La cita: novelas - 11

Total number of words is 4579
Total number of unique words is 1728
31.6 of words are in the 2000 most common words
43.0 of words are in the 5000 most common words
50.4 of words are in the 8000 most common words
Each bar represents the percentage of words per 1000 most common words.
Transcurrió otro minuto; que todas las mujeres, aun las más indoctas y
sencillas, poseen á la perfección el secreto hechicero de saber hacerse
esperar. Después Berlanga oyó los pies desnudos de Rafaela deslizarse á
lo largo del tránsito. La joven llegó á la alcoba del platero, y en las
tinieblas sus manos exploradoras tropezaron con las que Manuel extendía
para recibirla.
--¿Qué necesitas?--preguntó rencorosa y humilde.
--Acuéstate.
Ella obedeció. Sonaron muchos besos, dados por él, y luego la voz de
Berlanga que preguntaba dominador y mimoso:
--¿Vas á ser buena?...
Amadeo Zureda regresó dos días después; venía satisfechísimo; Manolín,
durante el viaje, habíase portado como un hombrecito; no lloró, comió
cuanto le dieron y durmió con sueño de marmota sobre los carbones del
tándem. Al besar á su mujer, el maquinista advirtió que ésta tenía en la
frente una mancha violácea.
--Esto es un golpe--dijo--; ¿has reñido con alguien?
Ella vaciló.
--No, hombre; ¿con quién iba á reñir... y menos á pegarme?... Es que la
misma noche en que te fuiste, la botella del aceite, que estaba en un
vasar, se cayó al ir yo á cogerla y me dió aquí.
--¿Y este arañazo?
--¿Cuál?... ¡Ah, sí, el del labio!... Me lo hice con un alfiler.
--¡Qué atrocidad! ¡Chiquilla, ten cuidado!...
El maquinista no vió cómo Manolo Berlanga, allí presente, se mordía el
bigote para disimular una risa infame; el pobre hombre no sospechó nada,
estaba ciego; aunque no hubiese querido á Rafaela, su amor á Manolín
bastaba á taparle los ojos.


IV

Pero la verdad tiene mucha fuerza. Amadeo Zureda llegó á notar que algo
extraño ocurría en torno suyo; lentamente y sin saber por qué, hallábase
un poco distanciado de sus compañeros, que le miraban y trataban como
nunca lo hicieron; diríase que exigiesen de su rostro la confesión de un
secreto cómico que él sin duda llevaba muy oculto y tapado, pero que
todos conocían; era una compleja emoción de silencio y de curiosidad que
le aislaba de ellos y parecía nimbarle de una inexplicable ridiculez.
Concluyó por preocuparse de aquel fenómeno.
--¿Habré cambiado? ¿Estaré enfermo de gravedad... ó estaré muy feo y
nadie se atreve á decírmelo?...
En las inmediaciones de la estación, y cerca del Manzanares, había un
merendero donde acostumbraban á reunirse los mozos del andén y algunos
maquinistas y fogoneros. El ventorro pertenecía al señor Tomás, que fué
torero en sus mocedades y conservaba de aquel oficio de valor y
gallardía el carácter aplomado y rudo y la nobleza de corazón. El señor
Tomás hablaba poco, y para los que le conocían íntimamente, sus palabras
tenían la autoridad de lo escrito. Era un viejo alto, de espaldas y
manos atléticas, que vestía calzones de pana y chaquetillas andaluzas de
paño negro, y llevaba sobre la faja, con que se abrigaba el crecido
vientre, un ancho cinturón de cuero con hebilla de plata.
Aquella tarde el señor Tomás disfrutaba del sol á la puerta del
ventorro, cuando pasó Zureda.
El tabernero llamó al maquinista con un gesto, y cuando éste se hubo
acercado, exclamó mirándole fijamente á los ojos:
--Tenemos que hablar.
Zureda se inmutó; por sus entrañas, semejante á un viento frío, acababa
de pasar la vibración helada, sigilosa, de un mal presentimiento.
Recobrándose, contestó:
--Cuando usted quiera.
Subintraron en la taberna, donde á la sazón no había parroquianos. Un
alto zócalo de madera pintado de rojo y coronado de botellas, rodeaba la
sala; de la pared pendía la cabeza disecada del toro de quien el señor
Tomás recibió la tremenda cornada que, desgarrándole una pierna, le
obligó á desceñirse para siempre el traje de luces; al fondo, tras el
mostrador bruñido, sobre el que cantaba perpetuamente un chorrillo de
agua, el medidor se había dormido.
