacho,
dispuesto á escribir, Ricardo Villarroya recibió una carta: la traía un
mozalbete de diez y seis á diez y ocho años, vestido de negro: un
lacayito, sin duda, humilde y vergonzoso, que hablaba mirando al suelo.
Ricardo rasgó pausadamente la nema del sobre, donde la penetración
zahorí del novelista acababa de ventear un lance amoroso.
--¿Quién te envía?--preguntó clavando en el muchacho sus ojos firmes.
--Una señora.
Villarroya desdobló el billete, mientras una sonrisa imperceptible, de
vanidad y de conquista, pasaba bajo su recio bigote de color almagre. La
carta decía:
«Una casualidad me ha permitido saber quién es el hombre que casi todas
las tardes pasa bajo mis balcones, y el ilustre prestigio de su apellido
ha exaltado los vehementes deseos que ya tenía de conocerle. ¿Cuándo y
dónde podría acercarme á usted?»
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