Los dos hombres se sentaron ante un velador: el tabernero batió palmas.
--¡Eh, tú, chico!--exclamó.
Acudió el medidor.
--¿Mandaban ustedes?
--Trae unas aceitunas y dos copas de vino.
Hubo una larga pausa. El señor Tomás atizó con voraces chupadas el fuego
del cigarro puro que humeaba entre sus labios; una torva preocupación
endurecía su rostro afeitado, cetrino y carnoso, bajo los cabellos
blancos, peinados y rizados majamente sobre la frente.
--A mí--empezó diciendo el tabernero--no me gusta que dos hombres riñan,
porque entre gentes de corazón no hay riña que no sea grave; pero
tampoco puedo consentir que un hombre honrado y que lleva el valor en su
sitio sirva á nadie de hazmerreir. ¿Tú me comprendes?...
Amadeo Zureda se puso lívido, rojo después. Sí, comprendía; habíanle
llamado para comunicarle un misterio terrible; sintió que aquella
emoción de vacío que desde algún tiempo atrás le acompañaba, iba á ser
explicada y tembló; sobre su cabeza se cernía algo negro y enorme; una
de esas verdades trágicas capaces de partir en dos una vida.
--Yo, ni sé hablar, ni me gusta hablar--prosiguió su interlocutor--; por
eso no me meto en divagaciones, sino que llamo á las cosas por su
nombre; porque todo en este mundo, Amadeo, fíjate bien, tiene su
nombre.
--Así es, señor Tomás...
--Bueno; y yo soy de los que se van á la verdad como antes se iba al
toro: por lo más derecho, que es lo mejor porque es lo más corto.
--Eso es...
--Bueno; yo te quiero bien; sé que eres trabajador, sé que eres de los
buenos que para ganarse su pan no son capaces de echarse por ningún
camino feo; sé también, porque eso se lleva escrito en la frente, cómo
eres un hombre que sabe cerrar el puño para reñir y ponerse el alma á la
bandolera cuando hace falta. Todo eso me consta. Por lo mismo, no
permito que nadie se burle de ti.
--Gracias, señor Tomás...
--Bueno; aquí, en mi casa, óyelo bien, aquí en mi casa se ha dicho que
tu mujer tiene relaciones con Manuel Berlanga.
Las miradas del tabernero y del maquinista se encontraron, y clavadas la
una en la otra estuvieron un instante; después los ojos de Zureda se
dilataron, desorbitándose. De repente se levantó y las uñas cuadradas de
sus dedos se hincaron en la madera de la mesa. Sus labios blancos,
cubiertos de saliva espumosa, murmuraron entrecortadamente, como en un
espasmo de rencor:
--Eso es mentira, señor Tomás, mentira... y á usted... y á la madre de
Dios que baje á decírmelo, le parto el corazón. ¡Eso es mentira!
Muy dueño de sí, sin una mueca en el rostro, el tabernero repuso:
--Bueno; tú entérate de lo que haya de cierto ó de falso en este
asunto, pues ya sabes que tan importante es la verdad como la mentira
que se cuenta. Y si te conviene decir que todo ello lo supiste por mí,
dílo, que yo aquí y en todos terrenos sostengo mis palabras.
Calló el tabernero, y Amadeo Zureda, de codos sobre la mesa, permanecía
inmóvil, idiotizado, la boca entreabierta.
Transcurridos algunos momentos sus ideas comenzaron á serenarse, y según
se aquietaban y coordinaban, una irresistible curiosidad malsana de
saber, de atormentarse inquiriendo detalles, le invadía.
--¿Y de eso--preguntó--se ha hablado aquí?
--Aquí mismo.
--¿Cuándo?
--Más de una vez y más de veinte; y han dicho algo peor: han dicho que
Berlanga le pegaba á tu mujer, que tú lo sabías, que estabas enterado de
todo desde el primer momento, y que si lo aguantabas era por
conveniencia, porque ese Berlanga te ayudaba á pagar la casa.
La llegada de dos mozos de andén, interrumpió la conversación. El señor
Tomás concluyó:
--Conque... ¡ya lo sabes todo!
El primer impulso de Zureda al salir del ventorro fué dirigirse á su
casa, interrogar á Rafaela, y por buenas ó á golpes arrancarla la verdad
de sus relaciones con Berlanga. Pero se arrepintió; asuntos como aquel
no debían atropellarse; mejor era proceder cautamente, esperar,
informarse despacio y por sí mismo. Cuando llegó á la estación eran las
seis; en el andén encontró á Pedro.
--¿Qué máquina tenemos hoy?--preguntó Amadeo.
--«La Negra»--repuso el fogonero.
--¡Maldita!... ¡«La Negra» había de ser!
Fué aquel, efectivamente, un viaje terrible, erizado de combates
interiores y de luchas con la locomotora rebelde; viaje diabólico del
que Amadeo Zureda había de acordarse toda su vida.
Con arreglo al plan de prudencia que se había trazado, el maquinista
aplicóse á observar el modo que Rafaela y Manolo Berlanga tenían de
hablarse, y tras mucho torturarse la atención no halló en la franca
cordialidad de sus relaciones nada que rebasara los límites de una buena
amistad. Desde que Berlanga apadrinó á Manolín, el platero y Rafaela,
cediendo á requerimientos del mismo Amadeo, habían acordado tutearse;
pero aquel tuteo fraternal, justificado por los tres años que llevaban
unidos, no parecía envolver ningún secreto pecaminoso. No obstante, los
celos de Zureda iban en aumento, agarrándose á todos los pretextos,
sirviéndose hasta de lo más nimio para medrar y embeber vampirescos
todos los pensamientos del maquinista. Era un sentimiento que crecía en
Zureda por la obsesión que le causaba la visión constante de la afrenta
sospechada, como por obsesión nació en Manolo Berlanga su amor á
Rafaela.
Convencióse al cabo Amadeo de que sus facultades de espía eran muy
cortas; faltábanle la astucia, el disimulo, y ese instinto de
adivinación, especie de doble vista, que permite llegar rápida y
derechamente al fondo de las cosas. Dado su caracter rudo, refractario á
toda suerte de taimerías diplomáticas, mejor era abordar la cuestión
cara á cara. Una vez adoptada esta resolución, sintió encalmarse sus
inquietudes y derramarse por su interior una emoción sedante de paz. El
maquinista pasó el día leyendo tranquilamente, aguardando á que la noche
llegase. Rafaela cosía en el comedor, con Manolín dormido sobre el
regazo. Media hora antes de cenar, Zureda llegóse de puntillas á la
alcoba, y de la mesita de noche sacó el recio cuchillo de monte, con
mango de asta, que llevaba consigo en todos sus viajes. Después calóse
una boina, enlazóse al cuello una bufanda porque hacía frío, y en la
oquedad del corredor, sus recias pisadas, que en aquel momento parecían
llevar consigo algo fatal, resonaron seguras.
Un poco sorprendida, Rafaela preguntó:
--¿No cenas aquí?...
--Sí--repuso él--; voy á estirar un poco las piernas; vuelvo enseguida.
Besó á su mujer, besó á Manolín, despidiéndose de ellos mentalmente, y
salió.
En la taberna del señor Tomás halló á Manolo Berlanga jugando al tute
con varios amigos. El platero estaba borracho, y su voz, de timbre
impertinente y desafiador, se imponía á las demás. Lentamente, con aire
descuidado y taciturno, el maquinista se acercó al grupo.
--Señores, salud.
Al pronto nadie le contestó, que todos pendientes andaban del travieso
ir y venir de los naipes. Acabada la partida, uno de los jugadores
exclamó:
--¡Hola, Amadeo... no te había visto!... A los que vi ayer fueron á tu
mujer y á tu chico; el muchacho muy hermoso está, y su madre muy guapa,
¡vaya!... No lo digo porque estés delante. ¡Bien se echa de ver que
ganas mucho y que en tu mujer lo gastas!
--Y si no lo hiciera así--interrumpió Berlanga, ofreciendo á su compadre
un vaso de vino--no faltaría quien lo hiciese; ¿verdad, tú, Amadeo...?
Zureda, impasible, apuró el vaso de un trago. Después pidió, para los
allí reunidos, un frasco de vino.
--Te desafío--exclamó dirigiéndose á Berlanga--á una partida de mus.
Antolín será mi compañero.
El platero aceptó.
--Vamos allá.
Los cuatro hombres se instalaron alrededor de la mesa, y la partida
empezó.
--Envido.
--Paso...
--Tengo.
--No.
--Yo, sí.
--Envido también.
--No quiero...
De cuando en cuando los jugadores interrumpían su faena para beber, y
algunas jugadas atrevidas eran festejadas con grandes risas.
--¿Quien da?...
--Yo.
De repente Amadeo Zureda, que buscaba un pretexto para reñir con su
compadre, hizo una trampa que le permitía ganar un envite. Manolo
Berlanga sorprendió la operación, y muy excitado tiró los naipes al
suelo.
--¡Eso no se hace!--gritó--, y por muy parientes que seamos no te lo
consiento.
Todos los jugadores apoyaron airados la actitud del platero.
--¡No, señor, no... eso no se hace!--repetían.
Tranquilamente, Amadeo Zureda repuso:
--¿Qué he hecho yo?
--Tirar esta carta, el cinco de bastos--repuso Berlanga--, y coger un
rey, que necesitabas. Ni más ni menos... ¡Y eso es robar!...
Al furioso insulto del platero apresurose el maquinista á replicar con
una bofetada; engarfiñáronse como gatos los dos hombres, y la mesa y las
sillas rodaron por el suelo. Acudió diligente el señor Tomás, y entre él
y los otros jugadores lograron separarles. Al salir á la calle, y
aprovechando el tumulto de los curiosos que el fragor de la lucha había
reunido como por ensalmo, delante de la taberna, Amadeo murmuró al oído
de su compadre:
--Te espero frente á San Antonio de la Florida.
--Está bien.
Momentos después, y en el sitio indicado, volvieron á reunirse.
--Vámonos adonde nadie nos vea--dijo el maquinista.
--Vamos adonde gustes--repuso Berlanga--; tú guías.
Cruzaron el río y llegaron á los campillos de la Fuente de la Teja.
Allí, bajo los árboles, las sombras del crepúsculo eran más densas. En
un lugar que juzgaron propicio, los dos hombres se detuvieron. Zureda
miró á su alrededor, y sus ojos, acostumbrados á registrar el horizonte
de los caminos, parecieron tranquilizarse. Estaban solos.
--Te he traído tan lejos--empezó diciendo el maquinista--para matarte ó
para que me mates tú.
Berlanga, que había bebido mucho y tenía el vino bravo, miraba á su
interlocutor de hito en hito, las manos metidas en los bolsillos de su
pelliza, fruncido el ceño, el mento levantado y retador. Acababa de
adivinar lo que iban á preguntarle, y la idea de ser sometido á un
interrogatorio sublevó su orgullo.
--Me parece--exclamó jaquetón--que vamos á tener que hablar poco.
Y seguidamente, cual si leyese en la frente de Zureda, agregó:
--A ti te han dicho que yo tengo relaciones con Rafaela... y quieres
saber la verdad.
--Sí--repuso Amadeo.
--Pues no te han engañado; ¿á qué andar con mentiras?... Es verdad.
Calló y observó á Zureda, cuyos ojos en aquel momento, de grandes y
negros que eran, habíanse tornado, por milagro de la ira, en pequeños y
rojos. Ninguno de los dos hombres habló más, ni hacía falta, pues que
las palabras que iban á precipitar al uno contra el otro estaban dichas.
Zureda retrocedió algunos pasos y desnudó su cuchillo; el platero
desdobló una navaja. Se acometieron; fué una lucha ancestral, un cuerpo
á cuerpo bárbaro, silencioso, en el que Manuel Berlanga quedó muerto.
Cayó de espaldas, lívido el rostro, la boca torcida por una mueca
inolvidable de odio y de dolor.
El maquinista se alejó á buen paso, y ya repasaba el puente, cuando una
mujer que iba siguiéndole á corta distancia empezó á gritar.
--¡Prender á ése, prender á ése, que ha matado á un hombre!
Una pareja de guardias civiles estacionada allí, á la puerta de un
ventorro, detuvo á Zureda, que se dejó coger y atar sin resistencia.
Rafaela fué á verle á la cárcel, y el maquinista, por amor á ella y á su
hijo, la recibió cariñosamente, asegurándola que había reñido con
Berlanga por una cuestión de juego. Catorce ó quince meses después, ante
el tribunal, declaró lo mismo: estaban jugando al mus y él, por embromar
á sus amigos, tiró una de las cartas que tenía en la mano y cogió otra;
reprochóle Berlanga la suciedad de su acción, trabáronse de palabras y
quedaron desafiados para después...
Así habló Amadeo Zureda, en su caballeresco empeño de no echar sobre la
reputación de la mujer que adoraba ni aún la más leve sombra. ¿Quién
hubiera podido comportarse más noblemente que él lo hizo?... El fiscal
pronunció un informe abrumador, implacable. El Jurado condenó á Amadeo
Zureda á veinte años de presidio.


V

Empujada por la miseria, que llegó pronto, Rafaela hubo de trasladarse á
un pueblecito de Castilla, donde tenía parientes. Eran gentes pobres,
que laboraban la tierra y defendían la vida trabajosamente. La joven,
para justificar su llegada, inventó una historia: dijo que Amadeo, á
consecuencia de un disgusto que tuvo con sus jefes, fué despedido de la
estación y había emigrado á la Argentina, porque le aseguraron que allí
los maquinistas ganaban buenos sueldos. Ella, entonces, determinó salir
de Madrid, donde las casas y los alimentos eran muy costosos. Concluyó
juiciosamente:
--Cuando Amadeo me escriba diciéndome que está colocado, iré á reunirme
con él.
Sus deudos la creyeron y apiadados la buscaron trabajo. Diariamente, con
las primeras claridades mañaneras, Rafaela iba á lavar al río, distante
medio kilómetro del pueblecito. Así, lavando y planchando, unas veces, y
otras recogiendo en el campo leña que luego vendía, á fuerza de tesón
llegó Rafaela á obtener un jornal de cuatro á cinco reales.
Transcurrieron dos años. Los vecinos del lugar habían sabido por el
peatón, encargado de repartir la correspondencia, que los sobres de
todas las cartas que Rafaela recibía iban escritos por la misma mano y
llevaban el sello de la administración de Correos de Ceuta. Esta noticia
alarmó al vecindario y suscitó habladurías, que la joven cortó
discretamente confesando la verdad: Amadeo Zureda estaba en presidio, le
había llevado allí una cuestión de juego. Y al hablar así adoptaba la
actitud resignada, humilde, de la mujer modelo que, no obstante haber
sufrido mucho, perdona al hombre adorado cuanto daño la hizo. Era una
desventurada; el pueblo, chismoso y compasivo, la perdonó.
Combatida por el tiempo y los disgustos, la antigua belleza, picante y
menuda, de Rafaela fué marchitándose rápidamente: el sol quemó su piel;
el polvo de los caminos ensució sus cabellos, antes tan limpios y
undosos; el trabajo deformó y endureció sus manos, en otro tiempo mejor
ociosas y pulidas. Había perdido la costumbre de llevar corsé, y esto
aceleró la ruina de su cuerpo. Lentamente los senos se desmayaban, el
vientre crecía, el talle adquiría redondeces pesadas. También sus
trajes, uno á uno, fueron rompiéndose; las enaguas, las medias, los
majos zapatitos de charol, comprados en días de bonanza, desaparecieron
en triste desfile; Rafaela, que había perdido el prurito de coquetear,
se abandonaba á la miseria y llegó á ir por las calles del villorrio con
los pies desnudos.
Esta desorientación de la voluntad coincidía con una grave flaqueza ó
emborronamiento de memoria. La pobre mujer iba olvidándose de todo, y
los recuerdos que aún guardaba hallábanse tan deshilvanados y sin
relieve, que no bastaban á sugerirla ninguna emoción punzadora. Ella no
había querido nunca á Berlanga; tuvo por él, al conocerle, un capricho,
una pasioncilla irrazonada; pero esta divagación amorosa declinó en
seguida, y si continuó en ella fué debido á ociosidad espiritual y por
miedo al platero, que era celoso y la golpeaba mucho. Así, su trágica
muerte, lejos de causarla dolor, la produjo una sorpresa agradable,
sedante, de liberación y descanso. El calvario de Zureda y su reclusión
entre paredes de presidio, si la hirió hondamente, no fué en su
distraído amor al maquinista, sino en el ritmo confortable y orondo de
su vida; porque el destierro de Amadeo representó para ella la miseria,
el derrumbamiento irreparable del porvenir. Al otro lado de aquella
crisis que deshizo su hogar, Rafaela, sin advertirlo, estaba vieja,
desmemoriada, abúlica; los intensos sacudimientos dramáticos que sufrió
en poco tiempo habían aniquilado su espíritu vulgar; no sufría
remordimientos, no tenía noción exacta de si su conducta pretérita fué
mala ó buena, cual si su conciencia se hubiese desleído en un estupor
imbécil. Unicamente persistía en ella el instinto maternal de vivir y
trabajar para que Manolín viviese también.
Algunos días, sin embargo, la infeliz experimentaba un hondo y aheleado
revertimiento de recuerdos, una epifanía ponzoñosa de negras memorias,
que trepaban sofocadoras á su garganta. Ello ocurría generalmente á
orillas del río, mientras lavaba, en el recogimiento espiritual de un
trabajo monótono, puramente mecánico. Sus ojos entonces llenábanse de
lágrimas, que rodaban lentas por sus mejillas, y caían sobre sus manos,
enrojecidas por el duro trajín de la faena y la caricia fría del agua. A
su alrededor, otras lavanderas, que observaban su pena, cuchicheaban.
--¿Ves cómo llora?
--¡Pobre mujer!
--¿Pobre?... Sí, sí... Ella lo quiso... Y el destino, que es justo
siempre, le da á cada cual lo que merece. ¿Por qué no miró mejor con
quién se casaba?
De cuando en cuando, al fondo del valle, que cerraba por aquella parte
una línea ondulante de montañas azules, pasaba un tren y su silbido
estridente, agrandado y repetido aquí y allá por los ecos, rompía el
silencio de la llanura. Algunas lavanderas, las más jóvenes, se
incorporaban y sentadas sobre sus talones seguían con los ojos la marcha
rauda del convoy, y en sus pupilas había una melancolía de ensueño, una
visión de ciudades lejanas no vistas. Pero Rafaela nunca levantó la
cabeza para mirar aquellos trenes, cuyo grito desgarraba sus oídos con
el timbre de una voz familiar, y proseguía lavando, mientras sus ojos,
bañados en lágrimas, devoraban el misterio de olvido de las aguas
filantes.
A pesar de la gran postración física y moral de la pobre mujer, no faltó
quien pusiera en ella su pensamiento. Se atrevió á tanto un individuo,
de oficio zapatero, llamado Benjamín. Pasaba ya de los cincuenta años,
era viudo y tenía dos hijos al servicio del rey.
Los negocios del señor Benjamín marchaban medianamente; que ni todos los
vecinos del pueblo iban calzados, ni los que usaban zapatos sentían
mucha necesidad de llevarlos nuevos y bonitos. Rafaela le lavaba y
repasaba la ropa, y le planchaba una camisa para los días disantos. De
estos pequeños servicios, modestamente, pero también puntualmente
pagados, nació la amistad de entrambos. Y este afecto, apacible y
desinteresado al principio, fué creciendo hasta quemar el corazón del
zapatero con fuego de amor.
--Si usted quisiera--solía decir á Rafaela el señor Benjamín--podíamos
llegar á un acuerdo. Usted está sola, yo también... ¿por qué no unirnos?
Ella sonreía, con ese desencanto de las almas que la vida, poco á poco,
desnudó de ilusiones.
--Usted está loco, señor Benjamín.
--¿Por qué?
--Porque sí...
--A ver, explíquese usted: ¿por qué estoy yo loco?...
Rafaela, que no quería enojarle, porque de hacerlo era un parroquiano
que perdía, contestaba evasivamente:
--Yo estoy ya muy vieja.
--Para mí, no.
--Soy fea.
--Eso es cuestión de gustos. A mí, por ejemplo, me agrada usted mucho.
--Gracias. Además, ¿qué diría el pueblo cuando lo supiese? ¿Y nuestros
hijos, señor Benjamín, qué pensarían de nosotros?...
--Es que hay mil medios de cubrir las apariencias; usted quiérame, que
yo me ocupo de lo demás.
Rafaela prometió meditar el asunto, y todas las tardes, cuando volvía
del trabajo, el señor Benjamín la preguntaba chancero, desde su portal.
--¿Y eso, vecina?
--Con ello estoy--contestaba riendo.
--Parece que la cuestión es dificililla...
--¡Y tanto!
--Pero ¿se arregla?
--¡Qué sé yo, señor Benjamín! Unas veces parece que sí... otras parece
que no... ¡Al tiempo!...
Pero el alma de Rafaela estaba muerta; nada reverdecería sus ilusiones.
El zapatero, tras muchos esfuerzos, hubo de renunciar á ella, y cuando
la veía pasar suspiraba, grotesco y romántico.
Todos los días primeros de mes, Rafaela escribía á Zureda una carta de
cuatro carillas, donde le refería los pequeños incidentes de su vivir
manso y aburrido. Por estas cartas, escritas en hojas de papel
comercial, conocía el presidiario los rápidos progresos físicos de
Manolín, que á la sazón contaba doce años: era pendenciero, rebelde,
desaplicado, hasta el extremo de andar todavía en palotes. De su afición
á las pedreas no había que hablar; un día, por haber descalabrado
gravemente á otro muchacho de su edad, la guardia civil puso mano en él,
y á faltar la diligente y paternal intervención del cura, duerme en la
cárcel. La madre terminaba siempre los párrafos en que describía las
ariscas bisoñadas de Manolín con esta frase: «Te aseguro que no puedo
domarle...» Era una afirmación de cansancio que parecía embozar una
amenaza y una profecía.
En una carta decía el presidiario:
«El último indulto, del que no sé si tendrás noticia por los periódicos,
ha liberado á muchos compañeros. Yo no he tenido tanta suerte. De todos
modos, me han perdonado cinco años. Así, pues, ya no son más que seis
los años que nos separan.»
Periódicamente las cartas de Rafaela y las del prisionero en Ceuta iban
y venían. Finaron otros dos años.
Pero la fatalidad aún no se había cansado de patear sobre los hombros
honrados de Amadeo Zureda.
«Perdona, Rafaela querida--escribía el recluso--, el nuevo disgusto que
voy á causarte; mas por la vida de nuestro hijo te juro que no he
podido evitar la desgracia que, inopinadamente, y nadie sabe por cuánto
tiempo, va á prolongar nuestra separación.
»Como supondrás, entre la gentuza que, procedente de todas las cárceles
de España, llega aquí, vienen pocos santos. Yo, aunque obligado á vivir
entre ellos, comprendo que no son mis iguales, y por lo mismo procuro
mantenerme aislado y no intervenir ni en sus chacotas ni en sus
pendencias. Es el caso que, á fines de la pasada semana, vino aquí un
guapo de oficio, andaluz, condenado á doce años de trena por haber
matado á un hombre y herido malamente á otro. El tal, apenas me vió,
pensó que yo era un manso con quien podía lucirse, y no perdía ocasión
de embromarme. Yo callaba y, para no chocar con él, le volvía la
espalda.
»Ayer, á la hora del rancho, empezó á buscarme camorra; otros reclusos,
le animaban con sus risas.
--»Oye, Amadeo--me dijo--, ¿por qué te han traído aquí?
»Yo repuse, mirándole bien á los ojos:
--»Por haber matado á un hombre.
--»¿Y por qué le mataste?--insistió.
»No le contesté, y él entonces agregó algo muy feo, muy grosero, que no
quiero repetir. Bástete saber que en lo que dijo iba envuelto tu nombre.
Y, por ser así, fué lo último que sus labios dijeron. Saqué mi
cuchillo--ya sabes que, á pesar de lo mucho que nos vigilan y registran,
todos vamos armados--y le grité:
--»Defiéndete, porque voy á matarte.
»Reñimos, en efecto, y reñimos bien, porque el mozo era bravo; pero de
nada le sirvió su bravura, y allí dejó la vida.
»Perdóname, Rafaela de mi alma, y haz que nuestro hijo me perdone
también. Esto empeora mi situación, pues ahora volverán á juzgarme é
ignoro el castigo que me impondrán. Reconozco que matando á ese hombre
hice mal, pero de no hacerlo me hubiese matado él á mí, lo que habría
sido para todos nosotros mucho peor.»
Meses después escribía Zureda:
«En estos días se ha visto mi causa. Afortunadamente, todos los testigos
declararon en favor mío, lo que, unido al buen concepto que mis jefes
tienen de mí, ha mejorado mucho mi situación. El informe fiscal fué
terrible, pero de eso no hay que hacer caso. Mañana conoceré la
sentencia.»
Todas las cartas de Amadeo Zureda eran así: nobles, tranquilas, como
dictadas por la más estoica resignación. Nunca deslizó en ellas nada que
recordase á Rafaela su delito; en aquellas páginas, repletas de una
escritura igual y vigorosa, no había reproches, ni abatimientos, ni
impaciencias desesperadas. Eran el reflejo admirable de una voluntad
férrea á quien la desgracia, madre excelentísima de todo saber, enseñó
el difícil secreto de esperar.


VI

El mismo día en que Amadeo Zureda salió del penal, el correo le trajo
una carta de Rafaela, que empezaba así:
«Ayer Manolín cumplió veinte años...»
You have read 1 text from Spanish literature.
Next - La cita: novelas - 12
  • Parts
  • La cita: novelas - 01
    Total number of words is 4303
    Total number of unique words is 1872
    30.2 of words are in the 2000 most common words
    42.6 of words are in the 5000 most common words
    49.3 of words are in the 8000 most common words
    Each bar represents the percentage of words per 1000 most common words.
  • La cita: novelas - 02
    Total number of words is 4493
    Total number of unique words is 1794
    31.4 of words are in the 2000 most common words
    45.0 of words are in the 5000 most common words
    51.0 of words are in the 8000 most common words
    Each bar represents the percentage of words per 1000 most common words.
  • La cita: novelas - 03
    Total number of words is 4440
    Total number of unique words is 1790
    31.0 of words are in the 2000 most common words
    42.6 of words are in the 5000 most common words
    48.3 of words are in the 8000 most common words
    Each bar represents the percentage of words per 1000 most common words.
  • La cita: novelas - 04
    Total number of words is 4567
    Total number of unique words is 1770
    31.2 of words are in the 2000 most common words
    43.1 of words are in the 5000 most common words
    49.3 of words are in the 8000 most common words
    Each bar represents the percentage of words per 1000 most common words.
  • La cita: novelas - 05
    Total number of words is 4526
    Total number of unique words is 1671
    34.0 of words are in the 2000 most common words
    45.0 of words are in the 5000 most common words
    51.7 of words are in the 8000 most common words
    Each bar represents the percentage of words per 1000 most common words.
  • La cita: novelas - 06
    Total number of words is 4398
    Total number of unique words is 1798
    31.5 of words are in the 2000 most common words
    42.8 of words are in the 5000 most common words
    49.4 of words are in the 8000 most common words
    Each bar represents the percentage of words per 1000 most common words.
  • La cita: novelas - 07
    Total number of words is 4483
    Total number of unique words is 1743
    31.8 of words are in the 2000 most common words
    44.5 of words are in the 5000 most common words
    50.6 of words are in the 8000 most common words
    Each bar represents the percentage of words per 1000 most common words.
  • La cita: novelas - 08
    Total number of words is 4501
    Total number of unique words is 1697
    31.6 of words are in the 2000 most common words
    45.1 of words are in the 5000 most common words
    50.6 of words are in the 8000 most common words
    Each bar represents the percentage of words per 1000 most common words.
  • La cita: novelas - 09
    Total number of words is 4474
    Total number of unique words is 1703
    32.1 of words are in the 2000 most common words
    45.3 of words are in the 5000 most common words
    51.0 of words are in the 8000 most common words
    Each bar represents the percentage of words per 1000 most common words.
  • La cita: novelas - 10
    Total number of words is 4504
    Total number of unique words is 1731
    30.5 of words are in the 2000 most common words
    42.1 of words are in the 5000 most common words
    48.1 of words are in the 8000 most common words
    Each bar represents the percentage of words per 1000 most common words.
  • La cita: novelas - 11
    Total number of words is 4579
    Total number of unique words is 1728
    31.6 of words are in the 2000 most common words
    43.0 of words are in the 5000 most common words
    50.4 of words are in the 8000 most common words
    Each bar represents the percentage of words per 1000 most common words.
  • La cita: novelas - 12
    Total number of words is 3833
    Total number of unique words is 1471
    34.0 of words are in the 2000 most common words
    44.9 of words are in the 5000 most common words
    50.6 of words are in the 8000 most common words
    Each bar represents the percentage of words per 1000 most common words.